El honorable colegial (11 page)

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Authors: John Le Carré

La siguiente declaración de Smiley tenía el tono de la obsesión leve.

—De todos modos. Con, hubo una petición oficial de investigación de Estación Londres a nuestra residencia de Vientiane.

—Fue antes de que Bill tuviese tiempo de meter su pezuña en el asunto —contestó ella.

Como si no la hubiera oído, Smiley cogió una carpeta abierta y se la pasó por encima de la mesa.

—Y de Vientiane
mandaron
una larga respuesta. Está todo indicado en el índice. Y al parecer nosotros no la tenemos. ¿Dónde está?

Connie no se molestó en coger la carpeta.

—En la
trituradora,
querido —dijo ella, y miró a Guillam muy tranquila y satisfecha.

Había llegado la mañana. Guillam hizo un recorrido apagando luces. Esa misma tarde, entró en el tranquilo club de juego del West End donde, en la nocturnidad permanente de la actividad que había elegido, Sam Collins soportaba los rigores del retiro. A Guillam, que esperaba encontrarle supervisando su habitual partida vespertina de
chemin—de—fer,
le sorprendió que le indicasen un suntuoso salón con el rótulo de «Dirección». Sam estaba instalado tras un excelente escritorio, sonriendo triunfal tras el humo de su cigarrillo negro acostumbrado.

—¿Pero, qué demonios has hecho, Sam? —exigió Guillam en un susurro teatral, fingiendo mirar nervioso a su alrededor—. ¿Te has metido en la Mafia? ¡Dios mío!

—Oh, no, no hizo falta —dijo Sam, con la misma picara sonrisa. Y se echó una impermeable encima del smoking y condujo a Guillam por un pasillo y, tras cruzar una puerta de incendios, salieron a la calle y entraron en el asiento trasero del taxi que había dejado esperando Guillam, aún secretamente maravillado de la nueva importancia de Sam.

Los agentes que actúan sobre el terreno tienen diversas formas de ocultar las emociones y la de Sam era sonreír, fumar despacio y llenar los ojos de un brillo sombrío de extraña complacencia, fijándolos atentamente en su interlocutor. Sam era un especialista en Asia, un veterano del Circus con mucho tiempo de trabajo de campo a sus espaldas: cinco años en Borneo, seis en Birmania, cinco en el norte de Tailandia y, por último, tres en la capital laosiana, en Vientiane, todo ello bajo la razonable cobertura de comerciante al por mayor. Los tailandeses le habían interrogado dos veces, pero le habían dejado libre y había tenido que salir de Sarawak en calcetines. Cuando estaba de humor, tenía muchas historias que contar sobre sus peregrinajes por las tribus montañesas del norte de Birmania y los Shans, pero estaba de humor muy pocas veces.

Sam era una víctima de Haydon. Hubo un momento, cinco años atrás, en que aquella perezosa sagacidad de Sam le convirtió en serio candidato al ascenso a la quinta planta… el puesto de jefe, incluso, según algunos, si Haydon no hubiese hecho valer toda su influencia a la sombra del ridículo Percy Alleline. Con lo cual, en vez de conseguir poder, tuvo que quedar pudriéndose en el campo hasta que Haydon conspiró para reclamarle y lograr su expulsión por una infracción de poca monta, una cosa amañada, además.

—¡Sam! ¡Cuánto me alegro de verte! Siéntate —dijo Smiley, todo cordialidad por una vez—. ¿Querrás un trago? ¿Por qué hora del día andas? ¿Podemos ofrecerte un desayuno?

Sam había obtenido en Cambridge una desconcertante matrícula de honor que había dejado estupefactos a sus tutores que hasta entonces le habían considerado poco menos que imbécil. Lo había conseguido, se decían después los catedráticos para consolarse, sólo a base de memoria. Pero otras lenguas más duchas en las cosas del mundo contaban una historia muy distinta. Según ellas, Sam había tenido una aventura amorosa con una chica muy fea de la Oficina de Exámenes, logrando poder echar una ojeada previa a las preguntas del examen.

4
Despierta el castillo

Lo primero que hizo Smiley fue tantear a Sam… y Sam, al que no le disgustaba tampoco una mano de póker de vez en cuando, tanteó también a Smiley. Algunos agentes de campo, sobre todo los listos, tienen como a orgullo, una especie de orgullo perverso, el no conocer todo el cuadro. Su arte consiste en manejar diestramente cabos sueltos, y se paran tercamente ahí. Sam sentía también esta inclinación. Tras repasar un poco su expediente, Smiley le tanteó respecto a varios casos antiguos que no tenían nada especial, pero que daban un indicio de la disposición presente de Sam y confirmaban su capacidad para recordar con precisión. Recibió a Sam solo, porque con más gente, habría sido un juego muy distinto: más o menos intenso, pero distinto. Más tarde, cuando salió ya a la luz todo el asunto y quedaban sólo cuestiones de relleno, mandó subir de las regiones inferiores a Connie y al doctor di Salís, y dejó también sentarse con ellos a Guillam. Pero eso fue después; de momento, Smiley sondeó sólo la mente de Sam, ocultándole por entero el hecho de que todos los documentos habían sido destruidos y que, puesto que Mackelvore ya había muerto, él era ahora el único testigo de ciertos hechos clave.

—Bueno, Sam, ¿recuerdas —preguntó Smiley cuando le pareció por fin el momento adecuado —una orden que te llegó a Vientiane, de aquí, de Londres, de investigar ciertos giros bancarios de París? Era una orden normal en que se pedían «investigaciones de campo no imputables, por favor, confirmar o desmentir…», algo así. ¿Te suena eso, por casualidad?

Tenía delante una hoja con notas, lo que indicaba que era sólo una pregunta más de una larga serie. Mientras hablaba, señalaba algo con el lápiz sin mirar siquiera a Sam. Pero así como oímos mejor con los ojos cerrados, Smiley percibió, pese a todo, que la atención de Sam se reforzaba: lo que se tradujo en que estiró un poco las piernas, las cruzó y redujo los gestos hasta suprimirlos casi por completo.

—Transferencias mensuales a la Banque de l’Indochine —dijo Sam, tras la pausa adecuada—. Fuertes. Pagadas desde una cuenta exterior canadiense a la filial de París.

Dio luego el número de la cuenta.

—Pagos los últimos viernes de mes —continuó—. Fecha de inicio junio setenta y tres, más o menos. Me suena, desde luego.

Smiley percibió de inmediato que Sam se preparaba para jugar una partida larga. El recuerdo era claro, pero la información que daba escasa: parecía más una puesta de apertura que una respuesta franca.

Smiley, con la vista aún fija en los papeles, dijo:

—Ahora sería bueno parar un poco aquí, Sam. Hay ciertas discrepancias en los datos de archivo, y me gustaría aclarar del todo tu parte de la información.

—Por supuesto —dijo Sam de nuevo, chupando muy tranquilo su cigarrillo negro. Observaba las manos de Smiley y, de vez en cuando, con estudiada languidez, le miraba a los ojos… aunque nunca demasiado tiempo.

Smiley, por su parte, luchaba sólo por mantener el pensamiento abierto a las tortuosas opciones que ofrecía la vida de un agente de campo. Sam podría muy bien estar ocultando algo completamente insignificante. Podría haber hecho alguna trampilla con los gastos, por ejemplo, y temer que se descubriera. O haberse inventado la información en vez de salir a buscar los datos y jugarse el cuello: Sam tenía ya la edad en que el agente de campo mira ante todo por su propio pellejo, no debía olvidarlo. O podría tratarse de la situación contraria: Sam se había excedido un poco en sus investigaciones, más de lo que le permitía la oficina central. Presionado, había preferido recurrir a los revendedores en vez de no mandar nada. Había establecido un acuerdo lateral con los primos locales. O los servicios de seguridad locales le habían chantajeado (en la jerga de Sarratt, los ángeles le habían aplicado el tizón) y había jugado con dos barajas a fin de sobrevivir y asegurarse su pensión del Circus. Smiley sabía que, para interpretar las actitudes de Sam, tenía que mantenerse al tanto de estas opciones y de una infinidad más. Un despacho es un lugar peligroso para observar el mundo.

Así que, tal como proponía Smiley, se demoraron un poco. La orden de investigar sobre el terreno que había enviado Londres, dijo Sam, le llegó en la forma oficial, ajustándose bastante a la descripción de Smiley. Se la mostró al viejo Mac, que, hasta que le destinaron a París, era el contacto del Circus en la Embajada de Vientiane. En una sesión nocturna, en su casa de seguridad. Rutina, aunque la cuestión rusa resaltaba ya desde el principio, y Sam recordó en concreto que le había dicho a Mac ya entonces: «Londres debe pensar que es dinero de la caja negra de Moscú Centro», pues había localizado el criptónimo de la Sección de Investigación Soviética del Circus mezclado en los preliminares de la señal. (A Smiley no le pasó desapercibido el hecho de que Mac no tenía por qué enseñarle la señal a Sam.) Y Sam recordaba también la respuesta de Mac a su comentario: «No deberían haberle dado la patada a la amiga Connie Sachs», había dicho. Sam estaba absolutamente de acuerdo con ello.

Tal como sucedieron las cosas, dijo Sam, fue muy fácil de cumplir esta petición. Sam tenía ya un contacto en el Indochine, bueno además, llamémosle Johnnie.

—¿Figura aquí, Sam? —preguntó cortésmente Smiley.

Sam evitó contestar directamente a esta pregunta y Smiley respetó su reserva. Aún no ha nacido el agente de campo que comunique a la oficina central todos sus contactos, o que los mencione incluso. Lo mismo que los ilusionistas se aterran a su mística, los agentes de campo, por razones distintas, son congénitamente reservados en cuanto a sus fuentes.

Johnnie era de fiar, dijo enfáticamente Sam. Tenía un historial excelente en varios casos de tráfico de armas y de narcóticos y Sam habría respondido por él ante cualquiera.

—Tú también trabajaste en esas cosas, ¿verdad, Sam? —preguntó respetuosamente Smiley.

Así que Sam había hecho pluriempleo para la oficina local de narcóticos como cosa extra, advirtió Smiley. Muchos agentes de campo lo hacían, algunos hasta con el consentimiento de la oficina central: en su mundo, les gustaba hacerlo para liquidar desecho industrial. Iba con el oficio. Nada espectacular, por tanto, pero Smiley archivó la información, de todos modos.

—Johnny era de fiar —repitió Sam, con una advertencia en la voz.

—Estoy seguro de ello —dijo Smiley, con la misma cortesía.

Sam prosiguió con su relato. Había acudido a Johnny, al Indochine, y le había largado una historia absurda para que no se inquietase, y al cabo de unos días Johnny, que era sólo un modesto empleado, había investigado en los libros y anotado los datos de las cuentas, con lo que Sam tuvo la primera parte de la conexión lista y empaquetada. El asunto funcionaba así, según Sam:

—El último viernes de cada mes llegaba de París un giro por télex a nombre de un tal Monsieur Delassus que se hospedaba en el Hotel Cóndor, Vientiane, y que debía abonarse previa presentación del pasaporte, cuyo número se reseñaba.

Sam recitó una vez más, sin esfuerzo, las cifras.

—El banco enviaba el aviso —continuó—, Delassus acudía el lunes a primera hora, sacaba el dinero en metálico, lo metía en una cartera de mano y salía con él. Fin de la conexión.

—¿Cuánto?

—Poco al principio, pero la cantidad aumentó en seguida. Y siguió creciendo; poco a poco luego.

—¿Hasta llegar a…?

—Veinticinco mil americanos en billetes grandes —dijo Sam sin pestañear.

Smiley enarcó levemente las cejas.

—¿Al mes? —dijo, con cómica sorpresa.

—Todo un banquete —confirmó Sam, y volvió a refugiarse en un lánguido silencio.

Hay una tensión especial en los hombres inteligentes que usan sus cerebros por debajo de sus posibilidades y a veces no pueden controlar sus emanaciones aunque quieran. En ese sentido, son un riesgo muchísimo mayor, bajo los focos, que sus colegas más estúpidos.

—¿Estás comprobando lo que te digo con los datos de archivo, muchacho? —preguntó Sam.

—No estoy comprobando nada, Sam. Ya sabes cómo son estas cosas algunas veces. Hay que agarrarse a un clavo ardiendo, hay que escuchar al viento.

—Claro, claro —dijo Sam comprensivo. Después de intercambiar más miradas de confianza mutua, Sam reanudó su relato.

En fin, se fue, según dijo, al Hotel Cóndor. El conserje era una subfuente habitual en el ramo, a disposición de todo el mundo. Allí no había ningún Delassus, pero el recepcionista admitió gozosamente una pequeña oferta por proporcionarle una dirección de hospedaje. Al lunes siguiente (que casualmente seguía al último viernes del mes, dijo Sam), puntual, con la ayuda de su contacto Johnny, Sam se fue al banco a «hacer efectivos cheques de viaje», y pudo ver directamente al dicho Monsieur Delassus entrar, mostrar su pasaporte francés, contar el dinero y guardarlo en su cartera de mano y volver con ella a un taxi que le esperaba fuera.

Los taxis, explicó Sam, eran animales exóticos en Vientiane. Todo el que era alguien tenía su coche y su chófer, así que la deducción lógica era que Delassus no quería ser alguien.

—Hasta ese momento todo fue bien —concluyó Sam, mirando con interés como Smiley escribía.


Muy
bien —corrigió Smiley.

Con su predecesor Control, Smiley nunca usaba cuaderno: sólo cuartillas sueltas, una a una, y un pisapapeles de cristal para sostenerlas, que Fawn limpiaba dos veces al día.

—¿Coincide con lo que hay en archivo, o no? —preguntó Sam.

—Yo diría que la dirección es la correcta, Sam —dijo Smiley—. Es el
detalle
lo que saboreo. Ya sabes cómo son los archivos.

Ese mismo día por la noche, prosiguió Sam, confabulado una vez más con su contacto, examinó despacio el archivo de fichas de rusos residentes, y logró identificar los rasgos repugnantes de un secretario segundo (comercial) de la Embajada soviética, Vientiane, cincuenta y tantos, porte militar, sin antecedentes, nombre y apellidos incluidos pero impronunciables y conocidos, en consecuencia, por los bazares diplomáticos como «Comercial Boris».

Pero Sam, por supuesto, tenía el nombre y los impronunciables apellidos, presos en la memoria, y se los deletreó a Smiley lo bastante despacio para que éste los anotara en letras mayúsculas.

—¿Ya lo tienes todo? —preguntó amablemente.

—Sí, gracias.

—Alguien se olvidó el fichero en el autobús, ¿verdad, muchacho? —preguntó Sam.

—Así es —aceptó Smiley, con una carcajada.

Cuando un mes después volvió a llegar el lunes crucial, continuó Sam, decidió operar con mucha precaución. En vez de seguir furtivamente él mismo a Comercial Boris, él se quedó en casa y encargó la misión a un par de sabuesos residentes allí, especializados en trabajo de acera.

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