El invierno del mundo (78 page)

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Authors: Ken Follett

—Hace unos días coincidí en una reunión con Bexforth —dijo Woody—. Es un pez gordo en el Departamento de Estado.

—Llegará lejos, y encontrará a una mujer que le convenga más que yo a un pez gordo del Departamento de Estado.

Por su tono, daba la impresión de que no sentía cariño alguno por su antiguo amante, y Woody descubrió que tal cosa le complacía, aunque no habría sabido decir por qué.

Se recostó sobre el codo. La arena estaba caliente. Si ella tuviera novio formal, habría encontrado la forma de decírselo sin dejar pasar tanto tiempo, de eso estaba seguro.

—Hablando del Departamento de Estado —dijo Woody—, ¿sigues trabajando allí?

—Sí. Soy ayudante del subsecretario de Asuntos Europeos.

—Qué emocionante.

—Por el momento sí.

Woody se dedicaba a contemplar la línea que el bañador formaba sobre las caderas y pensaba que por poca ropa que llevaran las chicas, los hombres siempre imaginaban las partes de su cuerpo que quedaban ocultas. Empezó a tener una erección y se tendió boca abajo para ocultarlo.

Joanne captó la dirección de su mirada.

—¿Te gusta mi bañador? —preguntó. Siempre se mostraba así de sincera, lo cual era una de las muchas cosas de su persona que atraían a Woody.

Decidió hablarle con igual franqueza.

—Me gustas tú, Joanne. Siempre me has gustado.

Ella se echó a reír.

—No te andes por las ramas, Woody. ¡Habla claro!

A su alrededor, la gente empezaba a recoger sus pertenencias.

—Será mejor que nos marchemos —opinó Diana.

—Mi hermano y yo nos marchábamos ya —dijo Woody—. ¿Queréis venir con nosotros?

Era la oportunidad para que Joanne se lo quitara de encima amablemente. Le sería muy fácil decir: «No, gracias, adelantaos vosotros».

—Claro, ¿por qué no? —respondió en cambio.

Las chicas se pusieron un vestido encima del bañador y arrojaron sus bártulos en sendas bolsas. Luego se marcharon juntos de la playa.

El tren estaba lleno de bañistas como ellos, bronceados y muertos de hambre y de sed. Woody compró cuatro Coca-Colas en la estación y las repartió cuando el tren arrancaba.

—Un día que hacía mucho calor, en Buffalo, me invitaste a una Coca-Cola, ¿te acuerdas?

—En aquella manifestación. Claro que me acuerdo.

—No éramos más que unos niños.

—Utilizo mucho el truco de la Coca-Cola con las chicas guapas.

Ella se echó a reír.

—¿Surte efecto?

—No me he ganado un solo achuchón de esa forma.

Ella levantó la botella para brindar.

—Pues sigue intentándolo.

Él lo interpretó como una invitación.

—Cuando lleguemos a la ciudad, ¿queréis que vayamos a comer una hamburguesa o algo así y luego al cine? —propuso.

Era la oportunidad para que ella lo rechazara diciéndole: «No, gracias, he quedado con mi novio».

—A mí sí que me apetece —se apresuró a responder Diana—. ¿Y a ti, Joanne?

—Perfecto.

O sea que de novio, nada. ¡Y tenían una cita! Woody trató de disimular la euforia que sentía.

—Podríamos ir a ver
Una novia contra reembolso
—propuso—. He oído que es muy divertida.

—¿Quién sale? —preguntó Joanne.

—James Cagney y Bette Davis.

—Me gustaría verla.

—A mí también —dijo Diana.

—Pues está hecho —concluyó Woody.

—¿Y a ti, Chuck? ¿Te apetece? —bromeó el propio Chuck—. Claro, me parece fenomenal, gracias por preguntármelo, hermanito.

La cosa no tenía ninguna gracia, pero Diana rió por cortesía.

Al poco, Joanne se quedó dormida con la cabeza apoyada en el hombro de Woody. Su pelo oscuro le hacía cosquillas en el cuello y notaba su cálido aliento sobre la piel por debajo de la vuelta de la camiseta de manga corta. Woody estaba exultante de satisfacción.

Se separaron en Union Station para ir a casa a cambiarse de ropa, y volvieron a encontrarse en un céntrico restaurante chino.

Mientras tomaban
chow mein
con cerveza, hablaron de Japón. Todo el mundo hablaba de Japón.

—Hay que parar los pies a esa gente —opinó Chuck—. Son unos fascistas.

—Es posible —dijo Woody.

—Son militaristas y agresivos, y la manera como tratan a los chinos es racista. ¿Qué más tienen que hacer para que se los considere fascistas?

—Yo os lo explicaré —terció Joanne—. La diferencia radica en la visión del futuro. Los verdaderos fascistas quieren aniquilar a todos sus enemigos y luego crear una sociedad radicalmente nueva. Los japoneses hacen todo eso en defensa de los grupos de poder tradicionales, la clase militar y el emperador. Por el mismo motivo, España no es fascista en realidad: Franco asesina a gente en beneficio de la Iglesia católica y la vieja aristocracia, pero no para crear un mundo nuevo.

—En cualquier caso, hay que frenar a los japoneses —convino Diana.

—Yo lo veo de otra forma —repuso Woody.

—Muy bien, Woody, ¿cómo lo ves tú? —preguntó Joanne.

Joanne estaba muy implicada en la política y Woody sabía que apreciaría una respuesta bien meditada.

—Japón es un país dedicado al comercio que no dispone de recursos naturales; no tienen petróleo ni hierro, solo algunos bosques. Su única forma de supervivencia son las transacciones. Por ejemplo, importan algodón crudo, lo tejen y lo venden a la India y a Filipinas. Pero durante la Depresión, los dos grandes imperios económicos, Gran Bretaña y Estados Unidos, implantamos barreras arancelarias para proteger nuestras propias industrias. Ese fue el fin del comercio de Japón con el Imperio británico, incluida la India, y con el territorio norteamericano, incluido Filipinas. Fue un golpe durísimo.

—¿Y eso les da derecho a conquistar el mundo? —preguntó Diana.

—No, pero les hace pensar que lo único que garantiza la seguridad económica es tener un imperio propio, como los británicos, o, al menos, tener una posición dominante en tu hemisferio, como Estados Unidos. De esa forma nadie puede hacer fracasar tus negocios. Por eso quieren que Extremo Oriente sea su feudo.

Joanne se mostró de acuerdo.

—Y el punto débil de nuestra política es que cada vez que imponemos sanciones económicas para castigar a los japoneses por su agresividad, solo sirven para reforzar su sentimiento de que tienen que autoabastecerse.

—Es posible —convino Chuck—. Aun así, hay que frenarlos.

Woody se encogió de hombros. No tenía respuesta para eso.

Después de cenar, fueron al cine. La película les pareció sensacional. Luego Woody y Chuck acompañaron a las chicas de vuelta a su casa. Por el camino, Woody cogió a Joanne de la mano y ella correspondió con el mismo gesto, algo que Woody interpretó como una invitación para que siguiera adelante.

Cuando llegaron frente al edificio donde vivían las chicas, la abrazó. Con el rabillo del ojo vio que Chuck hacía lo propio con Diana.

Joanne besó a Woody en los labios de forma fugaz, casi casta.

—Es el tradicional beso de buenas noches —dijo.

—El último beso que te di no tenía nada de tradicional —repuso él, y agachó la cabeza para volver a besarla, pero ella le posó un dedo en la barbilla y lo apartó.

No era posible que todo cuanto obtuviese fuera ese beso tan breve, ¿verdad?, pensó él.

—Aquella noche había bebido —repuso ella.

—Ya lo sé. —Él se percató de cuál era el problema; tenía miedo de que la tomara por una facilona—. Sobria resultas más atractiva incluso.

Ella pareció meditar unos instantes.

—Has dicho la frase acertada —respondió al fin—. El premio es tuyo. —Volvió a besarlo, con suavidad, prolongando el beso, no con la avidez propia de la pasión sino con una concentración que insinuaba ternura.

De repente, Woody oyó que Chuck se despedía.

—¡Buenas noches, Diana!

Joanne interrumpió el beso.

—¡Mi hermano ha terminado rápido! —exclamó Woody con consternación.

Ella rió con discreción.

—Buenas noches, Woody —dijo, luego se dio media vuelta y caminó hasta el edificio.

Diana ya estaba en la puerta, y se la veía a todas luces decepcionada.

—¿Podemos salir otro día? —le espetó Woody. Sonaba demasiado ansioso, incluso a él mismo se lo pareció, y maldijo su impaciencia.

Sin embargo, a Joanne no pareció importarle.

—Llámame —dijo, y entró.

Woody siguió con la mirada a las dos chicas hasta que desaparecieron, luego la emprendió contra su hermano.

—¿Por qué no te has entretenido más besando a Diana? —preguntó de mal humor—. Parece muy agradable.

—No es mi tipo —respondió Chuck.

—¿En serio? —Woody estaba más perplejo que enfadado—. Tiene los pechos redonditos, la cara bonita… ¿Qué es lo que no te gusta? Yo la habría besado, si no hubiera estado con Joanne.

—Tenemos gustos diferentes.

Empezaron a caminar hacia casa de sus padres.

—Bueno, así, ¿cuál es tu tipo? —preguntó Woody a Chuck.

—Creo que hay una cosa que debería decirte antes de que sigas concertando más citas a dúo.

—Muy bien. ¿Qué es?

Chuck se detuvo, obligando a Woody a hacer lo propio.

—Tienes que prometerme que no se lo dirás nunca a papá ni a mamá.

—Te lo prometo. —Woody escrutó a su hermano bajo la luz amarillenta de las farolas—. ¿Cuál es ese gran secreto?

—No me gustan las chicas.

—Son un incordio, lo admito, pero qué se le va a hacer.

—Me refiero a que no me gusta abrazarlas ni besarlas.

—¿Qué dices? No seas estúpido.

—Todos somos diferentes, Woody.

—Sí, pero entonces tendrías que ser marica.

—Sí.

—¿Sí, qué?

—Que sí, que soy marica.

—Menudo bromista estás hecho.

—No es ninguna broma, Woody. Hablo muy en serio.

—¿Eres invertido?

—Exacto. No lo he elegido yo. Cuando de jovencitos empezamos a hacernos pajas, tú solías pensar en tetas gordas y en conejos peludos. Nunca te lo confesé, pero yo siempre pensaba en pollas grandes y tiesas.

—¡Chuck! ¡Eso es una asquerosidad!

—No, no es ninguna asquerosidad, algunos chicos somos así. Hay más de los que crees; sobre todo en la armada.

—¿En la armada hay maricas?

Chuck asintió con ímpetu.

—Muchos.

—Bueno… ¿cómo lo sabes?

—Solemos reconocernos, igual que los judíos siempre reconocen a los otros judíos. Por ejemplo, el camarero del restaurante chino.

—¿Él también lo es?

—¿No lo has oído decirme que le gustaba mi chaqueta?

—Sí, pero no se me había ocurrido pensar eso.

—Pues ahí lo tienes.

—¿Le has gustado?

—Creo que sí.

—¿Por qué?

—Probablemente, por el mismo motivo que le gusto a Diana. Soy más guapo que tú, diantre.

—Se me hace muy raro.

—Venga, vamos a casa.

Prosiguieron su camino. Woody seguía dándole vueltas al tema.

—¿Quieres decir que hay chinos maricas?

Chuck se echó a reír.

—¡Pues claro!

—No sé, nunca se me había ocurrido pensar eso de un chino.

—Recuerda, ni una palabra a nadie, y menos a nuestros padres. A saber qué diría papá.

Al cabo de un rato, Woody rodeó a Chuck por los hombros.

—Bueno, pues a la porra —dijo—. Por lo menos, no eres republicano.

III

Greg Peshkov se embarcó junto con Sumner Welles y el presidente Roosevelt en un crucero pesado, el
Augusta
, rumbo a la bahía de Placentia, en la costa de Terranova. En la flota también viajaban el acorazado
Arkansas
, el crucero
Tuscaloosa
y diecisiete destructores.

Fondearon en dos largas líneas, con un ancho pasillo de mar entre ambas. A las nueve en punto de la mañana del sábado 9 de agosto, bajo un sol radiante, los integrantes de la tripulación de las veinte naves se reunieron en cubierta ataviados con sus trajes blancos mientras el acorazado británico
Prince of Wales
llegaba escoltado por tres destructores y entraba en el espacio central echando vapor majestuosamente, con el primer ministro Churchill a bordo.

Era el despliegue de poder más impresionante que Greg había visto jamás, y estaba encantado de formar parte de él.

También estaba preocupado. Esperaba que los alemanes no tuvieran noticia de la cita. Si llegaban a enterarse, un U-Boot podría aniquilar a los dos últimos dirigentes de la civilización occidental. Y a Greg Peshkov.

Antes de salir de Washington, Greg había vuelto a reunirse con el detective, Tom Cranmer. Este le había comunicado una dirección correspondiente a una casa de un barrio humilde ubicado en la parte más alejada de Union Station.

—Trabaja de camarera en el Club Universitario de Mujeres, cerca del Ritz-Carlton. Por eso la ha visto dos veces en el barrio —explicó mientras se guardaba en el bolsillo los honorarios pendientes—. Imagino que la carrera de actriz no debió de irle muy bien; pero sigue haciéndose llamar Jacky Jakes.

Greg le había escrito una carta:

Querida Jacky:

Solo quiero saber por qué me abandonaste hace seis años. Yo creía que éramos muy felices juntos, pero debía de estar equivocado. Me fastidia, eso es todo.

Cuando me ves, te muestras asustada, pero no tienes nada que temer. No estoy enfadado, solo me pica la curiosidad. Nunca haría nada para herirte, tú fuiste la primera mujer a quien amé.

¿Podemos vernos para tomar un café o algo así y charlar?

Muy atentamente,

GREG PESHKOV

Había añadido su número de teléfono y había enviado la carta por correo el día que partió hacia Terranova.

El presidente tenía interés en que la conferencia acabara con una declaración conjunta. El jefe de Greg, Sumner Welles, redactó un borrador, pero Roosevelt se negó a utilizarlo aduciendo que era mejor que el primer borrador lo escribiera Churchill.

Greg comprendió de inmediato que Roosevelt era un negociador con vista. Quien redactara el primer borrador tendría que incluir, para ser justo, algunas de las peticiones de la otra parte además de las propias. Así, los puntos de la otra parte incluidos en la declaración pasarían a ser un mínimo irreductible, mientras que todas las peticiones propias seguirían estando pendientes de negociación, con lo cual quien redactara el primer borrador empezaría con desventaja. Greg se prometió a sí mismo que recordaría no redactar nunca un primer borrador.

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