Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
—Quizá les haya entrado la fiebre del Peñón y se hayan largado —dijo, intentando de nuevo arrastrarle hacia el coche.
—Muy posiblemente. Señoría, muy posiblemente, sin duda. Es indudable que nos hallamos en la estación de los actos temerarios y descontrolados.
—Vamos —dijo Luke, tirándole con firmeza del brazo—. Dejad pasar, ¿queréis? Camilleros.
Pero el viejo aún se resistía tercamente y seguía echando una última ojeada a la inglesa casa de fantasmas que iba retrocediendo en la tormenta.
El vaquero canadiense fue el primero que envió el reportaje, y debería haber tenido mejor suerte, desde luego. Lo escribió aquella noche, mientras las chicas dormían en su cama. Pensó que el reportaje iría mejor como artículo de revista que como simple información directa, así que lo tejió en torno al Pico en general, y sólo utilizó a Thesinger como excusa. Explicó que el Pico era tradicionalmente el Olimpo de Hong Kong («cuanto más arriba viviese uno, más alta posición ocupaba en la sociedad») y que los acaudalados comerciantes de opio británicos, padres fundadores de Hong Kong, habían huido allí para evitar el cólera y las fiebres de la ciudad; que sólo un par de décadas atrás toda persona de raza china necesitaba aún un pase para poner los pies allí. Narró la historia de High Haven, y explicó, por último, su reputación, fomentada por la Prensa en lengua china, de ser la cocina de brujas de las conjuras imperialistas británicas contra Mao. De la noche amp; la mañana, la cocina había cerrado y los cocineros habían desaparecido.
«¿Otro gesto conciliador? —preguntaba—. ¿De apaciguamiento? ¿Formaba parte todo aquello de la política de ir reduciendo la colonia al Continente? ¿O era sólo un indicio más de que en el Sudeste de Asia, como en el resto del mundo, los británicos tenían que empezar a bajar de la cima del monte?»
Su error fue elegir un importante periódico dominical inglés que a veces le publicaba cosas. Antes que su reportaje había llegado la orden prohibiendo toda referencia a aquellos sucesos. «Lamentamos no poder publicar su excelente artículo», telegrafió el director, tirándolo directamente a la papelera. Unos días después, al volver a su habitación, el vaquero se encontró con que la habían saqueado. Además su teléfono contrajo durante varias semanas una especie de laringitis, por lo que nunca lo utilizaba sin incluir un comentario obsceno sobre Gran Mu y su séquito.
Luke se fue a casa lleno de ideas, se bañó, tomó una buena dosis de café solo y se puso a trabajar. Telefoneó a las líneas aéreas, a sus contactos oficiales y a toda una hueste de pálidos y supercepillados conocidos del Consulado norteamericano, que le enfurecieron con astutas y deificas respuestas. Asedió a las empresas de mudanzas especializadas en los contratos oficiales. A las diez de aquella noche tenía, según le explicó al enano, al que también telefoneó varias veces, «pruebas irrefutables de cinco tipos distintos» de que Thesinger, su mujer y todo el personal de High Haven, habían abandonado Hong Kong en un vuelo charter a primera hora de la mañana del jueves, rumbo a Londres. El perro boxer de Thesinger, según había sabido por una feliz casualidad, les seguiría en un carguero aéreo a finales de aquella semana. Tras tomar unas cuantas notas, Luke cruzó la habitación, se sentó ante la máquina, redactó unas pocas líneas, y se estancó, tal como sabía que habría de sucederle. Empezó con fluidez y brío:
«Una reciente nube de escándalo pende hoy sobre el combatido y no elegido Gobierno de la única Colonia que le queda a Inglaterra en Asia. Tras la última revelación de chanchullos en la policía y entre los funcionarios del Gobierno, nos llega la noticia de que la agencia más secreta de la isla, High Haven, base de las conjuras británicas de capa y espada contra la China roja, ha sido sumariamente clausurada.»
Y en este punto, con un blasfemo gemido de impotencia, se detuvo y sepultó la cara en las manos abiertas. Pesadillas: ésas podía soportarlas. Despertar, después de tanta guerra, estremecido y sudoroso por visiones indescriptibles, las narices agobiadas por el hedor del napalm sobre la carne humana; en cierto modo, era un consuelo para él saber que después de tanta presión, las compuertas de sus sentimientos se habían roto. Algunas veces, al experimentar aquellas cosas, anhelaba el sosiego necesario para recuperar su capacidad de repugnancia. Si eran necesarias las pesadillas a fin de devolverle a las filas de los hombres y mujeres normales, las abrazaría con gratitud. Pero ni en la peor de sus pesadillas se le, había ocurrido que después de haber descrito la guerra sería incapaz de describir la paz. Durante seis nocturnas horas, Luke combatió con aquel sobrecogedor estancamiento. Pensaba a veces en el viejo Craw, inmóvil allí bajo la lluvia, pronunciando su fúnebre oración: ¿Podría ser
aquél
el reportaje? Pero, ¿cómo basar un reportaje en el extraño estado de ánimo de un colega?
Tampoco tuvo mucho éxito la versión personal y minuciosa del enano, y eso le irritó en sumo grado. Aparentemente, el reportaje tenía todo lo que pedían ellos. Se burlaba de los ingleses, se escribía
espía
con todas las letras y, por una vez, no se consideraba a Norteamérica el verdugo del Sudeste de Asia. Pero lo que recibió como toda respuesta, tras cinco días de espera, fue la escueta indicación de que no se saliese de su sitio y de que no armase escándalo.
Lo cual dejaba solo al viejo Craw. Aunque era sólo una atracción secundaria frente al interés de la acción principal, el ritmo de lo que Craw hizo y no hizo sigue siendo hasta hoy impresionante. Estuvo tres semanas sin mandar nada. Podría haber utilizado material secundario, pero no se molestó en hacerlo. A Luke, que estaba seriamente preocupado por él, le pareció al principio que su misterioso declinar continuaba. Perdió por completo su brío y su afán de camaradería. Se volvió seco y, a veces, claramente desagradable, y aullaba en mal cantonés a los camareros; hasta a Goh, que era su favorito. Trataba a los socios del Club de bolos como si fueran sus peores enemigos, y recordaba supuestos desaires que ellos habían olvidado hacía mucho. Sentado allí en su asiento junto a la ventana, solo, era como un viejo
boulevardier
venido a menos, irritable, introvertido e indolente. Luego, un buen día, desapareció, y cuando Luke llamó preocupado a su apartamento, la vieja
amah
le dijo que «Papa Whisky ido, ido Londres rápido». Era una extraña criaturilla y Luke se sintió inclinado a dudar de ella. Un insulso corresponsal de
Der Spiegel,
un alemán del norte, dijo haber visto a Craw en Vientiane, de parranda, en el bar Constellation; pero Luke seguía dudando. Vigilar a Craw había sido siempre una especie de deporte para los iniciados, y había prestigio en lo de engrosar el fondo general.
Hasta que llegó un lunes y, hacia el mediodía, el buen amigo Craw entró a zancadas en el Club luciendo un nuevo traje beige y con una flor de lo más elegante en la solapa, todo sonrisas y anécdotas de nuevo, y se puso a trabajar en el reportaje de High Haven. Gastó dinero, más del que normalmente le habría asignado su periódico. Celebró varios joviales almuerzos con elegantes norteamericanos de agencias estadounidenses vagamente acreditadas, algunos conocidos de Luke. Luciendo su famoso sombrero de paja, les fue llevando por separado a restaurantes tranquilos y cuidadosamente seleccionados. En el Club, le denigraron por gateo diplomático, que era delito grave, y esto le complacía. Luego, una conferencia de observadores de China le llevó a Tokio y utilizó esta visita, es justo suponer que con inteligencia, para comprobar otros aspectos de la historia que iba ya perfilándose. Pidió a viejas amistades suyas en la conferencia, que le investigaran algunos datos cuando regresaran a Bangkok, o Singapur o Taipé o el sitio en que estuvieran, cosa que hicieron porque sabían que él habría hecho lo mismo por ellos. Él parecía saber, de un modo extraño, lo que estaba buscando antes de que ellos lo encontraran.
El resultado apareció en versión íntegra en un periódico matutino de Sydney que quedaba fuera del alcance del largo brazo de la censura anglonorteamericana. Recordaba, según acuerdo unánime, los mejores años del maestro. Abarcaba unas dos mil palabras. Según su estilo característico, lo más importante no empezaba ni mucho menos con la historia de High Haven, sino con el «ala misteriosamente vacía» de la Embajada británica en Bangkok, que aún un mes atrás había albergado un extraño departamento llamado «Unidad de Coordinación de la SEATO», así como una sección de visados que contaba con seis subsecretarios. ¿Eran los placeres de los salones de masaje del Soho, inquiría delicadamente el viejo australiano, los que atraían a los tailandeses a Inglaterra en tal número que hacían falta seis subsecretarios para atender sus peticiones de visados? Resultaba extraño también, comentaba, que desde su partida, y desde la clausura de aquella sección,
no
se hubiesen formado largas colas de aspirantes a viajeros en la Embajada. Poco a poco (con una prosa fácil pero no descuidada) se desplegaba ante los lectores un cuadro sorprendente. Llamaba al servicio secreto británico el «Circus». Decía que el nombre se derivaba de la dirección del cuartel general secreto de la organización, que dominaba un famoso cruce de calles de Londres. El Circus no sólo había abandonado High Haven, decía, sino también Bangkok, Singapur, Saigón, Tokio, Manila y Yacarta. Y Seúl. No se había librado siquiera ni la solitaria Taiwan, donde se descubrió que un olvidado residente británico había amparado a tres chóferes-oficinistas y a dos subsecretarios sólo una semana antes de que se publicara el artículo.
«Un verdadero Dunquerque —decía Craw —en el que los vuelos charter en DC—8 sustituyeron a las flotillas pesqueras de Kent.» ¿Qué había provocado aquel éxodo? Craw exponía varias hipótesis inteligentes. ¿Estaban acaso ante una reducción más en los gastos del Gobierno británico? Al periodista le parecía poco verosímil esta hipótesis. En períodos de apuros, Inglaterra tendía a utilizar más espías, no menos. Toda su historia imperial le instaba a hacerlo. Cuanto más se debilitaban sus rutas comerciales, más refinados eran sus esfuerzos clandestinos por protegerlas. Cuanto más débil era su garra colonial, más desesperadas eran sus tentativas de subvertir a aquellos que querían ahuyentarlas. No: podía haber colas de racionamiento en Inglaterra, pero los espías serían el último lujo del que Inglaterra prescindiría. Craw exponía otras posibilidades y las rechazaba. ¿Un gesto de
distensión
con la China continental?, sugería, haciéndose eco del comentario del vaquero. Inglaterra haría todo lo imaginable sin duda por mantener Hong Kong a salvo del celo anticolonialista de Mao… salvo prescindir de sus espías. Así, el viejo Craw llegaba por fin a la teoría que era más de su agrado:
«Al otro lado del tablero de damas del Extremo Oriente —escribía—, el Circus está realizando lo que en el mundo del espionaje se llama una
zambullida de pato.»
Pero, ¿por qué?
El periodista citaba entonces las «viejas prebendas norteamericanas del militante de la iglesia del servicio secreto de Asia». Los agentes secretos norteamericanos estaban, en general, según él, y no sólo en Asia, «enloquecidos por la falta de medidas de seguridad en las organizaciones británicas». Y, aún más, por el reciente descubrimiento de un importante espía ruso (utilizaba el nombre de marca correcto, «topo») dentro del cuartel general londinense del Circus: un traidor inglés, al que no quiero nombrar siquiera, pero que en palabras de las viejas prebendas había puesto en peligro todas las operaciones clandestinas anglonorteamericanas de importancia de los últimos veinte años. ¿Dónde estaba ahora el topo?, había preguntado el periodista a sus informadores. A lo que, con invariable malevolencia, ellos habían contestado: «Muerto. En Rusia. Y ojalá ambas cosas.»
Craw nunca había querido un resumen de noticias, pero éste, a los afectuosos ojos de Luke, parecía tener un verdadero sentido del ceremonial. Era casi una afirmación de vida por sí solo, aunque sólo fuese de la vida secreta.
«¿Acaso está desapareciendo para siempre, pues, Kim, el pequeño espía, de las leyendas del Oriente? —preguntaba—. ¿Jamás volverá a teñirse la piel el pandit inglés ni a ponerse ropas nativas y ocupar silencioso su puesto junto a la hoguera de la aldea? No teman —insistía—. ¡Los ingleses volverán! ¡El tradicional deporte de la caza del espía volverá a florecer entre nosotros! El espía no ha muerto: sólo duerme.»
Apareció el artículo. En el Club fue fugazmente admirado, envidiado, olvidado. Un periódico local de lengua inglesa con fuertes conexiones norteamericanas lo reprodujo íntegro, con el resultado de que la cachipolla disfrutó después de todo de un día más de vida. La función de homenaje de Craw, dijeron: un sombrerazo antes de abandonar la escena. Luego, la red ultramarina de la BBC lo reprodujo, y, por último, la propia y torpe red de la Colonia emitió una versión de la versión de la BBC; durante un día entero se debatió si el Gran Mu había decidido quitarles la mordaza a los servicios de información locales. Sin embargo, incluso con esta prolija jerarquía, nadie, ni Luke, ni siquiera el enano, consideró oportuno preguntarse cómo demonios había sabido el viejo dónde estaba el camino secreto para entrar en High Haven.
Lo cual simplemente demostraba, si hubiesen hecho falta pruebas de ello alguna vez, que los periodistas no son más rápidos que cualesquiera otros en lo de percibir lo que pasa ante sus narices. Era sábado de tifón, después de todo.
Dentro del propio Circus, tal como había denominado correctamente Craw a la sede de los servicios secretos británicos, las reacciones al artículo variaban según lo mucho que supiesen los que sufrían la reacción. Entre los caseros, por ejemplo, responsables de los míseros disfraces y tapaderas que el Circus era capaz de proporcionarse en los últimos tiempos, el amigo Craw desencadenó una oleada de furia contenida que sólo pueden entender los que han paladeado el ambiente de un departamento de los servicios secretos sometido a asedio intenso. Hasta espíritus por otra parte tolerantes se mostraban furiosamente vengativos. ¡Traición! ¡Ruptura de contrato! ¡Bloqueo de pensión! ¡Hay que ponerle en la lista de vigilados! ¡Un proceso en cuanto vuelva a Inglaterra! Un poco más abajo en el escalafón, los menos angustiados por su seguridad tenían un punto de vista más afable del asunto, aun cuando siguiese adoleciendo de mala información. Bueno, bueno, decían, un poco pesarosos, en fin, así son las cosas: Quién no pierde el control de vez en cuando, sobre todo cuando se le ha tenido olvidado tanto tiempo, como al pobre Craw. Y además no había revelado nada que no estuviese al alcance de todos, ¿no? En realidad, los caseros debían mostrar
un poco
de moderación. Había que ver cómo se habían lanzado la otra noche contra la pobre Molly Meakin, la hermana de Mike, y una hermana bastante prudente, sólo porque se dejó un poco de papel con membrete en la papelera.