El invierno del mundo (40 page)

Read El invierno del mundo Online

Authors: Ken Follett

—Esta es Teresa, señor. Ha venido para enseñarnos a leer.

Lloyd asintió. Las Brigadas Internacionales estaban formadas por voluntarios extranjeros además de por soldados españoles, y entre estos últimos la alfabetización era un problema. Habían pasado la infancia recitando el catecismo en escuelas rurales dirigidas por la Iglesia católica. Muchos párrocos evitaban enseñar a leer a los niños, por miedo a que más adelante tuvieran acceso a libros socialistas. Como resultado, solo la mitad de la población estaba alfabetizada durante la monarquía. El gobierno republicano, elegido en 1931, había mejorado la educación; aun así, millones de españoles seguían sin saber leer ni escribir, y los soldados continuaban recibiendo formación incluso en el frente.

—Soy analfabeto —dijo Dave, que no lo era.

—Yo también —dijo Joe Eli, que impartía clases de literatura española en la Universidad de Columbia, en Nueva York.

Teresa habló en español. Su voz era queda, pausada y muy sugerente.

—¿Cuántas veces creen que he oído esa broma? —dijo, pero no parecía muy molesta.

Lenny se acercó más.

—Soy el sargento Griffiths —se presentó—. Haré todo cuanto esté en mis manos para ayudarla, por supuesto. —Su mensaje era de carácter práctico, pero el tono de voz hizo que pareciera una proposición amorosa.

Ella lo obsequió con una sonrisa deslumbrante.

—Eso me será de gran ayuda —dijo.

Lloyd se dirigió a ella formalmente con su mejor español.

—Me alegro mucho de tenerla aquí, señorita. —Había pasado la mayor parte de los últimos diez meses estudiando el idioma—. Soy el teniente Williams. Puedo decirle con exactitud qué miembros del grupo necesitan recibir clases… y cuáles no.

Lenny prosiguió en tono displicente.

—Pero el teniente tiene que partir hacia Bujaraloz para recibir nuestras órdenes. —Bujaraloz era la pequeña población donde las fuerzas del gobierno habían establecido su cuartel general—. Tal vez usted y yo podríamos ir a echar un vistazo y buscar un lugar apropiado para las clases. —Bien podía estar proponiéndole un paseo a la luz de la luna.

Lloyd sonrió y asintió para mostrar su conformidad. No le importaba en absoluto que Lenny flirteara con Teresa, él no estaba de humor para romances y Lenny ya parecía enamorado. En opinión de Lloyd, las posibilidades de Lenny eran más bien nulas. Teresa era una muchacha de veinticinco años con estudios que probablemente recibía una decena de proposiciones a diario, mientras que Lenny era un minero del carbón de diecisiete años que llevaba un mes entero sin bañarse. Aun así, no dijo nada: Teresa daba la impresión de saber cuidar de sí misma.

Apareció una nueva figura, un hombre de la edad de Lloyd que le resultaba vagamente familiar. Iba mejor vestido que los soldados, con unos pantalones de montar de lana y una camisa de algodón, y llevaba una pistola en una funda con botón. Tenía el pelo tan corto que parecía haberse rapado hacía poco, un estilo habitual en los rusos. No pasaba de teniente, pero desprendía un aire de autoridad; de poder, incluso. Habló en un alemán fluido.

—Estoy buscando al teniente García.

—No está aquí —respondió Lloyd en el mismo idioma—. ¿De qué nos conocemos usted y yo?

El ruso pareció asombrado y molesto al mismo tiempo, como quien acaba de encontrarse una serpiente en el petate.

—No nos conocemos —respondió con firmeza—. Se confunde.

Lloyd chasqueó los dedos.

—Berlín —dijo—. 1933. Nos atacaron los camisas pardas.

Una fugaz expresión de alivio surcó el rostro del hombre, como si esperara algo peor.

—Sí, estuve allí —dijo—. Me llamo Vladímir Peshkov.

—Pero le llamábamos Volodia.

—Sí.

—Allí, en Berlín, estaba con un muchacho llamado Werner Franck.

Por un momento, Volodia se alarmó, pero hizo un esfuerzo y disimuló sus emociones.

—No conozco a nadie con ese nombre.

Lloyd decidió no insistir. Comprendía por qué Volodia estaba a la defensiva. Los rusos temían tanto como los demás a su policía secreta, el NKVD, que estaba actuando en España y tenía fama de ser muy represiva. Para ellos, cualquier ruso que mostrara amabilidad con los extraños podía ser un traidor.

—Soy Lloyd Williams.

—Le recuerdo. —Volodia lo observó con una mirada penetrante de sus ojos azules—. Qué raro resulta que volvamos a encontrarnos aquí.

—En realidad, no tanto —opinó Lloyd—. Luchamos contra los fascistas siempre que tenemos la oportunidad.

—¿Podemos hablar en privado?

—Por supuesto.

Se alejaron unos cuantos metros de los demás.

—Hay un infiltrado en la sección de García —dijo Peshkov.

Lloyd se quedó anonadado.

—¿Un espía? ¿Quién?

—Un alemán llamado Heinz Bauer.

—Vaya, es ese de la camisa roja. ¿Es un espía? ¿Está seguro?

Peshkov no se molestó en responder a la pregunta.

—Quiero que lo mande llamar a su barracón, si lo tiene, o a cualquier otro lugar privado.

Peshkov miró su reloj de pulsera.

—Dentro de una hora vendrá a llevárselo una unidad de arrestos.

—Utilizo ese establo como despacho —dijo Lloyd, señalándolo—. Pero tengo que hablar de esto con mi comandante. —Su comandante era comunista, y era poco probable que interfiriera, pero Lloyd necesitaba tiempo para pensar.

—Como quiera. —Era obvio que a Volodia le traía sin cuidado lo que opinara el comandante de Lloyd—. Quiero que se lleven al espía con discreción, sin armar ningún escándalo. Ya he explicado a la unidad de arrestos que es sumamente importante que actúen con tino. —Se expresaba como si no estuviera seguro de que sus órdenes fueran a obedecerse—. Cuanta menos gente lo sepa, mejor.

—¿Por qué? —preguntó Lloyd, pero antes de que Volodia pudiera responder, dedujo la respuesta—. Tiene intenciones de convertirlo en un espía doble, para que envíe información falsa al enemigo. Pero si hay demasiada gente que sepa que lo han descubierto, otros espías podrían alertar a los rebeldes, y entonces no darían crédito a la información.

—Es mejor no especular sobre esos temas —dijo Peshkov con gravedad—. Venga, vamos a su barracón.

—Espere un momento —lo atajó Lloyd—. ¿Cómo sabe que es un espía?

—No puedo decírselo sin poner en peligro la seguridad.

—Esa explicación resulta un tanto deficiente.

Peshkov parecía exasperado. Era obvio que no estaba acostumbrado a que le dijeran que sus explicaciones eran deficientes. El hecho de que las órdenes se pusieran en entredicho era una de las cosas que más detestaban los rusos de la guerra civil española.

Antes de que Peshkov pudiera añadir algo más, otros dos hombres se acercaron al grupo que aguardaba bajo el árbol. Uno de los recién llegados llevaba una chaqueta de cuero a pesar de la elevada temperatura. El otro, que daba la impresión de estar al mando, era de constitución esquelética y tenía la nariz larga y la barbilla hundida.

Peshkov soltó una exclamación airada.

—¡Demasiado pronto! —dijo, y luego pronunció algo en ruso con tono indignado.

El hombre esquelético hizo un ademán desdeñoso. Con un español tosco, preguntó:

—¿Quién es Heinz Bauer?

Nadie respondió. El hombre esquelético se limpió la punta de la nariz con la manga.

Heinz hizo un movimiento. No huyó de inmediato, sino que chocó contra el hombre de la chaqueta de piel y lo tiró al suelo. Entonces echó a correr; pero el hombre esquelético le puso la zancadilla.

Heinz sufrió una buena caída y resbaló por la tierra árida. Se quedó aturdido; tan solo fueron unos instantes, pero aun así duraron demasiado. Mientras se ponía de rodillas, los dos hombres se abalanzaron sobre él y volvieron a derribarlo.

Permaneció inmóvil. No obstante, los hombres empezaron a agredirle. Sacaron sendos garrotes de madera y, cada uno por un lado, le golpearon en la cabeza y el cuerpo por turnos, levantando los brazos por encima de la cabeza y luego bajándolos de golpe, como si interpretaran los movimientos de una danza macabra. Al cabo de pocos segundos el rostro de Heinz había quedado ensangrentado por completo. Trató de escapar con desesperación, pero cuando logró ponerse de rodillas volvieron a derribarlo. Entonces se ovilló, gimoteando. Era obvio que estaba acabado, pero los dos agresores no habían terminado con él. Siguieron propinándole un porrazo tras otro al pobre hombre.

Lloyd se descubrió protestando a voz en grito mientras tiraba del hombre esquelético. Lenny hizo lo propio con el otro individuo. Lloyd rodeó a su presa fuertemente con los brazos y la levantó del suelo; Lenny derribó a la suya. Entonces Lloyd oyó a Volodia decir en inglés:

—¡Quietos, o disparo!

Lloyd soltó a su hombre y se dio la vuelta sin dar crédito a lo que oía. Volodia había desenfundado el revólver, un Nagant ruso M1895 corriente, y lo montó.

—En cualquier ejército del mundo, amenazar a un oficial con un arma es motivo suficiente para formar un consejo de guerra —dijo Lloyd—. Está en un grave aprieto, Volodia.

—No sea estúpido —repuso Volodia—. ¿Cuándo fue la última vez que un ruso tuvo problemas en este ejército? —No obstante, bajó el revólver.

El hombre de la chaqueta de cuero alzó el garrote como si fuera a golpear a Lenny, pero Volodia le gritó:

—¡Atrás, Berezovski!

Y el hombre obedeció.

Aparecieron otros soldados, guiados por el misterioso magnetismo que empuja a los hombres a una pelea, y en cuestión de segundos el número de ellos ascendía a veinte.

El hombre esquelético señaló a Lloyd con el dedo.

—¡Se ha inmiscuido en asuntos que no le conciernen! —dijo en un inglés de acento muy marcado.

Lloyd ayudó a Heinz a ponerse en pie. Gemía de dolor y estaba todo cubierto de sangre.

—¡No pueden presentarse aquí y empezar a propinar palizas! —dijo Lloyd al hombre esquelético—. ¿Dónde está su autorización?

—¡Este alemán es un espía trotskista-fascista! —soltó el hombre a voz en cuello.

—Cállese, Ilia —le espetó Volodia.

Ilia no le hizo caso.

—¡Ha estado fotografiando documentos! —exclamó.

—¿Dónde están las pruebas? —preguntó Lloyd con serenidad.

Era evidente que Ilia no lo sabía, o le traía sin cuidado. Pero Volodia suspiró.

—Registre su petate —dijo.

Lloyd señaló con la cabeza a Mario Rivera, un cabo.

—Ve a comprobarlo —le ordenó.

El cabo Rivera corrió hacia el cobertizo y entró en él.

Sin embargo, Lloyd tenía el terrible presentimiento de que Volodia decía la verdad.

—Aunque tenga razón, Ilia, podría ser un poco más cortés —dijo.

—¿Cortés? —saltó Ilia—. Esto es la guerra, no la ceremonia inglesa del té.

—Le evitaría conflictos innecesarios.

Ilia pronunció unas palabras despectivas en ruso.

Rivera salió del cobertizo con una pequeña cámara fotográfica de aspecto sofisticado y un montón de documentos oficiales. Se los mostró a Lloyd. El de encima de todo era una orden general del día anterior para el despliegue de las tropas antes del inminente ataque. La hoja tenía una mancha de vino que a Lloyd le resultaba familiar, y le impactó descubrir que se trataba de su propio documento y que debían de haberlo hurtado de su barracón.

Miró a Heinz, y este se puso firme, hizo el saludo fascista y exclamó:


Heil Hitler
!

Ilia adoptó una expresión triunfal.

—Bien, Ilia, acaba de echar a perder la posibilidad de que el prisionero se convierta en un agente doble —dijo Volodia—. Otro golpe maestro del NKVD. Felicidades. —Y se alejó.

III

Lloyd entró en combate por primera vez el martes 24 de agosto.

Su bando, el gobierno republicano elegido por el pueblo, tenía ochenta mil hombres. Los rebeldes antidemócratas solo ascendían a la mitad. El gobierno también contaba con doscientos aviones frente a los quince de los rebeldes.

Para sacar el máximo partido a su superioridad numérica, los republicanos avanzaron con un frente amplio, formando una línea nortesur de noventa y seis kilómetros de longitud, por lo que los rebeldes no podían concentrar su limitado número de hombres.

El plan era acertado; entonces, se preguntó Lloyd dos días más tarde, ¿por qué no funcionaba?

Las cosas habían empezado bastante bien. El primer día, el bando republicano había tomado dos poblaciones situadas al norte de Zaragoza y dos más situadas al sur. El grupo de Lloyd, emplazado en el sur, había vencido una fuerte resistencia para ocupar una población llamada Codo. El único fallo había tenido lugar en el avance central subiendo por el valle del río, que había llegado a un punto muerto en el municipio de Fuentes del Ebro.

Antes de la batalla, Lloyd tenía miedo y había pasado la noche en blanco imaginando cómo se desarrollarían los acontecimientos, tal como a veces hacía antes de un combate de boxeo. No obstante, una vez iniciada, estaba demasiado ocupado para preocuparse. El peor momento fue el avance a través de la maleza estéril sin más protección que los arbustos raquíticos, mientras los nacionales disparaban desde el interior de edificios de piedra. Pero, incluso entonces, lo que había sentido no era miedo sino una especie de imperiosa agudización del ingenio que lo impulsaba a correr en zigzag, a arrastrarse y rodar por el suelo cuando las balas pasaban demasiado cerca; y, luego, a levantarse y echar a correr, doblarse por la mitad y avanzar unos cuantos kilómetros más. El principal problema era la escasez de municiones: tenían que obtener provecho de cada disparo. Tomaron Codo gracias a su superioridad numérica, y Lloyd, Lenny y Dave terminaron el día ilesos.

Los nacionales eran fuertes y valerosos; claro que las fuerzas republicanas también lo eran. Las brigadas extranjeras estaban compuestas por voluntarios idealistas que habían acudido a España sabiendo que tal vez tendrían que sacrificar su vida. A menudo los elegían como punta de lanza de los ataques debido a su reputado coraje.

La ofensiva empezó a torcerse durante el segundo día. Las fuerzas del norte habían mantenido la posición, sin atreverse a avanzar debido a la falta de información sobre las defensas de los rebeldes, lo cual a Lloyd le pareció una excusa barata. El grupo central seguía sin poder tomar Fuentes del Ebro, a pesar de haber recibido refuerzos durante el tercer día, y a Lloyd le horrorizó oír que habían perdido casi todos los carros de combate ante el devastador fuego defensivo. El grupo del sur, el de Lloyd, en lugar de forzar el avance, recibió órdenes de desviarse hacia la población ribereña de Quinto. De nuevo tuvieron que vencer a grupos tenaces de soldados nacionales combatiendo casa por casa. Cuando el enemigo se rindió, el grupo de Lloyd hizo un millar de prisioneros.

Other books

Better Nate Than Ever by Federle, Tim
Stealing Magic by Marianne Malone
Pawing Through the Past by Rita Mae Brown
Middle Men by Jim Gavin
On The Rocks by Sable Jordan