El Instante Aleph (45 page)

Read El Instante Aleph Online

Authors: Greg Egan

—¿Estás con ella?

—Sí.

—Nos veremos ahí dentro de una hora.

Me atendió la misma doctora que la vez anterior. Había sido un día muy largo para ella.

—No quiero oír tu excusa esta vez —dijo irritada—. La última ya fue bastante mala.

Miré la sala inmaculada y los armarios ordenados de los medicamentos y me atenazó la desesperación. Aunque evacuaran a Mosala a tiempo, había un millón de personas en Anarkia que no tenían ningún lugar al que huir.

—¿Qué haréis cuando empiece la guerra? —dije.

—No habrá guerra.

Intenté imaginarme el montaje de las máquinas y el destino que aguardaba a aquellas personas en las profundidades del aeropuerto.

—Me parece que no tenéis elección —dije con suavidad.

La doctora dejó de ponerme crema en las quemaduras y me miró como si hubiera dicho algo imperdonable, ofensivo y denigrante.

—Vienes de fuera; no tienes ni idea de cuáles son nuestras opciones. ¿Qué te crees? ¿Que hemos pasado los últimos veinte años en una especie de letargo utópico y extasiado, satisfechos con la idea de que nuestra energía kármica positiva repelería todas las invasiones? —Volvió a ponerme crema de forma brusca.

—No. —Estaba desconcertado—. Supongo que estaréis preparados para defenderos, pero esta vez creo que sus armas os superan con creces.

—Escucha —dijo mirándome con dureza mientras desenrollaba una venda—, porque sólo lo diré una vez. Cuando llegue el momento, será mejor que confíes en nosotros.

—¿Sabéis qué hacer?

—Lo sabemos mejor que tú.

—Eso no es mucho —dije con una sonrisa forzada.

Cuando volví al pasillo que conducía a la habitación de Mosala vi a De Groot hablando en voz baja, pero muy nerviosa, con los dos guardias de seguridad. Me vio y me saludó con la mano. Aceleré el paso.

Cuando llegué a su altura, De Groot me enseñó la agenda sin decir nada, pulsó una tecla y apareció un boletín de noticias.

—Las últimas noticias sobre la isla renegada de Anarkia son que el grupo escindido de anarquistas violentos que ocupa el aeropuerto acaba de acceder a la petición de los diplomáticos sudafricanos de evacuar inmediatamente a Violet Mosala, la ganadora del premio Nobel de veintisiete años de edad que participaba en el controvertido Congreso del Centenario de Einstein. —De fondo se veía un globo terrestre estilizado que giraba tras una foto de Mosala. La imagen se acercaba a Anarkia y luego daba paso a Sudáfrica—. A causa del primitivo equipo médico de la isla, los médicos no han podido dar un diagnóstico preciso, pero se cree que su estado de salud es crítico. Nos han llegado informes desde Mandela que dicen que la presidenta Nchabaleng hizo la solicitud en persona a los anarkistas y ha recibido su respuesta hace tan sólo unos minutos.

Abracé a Karin De Groot, la levanté y di vueltas hasta que me mareé de alegría. Los guardias de seguridad nos miraban sonriendo como niños. Quizá era una victoria microscópica comparada con la invasión, pero me parecía la primera cosa buena que pasaba en mucho tiempo.

—Ya basta —dijo De Groot con delicadeza. Paré y nos separamos—. El avión aterrizará a las tres de la madrugada, a quince kilómetros del aeropuerto en dirección oeste.

—¿Lo sabe Violet? —Contuve la respiración.

—Aún no le he dicho nada —dijo haciendo un gesto de negación—. Está dormida; la fiebre todavía es alta, pero se mantiene estable. Los médicos no saben qué hará el virus a continuación, pero pueden llevar en la ambulancia una gama de medicamentos que cubra las emergencias más probables.

—Ahora sólo me preocupa una cosa —dije serio.

—¿Qué?

—Conociendo a Violet, cuando averigüe lo que hemos hecho a sus espaldas, seguro que, por obstinación, no querrá irse.

De Groot me miró de forma extraña, como si no supiera si bromeaba o no.

—Si piensas eso en serio —dijo—, es que no conoces a Violet en absoluto.

26

Le dije a De Groot que dormiría un poco y volvería a eso de las dos y media. Quería desearle buen viaje a Mosala.

Busqué a Akili para comunicarle la buena noticia, pero le habían dado el alta. Le mandé un mensaje, volví al hotel, me lavé la cara y me cambié la camisa que había chamuscado el láser. El dolor de las quemaduras estaba adormecido, ausente; el anestésico local lo había hecho desaparecer como por arte de magia. Me sentía maltrecho, pero triunfante, y demasiado inquieto para descansar; dormir, ni me lo planteaba. Eran casi las once, pero las tiendas todavía estaban abiertas. Salí, me compré otra cámara para el hombro y paseé por la ciudad grabando todo lo que veía. ¿La última noche de paz en Anarkia? El ambiente de la calle no tenía nada que ver con la atmósfera de asedio que reinaba entre los físicos y los periodistas del hotel, pero se notaba una sensación de nerviosismo, como en Los Ángeles durante una alerta por terremoto (estuve en uno que resultó ser una falsa alarma). En la mirada de los transeúntes notaba curiosidad e incluso desconfianza, pero no mostraban señales de hostilidad. Era como si pensaran que podía ser un espía de los mercenarios y aun así, se tratara sólo de un rasgo atípico que no tenían la intención de echarme en cara.

Me detuve en medio de una plaza muy iluminada y consulté las noticias de la red. Buzzo no había convocado la rueda de prensa para admitir su error, pero ahora que Mosala mostraba síntomas, quizá se tomara en serio la amenaza de los extremistas y lo reconsiderase. La información sobre la situación de Anarkia apestaba, sin excepciones, pero SeeNet se adelantaría a todos con el anuncio de los verdaderos motivos de la ocupación. Aunque Mosala sobreviviera, la verdad perjudicaría enormemente a la alianza probloqueo.

El aire era húmedo y frío. Miré los satélites que rodeaban el planeta e intenté encontrar sentido al hecho de que estaba en una isla artificial del Pacífico Sur a punto de entrar en guerra.

¿Estaba toda mi vida codificada en aquel momento, en mis recuerdos y en las circunstancias en que me encontraba? ¿Podría reconstruir el resto sólo con estos datos?

Me parecía que no. Mi niñez en Sydney era inimaginable, tan remota e hipotética como el Big Bang. Incluso el tiempo que había pasado en la bodega del barco pesquero y el encuentro con el robot en el aeropuerto se habían alejado como fragmentos de un sueño.

No había padecido cólera. No tenía órganos internos.

Las estrellas tenían un brillo glacial.

A la una de la madrugada, las calles todavía estaban llenas, y las tiendas y los restaurantes, abiertos. Nadie parecía tan sombrío como debería estar; quizá todavía creían que sólo se enfrentaban al hostigamiento al que habían sobrevivido otras veces.

Vi un grupo de mascs jóvenes que bromeaban y se reían alrededor de una fuente. Les pregunté si pensaban que la milicia atacaría el aeropuerto pronto. No se me ocurría otro motivo para esa alegría que demostraban. Quizá tomarían parte y estaban preparándose mentalmente.

—¿Atacar el aeropuerto? —Me miraban sin dar crédito—. ¿Para que los masacren?

—Puede que sea vuestra única oportunidad.

Intercambiaron miradas divertidas.

—Todo irá bien —dijo solícito uno de ellos poniéndome la mano en el hombro—. Mantén una oreja pegada al suelo y agárrate fuerte.

Me pregunté qué drogas tomaban.

—Violet está despierta —me dijo De Groot cuando volví al hospital—. Quiere hablar contigo.

Entré solo. La habitación estaba en penumbra y una pantalla cerca de la cabecera de su cama brillaba con datos verdes y naranja.

—¿Irás en la ambulancia conmigo? —La voz de Mosala era débil, pero lúcida.

—Si quieres.

—Quiero que lo grabes todo y hagas buen uso de la grabación si hace falta.

—Lo haré. —No sabía muy bien a qué se refería: ¿acusar a InGenIo de su muerte si llegaba el caso? No le pedí detalles; estaba harto de política de mártires.

—Karin me ha dicho que fuiste al aeropuerto y negociaste mi evacuación con los mercenarios. —Buscó algún indicio en mi cara—. ¿Por qué?

—Tenía que devolver un favor.

—¿Qué he hecho para merecerlo? —Se rió con suavidad.

—Es una larga historia. —Ya no estaba seguro de si había intentado compensar a Adelle Vunibobo, contribuir a la causa de la
technolibération
, mostrar mi respeto y admiración por Mosala o impresionar a Akili como salvador de la Piedra Angular. Aunque el nombre sonaba menos a creador reverenciado y más a una especie de Santa María Tifoidea, teórica de la información.

De Groot nos trajo noticias sobre el vuelo: todo iba según lo previsto y era hora de partir. Nos acompañarían dos médicos. Me quedé atrás y filmé con la cámara del hombro el traslado de Mosala en una camilla, todavía conectada a la pantalla y a los goteros.

En el garaje, de camino a la ambulancia, vi que llenaban unos cuantos vehículos de ruedas grandes y ligeras con equipo médico, vendas y medicamentos. Quizá trasladaban suministros a otros lugares por si ocupaban el hospital. Me animó ver que alguien se tomaba la invasión en serio.

Cruzamos la ciudad despacio, sin poner en marcha la sirena. Había más personas en las calles de las que nunca había visto durante el día. Mosala le pidió a De Groot una agenda, la puso en la camilla a su lado y empezó a teclear. Lo que estaba haciendo parecía exigir una concentración intensa, pero me habló sin apartar la mirada de la pantalla.

—Andrew, me sugeriste que nombrara un sucesor para asegurarme de que se concluye el trabajo. Me estoy cuidando de eso ahora.

No veía qué importancia podía tener a aquellas alturas, pero no discutí. Un escáner de alta resolución en Ciudad del Cabo hallaría las estructuras moleculares de las proteínas extrañas al instante y diseñaría y sintetizaría los medicamentos precisos para impedir su avance en cuestión de horas. Demostrar que los moderados estaban equivocados y pedirles la cura ya no suponía ganar un tiempo precioso.

—El programa está trabajando en diez experimentos canónicos —dijo Mosala a la cámara mientras me miraba—. Un análisis completo y combinado nos dará lo que se conocía como los diez parámetros del espacio total, los detalles de la geometría de dimensión diez que subyace en todas las partículas y fuerzas. En términos modernos, esos diez experimentos revelarán conjuntamente y con exactitud cómo se rompe la simetría del preespacio para nosotros. Nos dirán qué tiene en común todo lo que hay en este universo.

—Comprendo.

—No me interrumpas —dijo con un gesto de impaciencia—. Lo que se lleva a cabo en la red de superordenadores, en este momento, sólo son los cálculos. Quería que el programa me dejara los honores: las comprobaciones, la organización de todo y la redacción de un artículo que explique los resultados de forma que todo el mundo los entienda. Pero eso es trivial. Ya sé con exactitud lo que se tiene que hacer con los resultados en cuanto estén disponibles. —Tecleó una ráfaga de instrucciones, miró el resultado y dejó la agenda a un lado—. Todo acaba de ser automatizado. Mi madre me envió una versión de prueba del clonelet de
Kaspar
la semana pasada y probablemente escriba los resultados de forma más elegante que yo. Por lo tanto, esté muerta, viva o en un estado intermedio, el viernes a las seis de la mañana se escribirán esas conclusiones y se mandarán a la red con acceso gratuito universal. También se enviarán copias a todos los profesores y estudiantes de las facultades de física de todas las universidades del planeta. ¿Qué harán ahora los antropocosmólogos? —dijo con una sonrisa de júbilo desafiante—. ¿Matar a todos los físicos del mundo? —Miré a De Groot; tenía los labios apretados y estaba pálida—. No pongáis esa cara, maldita sea —gruñó Mosala—. Sólo me preparo para cualquier contingencia.

Cerró los ojos. Su respiración era irregular, pero aún sonreía. Miré la pantalla; la fiebre le había subido a cuarenta grados con nueve décimas.

Dejamos la ciudad atrás; las ventanas de la ambulancia sólo mostraban nuestros reflejos. La conducción era suave y el motor no hacía ruido. Al cabo de un rato, me pareció que podía oír la exhalación de la roca de arrecife a través de una perforación distante, pero me di cuenta de que era el silbido del avión que se aproximaba.

Mosala perdió el conocimiento y nadie intentó despertarla. Llegamos al punto de encuentro y salí de la ambulancia rápidamente para cubrir el aterrizaje, más por la promesa que había hecho que por ningún vestigio de profesionalidad. El avión descendió en vertical a unos cuarenta o cincuenta metros de nosotros, el fuselaje gris iluminado por la luz de la luna y los motores de aterrizaje vertical arrancando un polvo cáustico de piedra caliza de la matriz de roca. Quería saborear aquel momento de victoria, pero la imagen del pulcro avión militar que aterrizaba a oscuras en medio de ninguna parte hizo que se me cayera el alma a los pies. Supuse que pasaría lo mismo en la evacuación naval: el mundo exterior entraría de puntillas, recogería a sus ciudadanos y se marcharía. Los anarkistas tendrían que asumir lo que se les venía encima.

Los dos mascs que descendieron en primer lugar llevaban uniforme de oficial y pistola, pero quizá fueran médicos. Formaron un corrillo y cuchichearon con los doctores; sus voces se perdían entre el zumbido de los motores que, aunque estaban parados, seguían refrigerándose para que no se recalentaran. Bajó un masc joven con ropa de civil arrugada y un aspecto demacrado y desorientado. Me costó un poco reconocerlo: era Makompo, el marido de Mosala.

De Groot fue a saludarlo y se abrazaron en silencio. Me quedé atrás mientras lo acompañaba hasta la ambulancia. Me volví y miré a lo lejos, más allá de la roca de arrecife gris y verde, donde vetas de minerales dispersos atrapaban la luz de la luna y brillaban como la espuma de un océano imposiblemente sereno. Cuando me volví, los soldados llevaban a Mosala, sujeta a la camilla, hasta el avión. Makompo y De Groot los seguían. De repente, me sentí muy cansado.

—¿Vienes con nosotros? —gritó De Groot, que había bajado y se me acercaba—. Dicen que sobra espacio.

La miré. ¿Qué me retenía allí? Mi contrato con SeeNet era para hacer un perfil de Mosala, no para grabar la caída de Anarkia. El insecto invisible me había prohibido unirme al vuelo, pero si me iba, ¿se enterarían los mercenarios? Una pregunta estúpida. Al aire libre, los satélites militares eran capaces de ver las huellas dactilares de las personas y leer conversaciones en los labios por infrarrojos. Pero ¿dispararían al avión y echarían a perder todo el ejercicio de relaciones públicas además de provocar una represalia sólo para castigar a un oscuro periodista? No.

Other books

Mister B. Gone by Clive Barker
SinfullyYours by Lisa Fox
Starbound by J.L. Weil
Marry or Burn by Valerie Trueblood
Dying for a Dance by Cindy Sample