Read El incorregible Tas Online

Authors: Mary Kirchoff & Steve Winter

Tags: #Fantástico

El incorregible Tas (7 page)

—Espero que estés en lo cierto… —dijo con un tono de duda, mientras echaba otra ojeada a sus espaldas—. He tenido la sensación de que algo raro iba a pasar con ese brazalete desde que leí las instrucciones de fabricación. —El recuerdo lo hizo estremecer—. Es muy extraño que alguien esté dispuesto a pagar tanto por un brazalete de cobre.

Conocedor de lo supersticioso que era su amigo, Tanis sintió el impulso de preguntar:

—¿Entonces por qué aceptaste el encargo?

Bajo la barba canosa, las mejillas del enano se pusieron encarnadas.

—He de admitir que al principio me ganó con sus halagos. Dijo que había oído que era el mejor artesano del metal de la zona. —De repente frunció el entrecejo y se rascó la cabeza—. El caso es que, dado el entusiasmo de sus elogios por mi trabajo, me sorprendió ver lo sencillo del diseño, que estaba muy lejos de la dificultad habitual de mis creaciones; y es una opinión de profesional, no es mera vanidad. —Se encogió de hombros—. En fin, el invierno había sido largo y frío, y no podía dejar pasar la oportunidad de ganar una buena suma de dinero.

Bajo la radiante luz del sol, Tanis se desperezó en tanto que Flint cerraba la sólida puerta de madera adornada con tallas. Sacó una pesada llave de su bolsillo, la metió en la cerradura de bronce y le dio un giro. Se oyó el tranquilizador chasquido del pestillo. El semielfo se volvió hacia su amigo con las cejas arqueadas.

—¿Por qué cierras? Nunca echas la llave de tu casa.

—Teniendo en cuenta el ritmo con que me están desapareciendo cosas últimamente, más vale que empiece a hacerlo —rezongó el enano. Se guardó la llave y se palmeó el bolsillo—. Creía que tenías hambre. ¿Qué haces ahí parado, mirándome embobado?

Tanis esbozó una sonrisa animosa, y la pareja se dirigió al centro de Solace.

Con las calles vacías a causa del festival, los dos amigos cubrieron pronto la corta distancia que los separaba de la posada. Atravesaron a buen paso la pasarela que llevaba al gigantesco tronco sobre el que descansaba el edificio.

Debido a la calurosa temperatura, excesiva para la época del año, la puerta del local estaba abierta de par en par y sujeta con una cuña. Otik se encontraba detrás del mostrador limpiando jarras con un paño. Alzó la vista al escuchar las fuertes pisadas de Flint y enseguida reparó en la expresión agitada del enano. Saludó con un gesto a Tanis, que entró tras su amigo.

—¡Hola! No esperaba veros otra vez hasta esta tarde, después de que cerrara la feria. ¿Habéis venido en busca de es mula que os ha coceado? —preguntó el amistoso posadero con una sonrisa divertida. Sin más preámbulos, puso la jarra que estaba limpiando bajo la espita del barril de cerveza y escanció líquido hasta que la espuma rebosó por el borde del recipiente, que acto seguido ofreció a Flint.

El enano miró ceñudo la jarra, pero no hizo intención de cogerla.

—Otik, ¿has encontrado un brazalete de cobre? —preguntó de buenas a primeras.

Otik, que no era de los que se agobiaban con prisas, frunció los labios y recorrió con mirada pensativa el local.

—¿Un brazalete de cobre dices? Mmmm… No es tan sencillo.

Los ojos de Flint centellearon.

—Mira, sólo hay dos posibilidades, ¡o lo has encontrado o no lo has encontrado!

—Una vez encontré un anillo… —comentó el posadero sin perder la calma.

El enano puso los ojos en blanco y resopló impaciente.

—Me refiero a anoche. ¿Encontraste anoche un brazalete cuando limpiaste las mesas?

—¡Oh, eso es diferente! Déjame pensar… No recogí anoche, lo dejé para esta mañana. Sí, eso es. Bajé temprano para limpiar la taberna para el desayuno. Me serví una escudilla de la olla de las gachas. No estaban muy buenas, por cierto; tenían grumos y estaban demasiado espesas. —Otik estrechó los ojos y frotó con energía una parte del mostrador—. Tendré que hablar con Amos Cartney. No puede ir vendiendo a la gente un grano tan basto.

—Otik, el brazalete… —le recordó Tanis al posadero antes de que Flint explotara.

—¡Ah, sí! —Otik sacudió la cabeza—. No, no vi ningún brazalete. Estoy seguro. Puedo preguntar a las camareras o, si queréis, echad vosotros mismos un vistazo en la mesa donde estuvisteis…

Sin darle tiempo a terminar la frase, Flint corrió hacia la mesa y se arrodilló apartando sillas y bancos a empujones. Pocos minutos después se daba por vencido y se sentaba en cuclillas, con los brazos cruzados sobre las rodillas, mientras lanzaba un suspiro resignado, sin esperanza.

—¿Ocurre algo malo? ¿Por qué es tan importante ese brazalete? —preguntó Otik a Tanis en un susurro.

—Lo encargó una dama forastera y vendrá a recogerlo durante el festival. —El semielfo recordó algo y se echó a reír—. Es la segunda vez que lo pierde. Ayer se lo cogió un kender… —La voz de Tanis se apagó poco a poco a medida que una idea poco halagüeña tomaba forma en su mente.

Se apartó del mostrador y se acercó con cautela a su amigo. El enano seguía sentado en cuclillas, con la espalda recostada contra la pared y farfullando incongruencias para sí mismo.

—Oye, Flint, ¿no tendrá Tasslehoff el brazalete…?

—¡Burrfoot! —bramó el enano. Abrió los ojos como platos y apretó los puños—. ¿Cómo no se me ha ocurrido? Sabía que era sólo otro ratero, intrigante, canalla, pequeño… —Flint interrumpió la avalancha de denuestos al advertir la presencia de la jovencita que los había atendido la noche anterior y que había dejado de limpiar la ceniza de la chimenea para mirarlo boquiabierta.

—Bueno, entonces la solución es fácil —lo tranquilizó Tanis—. El kender dijo que se iba a quedar en la posada unos cuantos días. No tenemos más que encontrarlo y recobrar el brazalete —concluyó con tono razonable.

—Sí, lo recobraré. —Flint se incorporó; en sus ojos había un brillo peligroso.

Otik se acodó en el mostrador.

—¿Os referís a ese pequeño kender con el que estuvisteis bebiendo anoche? —El enano asintió. El posadero sacudió la calva cabeza—. No lo encontraréis aquí. Bajó temprano esta mañana y tomó el desayuno, uno muy abundante, por cierto, para un tipo tan pequeño; después se marcho, con esa vara delgada rematada en una honda, sobre el hombro.

—Pero volverá esta noche, ¿verdad? —preguntó ansioso Flint mientras cogía al posadero por el brazo.

Otik volvió a sacudir la cabeza.

—No creo… Pagó la cuenta. —La expresión del posadero se tornó maravillada—. ¿Podéis imaginaros a un kender que liquida su cuenta? Claro que tuve que recordárselo varias veces; una de ellas ya estaba en la puerta. Pero la pagó, sí.

—¿Dijo hacia adonde se dirigía? ¿A la feria, quizá? —preguntó Tanis.

Otik acomodó sus voluminosas posaderas en un taburete y se dio unos golpecitos en la mejilla con actitud pensativa.

—La feria… Mmmmm… No lo recuerdo… No, seguro que no, ahora que lo pienso. Tuvimos una charla y le hice la misma pregunta. Me dijo que ya había tenido bastante con el día anterior, que se chuparía el índice, lo alzaría y le dirigiría en la dirección que soplara el viento.

Tanis movió la cabeza con tristeza y palmeó compasivo los hombros hundidos del enano.

—Eso pone fin al asunto, Flint. Tendrás que decir a esa dama la verdad y devolverle su dinero. Probablemente lo comprenderá.

Flint tenía la mirada perdida en la distancia, absorto en ideas de venganza y caza del kender. De repente giró sobre sí mismo, agarró a Tanis por la pechera y lo sacudió.

—¡No lo entiendes! ¡No puedo devolverle el dinero porque no lo tengo! ¡Lo gasté en provisiones para nuestro viaje de negocios! Eso no es algo a lo que pueda dar una fácil explicación, ¿o sí?

El semielfo intentó soltar las manos del enano que apretaban frenéticas su túnica, pero fue en vano.

—Entonces ofrécele otra joya —sugirió.

—¿Es que no oíste una palabra de lo que dije anoche? —bramó Flint—. ¡Me facilitó unos ingredientes especiales, y en las cantidades justas para realizar el brazalete! ¡Me especificó que hiciera sólo uno! Me lo encargó porque confiaba en mí, únicamente en mí, para que saliera a la primera. ¿Qué voy a decirle? —gimió, con el semblante contraído en una mueca sarcástica—. «Sí, señora, lo hice, desde luego. Era precioso. Siento mucho haber permitido que un kender de dedos ágiles se lo llevara». Me sentiría humillado. Peor aún. ¡Si la noticia se extiende, mi reputación como artesano del metal se irá al traste! —Sin soltar la pechera del semielfo, Flint miró hacia la puerta—. Otik, ¿cuánto tiempo hace que se marchó el kender?

—Unas cuatro horas.

—No estarás pensando en ir tras él, ¿verdad? —preguntó Tanis con incredulidad—. Ni siquiera sabes qué dirección ha tomado.

—Ya lo creo que lo sé. En la dirección que sople el viento. —El enano soltó a su amigo para llevarse el dedo a la boca y chupárselo; después lo alzó ante su cara—. Esto me indicará hacia dónde se marchó. —La expresión escéptica del semielfo incrementó la irritación del desesperado enano—. ¿Qué otra opción tengo? Como mucho, lleva cuatro horas de ventaja. Considerando el modo en que los kenders viajan, deteniéndose cada dos por tres para hablar con cualquier bicho o con las nubes y Reorx sabe para qué otras zarandajas, es probable que, con un poco de suerte, lo alcance, lo estrangule mientras recupero el brazalete y esté de vuelta antes del anochecer.

—¿Y si esa dama aparece por el tenderete de la feria a recoger su brazalete mientras estás ausente?

Flint reflexionó durante unos segundos.

—Conoces el negocio y los precios lo bastante para quedarte y abrir el puesto. Entretenla si aparece… Dile que todavía estoy trabajando en él, o cualquier cosa que se te ocurra.

Tanis alzó la mano en actitud defensiva y retrocedió.

—Ni hablar. No pienso quedarme para servirte de cortina de humo. Además, sé mentir muy mal, ya me conoces. —El semielfo sacudió la cabeza con gesto enfático—. No. Si estás decidido a ir tras el kender, yo voy contigo. Podemos dejar una nota en el tenderete que diga: «Abierto mañana», o algo así.

Flint parecía sentirse un poco más optimista.

—Sí, eso podría dar resultado. Muy bien. Pongámonos en marcha antes de que ese kender nos saque un solo kilómetro más de ventaja. Cuando lo encuentre, voy a cerrar los dedos en su cuello de alfeñique y voy a apretar hasta que…

—Hasta que te devuelva el brazalete y después lo dejarás marchar —advirtió Tanis—. Una de las razones de que te acompañe es evitar un asesinato.

—Ya veremos —murmuró Flint.

4

Camino tenebroso

La clara voz de tenor de Tas atravesaba la bruma matinal anunciando su paso por la Calzada del Sur. Desde que había partido de la posada El Ultimo Hogar con las primeras luces del alba, Tas calculaba que había recorrido seis u ocho kilómetros y ahora cantaba la «Canción viajera kender» para pasar el rato.

Tu único amor es un velero,

anclado en nuestro embarcadero.

Izamos sus velas, trabajamos en cubierta,

abrimos las portillas para airearlo.

¡Ah, sí! Nuestro faro lo ilumina.

¡Ah, sí! Nuestras costas son cálidas.

Cuando estalla la tormenta

lo guiamos a puerto, a cualquier puerto.

Alineados,

los marineros lo contemplan desde el muelle,

sedientos como un enano ante un montón de oro

o como los centauros ante el vino.

Pues todos los marineros lo aman,

y se congregan donde esté anclado,

cada uno confiando en que se hunda,

con toda la tripulación a bordo.

Hacía una mañana espléndida, de las preferidas por el kender. Se había despertado con los cálidos rayos de sol que pasaban a través de los cristales coloreados de su cuarto. El encanto de la alegre luz era demasiado tentador e irresistible para que el kender siguiera en la cama. El desayuno, que era el mejor que había tomado hacía meses, consistió en patatas picantes, huevos de pato escalfados y pastelillos de bayas con mantequilla recién batida, y estuvo amenizado con las divertidas historias contadas por el posadero, Otik.

Tas juró que algún día volvería a Solace; era un lugar estupendo que al menos había que visitar en un par de ocasiones. Entretanto… En fin, había una razón para que esta fase en la vida de un kender se llamara «ansia viajera».

Ningún kender soportaba la idea de tener el estómago vacío; por tanto, y antes de abandonar la ciudad, naturalmente, había comprado provisiones. Sujeta bajo el brazo llevaba una barra larga de pan blanco y crujiente; en su bolsa iba un queso anaranjado y un frasco de leche fresca. Con todo, lo sorprendió encontrar también tres manzanas rojas y brillantes; recordaba haberlas mirado mientras pagaba las otras vituallas, ¿pero cómo demonios habían ido a parar allí estas piezas de fruta? El kender se encogió de hombros con gesto alegre.

—Tal vez el tendero tenía una oferta especial: con cada compra de queso, manzanas gratis —concluyó en voz alta—. O quizá rodaron del puesto y cayeron en mi bolsa.

Era un hecho curioso, la clase de misterio e intriga que encantaba a los kenders.

Por la calzada, el sol caldeaba la atmósfera, aunque la brisa todavía era fresca. Las briznas verdes de la hierba nueva, las flores púrpuras de los azafranes y las corolas azules o blancas de jacintos asomaban de manera regular entre los escasos parches de nieve sucia que todavía quedaban de la última nevada, poniendo de manifiesto que bajo la capa helada había algo más que barro. El olor penetrante a tierra húmeda por el deshielo, a lombrices y a paja mojada producía un cosquilleo a Tas en el estómago tan placentero como el de la buena comida y la cerveza. El kender apenas reparaba en el espeso barro pegado a sus botas recién limpias y que salpicaba sus polainas azules mientras avanzaba a brincos, con el copete saltando al compás, calzada adelante.

Al llegar a lo alto de una suave loma, Tasslehoff contempló complacido el paisaje que se extendía a su alrededor. Hundiendo la punta de su jupak en la blanda tierra, Tasslehoff se acomodó en un peñasco, frío pero seco, que sobresalía en el suelo. Destapó el estuche cilíndrico que llevaba sujeto al cinturón y sacó el mapa de Abanasinia. Junto con el mapa salió un brazalete, que cayó sobre la piedra con un tintineo y dio vueltas en círculos cada vez mas estrechos hasta que se paró a los pies de Tas.

—¿Qué es esto? —se preguntó, pero cuando lo recogió reconoció el brazalete fabricado por Flint—. Caray, ese Flint Fireforge no tiene el menor cuidado con sus cosas. ¿Por qué lo pondría dentro de mi estuche de mapas? —Tras un instante de reflexión, Tas se puso el brazalete en la muñeca—. Tengo que llevarlo de vuelta a Solace lo antes posible, y el mejor modo para recordarlo es llevarlo puesto, donde pueda verlo. Flint debe de estar terriblemente preocupado. ¡Vaya, cuánto le alegrará volver a verme!

Other books

The Super Mental Training Book by Robert K. Stevenson
Stardogs by Dave Freer
The Mountain of Light by Indu Sundaresan
Star Crossed by Trista Ann Michaels
Pallas by L. Neil Smith
A Case of Vineyard Poison by Philip R. Craig