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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (9 page)

¿Qué le impulsaba? ¿Qué andaba buscando? Si la rabia era la raíz, entonces era una rabia común a todos ellos en aquellos tiempos. Podían sentarse en grupo en la sala de juegos tras un largo día de trabajo y estar allí cotilleando y bromeando; pero si alguien deslizaba los nombres de Karla o de su topo Haydon, caía sobre ellos un silencio de ángeles, y ni siquiera la astuta y veterana Connie Sachs, la especialista en Moscú, era capaz de romper el hechizo.

Aún más conmovedores a ojos de sus subordinados fueron los esfuerzos de Smiley por salvar del naufragio algo de las redes de agentes. Al día siguiente de la detención de Haydon, habían quedado inmovilizadas las nuevas redes soviéticas y del Este europeo del Circus. Los contactos por radio se paralizaron, quedaron congeladas las líneas de comunicación y, según todos los indicios, si quedaban en la zona agentes que fuesen verdaderamente del Circus, se habían replegado de la noche a la mañana. Pero Smiley se opuso ferozmente a ese enfoque fácil, lo mismo que se había negado a aceptar que Karla y Moscú Centro fuesen entre ellos insuperablemente eficientes, metódicos o racionales. Acosó a Lacon, acosó a los primos en sus grandes anexos de Grosvenor Square, insistió en que se siguieran controlando las frecuencias radiofónicas de los agentes y, pese a las agrias protestas del Ministerio de Asuntos Exteriores (Roddy Martindale en primera fila, como siempre), logró que los servicios ultramarinos de la BBC emitieran mensajes en lenguaje abierto ordenando a todo agente vivo que casualmente los oyese y conociese la clave abandonar el barco de inmediato. Y, poco a poco, ante el desconcierto de todos, llegaron pequeños aleteos de vida, como confusos mensajes de otro planeta.

Primero los primos, en la persona de su jefe local de estación Martello, inquietantemente fanfarrón, informaron desde Grosvenor Square que una cadena de escape norteamericana estaba pasando a dos agentes británicos, un hombre y una mujer, a la vieja estación de recreo de Sochi en el mar Negro, donde se estaba preparando una pequeña embarcación para lo que los tranquilos agentes de Martello insistían en llamar «tarea de exfiltración». Con esta descripción se refería a los Churayev, pieza clave en la red
Contemplate
que había cubierto Georgia y Ucrania. Sin esperar el visto bueno del Ministerio de Hacienda, Smiley resucitó del retiro a un tal Roy Bland, un corpulento dialéctico ex marxista y agente de campo durante algún tiempo, que había sido el encargado de la red. A Bland, muy hundido con la caída, le confió a Silsky y a Kaspar, los dos sabuesos rusos, también en naftalina, también antiguos protegidos de Haydon, como grupo de recepción de reserva. Aún estaban sentados en su avión de transporte de la RAF cuando llegó la noticia de que habían matado a tiros a la pareja al salir del puerto. El plan de exfiltración se había desmoronado, dijeron los primos. Martello, muy considerado, telefoneó personalmente a Smiley para darle la noticia. Era un hombre amable por naturaleza y, como Smiley, de la vieja escuela.

Era de noche y llovía a cántaros.

—Tómatelo con calma, George —advirtió, con su tono paternal—. ¿Me oyes? Hay agentes de campo y agentes de oficina y somos tú y yo los que tenemos que procurar que siga existiendo esta distinción. De lo contrario, nos volveríamos todos locos. No se puede ir hasta el final por ninguno de ellos en concreto. Somos como generales. No debes olvidarlo.

Peter Guillam, que estaba junto a Smiley cuando recibió la llamada, juraba después que Smiley no había mostrado ninguna reacción visible. Y Guillam le conocía bien. Pero diez minutos después, sin que nadie se diese cuenta, había desaparecido y faltaba de la percha su voluminoso impermeable. Volvió ya amanecido, calado hasta los huesos, y con el impermeable aún al brazo. Después de cambiarse volvió a su mesa, pero cuando Guillam, espontáneamente, se acercó de puntillas con el té, encontró a su jefe, para su desconcierto, sentado muy rígido ante un viejo volumen de poesía alemana, con los puños cerrados a ambos lados del libro, y llorando en silencio.

Bland, Kaspar y de Silsky suplicaron la readmisión. Alegaron que el pequeño Toby Estherhase, el húngaro, había conseguido la readmisión sin motivo visible y exigieron en vano el mismo tratamiento. Les retiraron de la circulación y no se volvió a hablar de ellos. La injusticia pide injusticia. Aunque manchados, podrían haber sido útiles, pero Smiley no quería ni oír hablar de ellos; ni entonces ni después ni nunca. Ése fue el punto más bajo del período que siguió inmediatamente a la caída. Los había que creían en serio (dentro del Circus y fuera también) que habían oído el último latido del corazón de los servicios secretos ingleses.

Pero quiso la casualidad que a los pocos días de esta catástrofe, la suerte ofrendase a Smiley un pequeño consuelo. En Varsovia, a plena luz del día, un agente importante del Circus de paso recogió la señal de la BBC y se fue derecho a la Embajada inglesa. Gracias a las feroces presiones que ejercieron Lacon y Smiley, lo facturaron en avión a Londres disfrazado de correo diplomático, a despecho de Martindale. Desconfiando de sus explicaciones, Smiley entregó al agente a los inquisidores del Circus que, privados de otra carne, estuvieron a punto de liquidarle pero que al fin le declararon limpio. Le reasentaron en Australia.

Luego, aún en el principio mismo de su mandato, Smiley se vio obligado a emitir juicio sobre las otras estaciones nacionales del Circus. Su instinto le empujaba a desprenderse de todo: las casas de seguridad, ya totalmente inseguras; la Guardería de Sarratt, donde tradicionalmente se informaba y adiestraba a los agentes y a los nuevos aspirantes; los laboratorios audioexperimentales de Harlow; la escuela de pócimas y explosiones de Argyll; la escuela acuática del estuario de Helford, donde marinos en decadencia practicaban la magia negra de la navegación en pequeñas embarcaciones como si fuese el ritual de una religión perdida; y la base de transmisiones radiofónicas de largo alcance de Canterbury. Se habría desprendido incluso del cuartel general que los discutidores tenían en Bath, donde se descifraban las claves.

—Liquídalo todo —le dijo a Lacon, yendo a visitarle a sus habitaciones.

—¿Y luego qué? —inquirió Lacon, desconcertado por aquella vehemencia suya, que desde el fracaso de Sochi era aún más marcada.

—Empieza de nuevo.

—Comprendo —dijo Lacon, lo cual significaba, claro, que no comprendía.

Lacon tenía hojas llenas de cifras de los de Hacienda delante, y las estudiaba mientras hablaban.

—La Guardería de Sarratt, por alguna razón que no consigo entender, está asignada al presupuesto
militar —
comentó como reflexionando—. No está en tu fondo reptil. El Ministerio de Asuntos Exteriores paga lo de Harlow (y estoy seguro que se han olvidado hace ya mucho de ello). Argyll está bajo el ala del Ministerio de Defensa, que lo más seguro es que no sepa siquiera que existe; el Departamento de Correos se encarga de Canterbury y la Marina de Helford. Me complace decirte que Bath está subvencionado también con fondos del Ministerio de Asuntos Exteriores, y con la firma concreta de Martindale, que se asignó a ese presupuesto hace seis años y que se ha desvanecido del mismo modo de la memoria oficial. Así que no nos comen nada. ¿Qué te parece?

—Que son madera muerta —insistió Smiley—. Mientras existan, jamás los sustituiremos. Sarratt se fue al diablo hace mucho, Helford agoniza, Argyll resulta ridículo. En cuanto a los camorristas, han estado trabajando prácticamente a jornada completa para Karla durante los últimos cinco años.

—Al decir Karla te refieres a Moscú Centro.

—Me refiero al departamento responsable de Haydon y de media docena…

—Sé lo que quieres decir. Pero me parece más seguro, si no te importa, hablar de instituciones. De ese modo nos evitamos el embarazo de las personalidades. Después de todo,
para eso
son las instituciones, ¿no?

Lacon golpeaba rítmicamente la mesa con el lápiz. Por fin, alzó la vista y miró quisquillosamente a Smiley.

—Bueno, en fin —dijo—, tú eres el hombre clave ahora, George. Me da miedo pensar lo que pasaría si alguna vez esgrimieses tu hacha hacia
mi
lado del jardín. Esas otras estaciones nacionales son acciones muy valiosas. Si te deshaces de ellas ahora, nunca las recuperarás. Luego, si te apetece, cuando esté ya todo encarrilado, puedes convertirlas en efectivo y comprarte algo mejor. No debes venderlas cuando el mercado está bajo, ya me entiendes. Tienes que esperar hasta poder sacar un beneficio.

Smiley aceptó el consejo a regañadientes.

Por si todos estos dolores de cabeza no fuesen suficiente, una lúgubre mañana de lunes una revisión de cuentas de Hacienda indicó graves discrepancias en la utilización del fondo reptil del Circus durante el período de cinco años anterior a su congelación por la caída. Smiley se vio obligado a celebrar un juicio improvisado, en el que un viejo funcionario de la sección de finanzas, al que hubo que sacar de su situación de retiro, se desmoronó y confesó su vergonzosa pasión por una muchacha de Registro que le había vuelto loco. En un lúgubre ataque de remordimiento, el viejo volvió a casa y se ahorcó. Contra los vehementes consejos de Guillam, Smiley insistió en asistir al funeral.

Hemos de consignar, sin embargo, que desde estos primeros pasos completamente decepcionantes, y en realidad desde sus primeras semanas en el cargo, George Smiley se lanzó al ataque.

La base de la que partió ese ataque fue, en el primer caso, filosófica, en el segundo teórica, y sólo en última instancia, gracias a la espectacular aparición del egregio jugador Sam Collins, humana.

El principio filosófico era muy simple. La tarea de un servicio secreto, proclamó Smiley con firmeza, no consistía en expediciones de caza sino en informar a sus clientes. Si no lo hacía, los clientes recurrirían a otros, a vendedores menos escrupulosos, o, peor aún, se entregarían al autoservicio aficionado. Y el servicio secreto oficial se marchitaría. No aparecer en los mercados de Whitehall era no ser querido, continuaba. Peor: a menos que el Circus produjese, no tendría artículos que intercambiar con los primos, ni con otros servicios hermanos con los que los intercambios eran tradicionales. No producir era no comerciar, y no comerciar era morir.

Amén, dijeron todos.

La teoría de Smiley (él le llamaba su
premisa)
de cómo podía obtenerse información secreta sin recursos, fue tema de una reunión informal que se celebró en la sala de juegos menos de dos meses después de su toma de posesión, y en la que participaron él y el reducido círculo íntimo que constituía, hasta cierto punto, su equipo de confidentes. Eran cinco en total: el propio Smiley; Peter Guillam, su escanciador; Connie Sachs, grande y exuberante, especialista en Moscú; Fawn, el criado para todo de ojos oscuros, que calzaba zapatos de gimnasia negros y manejaba el samovar de cobre estilo ruso y las galletas; y, por último, el doctor di Salis, conocido como el Jesuita Loco, el principal especialista en China del Circus. Cuando Dios terminó de hacer a Connie Sachs, decían los guasones, necesitaba un descanso, así que hizo precipitadamente al doctor di Salis con las sobras. El doctor era una criaturilla irregular y desaliñada, que más parecía un remedo de Connie que su duplicado, y su figura y sus rasgos, verdaderamente, desde el plateado pelo de punta que le brotaba por encima del mugriento cuello a las húmedas y deformes yemas de los dedos que picoteaban como picos de pollo cuanto había a su alrededor, tenían un indudable aire de algo mal engendrado. Si le hubiese dibujado Bearsley, le habría hecho encadenado e hirsuto, atisbando por un lado del enorme caftán de Connie. A pesar de esto, di Salis era un notable orientalista, un erudito y una especie de héroe también, pues había pasado una parte de la guerra en China, reclutando en nombre de Dios y del Circus, y otra parte en la cárcel de Changi, por gusto de los japoneses. Ése era el equipo: El Grupo de los Cinco. Con el tiempo, se amplió, pero al principio eran sólo estos cinco los que componían el famoso cuadro, y, después, haber formado parte de él, como decía di Salis, era «como tener un carnet del partido comunista con número de afiliado de una sola cifra».

En primer lugar, Smiley revisó el desastre, lo cual llevó un tiempo, como lleva un tiempo saquear una ciudad o liquidar a gran número de personas. Se limitó a recorrer todas las callejas traseras que poseía el Circus, demostrando de modo completamente implacable, cómo, por qué métodos, y a menudo exactamente cuándo, había revelado Haydon los secretos oficiales a sus amos soviéticos. Tenía, claro, la ventaja de haber interrogado él mismo a Haydon, y de haber hecho además las primeras investigaciones que habían llevado a su desenmascaramiento. Conocía la pista. Sin embargo, su perorata fue un pequeño
tour de force
de análisis destructivo.

—Así que no hay que hacerse ninguna ilusión —concluyó lisamente—. Este servicio no volverá a ser el mismo. Podrá ser mejor, pero será diferente.

Amén de nuevo, dijeron todos, y se tomaron un lúgubre descanso para estirar las piernas.

Era curioso, recordaría Guillam más tarde, el que los acontecimientos importantes de aquellos primeros meses se desarrollasen todos, por Dios sabe qué causa, durante la noche. La sala de juegos era larga y de techo alto, con altas ventanas de gablete que daban sólo al anaranjado cielo de la noche y a un bosquecillo de herrumbrosas antenas de radio, reliquias de la guerra que nadie había considerado oportuno quitar.

La
premisa,
dijo Smiley cuando reanudaron la sesión, era que Haydon no había hecho nada contra el Circus que no estuviese ordenado, y que la orden procedía personalmente de un hombre: Karla.

Su premisa era que, al informar a Haydon, Karla revelaba las lagunas de información que tenía Moscú Centro; y que al ordenar a Haydon que eliminase ciertas informaciones secretas que llegaban al Circus, al ordenarle que les restase importancia o las distorsionase, que las ridiculizase o incluso que impidiese por completo su circulación, Karla indicaba los secretos que no quería que descubriesen ellos.

—Y eso nos proporciona un negativo, ¿no es así, querido? —murmuró Connie Sachs, cuya velocidad de captación la situaba, como siempre, muy por delante del resto del equipo.

—Así es. Con. Eso es exactamente lo que podemos obtener —dijo Smiley muy serio—. Podemos obtener un negativo.

Y reanudó su conferencia dejando a Guillam más desconcertado en el fondo que antes.

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