El honorable colegial (3 page)

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Authors: John Le Carré

—Thesinger no contesta —canturreó fúnebre desde el teléfono Ansiademuerte el Huno—. No contesta nadie. Ni Thesinger ni su ayudante. La línea está cortada.

Por la emoción o por aburrimiento, nadie se había dado cuenta de que Ansiademuerte se había ido.

El viejo Craw, el australiano, se había quedado más muerto que un pájaro dodó. De pronto, alzó la vista con viveza.

—Marca de nuevo, imbécil —ordenó, con acritud de sargento instructor.

Ansiademuerte encogió el hombro y marcó otra vez el número de Thesinger y dos se acercaron a verle actuar. Craw siguió quieto, mirándoles desde donde estaba sentado. Había dos aparatos. Ansiademuerte probó con el segundo, pero sin mejor suerte.

—Llama al telefonista —ordenó Craw desde el fondo—. No te quedes ahí como un ánima en pena preñada. ¡Llama al telefonista, simio africano!

—Número desconectado —dijo el telefonista.

—Pero desde cuándo, por favor —preguntó Ansiademuerte al aparato.

No había información al respecto, dijo el telefonista.

—Puede que hayan pedido un número nuevo, ¿no? —rugió Ansiademuerte por el aparato, aún al infortunado telefonista. Nadie le había visto nunca tan preocupado. Para Ansiademuerte, la vida era lo que pasaba al final del visor fotográfico: tal pasión sólo podía atribuirse al tifón.

No hay información al respecto, dijo el telefonista.

—¡Llama a Shallow Throat! —ordenó Craw, totalmente furioso ya—. ¡Llama a todos los funcionarios de mierda de la Colonia!

Ansiademuerte cabeceó vacilante. Shallow Throat era el portavoz oficial del Gobierno, objeto de odio de todos ellos. Recurrir a él para algo era un mal trago.

—Deja, yo lo haré —dijo Craw y, levantándose, les apartó para coger el teléfono y lanzarse al lúgubre cortejo de Shallow Throat—. Su devoto Craw, señor, a su servicio. ¿Cómo está su Eminencia de ánimo y de salud? Encantado, señor, encantado. ¿Y la esposa y la prole, cómo están, señor? Espero que todos coman bien. ¿Ni escorbuto ni tifus? Bien, eso está bien. Y ahora, veamos, ¿tendría usted la bondad de indicarme por qué demonios se ha escapado de la jaula Tufty Thesinger?

Le miraban, pero su rostro se había inmovilizado como piedra. No había más que leer allí.

—¡Lo mismo digo, caballero! —resopló al fin, y devolvió bruscamente el aparato a su soporte con tal vigor que toda la mesa saltó. Luego, se volvió al viejo camarero shanghainés.

—¡Monseñor Goh, caballero, pídame un burro de motor y muchas gracias! ¡Muevan el culo sus señorías, todo el rebaño!

—¿Para qué demonios? —dijo el enano, con la esperanza de quedar incluido en aquella orden.

—Para un reportaje, cardenalillo mocoso, para un reportaje lascivas y alcohólicas eminencias. ¡Para riqueza, fama, mujeres y larga vida!

Ninguno era capaz de descifrar su lúgubre humor.

—Pero, ¿qué cosa tan terrible fue la que dijo Shallow Throat? —preguntó desconcertado el desgreñado vaquero canadiense.

El enano se hizo eco:

—Sí, ¿qué fue lo que dijo, hermano Craw?

—Dijo
sin
comentarios —
replicó Craw, con elegante dignidad, como si tales palabras fuesen la más vil calumnia que pudiera arrojarse sobre su honor profesional.

Así que se fueron al Pico, dejando a la silenciosa mayoría de bebedores en su paz: El inquieto Ansiademuerte el Huno, Luke el Largo, luego el astroso vaquero canadiense, muy impresionante con su bigote de revolucionario mexicano, el enano, pegándose, como siempre, y, por último, el viejo Craw y las dos chicas del ejército: una sesión plenaria del Club Juvenil de Bolos Anabaptista y Conservador de Shanghai, sin duda, con el añadido de las damas, pese a que los miembros del Club eran célibes jurados. Sorprendentemente, el joven chófer cantonés les llevó a todos, un triunfo de la exuberancia sobre la física. Aceptó incluso dar tres recibos por el importe total, uno para cada uno de los periodistas presentes, algo que jamás había hecho, que se supiese, ningún taxista de Hong Kong, ni antes ni después. Era un día que echaba por la borda todo precedente. Craw se sentó delante ataviado con su famoso sombrero de paja liso con los colores de Eaton en la cinta que le había legado un antiguo camarada en su testamento. El enano quedó apretujado sobre la palanca de cambio y los otros tres se sentaron detrás y las chicas en el regazo de Luke, con lo que se le hacía difícil llevarse el pañuelo a la boca. El Rocker no consideró oportuno unirse a ellos. Se había puesto la servilleta al cuello preparándose para el cordero asado del Club, con salsa dé menta y muchas patatas.

—¡Y otra cerveza! Pero esta vez
fría,
¿has oído eso, mozo?
Mucho
fría, y tráela
chop chop.

Pero en cuanto la línea de la costa se aclaró, el Rocker hizo también uso del teléfono y habló con Alguien de Autoridad, sólo por ponerse a cubierto, aunque todos estaban de acuerdo en que no había nada que hacer.

El taxi era un Mercedes rojo, nuevísimo, pero no hay nada que liquide un coche más de prisa que el Pico, escalando a toda marcha siempre, con los acondicionadores de aire a tope. El tiempo seguía espantoso. Mientras subían renqueando lentamente los acantilados de hormigón, les envolvía una niebla lo bastante espesa para asfixiar. Cuando salieron de ella, fue aún peor. Se había extendido por el Pico un telón caliente e inamovible, que apestaba a petróleo y estaba atestado del estruendo del valle. La humedad flotaba en cálidos y delicados enjambres. Un día claro, habrían tenido una vista de ambos lados, una de las más encantadoras de la tierra: por el norte, Kowloon y las azules montañas de los Nuevos Territorios que tapiaban a los ochocientos millones de chinos que carecían del privilegio del dominio británico; al suroeste, las bahías Repulse y Deepwater y el mar de China. Después de todo, High Haven había sido construida por la Marina Real inglesa en los años veinte, con toda la gran inocencia de este servicio, para recibir e impartir una sensación de poder. Pero aquella tarde, si la casa no hubiera estado emplazada entre los árboles, y en una hondonada donde los árboles se alzaban muy altos en su esfuerzo por alcanzar el cielo, y si los árboles no hubiesen mantenido a raya la niebla, no habrían tenido nada que mirar, salvo las dos columnas blancas de hormigón con los botones que indicaban «día» y «noche» y las encadenadas puertas que los dichos pilares sostenían. Mas, gracias a los árboles, veían claramente la casa, pese a estar situada a cincuenta metros. Podían distinguir las tuberías de desagüe, las salidas de incendios y los tendederos de ropa, y podían admirar asimismo la verde cúpula que había añadido el ejército japonés durante su ocupación de cuatro años. Corriendo para situarse en primera fila en su afán de ser aceptado, el enano pulsó el botón en que decía «día». En la columna había un micrófono empotrado y todos lo miraban fijamente esperando que dijese algo o, como diría Luke, echase una vaharada de humo de yerba. En la carretera, el taxista cantonés había puesto a tope la radio, que emitía una quejumbrosa canción china de amor que parecía infinita. La segunda columna era lisa, salvo por una placa de bronce que anunciaba al Inter-Services Liaison Staff, la trillada tapadera de Thesinger. Ansiademuerte el Huno había sacado la cámara y estaba fotografiando tan metódicamente como si se encontrase en uno de sus campos de batalla natales.

—Quizá no trabajen los sábados —propuso Luke, mientras todos seguían esperando, a lo que Craw respondió que no fuera imbécil: los fantasmas trabajaban siete días a la semana y sin parar, dijo. Y además nunca comían, salvo Tufty.

—Buenas tardes —dijo el enano.

Tras pulsar el botón de noche había estirado sus labios rojos y deformes hacia las rejillas del micrófono, fingiendo un acento inglés clase alta que manejaba sorprendentemente bien, justo es reconocerlo.

—Mi nombre es Michael Hanbury-Steadly-Heamoor, y soy el lacayo personal de Gran Mu. Me gustaría, por favor, hablar con el comandante Thesinger de un asunto de cierta urgencia, por favor, hay una nube fungiforme en la que puede que el mayor no haya reparado, y parece estar formándose sobre el río de las Perlas y está estropeándole al Gran Mu la partida de golf. Gracias. ¿Sería usted tan amable de abrir la puerta?

A una de las chicas rubias se le escapó la risa.

—No sabía que fuese un Steadly-Heamoor —dijo la chica.

Tras abandonar a Luke, se habían colgado del brazo del desgreñado canadiense, y no hacían más que susurrarle cosas al oído.

—Es Rasputín —decía admirada una de las chicas, dándole una palmada en el muslo, por detrás—. He visto la película. Es su vivo retrato, ¿verdad, Canadá?

Todos echaron un trago de la botellita de Luke mientras se reagrupaban y se preguntaban qué hacer. Del taxi aparcado seguía llegando impávida la canción de amor china del conductor, pero los aparatos de las columnas no decían nada en absoluto. El enano pulsó ambos botones a la vez y ensayó una amenaza alcaponesca.

—Bueno, Thesinger, sabemos que estás ahí dentro. Sal con los brazos en alto, sin la capa, y tira al suelo la daga…
¡eh, cuidado, vaca estúpida!

Esta imprecación no iba dirigida ni al canadiense ni al viejo Craw (que se desviaba furtivamente hacia los árboles, en apariencia para cumplir con un imperativo de la naturaleza) sino a Luke, que había decidido abrirse paso hasta la casa. La entrada se alzaba en una cenagosa área de recepción protegida por goteantes árboles. Al fondo había un montón de desperdicios, algunos recientes. Cuando se acercaba allí en busca de alguna clave iluminadora, Luke había desenterrado un trozo de hierro en bruto en forma de ese. Tras llevarlo hasta la puerta, pese a que debía pesar doce kilos o más, lo enarboló a dos manos y empezó a pegar con él en los soportes, con lo que la puerta repicó como una campana rajada.

Ansiademuerte se había hincado sobre una rodilla, el rostro flaco crispado en una sonrisa de mártir mientras disparaba su cámara.

—Cuento hasta cinco, Tufty —chilló Luke, con otro golpe estremecedor—. Uno… —pegó de nuevo—. Dos…

Se alzó de los árboles una bandada de pájaros diversos, algunos muy grandes, que voló en lentas espirales, pero el estruendo del valle y el retumbar de la puerta ahogaban sus graznidos. El taxista bailoteaba por allí, batiendo palmas y riendo, ya olvidada la canción de amor. Y, aún más extraño, dado el tiempo amenazador, apareció toda una familia china, empujando no un cochecito sino dos, y también ellos empezaron a reírse, hasta el niño más chico, tapando la boca con las manos para ocultar los dientes. Hasta que de pronto, el vaquero canadiense soltó un grito, se desembarazó de las chicas y señaló al otro lado de las puertas.

—Por el amor de Dios, ¿qué demonios hace Craw? El viejo buitre ha saltado toda la alambrada.

Por entonces, se había desvanecido ya en ellos cualquier sensación de normalidad. Se había apoderado de todos una locura colectiva. La bebida, el lúgubre día, la claustrofobia, les había sacado por completo de quicio. Las chicas mimaban indiferentes al canadiense. Luke seguía su martilleo, el chino reía a gritos, hasta que, con una intemporalidad divina, la niebla se alzó, se cernieron directamente sobre ellos templos de nubes negriazul y entre los árboles atronó un torrente de lluvia. Al cabo de un segundo, les alcanzó a ellos, empapándoles en el primer chaparrón. Las chicas, semidesnudas de pronto huyeron entre risas y gritos al Mercedes, pero los varones aguantaron firmes (hasta el enano aguantó firme) viendo a través de las cortinas de agua la inconfundible imagen de Craw el australiano, con su viejo sombrero de Eaton, plantado allí, al cobijo de la casa bajo un tosco porche que parecía hecho para bicicletas, aunque sólo un lunático subiría en bici hasta el Pico.

—¡Craw! —gritaron—. ¡Monseñor! ¡Se nos adelantó el muy cabrón!

El repiqueteo de la lluvia era ensordecedor, las ramas parecían troncharse con su fuerza. Luke había tirado ya su disparatado martillo. El desgreñado vaquero abrió la marcha, le seguían Luke y el enano, y cerraba la procesión Ansiademuerte, sonrisa y cámara, acuclillándose y renqueando sin dejar de fotografiar a ciegas. La lluvia les chorreaba a placer, borboteando en arroyuelos alrededor de los tobillos, mientras seguían el rastro de Craw ladera arriba hasta una loma donde a la algarabía general se añadía el chirriar de las ranas bramadoras. Escalaron un altozano de helechos, se detuvieron ante una valla de alambre de púas, cruzaron torpes entre las alambradas separadas y saltaron una zanja poco profunda. Cuando llegaron donde estaba, Craw miraba la cúpula verde, mientras la lluvia le chorreaba a mares por las mejillas a pesar del sombrero de paja, convirtiendo su excelente traje color ante en una túnica ennegrecida e informe. Estaba como hipnotizado, mirando fijamente hacia arriba. Luke, que era el que más le quería, fue el primero en hablar.

—Señoría. ¡Eh, despierta! Soy yo: Romeo. Dios santo, ¿qué bicho le ha picado?

Luke le tocó en el brazo, preocupado de pronto. Pero a pesar de ello, Craw seguía sin decir nada.

—Puede que se haya muerto de pie —propuso el enano, mientras el sonriente Ansiademuerte le fotografiaba en tan feliz e intempestiva condición.

Craw volvió en sí lentamente, como un viejo campeón.

—Hermano Luke, le debemos una disculpa en regla, señor mío —murmuró.

—Hay que llevarle al taxi —dijo Luke, y empezó a abrirle camino, pero el buen Craw se negaba a moverse.

—Tufty Thesinger. Un buen boy scout. No es de los que se fugan… no es lo bastante taimado para huir: es un buen boy scout.

—Que descanse en paz Tufty Thesinger —dijo Luke impaciente—. Vamos, mueve el culo, enano.

—Está pirado —dijo el vaquero.

—Analiza los datos, Watson —continuó Craw, tras meditar un poco, mientras Luke le tiraba del brazo y la lluvia seguía cayendo aún más de prisa—. Observa primero las jaulas vacías en la ventana, de donde los acondicionadores de aire han sido intempestivamente arrancados. La moderación, hijo mío, es una encomiable virtud, en especial, no creo que haga falta decirlo, en un fantasma. Fíjate en la cúpula, ¿te das cuenta? Estudiala con detenimiento, caballero. Mira esas marcas. No son, por desgracia, las huellas de un sabueso gigante, sino marcas de antenas desmontadas por una mano frenética y ojirredonda. ¿Has oído hablar alguna vez de una casa de fantasmas sin antena? Sería como un burdel sin piano.

El chaparrón había alcanzado su punto álgido. Las inmensas gotas caían como metralla a su alrededor. La expresión de Craw era una mezcla de cosas que Luke sólo podía imaginar. Pensó de pronto, en el fondo del corazón, que quizá Craw estuviese realmente muñéndose. Luke había visto muy pocas muertes naturales y estaba muy alerta al respecto.

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