El Instante Aleph (31 page)

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Authors: Greg Egan

Si los de Renacimiento Místico querían de verdad hablar en nombre de la humanidad, definir las fronteras del conocimiento y dictar o censurar las verdades más profundas del universo... iban a tener que mejorar.

Cerré los ojos y me reí con alivio y gratitud. Ahora que ya había pasado, podía admitirlo: durante un rato, casi creí que me representaban. Casi pensé que podría acabar entrando a gatas en la tienda de reclutamiento, con la cabeza inclinada en un gesto adecuado de humildad (al fin), mientras decía: «¡Estaba ciego, pero ahora veo! ¡Estaba psíquicamente obnubilado, pero ahora me siento en sintonía! ¡Era todo yang sin yin, parte izquierda del cerebro, lineal y jerárquico, pero ahora estoy preparado para abrazar el Equilibrio Alquímico entre lo racional y lo místico! ¡Decid la palabra... y me habré curado!».

La dirección que me había dado Kuwale era de una panadería. Aparte de las importaciones lujosas, la comida de Anarkia provenía del mar, pero las proteínas y el almidón de los nódulos de las algas modificadas que crecían en los límites del arrecife eran idénticos a los del trigo, al igual que el olor que desprendían cuando se horneaban. El aroma familiar hizo que me mareara de hambre, pero la idea de tragar un bocado de pan recién hecho bastaba para darme náuseas. A aquellas alturas, ya debería haber sabido que me pasaba algo, aparte del efecto del vuelo, el ritmo forzado de la melatonina, la tristeza por la pérdida de Gina y el estrés de encontrarme metido en una historia que no mostraba indicios de solución. Pero no tenía mi farmacia para identificar la enfermedad, no me fiaba de los médicos locales ni disponía de tiempo para ponerme enfermo. Así que me dije que la única cura posible era hacer caso omiso.

Kuwale apareció, sin traje de payaso, justo a tiempo para evitar que me desmayara o vomitara. Pasó de largo, rebosante de energía, sin mirarme siquiera. Le seguí y empecé a grabar mientras contenía las ganas de gritar su nombre y acabar con todo ese secretismo exagerado.

—Por cierto, ¿qué significa «corriente principal de CA»? —dije cuando me puse a su altura.

—No sabemos quién es la Piedra Angular —se dignó contestar con una mirada esquiva e irritada—. Aceptamos que quizá nunca lo sabremos con seguridad, pero respetamos a las personas que parecen ser posibles candidatos.

—¿Respetáis o reverenciáis? —Todo aquello sonaba demasiado moderado y razonable.

—La Piedra Angular es sólo una persona más —dijo poniendo los ojos en blanco—. La primera en entender la TOE por completo, pero no hay razón por la que miles de millones de individuos no puedan hacer lo mismo después de ella. Alguien tiene que ser el primero, es así de sencillo. La Piedra Angular no es, ni remotamente, un dios. Ni siquiera necesita saber que ha creado el universo; todo lo que tiene que hacer es explicarlo.

—¿Mientras las personas como tú permanecen al margen y explican ese acto de creación?

Kuwale hizo un gesto despectivo, como si no tuviera tiempo que perder buscándole tres pies al gato.

—Entonces, ¿por qué estáis tan preocupados por Violet Mosala si, a fin de cuentas, no es nada especial desde el punto de vista cósmico?

—¿Es necesario que una persona sea un ente sobrenatural para que no merezca que la maten? —preguntó perpleja—. ¿Tengo que ponerme de rodillas y adorar a esa fem como la Diosa Madre del Universo para que me importe si vive o muere?

—Llámala Diosa Madre del Universo a la cara y desearás ser tú el muerto.

—Y con razón. —Kuwale sonrió—. Sé que piensa que CA es incluso peor que las sectas de la ignorancia —añadió con estoicismo—; el hecho de que no hablemos de dioses sólo nos hace más insidiosos ante sus ojos. Cree que somos parásitos que nos alimentamos de la ciencia, que seguimos los trabajos de los teóricos de las TOE y los robamos y desvirtuamos, sin ni siquiera tener la decencia de hablar el lenguaje de los irracionalistas. —Se encogió de hombros—. Nos desprecia, pero a pesar de eso, la respeto. Y sea o no la Piedra Angular, se cuenta entre los mejores físicos de su generación y es una poderosa arma para la
technolibération
. ¿Por qué tendría que deificarla para valorar su vida?

—Entendido. —Esta actitud me parecía demasiado razonable para ser verdad, pero era coherente con lo que había dicho Conroy—. Ésa es la corriente principal de los CA. Ahora, háblame de los herejes.

—Las permutaciones no tienen fin —gruñó Kuwale—. Piensa en cualquier variación que quieras y seguro que habrá alguien del planeta que la abrace como verdad. No tenemos una patente sobre la cosmología antropológica. Hay diez mil millones de personas ahí fuera y todos pueden creer lo que quieran, sin importar lo cerca de nosotros que estén en el plano metafísico ni lo lejos que estén en el espiritual.

Eso era una evasiva, pero no tuve oportunidad de insistir. Kuwale vio un tranvía delante de nosotros que se ponía en marcha y corrimos para cogerlo. Me esforcé en llegar y los dos lo alcanzamos, pero me costó un buen rato recuperar el aliento. Nos dirigíamos al oeste, rumbo a la costa.

El tranvía no estaba lleno, pero Kuwale se quedó en la entrada. Se cogía de la barra y se inclinaba hacia fuera para que le diera el aire.

—Si te muestro las personas que has de reconocer, ¿me avisarás si las ves? —dijo—. Te daré un número de contacto y un algoritmo cifrado. Todo lo que tienes que hacer es...

—Frena —dije—. ¿Quiénes son esas personas?

—Un peligro para Violet Mosala.

—Te refieres a que sospechas que son un peligro.

—Lo sé.

—De acuerdo, ¿quiénes son?

—¿Qué importancia tiene que te diga sus nombres? No significarían nada para ti.

—No, pero puedes decirme para quién trabajan. ¿Para qué gobierno o empresa de biotecnología?

—Le dije demasiado a Sarah Knight. —Su expresión se endureció—. No cometeré otra vez el mismo error.

—¿Por qué demasiado? ¿Te traicionó a SeeNet?

—¡No! —dijo enfadada porque yo no entendía la cuestión—. Sarah me contó lo que había pasado con SeeNet. Usaste tu influencia y no tuvieron en cuenta todo el trabajo que había hecho. Estaba enfadada, pero no sorprendida. Dijo que así funcionaban las cadenas y que no te guardaba rencor. También dijo que estaba dispuesta a pasarte todo lo que había averiguado si aceptabas reembolsarle los gastos con tu presupuesto de investigación y guardar el secreto.

—¿De qué estás hablando? —dije.

—Le di permiso para contarte todo lo que supiera sobre CA. ¿Por qué crees que me puse en ridículo en el aeropuerto? Si hubiera sabido que no tenías ni idea, ¿crees que me habría acercado a ti de esa manera?

—No. —Al menos, eso tenía sentido—. Pero ¿por qué te ha dicho que iba a informarme y no lo ha hecho? No sé nada de ella; no responde a mis llamadas.

—Tampoco a las mías —dijo Kuwale mirándome a los ojos, triste y avergonzada pero, de pronto, totalmente sincera.

Bajamos del tranvía en una parada de las afueras de un pequeño complejo industrial y andamos hacia el sudeste. Si nos seguía un profesional, todo este movimiento incesante no nos serviría de nada, pero si Kuwale creía que así podíamos hablar con más libertad, yo estaba dispuesto a seguirle.

No se me pasó por la cabeza que pudiera haberle ocurrido algo a Sarah. Tenía motivos para no desear saber nada de ninguno de nosotros, un deseo que le podían conceder unas pocas palabras en su programa de comunicaciones. Pensé que habría tenido una breve fantasía magnánima de hacerme partícipe del asunto a pesar de lo que le había hecho, sólo por pura solidaridad entre periodistas: todos trabajando juntos por la verdadera historia de Mosala que se tiene que contar, ra, ra, ra. Pero que había cambiado de opinión a la mañana siguiente cuando el efecto del consuelo químico se le pasó del todo.

Además, empezaba a replantearme la amenaza a Mosala.

—Si los intereses de la biotecnología provocaran el asesinato de Mosala, la convertirían, de forma inmediata, en una mártir de la
technolibération
—dije mirando a Kuwale—. Como cadáver también serviría de mascota y sería una excusa igual de buena para que el gobierno de Sudáfrica encabezara un movimiento en contra del embargo en la ONU.

—Quizá —admitió—, si los titulares contaran la historia verdadera.

—¿Cómo se les iba a escapar esa historia? Los que apoyan a Mosala no se callarían.

—¿Sabes quiénes son los dueños de casi todos los medios de comunicación? —dijo Kuwale con una sonrisa irónica.

—Lo sé, así que no me vengas con rollos paranoicos. Cien grupos distintos, mil personas distintas...

—Cien grupos distintos, casi todos propietarios de empresas que tienen que ver con la biotecnología. Mil personas distintas, casi todas pertenecientes a los consejos de administración de una de las principales, por lo menos, desde AgroGénesis hasta VivoTec.

—Es cierto, pero hay otros intereses con otras prioridades. No es tan sencillo como insinúas.

Estábamos solos, en una gran extensión de roca de arrecife uniforme pero sin pavimentar, dispuesta para que se empezara a edificar. Vi maquinaria ligera de construcción agrupada en la distancia, pero parecía que no se utilizaba. Munroe me había dicho que nadie podía poseer tierra en Anarkia, de la misma manera que no se podía poseer el aire, pero en realidad tampoco había nada que impidiera poner cercas y monopolizar el uso de grandes superficies de terreno. Que decidieran no hacerlo me intranquilizaba porque me parecía un ejercicio antinatural de autocontrol, un consenso de equilibrio delicado que pendía de un hilo y podía venirse abajo con una avalancha de apropiaciones de terrenos, la creación de títulos de propiedad
de facto
y la reacción, probablemente violenta, de los que no habían llegado primero.

Y aun así... ¿Por qué venir hasta aquí sólo para representar
El señor de las moscas
? Ninguna sociedad elige destruirse a sí misma. Y si un turista ignorante era incapaz de imaginar lo desastrosa que sería la fiebre de la especulación inmobiliaria, los residentes de Anarkia debían de haberlo pensado unas mil veces con todo detalle.

—Si de verdad crees que las empresas de biotecnología pueden salir impunes del asesinato —dije, extendiendo los brazos con un gesto que abarcaba toda la isla rebelde—, dime por qué no han convertido Anarkia en una bola de fuego.

—Cuando bombardearon El Nido perdieron la oportunidad de volver a utilizar esa solución. Necesitan un gobierno que lo haga por ellos, y ahora ninguno se arriesgaría a las consecuencias.

—¿Y sabotearla? Si los de InGenIo no pueden presentar algo que vuelva a disolver su creación en el mar, los Beach Boys estaban equivocados.

—¿Los Beach Boys?

—«Los biotecnólogos de California son los mejores del mundo.» ¿No era una canción suya?

—InGenIo está vendiendo versiones de Anarkia por todo el Pacífico —dijo Kuwale—. ¿Por qué iban a sabotear su mejor modelo de muestra, su mejor anuncio, esté autorizado o no? Puede que no lo planearan así, pero la verdad es que Anarkia no les ha costado nada... siempre que ninguna otra isla siga su ejemplo.

—¿Quieres enseñarme tu galería de presuntos asesinos de la empresa y explicarme, con todo detalle, lo que planeas hacer exactamente cuando te diga que he visto a uno de ellos? —No me había convencido, pero la discusión no nos llevaba a ninguna parte y decidí cambiar de tema—. Si crees que voy a involucrarme en una conspiración de asesinato aunque sea en defensa de la Piedra Angular o de Anarkia...

—No se trata de violencia —me interrumpió Kuwale—. Lo único que queremos es vigilar a esas personas, reunir la información necesaria y avisar a los de seguridad del congreso en cuanto tengamos algo tangible. —Sonó su agenda. Se paró, la sacó del bolsillo, miró la pantalla un momento y anduvo con cuidado unos pasos en dirección sur.

—¿Te importa que te pregunte qué haces? —dije.

—La seguridad de mis datos está vinculada al GPS. No se pueden abrir los archivos más importantes, ni siquiera con las contraseñas correctas, a menos que se esté en el lugar adecuado, que cambia cada hora. Y soy eil único que sabe, exactamente, cómo cambia.

Casi le pregunté por qué no memorizaba una lista de contraseñas en lugar de posiciones. Una pregunta estúpida. El GPS estaba allí, así que había que utilizarlo y un esquema de seguridad más enrevesado era mejor, no sólo porque resultaba más seguro sino porque la complejidad del sistema era un fin en sí misma. La tecnofilia era como cualquier otra estética; no tenía sentido preguntar por qué.

Kuwale era sólo media generación más joven que yo y, probablemente, compartíamos el ochenta por ciento de nuestra visión del mundo, pero éil había llevado todas las cosas en las que ambos creíamos mucho más lejos. La ciencia y la tecnología parecían haberle dado todo lo que deseaba: un escape de la virulenta batalla de los sexos, un movimiento político por el que valía la pena luchar e incluso una cuasirreligión, bastante descabellada a su manera, pero que, a diferencia de otros credos que simpatizaban con la ciencia, no era una síntesis artificiosa de la física moderna y una reliquia histórica para tontos como el necio simulacro de tregua de la Iglesia del Big Bang Judeocristiano Estándar Revisado.

Le veía hacer pequeños ajustes en el programa, mientras esperaba una conjunción de satélites y relojes atómicos y me pregunté si yo habría sido más feliz tomando las mismas decisiones. Como ásex, salvado de una docena de relaciones que se habían arruinado. Como
technolibérateur
, con un fervor ideológico que me protegiera de cualquier duda sobre Nagasaki o Ned Landers. Como cosmólogo antropológico, con una explicación definitiva de todo que me situaba a la altura de los teóricos de las TOE y me vacunaba contra las religiones en la vejez.

¿Habría sido más feliz?

Quizá, pero la felicidad estaba sobrevalorada.

El programa de Kuwale dio un pitido de éxito. Me acerqué y acepté los datos que había desbloqueado, un haz prieto de infrarrojos que fluyó entre nuestras agendas.

—Supongo que no quieres contarme cómo has sabido de esas personas ni cómo podré verificar lo que me dices de ellas —dije.

—Eso es lo que me preguntó Sarah.

—No me sorprende. Ahora te lo pregunto yo.

—Pásalo todo ahí en la primera oportunidad que tengas —me indicó con solemnidad Kuwale, dando el tema por zanjado, mientras señalaba mi abdomen con la agenda—. Una seguridad perfecta. Tienes suerte.

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