El Instante Aleph (47 page)

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Authors: Greg Egan

A unas tres horas de marcha lenta de la ciudad vi una masa multicolor borrosa en la distancia, que fue adquiriendo resolución hasta transformarse en un extenso rompecabezas de cuadrados de verde y naranja intenso esparcidos por la roca a pocos kilómetros de distancia. Acabábamos de dejar atrás la planicie central y el terreno iba descendiendo poco a poco hasta la costa. No sabía si era por la pendiente suave o por la visión del final de la caminata, pero, de pronto, la marcha parecía más fácil. Media hora después, las personas de mi alrededor se detuvieron y empezaron a montar tiendas.

Me senté sobre la maleta y descansé un poco. Luego, cumpliendo con mi deber, comencé a grabar. Aunque la evacuación no se hubiera ensayado, la isla colaboraba con los refugiados de tal modo que, mientras montaban el campamento, el proceso se parecía más al acoplamiento de los componentes que faltaban en una maquinaria compleja y al cumplimiento lógico de una función implícita en la roca desnuda que a cualquier intento desesperado de improvisar ante una emergencia. Una gota del tamaño de una lágrima bastaba para dar comienzo a la cascada que ordenaba a los litófilos que abrieran un pozo hasta un conducto enterrado de agua potable, y después de ver instalar tres bombas ya reconocía la espiral característica de los trazos verdes y azules de los minerales que marcaban los lugares donde se podían perforar pozos de agua potable. Los de las aguas residuales costaron un poco más: se necesitaban pozos más anchos y profundos y había menos lugares de acceso.

Ésta era la otra cara de la moneda de la desquiciada pesadilla de sobrevivir a base de comer neumáticos de Ned Landers: autonomía gracias a la biotecnología, pero sin el extremismo y la paranoia. Sólo esperaba que los fundadores y diseñadores de Anarkia, los anarquistas californianos que habían trabajado para InGenIo varias décadas atrás, todavía estuvieran vivos para ver cómo su invención cumplía su propósito.

A mediodía, al ver los toldos azules que daban sombra a las bombas de agua, las tiendas de color rojo intenso que cubrían las letrinas e incluso un centro de primeros auxilios rudimentario, creía que entendía lo que quiso decir la doctora cuando me dijo que no pensara que sabía más que los de aquí. Comprobé el mapa de daños de la ciudad; ya no lo actualizaban, pero en el último informe se hablaba de unos doscientos edificios arrasados, entre los que estaba el hotel.

Era posible que la
technolibération
nunca pudiera transformar la roca implacable de los continentes en algo tan hospitalario como Anarkia, pero en un mundo acostumbrado a las imágenes de sórdidos campos de refugiados que se ahogaban en el polvo o se hundían en el barro, quizá el contraste de la visión del poblado de los renegados simbolizara las ventajas de acabar con las leyes de las patentes genéticas de manera más persuasiva de lo que habría podido demostrar la isla en tiempos de paz.

Lo filmé todo y mandé la grabación a la redacción de SeeNet con un texto que esperaba que limitara el perjuicio retorcido que podían implicar las imágenes: cuanto menos dramática fuera la situación de los anarkistas, menos oportunidades habría de una reacción política violenta contra la invasión. No quería ver desacreditada a Anarkia con comentaristas que declaraban sabiamente en tono de crítica que siempre había estado destinada a hundirse en el abismo, pero cuando costaba mil cadáveres al día provocar un parpadeo de interés en el espectador medio, si pintaba una escena demasiado optimista, el éxodo no sería noticia.

El primer camión de la costa que vi se quedó sin alimentos mucho antes de llegar hasta nuestra altura. Sin embargo, a las tres de la tarde, en la sexta entrega, ya se habían plantado dos tiendas mercado cerca de una de las bombas de agua y estaban construyendo un restaurante improvisado. Cuarenta minutos después, me senté en una silla plegable bajo la sombra de un toldo fotovoltaico con un cuenco de estofado marino humeante en el regazo. También estaban comiendo otras personas que se habían visto obligadas a huir sin su equipo de cocina. Miraban la cámara con recelo, pero admitieron que había planes previstos para la evacuación de la ciudad que se habían establecido hacía mucho tiempo y se revisaban todos los años.

Me sentía más optimista y menos sincronizado con el espíritu de los isleños que nunca. Parecían dar por sentado el buen funcionamiento del éxodo (un pequeño milagro para mí), pero ahora que, como siempre habían supuesto, habían salido indemnes y esperaban a que los mercenarios hicieran su próxima jugada, todo parecía menos seguro.

—¿Qué crees que pasará en las próximas veinticuatro horas? —le pregunté a una fem que tenía un niño pequeño en brazos.

Abrazó al niño y no dijo nada.

Fuera, alguien gritó de dolor. El restaurante se vació al instante. Conseguí colarme entre el gentío que se había formado en la estrecha plaza entre los mercados y el restaurante y, acto seguido, me obligaron a echarme atrás mientras se apartaban aterrorizados.

Una maquinaria invisible había elevado a un joven masc de las Fiyi a varios metros de altura; tenía los ojos como platos por el pánico y gritaba pidiendo socorro. Intentaba resistirse, pero los brazos le colgaban a los lados, ensangrentados e inútiles, y un hueso blanco le asomaba entre la carne de un codo. La cosa que lo había cogido era demasiado fuerte para enfrentarse a ella.

Las personas gemían, chillaban e intentaban salir de la plaza. Me demoré demasiado, paralizado por el horror, me empujaron y caí de rodillas. Me tapé la cabeza y me agaché, pero todavía suponía un obstáculo para la estampida. Alguien tropezó conmigo, me golpeó con las rodillas y los codos y se apoyó en mí para recuperar el equilibrio; estuvo a punto de romperme la columna. Me cubrí en el suelo mientras continuaba el embate. Quería levantarme, pero estaba seguro de que si lo intentaba sólo conseguiría caerme de espaldas y que me aplastaran la cara. La súplica desesperada del masc era como una segunda ráfaga de golpes, y hundí la cabeza entre los brazos para no oír el sonido. En algún lugar cercano, una tienda cayó suavemente al suelo.

Pasaron varios segundos en los que nadie chocó conmigo. Levanté la cabeza y vi que la plaza se había quedado desierta. El masc todavía estaba vivo, pero los ojos se le quedaban en blanco de forma intermitente y su mandíbula se movía débilmente. Tenía las dos piernas destrozadas. La sangre caía sobre su torturador invisible, cada gota se paraba a media caída y se extendía durante un momento, al golpear contra una superficie tangible, antes de desvanecerse en el caparazón oculto. Busqué mi cámara por el suelo mientras emitía sonidos ahogados de ira. Tenía un nudo en la garganta y notaba una opresión en el pecho; todas las inhalaciones y los movimientos eran como un castigo. Encontré la cámara, me la coloqué, me levanté tembloroso y empecé a grabar.

—Ayúdame —dijo mirándome a los ojos sin dar crédito a lo que estaba pasando.

Extendí una mano en su dirección, impotente. El insecto no me hizo caso y supe que no corría peligro: quería que lo vieran, pero yo estaba aturdido de ira y frustración y me caían gotas punzantes de sudor frío por la cara y el pecho.

Un brillo delicado de interferencias se deslizó por la figura del robot cuando elevó más al masc. La cámara siguió la dirección de mi mirada hacia arriba, hasta que supe que sólo enfocaba el cuerpo roto y el cielo impasible.

—¿Dónde está ahora la milicia de los cojones? —me oí bramar—. ¿Dónde están vuestras armas? ¿Dónde están las bombas? ¡Haced algo!

La cabeza del masc estaba colgando; yo esperaba que hubiera perdido el conocimiento. Unas pinzas invisibles se cerraron alrededor de su columna y lo lanzaron a un lado. Oí el cuerpo golpear el toldo de la bomba de agua y deslizarse hasta el suelo.

Los diez mil habitantes del campamento parecían gemir dentro de mi cabeza y yo gritaba incoherencias, pero mantuve los ojos fijos en el lugar en el que tenía que estar el robot.

Se oyó un sonido de tierra arañada delante de mí. Un silencio angustioso descendió por los callejones de alrededor de la plaza. El insecto jugaba con la luz, mientras dibujaba su contorno para nosotros, en roca de arrecife gris contra el cielo y en azul celeste contra la roca. El cuerpo que colgaba de las seis patas vueltas hacia arriba en forma de «V» era largo y estaba segmentado; una cabeza giratoria burda en cada extremo se volvía con curiosidad mientras husmeaba el aire. Cuatro tentáculos ágiles que acababan en garras afiladas se deslizaban dentro y fuera de unas vainas del caparazón.

Me quedé atontado en medio del silencio, a la espera de que pasara algo, de que alguien con un chaleco lleno de explosivos plásticos saliera de una calle y corriera directamente hacia la máquina con la idea de un abrazo kamikaze..., aunque antes de que pudiera acercarse a menos de diez metros ya lo habría lanzado contra la muchedumbre para que incinerara a un grupo de amigos.

La cosa arqueó el cuerpo, alzó un par de miembros y los extendió en un gesto de triunfo.

Después se fue dando bandazos hacia un hueco entre dos tiendas mientras las personas se lanzaban contra las lonas y las arañaban de forma desesperada para abrirse paso y apartarse de su camino.

Corrió por un callejón y desapareció en dirección sur, de vuelta a la ciudad.

Acurrucado en el suelo detrás de las letrinas, sin fuerzas para enfrentarme a las personas desmoralizadas del campamento, envié la grabación del asesinato a SeeNet. Intenté componer un texto de acompañamiento, pero todavía estaba impresionado y no podía concentrarme. Pensé que los corresponsales de guerra veían cosas peores día tras día. ¿Cuánto tiempo necesitaría para habituarme a aquello? Miré las noticias internacionales. Todos seguían hablando de anarquistas rivales, incluso SeeNet, que no había emitido nada de lo que había mandado.

Me pasé cinco minutos intentando calmarme y llamé a Lydia. Me costó media hora que me pasaran con ella. A mi alrededor sólo se oía el llanto de los refugiados. ¿Cómo sería después del décimo ataque? ¿Del centésimo? Cerré los ojos y pensé en Ciudad del Cabo, en Sydney, en Manchester... en cualquier lugar.

—Estoy aquí cubriendo esto —dije cuando contestó—, ¿qué ha pasado con mi grabación? —Lydia no estaba al cargo de las noticias, pero era la única persona que podía darme una respuesta directa.

—Tu obituario de Violet Mosala tenía una escena completa falsificada —dijo Lydia con expresión fría e iracunda—. Y no decías nada de la secta que ha matado a Yasuko Nishide y a Henry Buzzo. He visto lo que mandaste a la empresa de seguridad sobre el cólera y el barco de pesca. ¿A qué juegas?

Busqué excusas e intenté encontrar alguna adecuada; sabía que «Mosala habría muerto si yo no te hubiera utilizado» no era lo bastante buena.

—En realidad dijo todo lo que falsifiqué —dije—. De forma extraoficial. Pregúntaselo.

—Sigue siendo inaceptable —dijo Lydia sin inmutarse—. Viola las directrices. Y no podemos preguntarle nada porque ha entrado en coma.

No quería oír eso; si Mosala sufría lesiones cerebrales, todo habría sido inútil.

—No podía contarte el resto... porque no quería alertar a CA haciendo público todo el asunto. —Era una tontería; los antropocosmólogos ya sabían exactamente cuánto había contado a las autoridades.

—Mira —dijo mientras su expresión se suavizaba, como si fuera evidente que había ido tan lejos que merecía compasión en vez de una reprimenda—, espero que encuentres la manera de volver a casa sano y salvo. Pero el documental está cancelado: has violado las condiciones del contrato y a los de las noticias no les interesa tu información sobre los problemas políticos de la isla.

—¿Problemas políticos? Estoy en medio de una guerra provocada por la mayor empresa de biotecnología del planeta. Soy el único periodista de la isla que tiene una idea de lo que está pasando, y el único de SeeNet. ¿Cómo puede no interesarles?

—Estamos negociando con otro.

—¿Sí? ¿Quién? ¿Janet Walsh?

—No es asunto tuyo.

—¡No te creo! Los de InGenIo están asesinando gente, y...

—No quiero oír más... propaganda tuya —dijo Lydia mientras levantaba una mano para silenciarme—, ¿entiendes? Lamento que hayas pasado por tantas dificultades y que los anarquistas se estén matando entre ellos. —Me pareció que lo sentía de verdad—. Pero si has tomado partido y quieres atacar el bloqueo y las leyes de patentes con material falso, es tu problema. No puedo ayudarte.

»Ten mucho cuidado, Andrew. Adiós.

Al anochecer paseé por el campamento, mientras filmaba y enviaba la grabación en tiempo real a la consola de casa, para que quedara constancia de todo por si llegaba a ser de alguna utilidad.

Las infraestructuras del pueblo de refugiados todavía estaban intactas; las bombas seguían funcionando y los servicios sanitarios eran impecables. Había luces por todos lados, halos naranja y verdes que atravesaban las lonas. El aroma a comida salía de casi todas las puertas. La electricidad fotovoltaica que almacenaban las tiendas duraría horas. No se habían causado grandes daños ni se habían perdido las comodidades.

Pero las personas con las que me cruzaba estaban tensas, asustadas y silenciosas. El robot podía regresar en cualquier momento del día o la noche y matar a otro o a mil.

Al enviar a los robots fuera de la ciudad para que atacaran al azar, los mercenarios podían hundir la moral y obligar a los del campamento a retirarse a mayor distancia, más cerca de la costa. Si forzaban a los refugiados del efecto invernadero a ir hasta la línea de la costa para esperar la siguiente tormenta fuerte, el destino que intentaron evitar cuando vinieron a Anarkia, estarían dispuestos a abandonar la isla en grupo.

No sabía qué podía haber pasado con la milicia; quizá ya los habían asesinado a todos durante una resistencia idiota en la ciudad. Busqué en la red local; había informes sombríos de unos cuantos ataques como el que había presenciado, pero poco más. No esperaba que los anarkistas emitieran secretos militares, pero la ausencia de propaganda de aliento y proclamas de una inminente victoria para elevar la moral me pareció extraña y escalofriante. Quizá el silencio significara algo, pero si ése era el caso, no pude descifrarlo.

Me estaba quedando frío. Era reacio a pedir refugio en la tienda de un desconocido; no temía que me rechazaran, pero aún me sentía como un intruso a pesar de todos mis gestos de solidaridad. Aquellas personas estaban bajo asedio y no tenían motivos para confiar en mí.

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