El invierno del mundo (37 page)

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Authors: Ken Follett

Se preguntaba si Markus aparecería. Hasta el momento, lo había hecho siempre; sin embargo, no podía estar seguro. Y si acudía a la cita, ¿qué información le llevaría? España era el tema más candente de la política internacional, pero los servicios secretos del Ejército Rojo también estaban sumamente interesados en los armamentos alemanes. ¿Cuántos tanques fabricaban al mes? ¿Cuántas ametralladoras Mauser MG34 al día? ¿Cuál era la fiabilidad del bombardero Heinkel He 111? Volodia anhelaba poseer esa información para comunicársela a su jefe, el comandante Lemítov.

Transcurrió una hora, y Markus no apareció.

Volodia empezaba a preocuparse. ¿Habrían descubierto a Markus? Trabajaba como ayudante del embajador y, por tanto, veía todo lo que pasaba por su escritorio; pero Volodia le había instado a que se procurara acceso a otros documentos, en especial a la correspondencia de los agregados militares. ¿Habría cometido un error pidiéndoselo? ¿Habría reparado alguien en Markus mientras trataba de meter las narices en telegramas que no eran de su incumbencia?

Entonces apareció caminando por la calle, una figura imponente con gafas y un abrigo loden de estilo austríaco cuyo paño verde estaba salpicado de blancos copos de nieve. Entró en el bar Ucrania. Volodia aguardó, observándolo. Otro hombre entró detrás de Markus, y Volodia frunció el entrecejo con preocupación; sin embargo, estaba claro que era un obrero ruso, no un agente de contraespionaje alemán. Se trataba de un hombre bajito con cara de rata que llevaba un abrigo raído y las botas envueltas con andrajos, y se enjugaba la húmeda punta de la nariz afilada con la manga.

Volodia cruzó la calle y entró en el bar.

Era un local cargado de humo, no precisamente limpio, y estaba impregnado del olor de hombres que no se bañaban a menudo. En las paredes había colgadas acuarelas desvaídas de paisajes ucranianos con marcos baratos. Era media tarde, y no había muchos clientes. La única mujer del local tenía aspecto de ser una prostituta avejentada que se estaba recuperando de una resaca.

Markus se encontraba al fondo del local, encorvado sobre una jarra de cerveza intacta. Estaba en la treintena pero parecía mayor, con su barba y su bigote rubios y cuidados. Había arrojado su abrigo de modo que quedaba abierto y revelaba el forro de piel. El ruso con cara de rata estaba sentado a dos mesas de distancia y liaba un cigarrillo.

Cuando Volodia se acercó, Markus se puso en pie y le propinó un puñetazo en la boca.

—¡Enculavacas! —le gritó en alemán—. ¡Grandísimo hijo de perra!

Volodia estaba tan asombrado que, por un instante, no reaccionó. Le dolían los labios y notaba el sabor de la sangre. En un acto reflejo, levantó el brazo para devolverle el golpe, pero se contuvo.

Markus quiso pegarle otra vez, pero en esta ocasión Volodia estaba prevenido y esquivó la brutal andanada con facilidad.

—¿Por qué lo has hecho? —gritó Markus—. ¿Por qué?

Entonces, de forma igualmente repentina, se dejó caer en el asiento, hundió el rostro entre las manos y empezó a sollozar.

Volodia habló con los labios ensangrentados.

—Cállate, estúpido —le espetó. Se dio media vuelta y se dirigió a los otros clientes, que miraban de hito en hito—. No pasa nada, está disgustado.

Todos apartaron la mirada, y un hombre se marchó. Los moscovitas nunca se metían en líos si podían evitarlo. Incluso separar a dos borrachos enzarzados en una pelea podía resultar peligroso, no fuera a ser que uno de ellos tuviera influencia en el partido. Y sabían que Volodia era de esos; lo deducían por su abrigo de primera calidad.

Volodia se volvió hacia Markus y, con voz baja y tono airado, le dijo:

—¿A qué cuernos viene eso? —le preguntó en alemán ya que Markus hablaba mal el ruso.

—Has detenido a Irina —respondió el hombre entre lágrimas—. Puto malnacido; le has quemado los pezones con un cigarrillo.

Volodia crispó el rostro. Irina era la novia de Markus, y era rusa. Empezaba a comprender de qué iba todo aquello y tuvo un mal presentimiento. Se sentó enfrente de Markus.

—Yo no he detenido a Irina —dijo—. Y si le han hecho daño, lo siento. Cuéntame qué ha ocurrido.

—Fueron a buscarla de madrugada. Su madre me lo contó. No dijeron quiénes eran, pero no se trataba de simples agentes de policía; iban mejor vestidos. Su madre no sabe adónde se la han llevado. Le empezaron a hacer preguntas sobre mí y la acusaron de ser una espía. La torturaron y la violaron, y luego la sacaron de casa.

—Joder —exclamó Volodia—. Lo siento de veras.

—¿Que lo sientes? Tiene que haber sido cosa tuya. ¿De quién, si no?

—Los servicios secretos no han tenido nada que ver, te lo juro.

—Eso no cambia las cosas —repuso Markus—. No quiero saber nada más de ti, ni tampoco quiero saber nada más del comunismo.

—A veces se sufren bajas en la guerra contra el capitalismo. —Incluso a Volodia, mientras lo decía, le sonó a pura palabrería.

—Niñato estúpido —le espetó Markus con virulencia—. ¿No comprendes que el socialismo implica liberarse de toda esa mierda?

Volodia levantó la cabeza y vio entrar a un hombre fornido con un abrigo de cuero. Su instinto le decía que no había acudido simplemente a tomar un trago.

Allí se estaba cociendo algo y Volodia no sabía el qué. Era novato en el juego, y en esos precisos momentos acusaba su falta de experiencia tanto como si careciera de un brazo o una pierna. Creía que podía estar en peligro pero no sabía qué hacer.

El recién llegado se acercó a la mesa de Volodia y Markus.

Entonces el hombre con cara de rata se puso en pie. Tenía más o menos la misma edad que Volodia y, sorprendentemente, habló en un registro culto.

—Ustedes dos quedan detenidos.

Volodia soltó unas palabrotas.

Markus se puso en pie de un salto.

—¡Soy agregado comercial en embajada alemana! —gritó en un ruso gramaticalmente incorrecto—. ¡No pueden detener! ¡Tengo inmunidad diplomática!

Los otros clientes abandonaron el bar a toda prisa, propinándose empujones mientras se apretujaban para pasar por la puerta. Solo se quedaron dos personas: el camarero, que limpiaba la barra nervioso con un trapo mugriento, y la prostituta, que estaba fumándose un cigarrillo y contemplaba un vaso de vodka vacío.

—A mí tampoco pueden detenerme —dijo Volodia con calma, y sacó la tarjeta de identificación de su bolsillo—. Soy el teniente Peshkov, de los servicios secretos del ejército. ¿Y usted? ¿Quién cojones es?

—Dvorkin, del NKVD.

—Berezovski, del NKVD —dijo el hombre del abrigo de cuero.

La policía secreta. Volodia refunfuñó: debería haberlo supuesto. Las competencias del NKVD se solapaban con las de los servicios secretos. Le habían advertido que las dos organizaciones se pasaban la vida pisándose el terreno, pero era la primera vez que le ocurría a él. Se dirigió a Dvorkin.

—Supongo que sois vosotros los que habéis torturado a la novia de este hombre.

Dvorkin se limpió la nariz con la manga; al parecer, la desagradable costumbre no formaba parte de su disfraz.

—No tenía información.

—O sea que le habéis quemado los pezones para nada.

—Ha tenido suerte. Si hubiera sido una espía, le habría ido peor.

—¿No se os ocurrió consultarlo primero con nosotros?

—¿Es que vosotros nos habéis consultado algo alguna vez?

—Yo me voy —dijo Markus.

Volodia se exasperó. Estaba a punto de perder a un buen contacto.

—No te vayas —le suplicó—. Arreglaremos lo de Irina de alguna forma. Le conseguiremos el mejor tratamiento hospitalario…

—Vete a la mierda —le espetó Markus—. No volverás a verme nunca más. —Y salió del bar.

Dvorkin, evidentemente, no sabía qué hacer. No quería dejar que Markus se marchara, pero estaba claro que no podía detenerlo sin dar la impresión de que cometía una estupidez. Al final le dijo a Volodia:

—No deberías permitir que te hablaran de ese modo, te hacen quedar como un blando. Deberían respetarte más.

—Cabrón —saltó Volodia—. ¿Acaso no ves lo que has hecho? Ese hombre era una fuente fidedigna de información secreta, pero jamás volverá a trabajar para nosotros, gracias a vuestro error garrafal.

Dvorkin se encogió de hombros.

—Tal como tú mismo has dicho, a veces se sufren bajas.

—Maldita la hora —repuso Volodia, y abandonó el local.

Sintió unas ligeras náuseas mientras cruzaba el río de regreso. Le repugnaba lo que el NKVD había hecho a una mujer inocente, y estaba abatido por haber perdido a su contacto. Tomó el tranvía: no tenía la categoría suficiente para disponer de coche propio. Iba cavilando mientras el vehículo avanzaba poco a poco entre la nieve rumbo a su puesto de trabajo. Tenía que informar al comandante Lemítov, pero vacilaba, preguntándose cómo iba a explicarle la historia. Necesitaba dejar claro que la culpa no era suya sin que pareciera que buscaba pretextos.

La sede central de los servicios secretos del ejército ocupaba una esquina del aeródromo de Jodinka, donde una paciente máquina quitanieves iba de un lado a otro para mantener la pista despejada. Tenía un estilo arquitectónico peculiar: un edificio de dos plantas sin ventanas en ninguna fachada exterior rodeaba un patio en el que se ubicaba el edificio de nueve plantas de las oficinas centrales, que sobresalía cual dedo índice de un puño de ladrillo. No se permitía la entrada con mecheros ni plumas estilográficas puesto que podían hacer saltar los detectores de metales de la puerta, así que el ejército proveía a su plantilla de ambas cosas en el interior. Las hebillas de los cinturones también resultaban problemáticas, por lo que la mayoría del personal llevaba tirantes. Las medidas de seguridad estaban de más, por supuesto. Los moscovitas procuraban mantenerse alejados del edificio por todos los medios; ninguno estaba lo bastante loco para querer colarse allí.

Volodia compartía un despacho con tres oficiales más, sus escritorios de acero estaban situados uno al lado del otro, contra las paredes opuestas. Había tan poco espacio que el escritorio de Volodia impedía que la puerta se abriera del todo. Kamen, el cerebrito del despacho, observó sus labios hinchados.

—Déjame adivinarlo… Su marido regresó a casa antes de lo previsto —dijo.

—No me preguntes nada —repuso Volodia.

En su escritorio había un mensaje descodificado de la sección de radiotelegrafía; las palabras en alemán aparecían escritas en lápiz letra por letra debajo de los grupos de códigos.

El mensaje era de Werner.

Al principio, Volodia reaccionó con temor. ¿Habría denunciado Markus lo sucedido a Irina y habría convencido a Werner para que también dejara el espionaje? Parecía un día lo bastante aciago como para que coincidieran dos desastres de semejante calibre.

Pero el mensaje no anunciaba ningún desastre sino todo lo contrario.

Volodia lo leyó con creciente perplejidad. Werner explicaba que el ejército alemán había decidido enviar espías a España para hacerse pasar por voluntarios antifascistas a la espera de poder luchar junto al gobierno en la guerra civil. Desde el frente, informarían de forma clandestina a los puestos radiotelegráficos del campamento de las tropas nacionales atendidos por los alemanes.

Eso solo ya era información sumamente importante.

Pero había más.

Werner tenía los nombres.

Volodia tuvo que refrenarse para no ponerse a gritar de alegría. Pensó que una situación como aquella solo se daba una vez en la vida de un agente de los servicios secretos. Compensaba de sobra la pérdida de Markus. Werner era un auténtico tesoro. A Volodia le daba miedo pensar en los riesgos que tenía que haber corrido para sustraer la lista con los nombres y sacarla a escondidas de las oficinas centrales del Ministerio del Aire en Berlín.

Sintió la tentación de echar a correr escaleras arriba e irrumpir en el despacho de Lemítov de inmediato, pero se contuvo.

Los cuatro oficiales compartían una máquina de escribir. Volodia levantó la pesada y vieja máquina del escritorio de Kamen y la colocó en el suyo. Con el dedo índice de ambas manos, tecleó una traducción al ruso del mensaje de Werner. Mientras lo hacía, la luz del día empezó a apagarse y los potentes focos de seguridad del exterior del edificio se encendieron.

Tras dejar una copia de papel carbón en el cajón de su escritorio, tomó la hoja superior y subió las escaleras. Lemítov se encontraba en su despacho. Se trataba de un hombre bien plantado de unos cuarenta años, con el pelo oscuro peinado hacia atrás con brillantina. Era sagaz, y tenía el don de pensar siempre un poco más allá que Volodia, que se esforzaba por emular su capacidad de anticipación. No comulgaba con la rígida doctrina del ejército según la cual el orden militar consistía en gritar e intimidar al prójimo; sin embargo, no tenía compasión con los incompetentes. A Volodia le infundía respeto y temor.

—Es posible que esta información sea de una utilidad tremenda —dijo Lemítov cuando hubo leído la traducción.

—¿Cómo que «es posible»? —Volodia no veía ninguna razón para dudarlo.

—Podría tratarse de información falsa —observó Lemítov.

Volodia no quería creerlo, pero, con un sentimiento de decepción, reparó en que tenía que considerar la posibilidad de que hubieran descubierto a Werner y este se hubiera convertido en un agente doble.

—¿Qué clase de información falsa? —preguntó con desaliento—. ¿Nombres de personas inexistentes para hacernos perder el tiempo?

—Tal vez. También es posible que los nombres sean verdaderos y correspondan a auténticos voluntarios, a comunistas y socialistas que han huido de la Alemania nazi y se han dirigido a España para luchar por la libertad. Podríamos acabar deteniendo a auténticos antifascistas.

—Maldita sea.

Lemítov sonrió.

—¡No pongas esa cara tan triste! Aun así, la información es de gran valor. En España tenemos espías propios, jóvenes soldados y oficiales rusos que se han alistado «voluntariamente» en las Brigadas Internacionales. Ellos lo investigarán. —Tomó un lápiz rojo y escribió en la hoja de papel con letra menuda y pulcra—. Buen trabajo —dijo.

Volodia lo interpretó como una autorización para retirarse y se dirigió a la puerta.

—¿Has visto hoy a Markus? —preguntó Lemítov.

Volodia se dio media vuelta.

—Hemos tenido un problema.

—Lo imaginaba, por cómo tienes la boca.

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