Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
Una primicia informativa sensacional, sin duda. Pero, ¿qué había tras ella?
Sintió náuseas de nuevo. Luego, atisbo por la ventana. Los juncos estaban amarrados tras las barreras y el transbordador estaba parado. Había una veterana fragata inglesa anclada y, según los rumores que corrían por el club, Whitehall la había puesto a la venta.
—Debería zarpar —farfulló, recordando el poquillo de sabiduría náutica que había adquirido en sus viajes—. Las fragatas deben hacerse a la mar cuando hay tifones. Sí,
señor.
Los cerros eran plomizos bajo las masas de nubes negras. Seis meses atrás, el cuadro le habría arrullado placenteramente. El puerto, el estrépito, incluso las chabolas rascacielescas que gateaban de la orilla del mar al Pico: después de Saigón, Luke se había entregado vorazmente a todo aquello. Pero lo único que veía ahora era un pulcro y rico Peñón británico dirigido por un hatajo de comerciantes de cuello delicado cuyos horizontes no iban más allá del perfil de sus vientres. En consecuencia, la Colonia se había convertido para él exactamente en lo que ya era para el resto de los periodistas: un aeropuerto, un teléfono, una lavandería, una cama. De vez en cuando (pero no por mucho tiempo), una mujer. Donde había que importar hasta las experiencias. En cuanto a las guerras, que habían sido su adicción tanto tiempo, quedaban tan lejos de Hong Kong como de Nueva York o Londres. Sólo la Bolsa mostraba una sensibilidad simbólica y, de cualquier modo, cerraba los sábados.
—¿Crees que sobrevivirás, campeón? —preguntó el desgreñado vaquero canadiense, dirigiéndose al compartimento de al lado. Los dos habían compartido los placeres de la ofensiva del Tet.
—Gracias, querido. Estoy en perfectas condiciones —replicó Luke, con su acento inglés más exaltado.
Luke decidió que era para él muy importante recordar lo que le había dicho Jake Chiu mientras tomaban la cerveza aquella mañana y, de pronto, como un don del cielo, le llegó el recuerdo.
—¡Ya lo tengo! —gritó—. Dios mío, vaquero, ¡ahora me acuerdo! ¡Luke recuerda! ¡Mi cerebro! ¡Funciona! ¡Amigos, escuchad a Luke!
—¡Olvídalo! —aconsejó el vaquero—. Anda mal la cosa ahí fuera hoy, campeón. Sea lo que sea, olvídalo.
Pero Luke abrió la puerta de una patada e irrumpió en el bar con los brazos abiertos.
—¡Eh, eh,
escuchad
todos!
Ni una cabeza se volvió. Luke abocinó las manos en la boca para aumentar la potencia de la voz:
—Escuchad, borrachos de mierda, tengo
noticias.
Algo fantástico. Dos botellas de whisky al día y un cerebro como una navaja de afeitar. Me han dado un notición.
Viendo que nadie le hacía caso, agarró una jarra y martilleó en la barra del bar, derramando la cerveza. Incluso entonces, sólo el enano le prestó una levísima atención.
—¿Qué ha pasado, Lukie? —gimió el enano con su acento marica de Greenwich Village—. ¿Le ha dado otra vez el hipo al Gran Mu? Sería horrible.
El Gran Mu era, en la jerga del Club, el gobernador, y el enano, el jefe de la oficina de Luke. Era una criatura adusta y fofa de pelo desgreñado que le chorreaba en negras hilachas sobre la cara, que tenía el hábito de brotar de pronto, silenciosamente, al lado de uno. Un año atrás, dos franceses, a los que por otra parte raras veces se veía por allí, estuvieron a punto de matarle por un comentario de pasada que hizo sobre los orígenes del lío de Vietnam. Le llevaron al ascensor, le partieron la mandíbula y varias costillas y le dejaron tirado como un saco de patatas en la planta baja y volvieron a vaciar sus copas. Poco después, los australianos realizaron con él un trabajo similar, cuando hizo una estúpida acusación relacionada con la simbólica participación militar de Australia en la guerra. Dijo que Canberra había hecho un trato con el presidente Johnson para que los chicos australianos se quedaran en Vung Tau, que era una especie de romería campestre, mientras los norteamericanos combatían de veras por todas partes. A diferencia de los franceses, los australianos no se molestaron siquiera en utilizar el ascensor. Se limitaron a darle una zurra al enano allí mismo donde estaba y cuando cayó añadieron un poco más de lo mismo. Tras esto, aprendió a mantenerse alejado de ciertas personas de Hong Kong. En tiempos de niebla persistente, por ejemplo. O cuando cortaban el agua cuatro horas al día. O un sábado de tifón.
Por otra parte, el Club estaba más bien vacío. Por razones de prestigio, los mejores corresponsales no solían frecuentarlo en realidad. Unos cuantos hombres de negocios, que iban por el atractivo que proporcionaban los periodistas, algunas chicas, que iban por los hombres. Un par de turistas de guerra de televisión con falsas ropas de campaña. Y en su rincón acostumbrado el impresionante Rocker, superintendente de policía, ex Palestina, ex Kenya, ex Malaya, ex Fiji, un implacable veterano con una cerveza, un equipo de, nudillos ligeramente enrojecidos y un ejemplar de la edición fin de semana del
South China Morning Post.
El Rocker, según decía la gente, iba por la clase. Y en la gran mesa del centro, que en días de entre semana era la reserva de la United Press International, haraganeaba el Club Juvenil de Bolos Anabaptista y Conservador de Shanghai, presidido por el extravagante amigo Craw, el australiano, disfrutando de su torneo habitual de los sábados. El objetivo de la competición era lanzar una servilleta retorcida a través de la estancia y conseguir que quedara prendida en la estantería del vino. Cada vez que lo lograbas, tus competidores debían pagarte la botella y ayudarte a bebería. El amigo Craw gruñía la orden de disparar y una madura camarera shanghainesa, su favorita, disponía cansinamente los vasos y servía los premios. Aquel día, el juego no parecía muy animado y algunos socios ni siquiera se molestaban en tirar. Fue éste, sin embargo, el grupo que Luke eligió como su público.
—¡La
mujer
del Gran Mu cogió hipo! —insistía el enano—. ¡El
caballo
de la mujer del Gran Mu cogió hipo! ¡El
mozo de establo
del caballo de la mujer del Gran Mu cogió hipo! El…
Luke avanzó a grandes zancadas hacia la mesa y saltó directamente a ella con gran estrépito, rompiendo varios vasos y pegando con la cabeza en el techo. Perfilado allí frente a la ventana sur, medio encogido, quedaba fuera de escala para todos: la niebla oscura, la sombra oscura del Pico atrás, y aquel gigante llenando todo el fondo. Pero siguieron tirando y bebiendo como si no le hubieran visto. Sólo el Rocker miró hacia él una vez, antes de lamerse un pulgar inmenso y pasar la página del tebeo que estaba leyendo.
—Tercer turno —ordenó Craw, con su fuerte acento australiano—. Hermano Canadá, dispóngase a disparar.
Espera,
patán. Fuego.
La servilleta retorcida surcó el aire hacia la estantería, con trayectoria alta. Encontró una hendidura y quedó enganchada un instante, luego cayó al suelo. A instancias del enano, Luke empezó a pasear por la mesa y cayeron más vasos. Por fin logró acabar con la resistencia de su público.
—Señorías —dijo el viejo Craw con un suspiro—. Les ruego silencio y que escuchen a mi hijo. Temo que va a tener que parlamentar con nosotros. Hermano Luke, ha cometido usted hoy varios actos de guerra y uno más provocará nuestra firme hostilidad. Hable claro y concisamente, sin omitir ningún detalle, por insignificante que sea, y después procure contenerse, caballero.
En la incansable búsqueda de leyendas atribuibles a cada uno, el amigo Craw era el Viejo Marinero
[1]
. Craw se había sacudido más tierra de los pantalones, comentaban todos entre sí, de la que la mayoría de ellos recorrerían. Y tenían razón. En Shanghai, donde había iniciado su carrera, había sido chico de té y redactor de noticias locales del único periódico de habla inglesa del puerto. Desde entonces, había cubierto informativamente a los comunistas contra Chang Kai Chek y a Chang contra los japoneses y a los norteamericanos prácticamente contra todo el mundo. Craw les proporcionaba un sentido histórico en aquel lugar sin raíces. Su forma de hablar, que en períodos de tifón hasta los más duros podían disculpablemente hallar tediosa, era una genuina resaca de los años treinta, cuando Australia proporcionaba la masa principal de los periodistas de Oriente; y el Vaticano, por alguna razón, la jerga del gremio.
Así que al fin, Luke, gracias al viejo Craw, consiguió su propósito.
—¡Caballeros! —¡Maldito enano polaco, suéltame los pies! —Caballeros. —Hizo una pausa para limpiarse la boca con el pañuelo—. La casa llamada High Haven está a la venta y su gracia Tufty Thesinger ha volado.
No hubo reacción, aunque, en realidad, él no esperaba mucha. Los periodistas no son dados a exclamaciones de asombro ni de incredulidad siquiera.
—High Haven —repitió sonoramente Luke—, está libre. El señor Jake Chiu, el famoso y popular empresario de bienes raíces, más conocido por ustedes como mi iracundo casero particular, ha recibido encargo del mayestático gobierno de Su Majestad de disponer de High Haven. Es decir, de venderla. Déjame de una vez, polaco cabrón, ¡te mataré!
El enano le había hecho perder pie. Sólo un ágil y nervioso salto le salvó de romperse la crisma. Desde el suelo, aulló más frases ofensivas contra su atacante. Entretanto, la gran cabeza de Craw se había vuelto hacia Luke y sus húmedos ojos fijaron en él una mirada lúgubre, que pareció prolongarse eternamente. Luke empezó a preguntarse contra cuál de las leyes de Craw podría haber pecado. Bajo sus diversos disfraces, Craw era una personalidad compleja y solitaria, como sabían todos los que estaban alrededor de aquella mesa. Bajo la buscada aspereza de sus modales había un amor al Oriente que parecía apretarle a veces más de lo que podía aguantar, de modo que había meses que desaparecía y, como un elefante taciturno, se perdía por senderos personales hasta que se sentía de nuevo en condiciones de vivir en compañía.
—No farfulle esas cosas. Su Señoría, tenga la bondad —dijo al fin Craw, y echó hacia atrás imperiosamente su gran cabeza—. Procure no verter esas sandeces en agua tan salobre, ¿de acuerdo, caballero? High Haven es la casa de los fantasmas. Lleva años siéndolo. La madriguera del comandante Tufty Thesinger, de ojo de lince, de los Fusileros de Su Majestad, actualmente Lestrade del Yard de Hong Kong. Tufty no se largaría así por las buenas. Es un tipo de pelo en pecho, no un mariquita. Dele un trago a mi hijo. Monseñor —esto al barman shanghainés—. Delira.
Craw lanzó otra orden de fuego y el Club volvió a sus empresas intelectuales. La verdad era que aquellos grandes buscadores de noticias de espías tenían muy poca fe en lo que Luke pudiera contarles. Tenía éste una larga reputación de vigilaespías fracasado y sus sugerencias resultaban invariablemente falsas. Desde lo de Vietnam, aquel idiota veía espías debajo de todas las alfombras. Creía que eran ellos quienes controlaban el mundo, y dedicaba gran parte de su tiempo libre, cuando estaba sobrio, a merodear entre el innumerable batallón de los que, sin disfraz apenas, vigilaban China desde la Colonia y peor, que infestaban el enorme Consulado norteamericano de la cima del Pico. Así que de no haber sido un día tan soso, la cosa probablemente hubiera quedado ahí. Pero, dadas las circunstancias, el enano vio una posibilidad de diversión y la aprovechó:
—Díganos, Luke —sugirió, alzando y retorciendo las manos con gesto afeminado—. ¿Venden High Haven con su
contenido o como se encuentre?
La pregunta le proporcionó una salva de aplausos. ¿Valía más High Haven con sus secretos o sin ellos?
—¿La venden con el
comandante Thesinger? —
prosiguió el fotógrafo sudafricano, con su soso sonsonete, y hubo más risas, aunque ya no cordiales. El fotógrafo era un inquietante personaje de pelo a cepillo, muy flaco y con la piel tan agujereada como los campos de batalla que tanto le gustaba acechar. Procedía de Ciudad de El Cabo, pero le llamaban Ansiademuerte el Huno. Se decía que les enterraría a todos, pues los acechaba como un mudo.
Durante varios jubilosos minutos, la cuestión planteada por Luke quedó por completo anegada en el torrente de chistes e historias sobre el comandante Thesinger e imitaciones suyas, al que se sumaron todos salvo Craw. Se recordó que el comandante había hecho su aparición primera en la Colonia como importador, con cierta tapadera fatua abajo, en los Muelles; sólo para pasar, seis meses después, de modo completamente inadmisible, a la lista de los Servicios y, junto con su equipo de pálidos oficinistas y blancuzcas y bien educadas secretarias, levantar el campo camino de la mencionada casa de fantasmas como sustituto de alguien. Se descubrieron en particular sus almuerzos
tête—à—tête,
a los que, según se supo, habían sido invitados, una u otra vez, prácticamente todos los periodistas que estaban presentes. Y que terminaban con laboriosas propuestas en el momento del coñac, que incluían frases maravillosas por este estilo: «Ahora escucha, viejo, si alguna vez te tropezaras con un chow interesante de la otra orilla del río, ya sabes (uno con
acceso,
¿comprendes?), recuerda, por favor, High Haven.» Luego, el número de teléfono mágico, el que «está en mi mesa mismo, no hay intermediarios ni grabadoras, nada, ¿entiendes?» que más de media docena de ellos tenían, al parecer, en la agenda: «Toma, apúntalo en el puño de la camisa, como si fuese una cita o una chica, algo así. ¿Preparado? Hong Kong 5-0-4…»
Tras canturrear los números al unísono, todos se aplacaron. Un reloj tarareó las tres y cuarto. Luke se incorporó despacio y se limpió el polvo de los vaqueros. El viejo camarero shanghainés dejó su puesto junto a las estanterías y cogió la carta con la esperanza de que alguien quisiera comer. La duda le dominó un instante. Era un día perdido. Lo había sido desde la primera ginebra. Al fondo resonó el gruñido apagado del Rocker que pedía un generoso almuerzo:
—Y tráeme una cerveza fría,
fría.
¿Oyes, muchacho?
Mucho
fría.
Chop, chop —
el superintendente tenía su asunto con los nativos y siempre decía esto. Volvió la calma.
—Bueno, ya está, Luke —dijo el enano, alejándose—. Con esto te ganas el Pulitzer, no hay duda. Felicidades, querido. La noticia del año.
—Aaaah, al carajo todos vosotros —dijo Luke despectivo, y se dirigió al bar, donde estaban sentadas dos chicas amarillentas, hijas del ejército de merodeo—. Jake Chiu me enseñó la carta con la orden, ¿entendéis? Del servicio secreto de Su Majestad. La jodida corona arriba, el león tirándose a la cabra. Hola, guapas, ¿no os acordáis de mí? Soy aquel señor tan bueno que os compró caramelos en la feria.