El Instante Aleph (34 page)

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Authors: Greg Egan

—Parece perfecto —dije—. ¿Qué pasó? ¿Dios mandó una tormenta del efecto invernadero para poner fin a toda esa felicidad y moderación blasfemas?

—A la iglesia no le pasó nada; todavía sigue allí.

—Pero te apartaste de ella, ¿por qué?

—Me tomé las Escrituras demasiado al pie de la letra. Decían que había que renunciar a las cosas infantiles. Y lo hice.

—Ahora te haces el gracioso.

—Si de verdad quieres saber la ruta de escape exacta... —Dudó—. Todo empezó con una parábola. ¿Has oído la historia del óbolo de la viuda?

—Sí.

—Durante años, cuando era un colegial, no podía quitármela de la cabeza. El pequeño donativo de la pobre viuda era más valioso que el grande del rico, de acuerdo. Bien, comprendía el mensaje. Veía la dignidad que confería a todos los actos de caridad, pero podía ver muchas más cosas ocultas en esa parábola que no conseguía quitarme de la cabeza.

»Veía una religión a la que le importaba más sentirse bien que hacer el bien. Una religión que valoraba más el placer o el dolor de dar que el efecto tangible que provocaba. Una religión que anteponía la salvación del alma por medio de buenas obras a las repercusiones de esas obras en el mundo.

»Quizá interpretaba demasiado a partir de una anécdota, pero si no hubiera empezado con eso, habría sido con cualquier otra cosa. Mi religión era preciosa, pero necesitaba algo más; exigía más. Tenía que ser verdadera y no lo era.

Sonrió con tristeza, levantó las manos y las dejó caer. Creo que podía ver la pérdida en sus ojos y que lo entendía.

—Crecer con fe es como crecer con muletas —dijo.

—Pero tiraste las muletas y seguiste adelante.

—No. Tiré las muletas y me caí de bruces. Toda la fuerza se había ido con ellas: no me quedó nada. Tenía diecinueve años cuando todo se desmoronó. El final de la adolescencia es la edad perfecta para una crisis existencial, ¿no crees? Tú has dejado la tuya para muy tarde. —Me ruboricé. Michael estiró el brazo y me dio una palmada en el hombro—. Llevo una guardia muy dura y hablo sin pensar; no pretendía ser cruel. —Se rió—. Fíjate en lo que digo, una ristra de sandeces que sirve para todo, como los edenitas cuando conocen al Duce: «¡Que los trenes emocionales circulen con puntualidad!». —Se reclinó y se pasó una mano por el pelo—. Pero tenía diecinueve años, no hay que olvidarlo, y había perdido a Dios. ¿Qué puedo decir? Leí a Sartre, a Camus, a Nietzsche... —Me estremecí—. ¿Tienes algún problema con Friedrich? —Michael estaba desconcertado.

—En absoluto —contesté entre dientes; el retortijón se hizo más fuerte—. Los mejores filósofos europeos se volvieron locos y se suicidaron.

—Cierto. Y los he leído a todos.

—¿Y?

—Durante un año, más o menos, me lo creí. —Sonrió avergonzado—. Aquí estoy, mirando al abismo con Nietzsche, al borde de la locura, la entropía y la incertidumbre: la indescriptible condena de la ilustración, carente de dios y racional. Un paso en falso y me precipitaré al vacío.

Dudó. Lo miré atentamente; de repente había despertado mis sospechas. ¿Se lo estaba inventando todo sobre la marcha? ¿Era una táctica improvisada de asistencia integral al paciente? Aunque no fuera así, teníamos vidas e historias distintas. ¿De qué podía servirme todo aquello?

Sin embargo, lo escuché.

—Pero no caí porque no hay abismo —añadió—. No hay una sima enorme al acecho para engullirnos cuando descubrimos que no hay Dios, que somos animales como los demás, que el universo no tiene ningún propósito y nuestras almas están hechas de la misma materia que el agua y la arena.

—En la isla hay dos mil miembros de sectas que opinan lo contrario.

—¿Qué esperas de quienes creen que la tierra es plana, si no el miedo a caerse? —Se encogió de hombros—. Si quieres, desesperada y apasionadamente, precipitarte al abismo, por supuesto que es posible; pero sólo si te esfuerzas. Sólo si deseas que sea real y te lo trabajas hasta el último centímetro a medida que desciendes.

»No creo que la sinceridad nos lleve a la locura ni que necesitemos mentiras para seguir cuerdos. Tampoco creo que la verdad esté plagada de trampas a la espera de tragarse a cualquiera que piense demasiado. No hay lugar donde caer, a menos que caves el hoyo.

—Cuando perdiste la fe te caíste, ¿verdad?

—Sí, pero ¿hasta dónde? ¿En qué me he convertido? ¿En un asesino psicópata? ¿Un torturador?

—Sinceramente, espero que no, pero perdiste algo más que las cosas infantiles, ¿no? ¿Qué hay de todos aquellos sermones conmovedores sobre la amabilidad, la caridad y el amor?

—No te olvides de la fe. —Se rió con suavidad—. ¿Qué te hace pensar que lo he perdido todo? He dejado de suponer que las cosas que valoro están encerradas en una especie de cámara mágica llamada Dios y que se encuentran fuera del universo, del tiempo y de mí mismo. Eso es todo. Ya no necesito mentiras reconfortantes; sólo intento tomar mis propias decisiones y llevar una vida que me parezca buena. Si la verdad se hubiera llevado esas cosas... era que en realidad no estaban allí.

»Y pese a todo, aquí estoy limpiándote la mierda, ¿no? Y pese a todo te cuento historias a las tres de la madrugada. Si necesitas milagros mayores que ésos, no estás de suerte.

Ya fuera una autobiografía genuina o una terapia
ad hoc
muy hábil, la historia de Michael empezó a eliminar el pánico y la claustrofobia. Me parecía que sus argumentos tenían mucho sentido y atravesaban mi autocompasión como un alambre al rojo. Aunque el universo no fuera una creación de la cultura, el terror gris que sentía al verme como parte de él sí lo era. Nunca había tenido la sinceridad de admitir la naturaleza molecular de mi existencia, pero la sociedad en la que habitaba había sido igual de evasiva. La realidad siempre se había adornado, censurado o despreciado. Había vivido treinta y seis años en un mundo infestado por un dualismo persistente y con un atontamiento espiritual tácito, en el que las películas y las canciones hablaban aún del alma inmortal, mientras que la gente tragaba drogas de diseño amparándose en el más puro materialismo. No era de extrañar que la verdad supusiera un duro golpe.

El abismo, como todo lo demás, se podía comprender. Había perdido el interés en cavar mi hoyo.

El
vibrio cholerae
rehusó seguir mi ejemplo.

Estaba acurrucado sobre un lado, con la agenda apoyada en otra almohada, mientras
Sísifo
me mostraba lo que pasaba dentro de mí.

—La subunidad B de la molécula coleragénica se adhiere a la superficie celular de la mucosa intestinal, y la subunidad A se libera y atraviesa la membrana. Esto cataliza el incremento de la actividad de la ciclasa de adenilato, que a su vez eleva el nivel del ácido adenílico cíclico y estimula la secreción de iones de sodio. Se invierte el gradiente normal de la concentración y se bombea líquido en el sentido incorrecto: hacia fuera, al espacio intestinal.

Veía cómo se entrelazaban las moléculas en un baile aleatorio e inmisericorde. Eso era yo tanto si me consolaba saberlo como si no. La misma física que me había mantenido con vida durante treinta y seis años tenía el poder de destrozarme por accidente, pero si no podía admitir esa verdad simple y obvia, no me correspondía explicar el mundo a nadie. El consuelo y la redención podían irse a la mierda. Las sectas de la ignorancia me habían tentado y quizá ahora entendía en parte qué las guiaba, pero ¿qué podían ofrecer en verdad? Alienación de la realidad. El universo contemplado como un horror innominable que debía negarse hasta la saciedad y envolverse en misterios artificiales edulcorados. Había que supeditar las verdades a principios contradictorios y cuentos de hadas.

A la mierda. Estaba harto de la falta de sinceridad, no de su exceso. De demasiados mitos sobre la palabra «S», no de pocos. Una vida de enfrentarse a la verdad con calma me habría preparado mejor para la dura prueba que una vida dedicada a enumerar las negaciones más seductoras.

Miré un diagrama del peor de los casos posibles.

—Si el
vibrio cholerae
de México DF, resistente a los antibióticos, consigue cruzar la barrera hematoencefálica, los inmunosupresores pueden limitar la fiebre, pero es probable que las toxinas de las bacterias provoquen daños irreversibles.

Las moléculas mutantes del cólera se adhirieron a las membranas neuronales y las células se desmoronaron como globos pinchados.

Temía morir tanto como siempre, pero la verdad había perdido su aguijón. La TOE me había cogido con sus garras y había apretado, pero al menos me demostró que había tierra firme bajo mis pies: la ley definitiva y la pauta más sencilla que mantenían al mundo en toda su singularidad.

Había tocado fondo, y cuando se roza el soporte del mundo inferior, los cimientos del universo, ya no queda otro lugar en el que caer.

—Es suficiente —dije—. Ahora busca algo que me alegre un poco.

—¿Qué tal los poetas beat?

—Perfecto. —Sonreí.

Sísifo
saqueó las bibliotecas y los representó leyendo sus obras. A Ginsberg aullando: «¡Moloch! ¡Moloch!». A Burroughs recitando con aspereza «Las Navidades de un yonqui» con todos los miembros cercenados en maletas y en medio de un viaje perfecto.

Y el mejor de todos, Kerouac en persona, salvaje y melódico, colocado e inocente: «¿Y si los tres títeres fueran reales?».

La luz del sol de la tarde cruzaba en ángulo la sala y me acariciaba un lado de la cara cruzando abismos de espacio, energía, escala y complejidad. Y no era motivo para aterrorizarse ni para sobrecogerse; era la cosa más normal del mundo.

Estaba tan preparado como podría llegar a estarlo nunca. Cerré los ojos.

—Despierta, por favor —dijo una voz por cuarta o quinta vez. Alguien me estaba zarandeando.

Ya no tenía elección. Abrí los ojos.

Una fem joven a la que no había visto nunca estaba a mi lado. Tenía ojos oscuros y serios, piel aceitunada y pelo negro largo. Hablaba con acento alemán.

—Bébete esto. —Me tendió una ampolla de líquido claro.

—No retengo nada, ¿no te lo han dicho?

—Esto sí.

Me daba igual; vomitar me resultaba tan natural como respirar. Cogí la ampolla y vacié el contenido en mi garganta. Tuve un espasmo en el esófago y noté acidez en el paladar, pero nada más.

—¿Por qué no me lo han dado antes? —dije después de toser.

—Acaba de llegar.

—¿De dónde?

—Mejor que no lo sepas.

—¿Llegar? —Parpadeé; la cabeza se me iba despejando—. ¿Qué clase de medicamento tendría que enviarse desde otro sitio?

—¿Tú qué crees?

—¿Estoy soñando? —Noté un escalofrío en la base de la columna—. ¿O estoy muerto?

—Akili tenía muestras de sangre tuyas; las hizo llegar a... cierto país y le pidió a unos amigos que las analizaran. Acabas de beberte un conjunto de balas mágicas para todas las fases del arma. Estarás en pie dentro de unas horas.

Me estallaba la cabeza. El arma. Acababa de confirmar y eliminar mi peor sospecha con una frase. Estaba desorientado.

—¿Todas las fases? ¿Qué venía a continuación? ¿Qué me he perdido?

—Mejor que no lo sepas.

—Creo que tienes razón. —Todavía no me creía lo que pasaba—. ¿Por qué? ¿Por qué se ha tomado Akili tantas molestias para salvarme?

—Teníamos que averiguar con exactitud qué te pasaba. Violet Mosala puede seguir en peligro aunque no presente ningún síntoma, y necesitamos tener una cura disponible para ella en la isla.

Lo asimilé. Por lo menos no había dicho que no les importaba quién fuera la Piedra Angular y que estaban dispuestos a arriesgar la vida por cualquiera.

—¿Qué tengo? ¿Y por qué ha detonado antes de tiempo?

—Todavía no conocemos todos los detalles. —La joven CA frunció el ceño con solemnidad—. Pero falló el temporizador. Parece ser que las bacterias generaron unas señales internas confusas debido a una disparidad entre los relojes moleculares intracelulares y los ritmos bioquímicos del anfitrión. Los receptores de melatonina estaban obstruidos, saturados... —Se interrumpió alarmada—. No lo entiendo, ¿de qué te ríes?

Cuando dejé el hospital el martes por la mañana me había recuperado y estaba enfurecido. El congreso casi había terminado, pero para entonces las TOE eran lo de menos, y si Sarah Knight, por cualquier motivo incomprensible, había abandonado la batalla por Mosala para sentarse incomunicada junto al lecho de Yasuko Nishide, no tendría más remedio que descubrir la complicada verdad por mi cuenta.

En la habitación del hotel me conecté la fibra umbilical, le pasé a
Testigo
las dieciocho fotos de archivo policial que me había dado Kuwale y las puse en búsqueda constante en tiempo real.

Llamé a Lydia.

—Necesito cinco mil dólares extra para la investigación: acceso a bases de datos y honorarios de los piratas. Lo que está pasando aquí no puedo ni contártelo. Y si dentro de una semana no estás de acuerdo en que vale hasta el último céntimo, te lo devolveré todo.

Discutimos durante quince minutos. Improvisé, dejé caer pistas sobre el FDCPA y sobre una tormenta política inminente para despistar, pero no le dije nada sobre la emigración de Mosala. Al final, Lydia cedió. Estaba asombrado.

Utilicé el programa que me había dado Kuwale para enviarle un mensaje codificado: «No, no he descubierto a ninguno de tus matones, pero si esperas recibir más ayuda por mi parte, aparte de que haya hecho de cultivo ambulante, vas a tener que darme todos los detalles: quiénes son esas personas, quién las ha contratado, tus análisis del arma..., todo. Lo tomas o lo dejas. Nos veremos en el mismo sitio que la última vez dentro de una hora».

Me senté y evalué lo que sabía, lo que creía. ¿Armas biotecnológicas? ¿Intereses de las empresas de biotecnología? Fuera cierto o no, el embargo había estado a punto de matarme. Siempre había intentado entender las dos posturas sobre las leyes de patentes de genes, siempre había desconfiado por igual de las empresas y de los rebeldes; pero ahora se había roto la simetría. Tenía un largo historial de apatía y ambivalencia y me avergonzaba reconocer que había necesitado algo tan grave para tomar partido, pero ahora estaba dispuesto a abrazar la
technolibération
y contribuir a su causa, preparado para hacer todo lo posible para descubrir a los enemigos de Mosala.

Sin embargo, los Beach Boys no mentían. No podía creer que un arma de InGenIo y sus aliados hubiera fallado por algo tan tonto como mi ciclo de melatonina irregular. Parecía más un trabajo de aficionados inteligentes y hábiles que hacían lo que podían con conocimientos y herramientas limitados.

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