El Instante Aleph (21 page)

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Authors: Greg Egan

El aire de esta espuma estaba sometido a un equilibrio de presiones: la roca empujaba la parte superior y el agua del mar la inferior. Había una pérdida constante de aire por difusión a través de la roca; el viento que salía disparado del túnel era la pérdida acumulada de cientos de metros cuadrados, y lo mismo sucedía en cualquier otra parte, aunque con menos intensidad.

Los litófilos impedían que Anarkia se colapsara como un pulmón perforado y se hundiera como una esponja empapada. Había muchos organismos naturales capaces de producir grandes cantidades de gas, pero tendían a excretar productos que no resultaría conveniente que salieran a la superficie en grandes cantidades, como metano o ácido sulfúrico. Los litófilos consumían agua y dióxido de carbono (casi todo disuelto) para producir hidratos de carbono y oxígeno (casi todo sin disolver), y dado que producían carbohidratos con «bajo contenido de oxígeno» (como la desoxirribosa), la cantidad de oxígeno que liberaban era mayor que la de dióxido de carbono que absorbían y proporcionaban un aumento neto de la presión.

Todo esto requería energía y materia prima; había que alimentar a los litófilos que vivían en la oscuridad. Los nutrientes que consumían y los productos que excretaban formaban parte de un ciclo que se extendía más allá del arrecife. En última instancia, la luz del sol que incidía sobre las aguas colindantes era su principal fuente de energía.

Al poco rato, la superficie empezó a bullir, rociando la cámara con gotitas calcáreas como babas. Y por fin me di cuenta de que estaba completamente equivocado: la inmersión no tenía nada que ver con ningún concepto edenita de «rituales tribales» modernos. El coraje necesario no tenía importancia; no era un fin en sí mismo. Se trataba de descender a través de la exhalación palpable de la roca y ver en persona lo que era Anarkia: entender la maquinaria oculta que mantenía a flote la isla.

La mano de Rajendra apareció en una esquina de la imagen cuando se ajustó el respirador y conectó el suministro de aire. Claro, todo el líquido que se filtraba se acumularía en la base del túnel. Miró una vez hacia abajo, a lo que parecía un estanque oscuro y sulfuroso que hervía con un calor volcánico; en realidad, era probable que estuviera muy frío y fuera inodoro. Munroe tenía razón en una cosa: en realidad, era necesario bajar hasta allí. Además, el viento que se producía en el túnel sería más débil a aquella profundidad que en la superficie, ya que gran parte de la roca que lo filtraba y contribuía al flujo total de aire quedaba más arriba. A Rajendra no le costaría notar la diferencia, pero la imagen del gas que escapaba hacia una presión mayor parecía indicar justo lo contrario.

Cuando la cámara se hundió bajo la superficie, la imagen parpadeó y cambió a una resolución menor. Incluso a través del agua turbia y turbulenta podía ver retazos ocasionales de la pared del túnel, o al menos del muro de burbujas que brotaba de la roca. Era una visión extraña que me desorientaba; casi parecía que el agua fuera tan ácida que podía disolver la piedra calcárea a ojos vistas..., pero una vez más la impresión se habría desmentido al instante si hubiera estado allí abajo en persona, sumergido en aquella sustancia.

La resolución volvió a disminuir y a continuación se redujo la cantidad de fotogramas por segundo. La imagen se convirtió en una serie de fotos fijas que se sucedían con rapidez mientras la cámara intentaba mantener el contacto. El sonido llegaba con bastante claridad aunque, probablemente, no habría distinguido una distorsión en medio del ruido que hacían las burbujas al chocar contra las gafas de buceo. Rajendra miró hacia abajo; la imagen mostraba diez mil perlas de oxígeno que manaban hacia arriba a través del agua opalescente y, más allá de sus rodillas, nada. Me pareció oír que inhalaba con intensidad como si estuviera tenso, preparándose para tocar fondo, y estuvo a punto de caérseme la agenda detrás de él.

Una imagen fija mostró un asustado pez rojo brillante que miraba fijamente a la cámara. En la siguiente imagen ya no estaba.

—¿Has visto...? —le pregunté a la fem que estaba a mi lado. Lo había visto, pero no parecía sorprendida. Sentí un escalofrío por todo el cuerpo. ¿Qué grosor tenía la roca sobre la que estábamos? ¿Qué longitud tenía el cable?

Cuando Rajendra salió por el lado inferior de la isla dejó escapar un sonido que podía significar cualquier cosa entre la euforia y el terror. Con un tubo de plástico en la boca y las demás complicaciones acústicas, todo lo que pude distinguir fue un sonido entrecortado y apagado. Mientras descendía a través del océano subterráneo, el agua que lo rodeaba se hizo gradualmente más clara. Vi todo un banco de pececitos blancos cruzar el haz de la linterna en la distancia, seguidos de una raya gris de por lo menos un metro de anchura con la boca completamente abierta en una eterna sonrisa filtradora de plancton. Tembloroso, aparté la mirada de la pantalla. Aquello no podía estar sucediendo bajo mis pies.

El torno se detuvo. Rajendra miró hacia arriba, hacia Anarkia, haciendo pivotar la linterna sobre su eje y balanceándola adelante y atrás.

Un agua lechosa se arremolinaba en una capa que colgaba de la parte inferior de la isla. ¿Partículas finas de piedra caliza? No acababa de entenderlo: ¿por qué no caían? Incluso con las imágenes fijas estroboscópicas veía que la neblina estaba en constante movimiento y se alzaba rítmicamente hacia la roca oculta. También pude distinguir una especie de corriente que arrastraba burbujas de gas unos pocos metros hacia abajo antes de que escaparan, finalmente, hacia la neblina. Rajendra dirigía el haz adelante y atrás, cada vez con más control; estaba claro que era difícil manipular la linterna con precisión y pude sentir su frustración, pero al cabo de unos minutos su persistencia se vio recompensada.

Se formó una ola más fuerte que las demás, una corriente de agua clara que ascendió a través de la capa superior lechosa y dividió el manto durante un instante. El haz y la cámara lo atravesaron y nos mostraron una roca grumosa poblada por unas pocas lapas y pálidas anémonas de boca frondosa. En el siguiente plano la imagen era borrosa; todavía no se había oscurecido con la neblina de partículas blancas, pero se veía ondulada y distorsionada por la refracción. Al principio habíamos contemplado roca a través de agua pura; ahora la veíamos a través de agua y aire.

Siempre había una fina capa de aire que permanecía atrapada en el lado inferior a causa del flujo constante de oxígeno que escapaba de la roca porosa.

Este aire dotaba al agua de una superficie en la que había olas. Todas las que rompían contra arrecifes lejanos enviaban una gemela sumergida bajo la isla.

No era de extrañar que el agua estuviera turbia. Una gran lima irregular, vasta y húmeda, raspaba constantemente la parte inferior de Anarkia. Las olas erosionaban las costas, pero al menos se detenían a la altura de la marea alta. Allí, el ataque se llevaba a cabo bajo la tierra seca, hasta llegar al borde del
guyot.

—Los detritos de caliza —dije dirigiéndome de nuevo a la fem de mi lado, una de las amigas de Rajendra—, esas partículas diminutas, tienen que perder el oxígeno que las hace flotar. ¿Por qué no caen?

—Lo hacen. El color blanco es de las diatomeas manipuladas genéticamente que extraen calcio del agua y lo mineralizan, entonces ascienden y se adhieren a la roca cuando las olas las lanzan contra ella. Los pólipos del coral no pueden vivir en la oscuridad, así que las diatomeas son el único mecanismo de reparación. —Sonrió con una lucidez extraordinaria; había estado allí—. Eso es lo que mantiene la isla a flote: tan sólo una fina bruma de calcio que se disuelve en las profundidades y unos cuantos billones de criaturas microscópicas que siguen las instrucciones de sus genes.

El torno empezó a recoger cable. No había nadie cerca; el buceador debía de tener un mando a distancia que yo no había visto, o bien la duración de la inmersión estaba programada para limitar los riesgos de la descompresión. Rajendra se puso la mano delante de la cara y nos saludó. La gente rió y bromeó cuando empezó el ascenso. No tenía nada que ver con el ambiente que noté al llegar.

—¿Tienes una agenda? —le pregunté a la fem.

—En el autobús.

—¿Quieres el programa de comunicación? Podrías quedarte con la cámara...

—Buena idea. —Asintió con entusiasmo—. ¡Gracias! —añadió mientras iba a buscar la agenda.

La cámara sólo me había costado diez dólares, pero resultó que la copia del programa valía doscientos. Sin embargo, no podía retractarme del ofrecimiento. Cuando volvió, di mi aprobación a la transacción y las máquinas conversaron por infrarrojos. Ella tendría que pagar las siguientes copias, pero el programa se podía transmitir y borrar gratis al pasar de un grupo de buceadores a otro.

Cuando Rajendra emergió empezó a gritar de alegría. En cuanto se soltó de la cuerda de seguridad, corrió por la explanada, todavía con las bombonas a cuestas, antes de volver sobre sus pasos y desmoronarse exhausto. No sé si exageraba, aunque no parecía de ésos, pero cuando se quitó el equipo sonreía como un loco enamorado, eufórico y tembloroso.

La adrenalina, sí, pero no sólo era la emoción de la inmersión. Estaba de nuevo en tierra firme, aunque ahora que había visto qué era exactamente lo que había debajo, ahora que había atravesado buceando los endebles cimientos de la isla, ésta ya nunca sería igual.

Aquello era lo que las personas de Anarkia tenían en común: no simplemente la isla, sino el conocimiento de primera mano de que estaban sobre una roca que los fundadores habían cristalizado a partir del océano, que se disolvía una y otra vez eternamente y que se sostenía gracias a un proceso de reparación constante. La madre naturaleza no tenía nada que ver con eso; el esfuerzo humano consciente y la cooperación habían construido Anarkia, y ni siquiera la vida genéticamente manipulada que la mantenía podía considerarse un don de Dios infalible. El equilibrio podía alterarse de mil maneras distintas: podían surgir mutaciones o ser invadidos por competidores, los fagocitos podían exterminar las bacterias y un cambio climático podía trastocar el equilibrio vital. Había que controlar toda aquella maquinaria elaborada; era necesario entenderla.

A largo plazo, la discordia podía hundir aquel lugar, literalmente. El que nadie de Anarkia quisiera que su sociedad se desintegrara no garantizaba la armonía, aunque quizá darse cuenta de que la tierra que se pisaba podía hacer lo mismo contribuía a que no lo perdieran de vista.

Y si era ingenuo considerar este conocimiento como una especie de panacea, al menos tenía una ventaja innegable sobre todas las mitologías artificiosas del concepto de nación.

Era cierto.

Copié el contenido de la memoria de la cámara para obtener la escena en alta resolución. Cuando Rajendra se calmó un poco, le pedí permiso para emitir el metraje y me lo dio. No tenía nada decidido, pero en el peor de los casos podría colarlo en la versión interactiva de
Violet Mosala
.

Munroe me acompañó cuando me fui a la parada. Todavía llevaba a cuestas el caballete y el lienzo enrollado.

—Puede que lo pruebe cuando termine el congreso —dije avergonzado—. En estos momentos me parece demasiado... intenso. No quiero distraerme. Tengo trabajo pendiente.

—La decisión es tuya —dijo aparentando desconcierto—. Aquí no tienes que justificarte ante nadie.

—Sí, claro. Y ya me he muerto y estoy en el cielo. —En la parada pulsé el botón de llamada, la caja predijo una espera de diez minutos.

—Supongo que dispondrás de información detallada sobre las personas que acuden al congreso —dijo después de un rato de silencio.

—No mucha. —Me reí—. Pero estoy seguro de que no me pierdo gran cosa. Los culebrones de los físicos son tan aburridos como los del resto. La verdad es que no me importa quién folla con quién, ni quién le roba las ideas brillantes a quién.

—Bueno, a mí tampoco. —Frunció el ceño amistosamente—. Pero no me molestaría saber si el rumor sobre Violet Mosala tiene algún fundamento.

—¿A qué rumor te refieres? —Dudé—. Circulan tantos... —Hasta cuando lo dije daba pena. También podría haber sido sincero y reconocer que no tenía ni idea de a qué se refería.

—Sólo hay una cuestión seria, ¿verdad? —Me encogí de hombros. Munroe parecía irritado, como si pensara que intentaba ocultarle información, cuando lo único que intentaba ocultar en realidad era mi ignorancia.

—Violet Mosala y yo no nos contamos los secretos, ni mucho menos —dije con franqueza—. Tal y como van las cosas, si consigo llegar al final del congreso con una cobertura decente de sus apariciones públicas me consideraré afortunado. Incluso si tengo que pasarme los próximos seis meses dedicado a perseguirla entre sus obligaciones en Ciudad del Cabo para dar forma al material.

—¿Ciudad del Cabo? —Munroe asintió con una sonrisa de satisfacción, como un malpensado cuyas ideas se acaban de confirmar—. Entiendo. Gracias.

—¿Por qué?

—No me lo creía —dijo—. Quería oír la confirmación de alguien que estuviera en una posición fiable. ¿Violet Mosala, galardonada con el premio Nobel de física, fuente de inspiración de muchos, la Einstein del siglo veintiuno, artífice de la TOE con más probabilidades de éxito... abandona su país de origen, justo cuando la paz en Natal parece más firme que nunca, no para irse a Calcuta, a Bombay, al CERN ni a Osaka... sino para unirse a la chusma de Anarkia?

»Ni en un millón de años.

14

—¿Conoces algún grupo de activistas políticos que tenga las iniciales CA y pueda estar interesado en que Violet Mosala emigre a Anarkia? —le pregunté a
Sísifo
mientras subía a mi habitación por las escaleras del hotel.

—No.

—¡Vamos! «A» de anarquía...

—Hay dos mil setenta y tres organizaciones que tienen en el nombre la palabra «anarquía» o un término relacionado, pero todas constan de más de dos palabras.

—De acuerdo. —Quizá CA fuera, a su vez, la abreviatura de una sigla más larga. Pero si confiaba en lo que decía Munroe, ningún anarquista serio utilizaría la palabra «anarquía». Lo intenté con un planteamiento distinto—: ¿Qué tal «C» de cultura y «A» de africana, con cualquier número de letras?

—Hay doscientas siete coincidencias.

Repasé la lista y CA no parecía la abreviatura probable de ninguna. Sin embargo, había un nombre que me resultaba conocido y reproduje un segmento de la grabación de sonido de la rueda de prensa de la mañana: «William Savimbi, de Proteus Information. Expresa su conformidad con una serie de ideas que no respeta ninguna cultura ancestral, como si su propia herencia no importara en absoluto. ¿Es verdad que ha recibido amenazas de muerte del Frente de Defensa de la Cultura Panafricana, después de declarar en público que no se consideraba una fem africana?».

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