Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
Rastreando minuciosamente la senda de destrucción de Haydon (sus huellas, como decía él), a base de repasar exhaustivamente su selección de los datos; recomponiendo, tras laboriosas semanas de investigación si era preciso, las informaciones secretas recogidas de buena fe por las estaciones exteriores del Circus, y comparándolas, en todos los detalles, con las informaciones distribuidas por Haydon a los clientes del Circus en la plaza del mercado de Whitehall, sería posible determinar el negativo (como tan correctamente había dicho Connie) y determinar el punto de partida de Haydon y, en consecuencia, de Karla, declaró Smiley.
Una vez adoptada la orientación correcta, se abrirían sorprendentes posibilidades, y el Circus se hallaría en situación, pese a todo, de volver a tomar la iniciativa, o, en palabras de Smiley, «de
acción,
y no meramente de
reacción».
La premisa, según la gozosa descripción que haría luego Connie Sachs, significaba: «Buscar otra maldita momia de Tutankamon, mientras George Smiley sostiene la lámpara y nosotros pobres peones manejamos los picos y las palas.»
Por entonces, claro está, nadie vislumbraba siquiera a Jerry Westerby entre las imágenes de la futura operación.
Se lanzaron al combate al día siguiente, la inmensa Connie por un lado y el greñudo y pequeño di Salís por el suyo. Como decía di Salis, con una voz modesta y nasal, que tenía un vigor feroz:
«Por lo menos sabemos al fin por qué estamos aquí.» Sus familias de pálidos excavadores dividieron en dos el archivo. Para Connie y «mis bolcheviques», como ella les llamaba. Rusia y los satélites. Para di Salís y sus «peligros amarillos». China y el Tercer Mundo. Lo que quedaba en medio, informes de fuente sobre los teóricos aliados de Inglaterra, por ejemplo,, se colocó en un cajón especial en reserva para posterior valoración. Trabajaron, como el propio Smiley, horas imposibles. Los de la cantina se quejaron, los conserjes amenazaron con largarse; pero, poco a poco, la energía pura de los excavadores contagió incluso al equipo auxiliar y acabaron por callarse. Se creó una burlona rivalidad. Bajo la influencia de Connie, los chicos y chicas del despacho de atrás a quienes hasta entonces apenas si se había visto sonreír, aprendieron de pronto a parlotear entre sí en el idioma de su gran familia del mundo de fuera del Circus. Los sicarios del imperialismo zarista tomaban insípido café con discordantes desviacionistas patrioteros stalinistas y se enorgullecían de ello. Pero el acontecimiento más impresionante fue sin duda el cambio que se operó en di Salis, que interrumpía sus labores nocturnas con breves pero vigorosos períodos en la mesa de ping pong, donde desafiaba a todos los que llegaban, saltando de un lado a otro, como un cazador de mariposas a la caza de raros especímenes. Pronto aparecieron los primeros frutos, que les proporcionaron nuevo ímpetu. Al cabo de un mes se habían distribuido nerviosamente tres informes, en condiciones de extrema reserva, que llegaron a convencer hasta a los escépticos primos. Un mes después, salió un sumario encuadernado en pasta dura titulado, a escala planetaria.
Informe provisional sobre las lagunas de los servicios soviéticos respecto a la capacidad de ataque mar—aire de la OTAN,
que logró el reacio aplauso de la sede central de Martello de Langley, Virginia, y una llamada telefónica entusiasta del propio Martello.
—¡Ya se lo había
dicho
yo a esos tipos, George! —gritaba, tanto que la línea telefónica parecía una extravagancia innecesaria—. Ya se lo dije: «El Circus responderá.» ¿Crees que me creyeron? ¡Ni hablar!
Entretanto, unas veces con Guillam por compañía, otras con el silencioso Fawn como niñera, el propio Smiley realizó sus oscuras peregrinaciones y caminó hasta estar medio muerto de cansancio. Y. pese a no lograr resultados positivos, siguió peregrinando. De día, y a menudo también de noche, rastreó los condados próximos y puntos más lejanos, interrogando a viejos funcionarios del Circus y a antiguos agentes ya retirados. En Chiswick, pacientemente apostado en la oficina de un viajante de artículos a precio rebajado y hablando en murmullos con un antiguo coronel de caballería polaco, reasentado allí como empleado, creyó ver claro al fin; pero la promesa se disolvió como espejismo cuando avanzó hacia ella. En una tienda de material de radio de segunda mano de Sevenoaks, un checo de los Súdeles le inspiró la misma esperanza, pero cuando volvió a toda prisa con Guillam a confirmar la historia en los archivos del Circus, se encontraron con que todos los mencionados habían muerto y no quedaba nadie que les llevase más allá. En una caballeriza privada de Newmarket, ante el furor casi violento de Fawn, fue insultado por un obstinado escocés, un protegido de Alleline, el predecesor de Smiley, y todo por la misma causa escurridiza. A la vuelta, pidió los papeles, sólo para ver apagarse la luz una vez más.
Porque la certeza básica no formulada que había tras la premisa que había esbozado Smiley en la sala de juegos era ésta: que la trampa con la que Haydon se había atrapado a sí mismo no era irrepetible. Que en último análisis, el papeleo de Haydon no era la causa de la caída de éste, ni su manipulación de los informes, ni la supuesta «pérdida» de informes embarazosos. La causa había sido su pánico. Su intervención espontánea en un campo de operaciones, donde el peligro que él mismo corría, o que corría quizás algún otro agente de Karla, se hizo de pronto tan grave que su única esperanza pasó a ser eliminarlo a pesar de los riesgos. Éste era el truco que Smiley ansiaba ver repetirse; y ésa la cuestión que, nunca directamente, si no por deducción, Smiley y sus ayudantes del Centro de recepción de Bloomsbury planteaban.
—¿Puedes recordar algún caso en tu período de servicio en el campo en que, según tu opinión, se te impidiera sin motivo seguir una pista operativa?
Y fue el apuesto Sam Collins, con su smoking, su cigarrillo negro y su bigote recortado, con su sonrisa de caballero del Mississippi, citado para una tranquila charla un buen día, el que llegó y alegremente dijo:
—Ahora que lo pienso, sí, amigo, sí, recuerdo una vez.
Pero detrás de esta pregunta y de la respuesta crucial de Sam se alzaba de nuevo la formidable personalidad de la señorita Connie Sachs y su persecución del oro ruso.
Y tras Connie de nuevo, como siempre, se alzaba la foto de Karla, eternamente nebulosa.
—
Connie ha descubierto algo, Peter —
susurraba la propia Connie a Guillam una noche, muy tarde, por el teléfono interno—. Ha descubierto algo. Seguro, seguro.
No era, en modo alguno, su primer hallazgo, ni el décimo, pero su tortuosa intuición le dijo de inmediato que se trataba de «material legítimo, querido, te lo dice la vieja Connie». Así que Guillam se lo contó a Smiley y Smiley cerró las carpetas, despejó la mesa y dijo:
—Está bien, que pase.
Connie era una mujer inmensa, lisiada y muy lista, hija de un catedrático y hermana de otro, también una especie de autoridad académica ella misma, conocida entre los veteranos como Madre Rusia. Según la leyenda. Control la había reclutado en un rubber de bridge cuando estrenaba su traje largo, la noche que Neville Chamberlain prometió «paz en nuestra época». Cuando Haydon llegó al poder en la estela de su protector Alleline, una de sus primeras decisiones, y de las más prudentes, fue quitar a Connie de enmedio. Porque Connie sabía más de las artimañas de Moscú Centro que la mayoría de los pobres imbéciles, como ella les llamaba, que trabajaban allí, y el ejército privado de topos y reclutadores de Karla había sido siempre su diversión especialísima. A través de los dedos artríticos de Madre Rusia no había pasado, en los viejos tiempos, ni un solo desertor soviético, aunque sí sus interrogatorios; ni siquiera un confidente que hubiese logrado situarse junto a algún cazatalentos identificado de Karla, pero Connie lo revivía todo ávidamente con todos los detalles coreográficos de la cacería; no había ni una sola migaja de rumor en sus casi cuarenta años en la brecha que no hubiese quedado sedimentada allí, en su cuerpo torturado por el dolor, que no estuviese colocada allí entre la basura de su sintética memoria, para utilizarlo en el momento en que lo precisase. La mente de Connie, había dicho Control una vez, con cierta desesperación, era como un inmenso cuaderno de notas. Cuando la despidieron se volvió a Oxford y al infierno. Cuando Smiley volvió a llamarla, su único entretenimiento era el crucigrama del
Times
y andaba por sus dos buenas botellas al día. Pero aquella noche, aquella noche modestamente histórica, mientras arrastraba su enorme corpulencia por el pasillo de la quinta planta camino del despacho particular de George Smiley, lucía un limpio caftán gris, se había embadurnado los labios de rosa, en un tono muy parecido al natural, y no había tomado en todo el día nada más fuerte que un mísero cordial de menta (cuyo aroma iba quedando en su estela) y llevaba estampada desde el principio mismo la certeza de la importancia de la ocasión, según fue opinión unánime luego. Llevaba una bolsa de compra muy voluminosa, de plástico porque no soportaba la piel. Una planta más abajo, en su cubil, su chucho, que se llamaba
Trot,
reclutado en un arrebato de remordimiento por su difunto predecesor, gemía desconsolado debajo del escritorio, ante la viva cólera del compañero de trabajo de Connie, di Salís, que solía atizarle furtivas y secretas patadas; o, en momentos más joviales, contentarse con recitarle a Connie los diversos y apetitosos métodos que usaban los chinos para preparar un perro a la cazuela. Al otro lado de los gabletes eduardianos, mientras Connie los pasaba uno a uno, caía un chaparrón de fines de verano que ponía punto final a una larga sequía y que a Connie le pareció (así se lo dijo luego a todos) simbólico, bíblico incluso. Las gotas repiqueteaban como balas sobre el tejado de pizarra, aplastando las hojas muertas que se habían asentado allí ya. En la antesala, las madres continuaban estólidas su tarea, acostumbradas ya a los peregrinajes de Connie, aunque no les gustase más por ello.
—Queridas —murmuró Connie, agitando hacia ellas como una princesa su mano gorda—, sois tan leales. Tanto.
Para entrar en la sala del trono había que bajar un escalón (los iniciados solían perder allí el equilibrio, pese al descolorido letrero de aviso) y Connie, con su artritis, trató la operación como si de una escalerilla se tratase, sujeta por Guillam de un brazo. Smiley observó, las manos regordetas unidas sobre el escritorio, cómo empezaba a sacar solemnemente sus ofrendas: no eran ojos de tritón, ni el dedo de un recién nacido estrangulado (habla Guillam una vez más); eran fichas, un montón de fichas, etiquetadas y anotadas, el botín de otra de sus desapasionadas incursiones en el archivo de Moscú Centro que, hasta su resurrección de entre los muertos de hacía unos meses, habían estado pudriéndose, gracias a Haydon, durante tres largos años. Mientras las sacaba y corregía las notas orientadoras que les había añadido en su burocrática caza, esbozó aquella desbordante sonrisa suya (Guillam otra vez, pues la curiosidad le había forzado a abandonar el trabajo y a acercarse a observar) y murmuró «tú vas aquí, diablillo» y «¿dónde te has metido tú ahora, condenada?» no para Smiley o Guillam, por supuesto, sino dirigiéndose a los propios documentos, pues Connie tenía por costumbre suponer que todo estaba vivo y podía ser recalcitrante u obstinado, fuese
Trot, su
perro, o una silla que le impidiese el paso, o Moscú Centro, o, en fin, el propio Karla.
—Un
viaje organizado,
queridos —proclamó—. Eso es lo que ha estado haciendo Connie. Supermagnífico. Me acordaba de Pascua, cuando mamá escondía los huevos pintados por la casa y nos mandaba buscarlos a los niños.
Durante unas tres horas, intercaladas de café y bocadillos y otros obsequios no deseados que el lúgubre Fawn insistió en traerles, Guillam se esforzó por seguir las vueltas y revueltas del extraordinario viaje de Connie, al que su investigación posterior había proporcionado ya una base sólida. Connie manejaba los papeles de Smiley como si fueran cartas de una baraja, los mostraba y volvía a taparlos con sus deformes manos sin darles apenas tiempo a leerlos. Y, para remate, se atenía a lo que Guillam llamaba «su jerga de mago de tercera fila», el abracadabra del oficio del excavador obsesivo. En el núcleo de su descubrimiento, según Guillam pudo entrever, yacía lo que Connie llamaba una
veta de oro
de Moscú Centro; una operación de lavado monetario soviético para trasladar fondos clandestinos a canales abiertos. No había aún un esquema completo de la operación. El contacto israelí había suministrado una parte, los primos otra, Steve Mackelvore, residente jefe en París, muerto ya, una tercera. De París la pista volvía a llevar a Oriente, a través de la Banque de l’Indochine. En este punto, además, los documentos habían sido trasladados a la Estación Londres de Haydon, que era el nombre asignado al directoriado operativo, con una recomendación adjunta de la diezmada sección de Investigación Soviética del Circus de que se iniciase una investigación a toda escala del caso sobre el terreno. Estación Londres congeló la propuesta.
«Potencialmente perjudicial para una fuente sumamente delicada», escribió uno de los esbirros de Haydon, y ahí quedó la cosa.
—Archívalo y olvídalo —murmuró Smiley, pasando páginas distraídamente—. Archívalo y olvídalo. Siempre tenemos buenas razones para no hacer nada.
Fuera, el mundo estaba dormido del todo.
—
Exactamente,
querido —dijo Connie hablando muy suave, como si temiera despertarle.
Había ya fichas y carpetas esparcidas por toda la sala del trono. Parecía mucho más la escena de un desastre que la de un triunfo. Durante otra hora más, Guillam y Connie miraron silenciosamente al espacio o a la fotografía de Karla, mientras Smiley reseguía concienzudamente los pasos de Connie, el rostro anhelante inclinado hacia la lámpara de lectura, los rasgos rechonchos acentuados por el haz de luz, las manos saltando sobre los papeles, y subiendo de cuando en cuando hasta la boca para ensalivar el pulgar. Paró una o dos veces para mirar a Connie, o abrió la boca para hablar, pero Connie tenía ya lista la respuesta antes de que formulara él la pregunta. Connie recorría mentalmente a su lado todo el camino. Cuando terminó, Smiley se retrepó en su asiento, se quitó las gafas y las limpió, por una vez no con el extremo ancho de la corbata, sino con un pañuelo nuevo de seda que sacó del bolsillo de arriba de la chaqueta negra, pues había pasado casi todo el día encerrado con los primos, reparando vallas también. Al verle hacer esto, Connie miró resplandeciente a Guillam y murmuró
«¿Verdad que es un encanto?»,
que era una de sus frases favoritas cuando hablaba de su jefe, lo que estuvo a punto de trastornar de rabia a Guillam.