El invierno del mundo (82 page)

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Authors: Ken Follett

La reacción que tuvo Zoya le dio indicios de que la información de Frunze era probablemente real. Ella había entendido de inmediato la importancia de sus palabras.

—Por favor, responde la pregunta —exigió Volodia con seriedad—. Aunque seamos amigos, este es un asunto oficial.

—Está bien. ¿Sabes lo que es un isótopo?

—No.

—Algunos elementos existen en formas ligeramente distintas. Los átomos de carbono, por ejemplo, siempre tienen seis protones, pero algunos tienen seis neutrones y otros tienen siete u ocho. Los distintos tipos son los isótopos, llamados carbono 12, carbono 13 y carbono 14.

—Es bastante simple, incluso para un estudiante de letras —dijo Volodia—. ¿Por qué es importante?

—El uranio tiene dos isótopos, el U-235 y el U-238. En el uranio natural ambos están mezclados. Pero solo el U-235 es explosivo.

—Así que tenemos que separarlos.

—En teoría, la difusión gaseosa sería una forma. Cuando se difunde un gas a través de una membrana, las moléculas más ligeras la atraviesan más deprisa, por eso el gas emergente es más rico en el isótopo más bajo. Por supuesto, yo nunca lo he visto hacer.

Frunze aseguraba en su informe que los ingleses estaban construyendo una planta de difusión en Gales, al oeste del Reino Unido. Los estadounidenses estaban construyendo otra.

—¿Una planta así podría destinarse a alguna otra cosa?

—No conozco ningún otro motivo para la separación de isótopos. —Zoya negó con la cabeza—. Imagina las posibilidades. Cualquiera que dé prioridad a esa clase de proceso en época de guerra, o bien se ha vuelto majara o está construyendo un arma.

Volodia vio un coche que se acercaba a la barricada y empezó a abrirse paso por el camino en zigzag. Era un KIM-10, un pequeño utilitario de dos puertas diseñado para familias acomodadas. Alcanzaba los ciento diez kilómetros por hora, pero ese iba tan sobrecargado que seguramente no llegaba a los sesenta.

Un hombre sesentón iba al volante, llevaba sombrero y abrigo de paño de estilo occidental. Junto a él viajaba una joven con gorro de pieles. El asiento trasero del coche estaba atestado de cajas de cartón apiladas. Había un piano cuidadosamente atado en la baca del coche.

A todas luces se trataba de un alto cargo de la élite gobernante intentando salir de la ciudad con su esposa o su amante, como muchas de las otras propiedades que se llevaba; la clase de individuo que Zoya había supuesto que era Volodia. Seguramente ese había sido el motivo por el que había rechazado su invitación para ir al cine. Él se preguntó si estaría replanteándose la opinión que tenía sobre su persona.

Una de las voluntarias de la barricada situó uno de los erizos frente al KIM-10, y Volodia intuyó que habría problemas.

El coche fue avanzando milímetro a milímetro hasta que el parachoques topó con la defensa antitanque. Quizá el conductor pensase que podría apartarlo a empujones. Otras muchas mujeres se acercaron a mirar. El artefacto estaba diseñado para resistir ante una fuerza ejercida para desplazarlo. Sus patas se clavaron en el suelo, hasta el fondo, y resistió con firmeza. Se oyó el ruido del metal que se hundía cuando el parachoques del coche empezó a deformarse. El conductor metió la marcha atrás y retrocedió.

Asomó la cabeza por la ventanilla.

—¡Apartad eso de ahí ahora mismo! —gritó. Por su tono, parecía que estaba acostumbrado a que lo obedeciesen.

La voluntaria, una mujer corpulenta de mediana edad con gorra masculina a cuadros, se cruzó de brazos.

—¡Aparta tú, desertor! —respondió a gritos.

El conductor salió del coche con el semblante encendido por la rabia, y a Volodia le sorprendió ver que se trataba del coronel Bobrov, a quien había conocido en España. Bobrov se había hecho famoso por pegar un tiro en la nuca a sus propios hombres si se batían en retirada. «No hay piedad para los cobardes» era su lema. En Belchite, Volodia lo había visto matar a un brigadista internacional por batirse en retirada cuando se quedaron sin munición. En ese momento, Bobrov vestía de civil. Volodia se preguntó si dispararía a la mujer que estaba impidiéndole el paso.

Bobrov se situó delante del coche y agarró el erizo. Pesaba más de lo que esperaba, pero, esforzándose un poco, fue capaz de apartarlo del camino.

Mientras se dirigía de regreso al coche, la mujer de la gorra a cuadros volvió a poner la defensa frente al automóvil.

Las demás voluntarias se habían aproximado al lugar, observaban el enfrentamiento, sonreían satisfechas y empezaban a hacer bromas.

Bobrov se dirigió hacia la mujer y se sacó del bolsillo del abrigo su tarjeta de identidad.

—¡Soy el general Bobrov! —exclamó. Debían de haberlo ascendido desde su regreso de España—. ¡Déjame pasar!

—¿Y te consideras un soldado? —preguntó la mujer con sorna—. ¿Por qué no estás luchando?

Bobrov se ruborizó. Sabía que aquel reproche estaba justificado. Volodia se preguntó si el viejo y sangriento militar habría sido inducido a la huida por aquella joven esposa.

—Yo digo que eres un traidor —sentenció la voluntaria de la gorra—, que intenta huir con su piano y su putita. —Entonces le quitó el sombrero a Bobrov de un manotazo.

Volodia se quedó pasmado. Jamás había presenciado tamaño desafío a la autoridad en la Unión Soviética. Estando en Berlín, antes de que los nazis subieran al poder, le había sorprendido ver a alemanes de a pie discutiendo sin miedo con agentes de policía; eso no ocurría en Moscú.

La multitud de mujeres vitoreó a su camarada.

Bobrov llevaba el pelo cortado al uno. Se quedó mirando su sombrero mientras este salía rodando por el húmedo camino. Dio un paso para ir tras él, pero se lo pensó mejor.

Volodia no sintió la tentación de intervenir. No había nada que pudiera hacer para impedir el altercado, y, en cualquier caso, no sentía simpatía alguna hacia Bobrov. Le parecía justo que tratasen al general con la misma brutalidad que él había demostrado siempre para con los demás.

Otra voluntaria, una mujer mayor envuelta en una sucia manta, abrió el maletero del coche.

—¡Mirad todo esto! —gritó.

El maletero estaba lleno de maletas de piel. Tiró una de ellas y reventó los cierres. La tapa se abrió de golpe y cayó al suelo todo el contenido: ropa interior de encaje, combinaciones y camisones de lino, medias y camisolas de seda, todo evidentemente fabricado en Occidente, más delicado de lo que cualquier mujer rusa pudiera haber visto jamás y, ni que decir tiene, comprado jamás. Las prendas transparentes cayeron a la sucia nieve fangosa y quedaron allí, enterradas como pétalos en un estercolero.

Algunas de las mujeres empezaron a recogerlas. Otras sacaron más maletas. Bobrov corrió a la parte trasera del coche y empezó a apartarlas a empujones. Volodia observó que la escena se volvía cada vez más desagradable. Bobrov iba armado casi con total seguridad y podía sacar la pistola en cualquier momento. Sin embargo, la mujer de la manta levantó una pala y golpeó al general en la cabeza. Una mujer capaz de cavar una zanja con una pala no era precisamente una delicada florecilla, así que el golpe produjo un repulsivo ruido sordo al impactar contra el cráneo. El general cayó al suelo y la mujer lo pateó.

La joven amante salió del coche.

—¿Has venido para ayudarnos a cavar? —le gritó la voluntaria de la gorra, y las demás empezaron a reír.

La querida del general, que debía de tener unos treinta años, agachó la cabeza y regresó por el camino que había recorrido el coche. La voluntaria de la gorra a cuadros la empujó, pero la joven la esquivó agachándose entre los erizos y apretó a correr. La voluntaria le salió a la zaga. La amante del general llevaba tacones de ante, resbaló en el suelo húmedo y cayó. Su sombrero de pieles salió disparado. Se levantó como pudo y volvió a correr. La voluntaria fue a por el gorro y dejó escapar a la querida.

En ese momento, la totalidad de las maletas yacían abiertas alrededor del coche abandonado. Las trabajadoras sacaron las cajas del asiento trasero y las volcaron en la acera, vaciaron su contenido en la calle. Se desparramó un juego de cubertería, se rompió la porcelana y la cristalería se hizo trizas. Las sábanas bordadas a mano y las blancas toallas cayeron en la nieve fangosa. Una docena de hermosos pares de zapatos quedaron desperdigados sobre el asfalto.

Bobrov se arrodilló e intentó ponerse en pie. La mujer de la manta volvió a golpearle con la pala. Bobrov se desplomó sobre el suelo. Ella desabrochó el fino abrigo del general e intentó quitárselo. Bobrov luchaba, intentaba resistirse. La mujer se puso furiosa y volvió a golpearle hasta que él quedó inmóvil, con su cabeza de pelo cano cortado al uno cubierta de sangre. Entonces la mujer lanzó la manta y se puso el abrigo del general.

Volodia caminó hacia el cuerpo inerte de Bobrov. Tenía la mirada fija en unos ojos vítreos. Volodia se arrodilló para comprobar si respiraba, si le latía el corazón o si tenía pulso. No detectó ninguno de esos signos vitales. El hombre estaba muerto.

—No hay piedad para los cobardes —dijo Volodia, aunque cerró los ojos a Bobrov.

Algunas de las mujeres desembalaron el piano. El instrumento cayó deslizándose desde la baca del coche e impactó contra el suelo y se oyó un estruendo discordante. Empezaron a regodearse con su destrucción a fuerza de picotazos y paletazos. Otras se peleaban por los objetos de valor desparramados por la calle, recogían como podían la cubertería, se metían bajo la ropa las sábanas, y desgarraban la lencería íntima al luchar por quedársela. Estallaron rencillas por doquier. Una tetera de porcelana salió disparada y no dio en la cabeza a Zoya de puro milagro.

Volodia regresó corriendo a su lado.

—Esto está convirtiéndose en una revuelta en toda regla —dijo—. Cuento con un vehículo militar con chófer. Te sacaré de aquí.

Ella dudó tan solo un instante.

—Gracias —respondió, y salieron corriendo en dirección al vehículo, subieron de un salto y se alejaron de allí.

II

La fe de Erik von Ulrich en el Führer se vio reforzada por la invasión de la Unión Soviética. A medida que los ejércitos alemanes avanzaban por la vasta Rusia, barriendo al Ejército Rojo como si fuera paja, Erik se henchía de júbilo por la brillantez estratégica del líder al que había jurado lealtad.

Y no se trataba de una misión fácil. Durante el lluvioso mes de octubre, el campo se había convertido en un barrizal: lo llamaban
rasputitsa
, la época sin caminos. La ambulancia de Erik había avanzado con grandes dificultades por un lodazal. Una ola de barro se elevó ante el vehículo, y fue ralentizando su marcha de forma gradual, hasta que Hermann y él tuvieron que salir del coche para retirarla con las palas antes de poder seguir conduciendo. La situación era la misma para todo el ejército alemán, y el avance hacia Moscú se había convertido en una carrera a paso de tortuga. Además, las carreteras empantanadas provocaban que los camiones de suministros no pudieran seguir el ritmo de los combatientes. El ejército andaba escaso de munición, combustible y comida, y la unidad de Erik sufría la peligrosa falta de medicamentos y otros recursos sanitarios.

Por ese motivo, el joven ordenanza se había alegrado en un primer momento, cuando cayó la helada a principios de noviembre. El hielo parecía una bendición, pues hacía que el asfalto fuera sólido y permitía a la ambulancia avanzar a velocidad normal. Sin embargo, Erik temblaba con su abrigo de verano y su ropa interior de algodón; los uniformes de invierno todavía no habían llegado desde Alemania. Tampoco habían llegado los líquidos anticongelantes necesarios para que siguiera funcionando el motor de su ambulancia, y los motores de todos los camiones, tanques y artillería rodante del ejército. Durante el viaje, Erik se levantaba dos veces cada noche para encender el motor y tenerlo en marcha durante cinco minutos, era la única forma de evitar que el aceite se congelase y que el refrigerante se solidificase al convertirse en hielo. Incluso tomaba la precaución de encender una pequeña hoguera bajo el coche todas las mañanas una hora antes de partir.

Cientos de vehículos se averiaban y quedaban abandonados. Los aviones de la Luftwaffe, que quedaban a la intemperie toda la noche en improvisados campos de aviación, se congelaban y se negaban a encenderse, y la protección aérea sencillamente había desaparecido.

A pesar de todo, los rusos se batían en retirada. Lucharon con denuedo, aunque siempre se veían obligados a retroceder. La unidad de Erik se detenía continuamente para retirar los cadáveres de los rusos, y los muertos congelados apilados en la carretera componían un horroroso terraplén. Sin descanso, con determinación implacable, el ejército alemán estaba estrechando el cerco en torno a Moscú.

Erik tenía la certeza de que no tardaría en ver los Panzer rodando con majestuosidad por la Plaza Roja, mientras las banderas con la esvástica ondearían alegremente en las torres del Kremlin.

Mientras tanto, la temperatura era de diez grados bajo cero, y bajando.

La unidad de hospital de campaña de Erik estaba en un pequeño pueblo junto a un canal congelado, rodeado de un bosque de pinos. Erik no conocía el nombre del lugar. Los rusos a menudo lo destruían todo en la retirada, pero esa población había sobrevivido más o menos intacta. Contaba con un moderno hospital, que los alemanes habían hecho suyo. El doctor Weiss había dado enérgicas órdenes a los médicos locales para que enviasen sus pacientes a casa, sin importar el estado en que se encontrasen.

En ese momento Erik analizaba la condición de un paciente que sufría congelación, un muchacho de unos dieciocho años. Tenía la piel amarilla como la cera y dura al tacto por la congelación. Cuando Erik y Hermann le quitaron el delgado uniforme de verano tras desgarrarlo, descubrieron que estaba cubierto de moratones en brazos y piernas. Las botas raídas y agujereadas habían sido rellenadas con papel de periódico en un patético intento de conservar el calor. Cuando Erik se las quitó al chico percibió el característico hedor a podredumbre de la gangrena.

Sin embargo, creyó que podían hacer algo para evitar la amputación.

Sabían qué hacer. Estaban tratando más casos de congelación que de heridas de guerra.

Erik llenó una bañera, a continuación, con la ayuda de Hermann Braun, y sumergieron al paciente en el agua tibia.

Erik se quedó mirando detenidamente el cuerpo mientras se descongelaba. Vio el color negro de la gangrena en un pie y en los dedos del otro.

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