El invierno del mundo (79 page)

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Authors: Ken Follett

El sábado, el presidente y el primer ministro disfrutaron de una agradable comida a bordo del
Augusta
. El domingo asistieron a un oficio religioso en la cubierta del
Prince of Wales
, con el altar cubierto por el rojo, el blanco y el azul de las banderas de Estados Unidos y del Reino Unido. El lunes por la mañana, cuando ya habían trabado una sólida amistad, entraron en faena.

Churchill presentó una propuesta de cinco puntos que hizo las delicias de Sumner Welles y Gus Dewar al solicitar la creación de una organización internacional con poder efectivo que garantizara la seguridad de todos los Estados miembros; en otras palabras, una Sociedad de las Naciones con mayor fuerza. Sin embargo, les decepcionó descubrir que Roosevelt lo consideraba ir demasiado lejos. Estaba a favor de la idea, pero temía la reacción de los aislacionistas, los ciudadanos que seguían pensando que Estados Unidos no debía intervenir en los problemas del resto del mundo. Era extraordinariamente sensible a la opinión pública, y hacía incesantes esfuerzos para no suscitar oposición.

Welles y Dewar no se dieron por vencidos, ni los británicos tampoco. Se reunieron para hallar una solución que pareciera aceptable a ambos dirigentes. Greg tomó anotaciones para Welles. El grupo redactó una cláusula que hacía un llamamiento al desarme «con vistas al posible establecimiento de un sistema de seguridad general más amplio y permanente».

Lo presentaron a los dos prohombres, y estos lo aceptaron.

Welles y Dewar no cabían en sí de satisfacción, pero Greg no lo comprendía.

—Me parece muy poca cosa, después de tantos esfuerzos —opinó—. Los dirigentes de dos importantes naciones han tenido que recorrer miles de kilómetros para reunirse, han hecho falta decenas de empleados, veinticuatro barcos y tres días de negociaciones; y todo para redactar cuatro palabras que ni siquiera expresan lo que de verdad queremos.

—Las cosas de palacio van despacio —dijo Gus Dewar con una sonrisa—. La política es así.

IV

Woody y Joanne llevaban cinco semanas saliendo juntos.

Por él se habrían visto todas las noches, pero ella se hacía la remolona. Aun así, habían salido cuatro veces en los últimos siete días. El domingo habían ido a la playa; el miércoles, a cenar; el viernes habían visto una película, y hoy sábado habían quedado para pasar todo el día juntos.

Woody nunca se cansaba de conversar con ella. Era divertida e inteligente, y de lengua mordaz. Le encantaba que tuviera ideas tan claras con respecto a todo. Charlaban durante horas de lo que les gustaba y lo que detestaban.

Las noticias que llegaban desde Europa eran desalentadoras. Los alemanes seguían causando estragos en el Ejército Rojo. Al este de Smolensk, habían destruido el XVI y el XX Ejército ruso, haciendo 300.000 prisioneros y dejando pocas fuerzas soviéticas entre los alemanes y Moscú. Con todo, las malas noticias procedentes de tierras lejanas no podían enturbiar la euforia de Woody.

Probablemente, Joanne no estaba tan loca por él como él lo estaba por ella, pero Woody notaba que le tenía cariño. Siempre se daban el beso de buenas noches, y ella parecía disfrutarlo aunque no demostraba la pasión que él sabía que era capaz de expresar. Tal vez fuera porque siempre tenían que besarse en lugares públicos, como el cine o el umbral de algún edificio de la calle donde vivía Joanne. Cuando subían a su casa, en la sala de estar siempre había por lo menos una de sus dos compañeras, y todavía no lo había invitado a entrar en su dormitorio.

El permiso de Chuck había finalizado hacía semanas, y este había regresado a Hawai. Woody seguía sin saber qué pensar de su confesión. A veces se sentía tan desconcertado como si el mundo se hubiera vuelto del revés; otras veces se preguntaba si eso cambiaba en algo las cosas. Aun así, mantuvo su promesa de no contárselo a nadie, ni siquiera a Joanne.

El padre de Woody partió de viaje con el presidente y su madre se marchó a Buffalo para pasar unos cuantos días con sus padres, así que Woody se quedó solo en el piso de Washington, con sus nueve dormitorios. Decidió buscar el momento de invitar a subir a Joanne Rouzrokh con la esperanza de que le diera un beso de los de verdad.

Habían comido juntos y habían visitado una exposición titulada «Arte negro», que los críticos conservadores habían dejado por los suelos diciendo que el arte negro no existía, a pesar del indiscutible talento de figuras como el pintor Jacob Lawrence y la escultora Elizabeth Catlett.

—¿Te gustaría tomar un cóctel mientras decidimos adónde vamos a cenar? —propuso Woody cuando salieron de la exposición.

—No, gracias —respondió ella con su habitual tono categórico—. Lo que de verdad me apetece es una taza de té.

—¿Té? —Woody no sabía muy bien en qué lugar de Washington servían buenos tés. Entonces se le encendió la bombilla—. Mi madre tiene té inglés. Podemos ir a mi casa.

—De acuerdo.

El edificio se encontraba a unas cuantas manzanas, en la calle Veintidós Noroeste, cerca de la calle L. Respiraron al abandonar el bochorno del exterior y entrar en el vestíbulo con aire acondicionado. El portero los subió en el ascensor.

—A tu padre me lo encuentro continuamente por Washington, pero hace años que no hablo con tu madre —dijo Joanne cuando entraron en el piso—. Tengo que felicitarla por su nuevo best seller.

—Ahora mismo no está en casa —respondió Woody—. Ven a la cocina. —Llenó la tetera con agua del grifo y la puso a calentar. Luego abrazó a Joanne—. Por fin solos —dijo.

—¿Dónde están tus padres?

—Fuera de la ciudad, los dos.

—Y Chuck está en Hawai.

—Sí.

Ella se apartó.

—Woody, ¿cómo has podido hacerme una cosa así?

—¿El qué? ¡Lo único que estoy haciendo es prepararte té!

—¡Me has traído aquí con excusas! Creía que tus padres estaban en casa.

—Yo no he dicho tal cosa.

—¿Por qué no me has explicado que estaban de viaje?

—¡No me lo has preguntado! —exclamó él indignado, aunque ella tenía una gran parte de razón en quejarse. Realmente no quería mentirle, pero esperaba no tener que explicarle de antemano que no había nadie en casa.

—¡Me has traído aquí para intentar propasarte! Me tomas por una cualquiera.

—¡No es verdad! Lo que pasa es que nunca estamos realmente a solas. Esperaba poder besarte, eso es todo.

—No me tomes el pelo.

Joanne estaba siendo muy injusta. Claro que quería acostarse con ella, pero no esperaba hacerlo ese día.

—Vámonos —decidió él—. Tomaremos el té en otra parte. El Ritz-Carlton está en esta misma calle. Todos los británicos se alojan allí, así que tienen que tener té.

—Venga, no seas tonto, no hace falta que nos marchemos. No me das miedo, yo soy más fuerte que tú. Solo me he enfadado porque no quiero a un hombre que sale conmigo porque cree que soy una facilona.

—¿Facilona? —exclamó él alzando la voz—. ¡Unas narices! Tuve que esperar seis semanas para que accedieras a salir conmigo. Y ahora igual, solo te estoy pidiendo un beso. ¡Si eso es ser fácil, no soportaría enamorarme de una chica difícil!

Para su sorpresa, ella se echó a reír.

—Y ahora, ¿qué pasa? —preguntó él de mal humor.

—Lo siento, tienes razón. Si buscaras a una chica fácil, hace tiempo que me habrías dejado.

—¡Exacto!

—Creía que tenías una opinión muy pobre de mí, después de que te besara de aquella forma cuando estaba bebida. Suponía que lo que buscabas era pasar un buen rato, y llevo todas estas semanas preocupada por eso. Te he juzgado mal, lo siento.

Él estaba desconcertado por sus rápidos cambios de humor, pero interpretó la última frase como un avance positivo.

—Estaba loco por ti incluso antes de que me besaras aquel día —confesó—. Supongo que no te habías fijado en ello.

—¡Ni siquiera me había fijado en ti!

—Pues soy bastante alto.

—Físicamente, es el único atractivo que tienes.

Él sonrió.

—Desde luego, no me voy a volver un engreído hablando contigo, no.

—No, si puedo evitarlo.

La tetera empezó a silbar. Woody puso té en una jarra de porcelana y vertió agua encima.

Joanne tenía aire pensativo.

—Hace un momento has dicho otra cosa.

—¿Qué?

—Que no soportarías enamorarte de una chica difícil. ¿Lo has dicho en serio?

—¿El qué?

—Lo de enamorarte.

—¡Ah! No lo decía por eso. —Decidió abandonar toda precaución—. Pero bueno, sí, narices; si quieres saber la verdad, estoy enamorado de ti. Creo que llevo años enamorado de ti. Te adoro. Quiero…

Ella le echó los brazos al cuello y lo besó.

Esta vez el beso fue de los de verdad, su boca recorría la de él con apremio, la punta de la lengua le rozaba los labios y todo su cuerpo se apretaba contra él. Era igual que en 1935, solo que no había probado el whisky. Esa era la chica a la que amaba, la auténtica Joanne, pensó extasiado: una mujer de fuertes pasiones. La tenía en sus brazos, y lo besaba con toda su alma.

Coló las manos por dentro de su veraniega camisa de sport y le acarició el pecho, hundiendo los dedos en sus costillas, rozándole los pezones con las palmas, aferrándole los hombros, como si quisiera enterrar las manos en su carne. Y él se dio cuenta de que también ella tenía una fuente de deseo contenido que ahora rebosaba como una presa resquebrajada, desbordada. Él le hizo lo mismo, le acarició los costados y aferró sus pechos con un dichoso sentimiento de liberación, como un niño a quien hubieran dado un día de vacaciones de la escuela sin esperarlo.

Cuando introdujo la ávida mano entre sus muslos, ella se apartó.

No obstante, lo que le dijo lo sorprendió.

—¿Tienes preservativos?

—¡No! Lo siento…

—No pasa nada. De hecho, es mejor así. Eso demuestra que no tenías intenciones de seducirme.

—Ojalá tuviera alguno.

—No importa. Conozco a una doctora que el lunes lo arreglará. Mientras tanto, decidiremos sobre la marcha. Bésame otra vez.

Mientras lo hacía, notó que ella le desabrochaba los pantalones.

—Vaya —exclamó al cabo de un momento—. Qué bien.

—Es lo mismo que estaba pensando yo —susurró él.

—Pero necesitaré las dos manos.

—¿Qué?

—Supongo que va en función de la estatura.

—No sé de qué me estás hablando.

—Entonces mejor me callo y te beso. Dame un pañuelo —le pidió al cabo de unos minutos.

Por suerte, llevaba uno encima.

Él abrió los ojos unos instantes antes del final, y vio que ella lo estaba mirando. En su expresión captó deseo, excitación y algo más que incluso podía ser amor.

Cuando hubo terminado, sintió una plácida serenidad. «La amo —pensó—, y soy feliz. Qué bella es la vida.»

—Ha sido maravilloso —dijo—. Me gustaría hacerte lo mismo.

—¿Lo harías? —preguntó ella—. ¿En serio?

—Por supuesto.

Seguían estando de pie en la cocina, apoyados en la puerta de la nevera, pero ninguno de los dos quería moverse. Ella le tomó la mano y lo guió por debajo de su vestido de verano y de la prenda interior de algodón. Él notó la piel ardiente, el pelo crespo, y una hendidura húmeda. Trató de introducir el dedo, pero ella lo atajó.

—No.

Le cogió la punta del dedo y lo guió por entre los suaves pliegues. Notó algo pequeño y duro, del tamaño de un guisante. Ella empezó a moverle el dedo en pequeños círculos.

—Sí —dijo, cerrando los ojos—. Justo así.

Woody contempló su rostro con adoración mientras ella se abandonaba al placer. Al cabo de un par de minutos, soltó un pequeño grito que repitió dos o tres veces. Luego le retiró la mano y se dejó caer contra él.

—Se te enfriará el té —dijo Woody al cabo de un rato.

Ella se echó a reír.

—Te amo, Woody.

—¿En serio?

—Espero que no te asuste que te lo diga.

—No. —Sonrió—. Me hace muy feliz.

—Ya sé que las chicas no deberían decirlo así de claro, pero yo no sé disimular. Cuando me decido, ya no hay vuelta atrás.

—Sí —dijo Woody—. Ya lo había notado.

V

Greg Peshkov vivía en el apartamento del Ritz-Carlton que su padre tenía permanentemente a su disposición. De vez en cuando, Lev se alojaba allí unos cuantos días en sus idas y venidas entre Buffalo y Los Ángeles. Ahora Greg disponía del piso para él solo; bueno, lo acompañaba Rita Lawrence. La escultural hija del congresista se había quedado a pasar la noche y presentaba un aspecto adorable, despeinada y vestida con un batín masculino de seda roja.

Un camarero les llevó el desayuno, la prensa y un sobre con un mensaje.

La declaración conjunta de Roosevelt y Churchill había provocado mayor revuelo del que Greg esperaba. Una semana más tarde, seguía siendo la noticia más candente. La prensa lo llamaba la Carta del Atlántico. Para Greg no era más que un conjunto de frases cautelosas y compromisos vagos, pero el mundo lo veía de otro modo. Lo acogían como el toque de corneta para la libertad, la democracia y el comercio a escala mundial. De Hitler se decía que estaba furioso, que lo consideraba equivalente a una declaración de guerra contra Alemania por parte de Estados Unidos.

Los países que no habían formado parte de la conferencia querían, de todos modos, firmar la carta, y Bexforth Ross había propuesto que los firmantes fueran bautizados como las Naciones Unidas.

Mientras tanto, los alemanes estaban invadiendo la Unión Soviética. En el norte, se estaban aproximando a Leningrado. En el sur, los rusos que se batían en retirada volaron la presa del Dniéper, la central hidroeléctrica más grande del mundo y su mayor orgullo, para privar de su potencia a los victoriosos alemanes; un sacrificio desgarrador.

—El Ejército Rojo ha contenido un poco la invasión —explicó Greg a Rita mientras leía la noticia en
The Washington Post
—. Pero los alemanes siguen avanzando ocho kilómetros al día. Y dicen haber matado a tres millones y medio de soldados soviéticos. ¿Es posible?

—¿Tienes familia en Rusia?

—Pues, de hecho, sí. Un día que mi padre estaba un poco borracho me contó que había dejado embarazada a una chica.

Rita puso cara de reproche.

—Me temo que no puede evitarlo —prosiguió él—. Es un gran hombre, y los grandes hombres no cumplen las normas.

Ella no dijo nada, aunque por su expresión Greg dedujo lo que estaba pensando. No compartía su punto de vista, pero no estaba dispuesta a discutir con él sobre eso.

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