El Instante Aleph (46 page)

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Authors: Greg Egan

—Ojalá pudiera —dije—, pero hay alguien aquí a quien no puedo abandonar.

—Buena suerte a los dos —dijo De Groot después de asentir. No pidió más explicaciones y me dio la mano—. Espero verte pronto en Ciudad del Cabo.

—Lo mismo digo.

Los dos médicos guardaron silencio mientras volvíamos al hospital. Estaba seguro de que querían hablar de la guerra, pero no delante de un extranjero. Comprobé lo que había grabado con la cámara del hombro porque aún no me fiaba de aquella tecnología poco familiar y lo mandé a la consola de casa.

La ciudad estaba más llena que nunca, aunque había pocas personas levantadas. La mayoría estaba de acampada en la calle con sacos de dormir, sillas plegables, hornillos portátiles e incluso tiendas de campaña pequeñas. No sabía si animarme ante la imagen o deprimirme por el optimismo patético que implicaba. Quizá los anarkistas se preparaban de la mejor forma posible para la ocupación de las infraestructuras de la ciudad. Todavía no había visto muestras de pánico, revueltas ni saqueos. Tal vez Munroe tuviera razón y sus conocimientos sobre los orígenes y la dinámica de aquellas reverenciadas actividades culturales bastasen para que pensaran en las consecuencias y se negaran a tomar parte en ellas.

Pero ante un equipo militar que valía mil millones de dólares iban a necesitar mucho más que hornillos, tiendas y sociobiología para que no los asesinaran.

27

Me despertó el bombardeo. El estruendo parecía venir de lejos, pero la cama temblaba. Me vestí en unos segundos y me quedé en mitad del cuarto, paralizado por la indecisión. Allí no había sótanos ni refugios. ¿Cuál sería el lugar más seguro? ¿La planta baja? ¿Fuera, en la calle? Era reacio a la idea de quedar al descubierto, pero ¿cuatro o cinco pisos sobre la cabeza me ofrecerían alguna protección, o sólo serían un montón de escombros más pesado?

Acababan de dar las seis y apenas había luz. Me acerqué a la ventana con cautela sobreponiéndome a un temor absurdo a los francotiradores: como si yo le importara a alguien de cualquier bando. Se veían cinco columnas de humo blanco a media distancia, que brotaban de vértices ocultos como tornados lánguidos. Le pedí a
Sísifo
que buscara en las redes imágenes más cercanas: muchas personas habían mandado grabaciones. La roca de arrecife era elástica y antiinflamable, pero los proyectiles debían de estar cargados con algún agente químico hecho a medida para infligir más daños que los provocados por el calor y el impacto, porque los resultados no parecían edificios destrozados, sino los desechos de yacimientos mineros vertidos en solares vacíos. Seguro que nadie había sobrevivido dentro, pero a las calles adyacentes no les había ido mucho mejor: estaban enterradas bajo varios metros de polvo calcáreo.

Las personas que acampaban fuera del hotel no parecían sorprendidas; la mitad ya había recogido y se ponía en marcha, y el resto desmontaba las tiendas, doblaba mantas, enrollaba sacos de dormir y empaquetaba los hornillos. Oía el llanto de los bebés y la atmósfera entre el gentío era muy tensa, pero nadie había resultado aplastado en la huida. Todavía. Si miraba más allá de la calle, podía distinguir una corriente lenta y estable de personas que se dirigían al norte, lejos del centro de la ciudad.

Esperaba encontrarme con algo mortal y silencioso: a fin de cuentas, los de InGenIo eran ingenieros biológicos; pero debería haberme imaginado que no sería así. Una lluvia de explosiones, edificios reducidos a cenizas y un torrente de refugiados eran imágenes mejores para
La anarquía llega a Anarkia
. Los mercenarios no habían venido a tomar el mando de la isla con eficiencia clínica, sino a demostrar que todas las sociedades renegadas estaban condenadas a derrumbarse en un caos telegénico.

Un proyectil estalló al este del hotel, el más cercano hasta el momento. Llovió polvo blanco del techo y una esquina de la ventana de polímero se soltó del marco y se arrugó como una hoja marchita. Me senté en el suelo y me cubrí la cabeza mientras me maldecía por no haberme ido con De Groot y Mosala y maldecía a Akili por no responder a mis mensajes. ¿Por qué no podía aceptar el hecho de que no significaba nada para éil? Le había sido de utilidad en la lucha para proteger a Mosala de los CA herejes y le había dado la noticia que supuestamente desvelaba la verdad sobre Angustia, pero ahora que se acercaba la gran plaga, yo era irrelevante.

Se abrió la puerta. Una fem mayor de las Fiyi entró en la habitación; los empleados del hotel no llevaban uniforme, pero me pareció que la había visto antes trabajando en el edificio.

—Estamos evacuando la ciudad —me dijo de forma seca—. Coge sólo lo que puedas llevar. —El suelo ya no se movía, pero me puse en pie vacilante y sin saber si la había oído bien.

Cogí la maleta que tenía hecha y la seguí hasta el pasillo. Mi habitación estaba justo al lado de las escaleras y ella se dirigía a la siguiente puerta.

—¿Has comprobado...? —Señalé con un gesto la otra mitad del pasillo: unas veinte puertas.

—No. —Durante un momento no parecía dispuesta a confiarme la tarea, pero cedió. Me dio la llave de acceso y dejó que mi agenda copiara su firma digital.

Dejé la maleta junto a las escaleras. Las primeras cuatro habitaciones estaban vacías. Estallaban proyectiles constantemente, casi todos piadosamente alejados. Mantenía un ojo en la pantalla mientras acercaba la agenda a las cerraduras; alguien se dedicaba a recoger todos los informes sobre los daños y transmitía un mapa de la ciudad con anotaciones. Hasta entonces, habían demolido veintiún edificios, casi todos de viviendas. Sin duda, si hubieran elegido objetivos estratégicos, los habrían alcanzado; quizá no atacaban las infraestructuras más valiosas porque las reservaban para instalar un gobierno títere en la segunda oleada de la invasión que «rescataría» la ciudad de la «anarquía». Quizá se trataba simplemente de arrasar tantas viviendas como pudieran y obligar al mayor número de personas a dirigirse al desierto.

Me encontré con Lowell Parker, el periodista de Atlántica que había visto en la rueda de prensa de Mosala, agachado en el suelo y tembloroso, en el mismo estado en que me había encontrado la fem del hotel. Se recuperó rápidamente y pareció aceptar las noticias de la evacuación con gratitud, como si todo lo que esperara fuera una palabra sobre un plan definitivo aunque viniera de alguien que no sabía nada.

En las diez o doce habitaciones siguientes me encontré con cuatro personas más, probablemente periodistas o académicos, aunque no reconocí a ninguno; casi todos habían hecho las maletas y esperaban que les dijeran qué hacer. Nadie cuestionó el mensaje que transmitía. Yo también estaba ansioso por huir del bombardeo, pero la idea de un millón de personas saliendo de la ciudad empezaba a asustarme. Los mayores desastres de los últimos cincuenta años habían sucedido entre los refugiados que huían de las zonas de combate. Quizá fuera más sensato arriesgarme a jugar a la ruleta rusa con los proyectiles.

Sabía que la última habitación era una suite, el reflejo de la de Mosala y De Groot; la simetría arquitectónica del edificio lo exigía. La firma clonada de la llave abrió la cerradura, pero había un pasador que sólo dejaba una abertura estrecha.

Llamé a gritos, pero no contestó nadie. Intenté utilizar el hombro y me hice bastante daño sin conseguir ningún resultado. Sudoroso, le di una patada a la puerta cerca de la cadena; fue el doble de doloroso y casi se me abrieron los puntos, pero funcionó.

Henry Buzzo estaba tirado boca arriba en el suelo bajo la ventana. Me acerqué asustado mientras pensaba que no tendría muchas oportunidades de conseguir ayuda en medio del caos. Buzzo llevaba un albornoz de terciopelo rojo y tenía el pelo mojado, como si acabara de salir de la ducha. ¿Un arma biológica de los extremistas que, por fin, había hecho efecto? ¿O un ataque al corazón ocasionado por las explosiones?

Ninguna de las dos cosas. El albornoz estaba empapado de sangre y tenía un agujero en el pecho. No había sido un francotirador porque la ventana estaba intacta. Me agaché y le puse dos dedos sobre la carótida. Estaba muerto, pero todavía tibio.

Cerré los ojos y apreté los dientes para no gritar de frustración. Había costado mucho sacar a Mosala de la isla, pero Buzzo se podría haber salvado con facilidad. Si hubiera admitido el fallo de su teoría estaría vivo.

Sin embargo, no lo había matado el orgullo, coño. Tenía derecho a ser obstinado, a defender su teoría aunque tuviera fallos. Estaba muerto sólo por una razón: algún antropocosmólogo psicópata lo había sacrificado como ofrenda al espejismo de la trascendencia.

Encontré dos umascs, guardas de seguridad, en el segundo dormitorio: uno totalmente vestido y otro al que, probablemente, habían sorprendido mientras dormía. Parecía que les habían disparado a ambos en la cara. Estaba impresionado, más aturdido que asqueado, pero por fin tuve la presencia de ánimo necesaria para empezar a grabar. Quizá hubiera un juicio, y si iban a reducir el hotel a escombros no quedarían otras pruebas. Tomé un primer plano de los cadáveres y fui de una habitación a la otra haciendo un barrido indiscriminado con la cámara, con la esperanza de grabar los detalles necesarios para una reconstrucción completa del crimen.

La puerta del cuarto de baño estaba cerrada y sentí un brote estúpido de esperanza: quizá una cuarta persona había presenciado los asesinatos y se había puesto a salvo allí. Giré el picaporte y estaba a punto de gritar unas palabras de ánimo cuando, por fin, el significado de la cadena de la puerta principal atravesó mi letargo.

Me quedé absolutamente quieto durante unos segundos; al principio no podía creérmelo y luego tuve miedo de moverme.

Porque oía respirar a alguien. Suave y profundamente, pero no lo bastante suave. Parecía esforzarse en mantener la calma. A unos pocos centímetros.

No podía soltar el picaporte; se me habían agarrotado los dedos. Puse la palma de la mano izquierda sobre la superficie fría de la puerta, a la altura a la que estaría la cara del asesino, como si esperara notar su contorno, calcular la distancia entre piel y piel por la resonancia de todas las terminaciones nerviosas.

¿Quién era? ¿Quién sería el criminal de los extremistas? ¿Quién había tenido la oportunidad de infectarme con el cólera transgénico? ¿Algún desconocido que me había cruzado en la sala de tránsito de Pnom Pen o en el bazar atestado del aeropuerto de Dili? ¿Uno de los mascs polinesios con traje de negocios que se sentaron detrás de mí en el último tramo del viaje? ¿Indrani Lee?

Temblaba de espanto, convencido de que una bala me reventaría el cráneo en cuestión de segundos, pero una parte de mí quería desesperadamente abrir la puerta y mirar.

Podía emitir en directo a la red y morir en un destello de revelación.

Otro proyectil estalló cerca; la onda de choque resonó en todo el edificio con tanta potencia que el marco estuvo a punto de liberarse de la cerradura.

Me di la vuelta y huí.

La procesión que salía de la ciudad era un duro suplicio, pero quizá no más de lo que tenía que ser. Desde mi perspectiva de caracol, todos los integrantes de la multitud parecían tan aterrorizados, claustrofóbicos y desesperados por la velocidad como yo, pero hacían gala de una paciencia obstinada y desafiante. Avanzaban centímetro a centímetro como funámbulos novatos que calcularan todos los movimientos mientras sudaban a causa de la tensión entre el miedo y el autocontrol. Oía niños gimiendo a lo lejos, pero los adultos que me rodeaban hablaban en susurros entre las detonaciones que agitaban la tierra. Esperaba que en cualquier momento un edificio de viviendas cayera derribado delante de nosotros, enterrara a cien personas y cien más murieran aplastadas en el pánico de la retirada, pero no sucedió, y después de veinte minutos espantosos dejamos el bombardeo atrás.

La procesión seguía moviéndose. Durante mucho tiempo nos mantuvimos apretados como una manada, hombro con hombro, sin ninguna opción excepto mantener el paso, pero cuando salimos de los límites edificados de la ciudad y entramos en la zona industrial con fábricas y almacenes desperdigados en grandes áreas de roca desnuda, de pronto hubo espacio para moverse con libertad. A medida que la marabunta opaca de mi alrededor se deshizo hasta volverse casi transparente, pude ver unos cuantos
quads
en la distancia por delante de nosotros, y hasta un camión eléctrico que mantenía nuestro paso.

Llevábamos andando unas dos horas, pero el sol todavía estaba bajo, y cuando la muchedumbre se dispersó, una brisa fresca pasó entre nosotros. Me levantó el ánimo, levemente. A pesar de la escala del éxodo, no había presenciado estallidos de violencia. Lo peor que había visto hasta el momento era una pareja enfadada que se gritaba acusaciones de infidelidad mientras avanzaba, cada uno con un extremo del fardo de sus posesiones envuelto en tela naranja de tienda de campaña.

Estaba claro que habían ensayado la evacuación o, al menos, la habían preparado en detalle mucho antes de la invasión. «Plan de defensa civil D: Dirigirse a la costa.» Una evacuación planificada, con tiendas, mantas y hornillos de energía solar no tenía por qué suponer allí el desastre que podría ser en cualquier otro lugar. Nos acercábamos a los arrecifes y a las granjas marinas, las fuentes de todos los alimentos de la isla. Se podían conectar bombas a los conductos de agua potable con relativa facilidad, lo mismo que a los de aguas residuales. Si el frío, el hambre, la deshidratación y la enfermedad eran los grandes asesinos de la guerra moderna, los habitantes de Anarkia parecían estar equipados de forma única para hacerles frente.

Lo único que me preocupaba era la certeza de que los mercenarios sabían todo aquello perfectamente. Si el objetivo del bombardeo era sacarnos de la ciudad, deberían saber que causarían relativamente poco sufrimiento. Quizá creían que una grabación selectiva del éxodo bastaría para confirmar el fracaso político de Anarkia ante los ojos de casi todo el público, y aunque no hubiera escenas de disentería y hambre, estaba claro que la posición de las naciones antibloqueo ya se había debilitado. Sin embargo, tenía la inquietante sospecha de que desahuciar a un millón de personas a tiendas de campaña no iba a ser suficiente para InGenIo.

Había transmitido la grabación de la suite de Buzzo junto con una declaración breve en la que les aclaraba algunos detalles al FBI y a la oficina central de la empresa de seguridad, que estaba en Suva. Me parecía la manera correcta de que las familias de las tres víctimas se enteraran de su muerte y hacer que se pusiera en marcha una investigación, dentro de lo que permitían las circunstancias. No había mandado copia a SeeNet, no tanto por respeto hacia los familiares de los difuntos como por lo reacio que era a elegir entre reconocer ante Lydia que le había ocultado hechos sobre Mosala y los CA y complicar el crimen fingiendo que no tenía ni idea del motivo por el que habían asesinado a Buzzo. Hiciera lo que hiciera, a la larga estaba jodido, pero quería retrasar lo inevitable durante unos días más; si podía.

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