—Rosa decía que no necesitaba un marido, pero la hice entrar en razón.
Freya lo evaluó. Percibía la intensa pena de Rosa, la vulnerabilidad que ocultaba su fachada de fortaleza. «Sabías que pasaba por un momento de debilidad y te echaste sobre ella como un depredador.»
—¿Quién es ahora tu marido?
—Tú —dijo Rosa en apenas un susurro.
—¡No te oigo!
—Tú, tú eres mi marido —le dijo Rosa, retándolo, con los ojos llenos de lágrimas.
Él manifestó su satisfacción con un gruñido y cogió el tenedor.
Comieron en silencio. Vicente sin apartar los ojos del plato mientras acababa con casi todo el jamón y la mitad del pan. Por fin apartó el plato y se marchó sin decir ni una palabra.
—¿Es siempre tan encantador? —Freya esperó a que Rosa la mirara y se sonrieron.
—Vicente no está cómodo con las mujeres. Si no eres esposa, madre o fulana, no sabe cómo tratarte.
Freya recogió los platos.
—No, no. Tú siéntate —le dijo a Rosa cuando esta fue a ayudarla—. Deberías poner los pies en alto siempre que puedas.
—Gracias. —Rosa se arrellanó y se acarició el vientre hinchado.
—¿Cuándo sales de cuentas?
—Dentro de poco.
—¿Es el primero? —Se volvió hacia Rosa—. Debes estar emocionada.
Rosa dudaba. Necesitaba desesperadamente hablar con alguien y supo instintivamente que podía confiar en aquella inglesa.
—Vicente… —Se le crispó la cara—. Te he horrorizado…
—No, no. —Freya se sentó a la mesa y le cogió la mano—. Por favor, no llores. Estamos pasando por una época espantosa. Hiciste lo mejor para el bebé.
—Es tan terrible… —dijo Rosa.
—Estoy segura de que lo arreglaremos. Ahora dime dónde guardas el té.
—¿El té?
—¿La manzanilla? —Freya se acercó a la alacena que Rosa le indicó—. Voy a preparar una infusión y me cuentas toda la historia. ¿Cuánto tardará tu marido en volver?
Rosa se rio amargamente.
—Horas. Se ha ido al café a emborracharse.
Freya cogió dos tazas.
—Estupendo. Así tendremos tiempo de sobra para ponernos al día. ¿Por qué no empiezas por el principio y me cuentas cómo acabaste metida en este lío?
Rosa fue contándole su historia. Estuvieron hablando hasta las tantas.
—Lo raro es que no me parece que se haya ido.
—¿Quién? ¿Jordi? —Freya tomó un sorbo de infusión.
—Lo noto aquí —dijo, poniéndose un puño sobre el corazón—. A veces veo cosas, pero nunca lo veo morir.
—¿Te refieres a visiones?
Rosa asintió.
—Mi madre, y antes mi abuela, eran mujeres inteligentes, expertas en hierbas. Las llamamos «curanderas», aunque algunos las llaman «hechiceras» o brujas que practican la magia blanca. Me enseñaron a preparar medicinas para curar a la gente. Me enseñaron a recoger hierbas y plantas a medianoche.
—Así que tú también tienes el don.
—Sí. Soy una de dos: tenía una hermana gemela que murió cuando éramos pequeñas. —Rosa hizo una pausa—. Tengo esto —se arremangó la chaqueta negra y le enseñó los dedos a Freya, delgados como los de una niña. En la cara externa de los meñiques tenía unas cicatrices pálidas—. Tenía seis dedos, uno más en cada mano. El médico me los quitó cuando nací.
Freya enarcó las cejas.
—¿Seis dedos? Bueno —dijo amablemente—, la gente siempre teme a las mujeres sabias.
—Mi familia es gitana. Vivía en las cuevas del Sacromonte. Allí crecí yo.
—He oído hablar del Sacromonte. ¿No es allí donde va la gente a ver bailar?
—Sí. Siempre estamos bailando, por dinero o por gusto. Puedo contarte historias de derviches y de profetas musulmanes que estuvieron allí muchísimo antes de que la gente viniera a vernos bailar. Allí fue donde aprendí.
—¿Flamenco?
Rosa hizo una mueca, gesticulando con la mano.
—Es más que eso. La música, las canciones, el cante jondo, es… —Señaló hacia el suelo y fue subiendo las manos como si algo se elevara de él—. Es la vida, el duende…
—¿Duende?
—El espíritu. Hay quien dice que es el diablo, un fantasma… pero también es mágico. —Se golpeó el corazón—. Pasión. ¿Conoces a Lorca?
—¿El poeta? Algo de él he leído. —Freya se miró las manos—. He oído la muerte espantosa que tuvo.
—Federico era amigo mío —dijo con orgullo Rosa—. Mi familia trabajaba para la suya. Su antigua ama de llaves era mi prima. Cuando la visitaba lo veía. Fue al Sacromonte a verme bailar.
—¿De verdad? ¡Qué maravilla! ¿Alguna vez te leyó algo?
—Sí. Era muy amable, un buen hombre. Me dio uno de sus libros. —Rosa fue al tocador y sacó un volumen escondido debajo de unos cuantos viejos libros de cocina—. Nunca lo he leído, claro. No sé leer.
Freya lo abrió y vio que Lorca le había dedicado el libro a Rosa.
—Puedo ayudarte, si quieres. Enseñarte los rudimentos.
—¿Harías eso por mí? —Se le iluminó la mirada. Cogió el libro de manos de Freya y pasó los dedos por la cubierta antes de volver a esconderlo entre los libros de cocina—. Lo pongo aquí porque Vicente nunca mira los libros de recetas. —Le guiñó un ojo—. Aunque yo tampoco. No quiero leer recetarios, pero si me enseñas a leer a Lorca, bueno… —Bajó la mirada—. Lo mataron. Esos hijos de puta le dispararon aquí —se señaló el trasero—. Y todo porque había dicho que le gustaban los hombres. —Sacudió la cabeza—. ¿A quién le importa eso? El amor es el amor. Lorca era un genio.
—Sigue con tu historia —le dijo Freya con dulzura.
Rosa ladeó la cabeza.
—Bueno… Cuando empezaron a matar a mis amigos pensé que era hora de marcharme. Fui a Madrid, pero mi familia se fue a Málaga. —Sacudió la cabeza—. ¿Te has enterado de lo que hicieron en Málaga? La gente huía a cientos, a miles por la carretera; mujeres, niños… y, ¿qué hicieron los fascistas bastardos? —Se estremeció recordando lo que veía en sueños: los aviones zumbando, sobrevolando a los refugiados.
—He oído que los aviones ametrallaban a los refugiados. Decía un amigo que vio cómo dibujaban pautas entre la gente de las carreteras.
—Bueno, pues ahí estaba mi familia. La gente a la que asesinaban en esas pautas que dibujaban era de mi familia. —Se golpeó el pecho—. Sentí cómo caían.
—Lo encuentro insoportable. ¿Qué clase de mundo es este en el que hombres en avión, con ametralladoras, siegan a mujeres y niños indefensos?
—No es un mundo, es el infierno. Hemos creado el infierno en la tierra. Tal vez la muerte sea mejor. ¡Oh, ya sé que algunos republicanos no están libres de culpa! Mis camaradas matan… pero ¿en comparación con lo que hacen los fascistas? —Se abrigó los hombros con el mantón.
—Tú has sobrevivido y tienes al bebé. Eso es algo, al menos.
Rosa la miró angustiada.
—Sobrevivir… ¿para qué? Solo para perder al hombre al que amo, al padre de mi hijo. —Contenía las lágrimas—. Cuando conocí a Jordi en Madrid, él me hacía sentir tan fuerte… Por primera vez en mi vida él hizo que me sintiera libre. Me lo contó todo sobre política, me abrió los ojos. Ojalá le hubieras visto hablar, que hubieras podido ver cómo hacía que la gente se sintiera. Sin él —dijo, sonriendo tristemente— ya no me siento fuerte. Ni segura. Pero todavía lo percibo. Vicente me dice que ha muerto, dice que vio la documentación que le quitaron al cadáver.
—¿Por qué te casaste con Vicente? ¿Te obligó él, Rosa? No te habrá pegado, ¿verdad? He conocido a otros hombres como él.
Rosa negó con la cabeza.
—Él… Vicente es listo. Yo estaba muy mal cuando me dijo que Jordi había muerto. Me pasé días sin comer ni dormir. Quería morirme. Cuando se lo dije, me dijo que pensara en el bebé. —Miró a Freya—. Son malos tiempos. Quiero darle a mi hijo lo único que puedo darle: legitimidad.
—Lo entiendo.
—De momento aquí está a salvo. Tengo a Macu que me ayuda en casa. Es una buena chica. —Rosa le sonrió—. Y ahora tú y yo seremos amigas. Tenías que venir. Lo presiento.
VALENCIA, octubre de 2001
La casa retumbaba con el ritmo del agua que caía. Emma había puesto ollas y sartenes para recoger las goteras y estaba sentada a la mesa de la cocina, tiritando. Cuando había ido a preparar café aquella mañana, el fogón se había apagado. La bombona de gas se había terminado, lo que significaba que se había quedado sin desayuno y que no tendría agua caliente para lavarse hasta que el repartidor de butano descargara en la plaza a la mañana siguiente. Miró la gata que maullaba lastimera en la puerta trasera.
—Hola. ¿Tú otra vez? —El animal parpadeó, impasible—. ¿Tienes hambre? —Emma buscó en la alacena y sacó una lata—. Al menos estás bien—. Abrió el atún y se lo dejó en el umbral.
A la luz pálida de octubre la observó comer.
—¿Dónde has escondido a los gatitos, eh? —Se puso en cuclillas e intentó acariciarle el lomo. La gata bufó y se marchó corriendo por el jardín con un trozo de pescado en la boca. —No te preocupes —le gritó Emma—. No hace falta que me des las gracias. —Se apoyó en la puerta a contemplar el jardín lluvioso. Tenía peor aspecto, en cierto modo, ahora que habían quitado la maleza. La zona de hierba tenía aspecto de muerta, los muros circundantes necesitaban una mano de pintura.
Emma se arrebujó en el abrigo que llevaba encima del pijama, se puso un par de botas de agua y decidió buscar fuera de la casa una bombona de butano vacía. Cogió la linterna y fue chapoteando por el jardín. El antiguo almacén estaba silencioso y oscuro, con telarañas polvorientas en las vigas. Encendió la linterna. Allí había poco que fuera de utilidad: solo el cortacésped que le había comprado a Aziz y una lata de gasolina. Iluminó con el haz de la linterna la pared y caminó hacia una puerta del fondo que no había visto hasta entonces, parcialmente oculta por cañas de bambú y rastrillos oxidados. Lo apartó todo, tirándolo al suelo de cemento. La madera estaba hinchada y tuvo que forcejear para abrirla.
Al principio no vio más que hilera tras hilera de plantas secas colgadas de los estantes de rejilla de un armario profundo, como un bosque petrificado. Luego se dio cuenta de que había algo al fondo del estante superior, una sombra oscura. Se empinó, tanteando el polvo con los dedos hasta tocar algo de piedra. Se subió al estante inferior, esperando que aguantara su peso, y bajó el pesado mortero de piedra. «¡Qué bonito! Tiene que ser muy antiguo», pensó. Volvió a auparse y miró en el estante, buscando la maza. Había rodado hacia la parte posterior y estaba apoyada contra un par de libros viejos. Emma los bajó y salió al jardín, tosiendo por el polvo.
Se paró en la puerta de la cocina. Una mujer pequeña vestida de negro y tan frágil como el esqueleto de un pajarito daba vueltas por la habitación, acariciando con la mano la vieja mesa. Llevaba el pelo blanco recogido en un moño en la nuca y tenía un bonito lunar entre las cejas.
—Buenos días —la saludó Emma—. ¿Puedo hacer algo por usted? —Dejó el mortero y la mano en la mesa, con los libros al lado.
La anciana palideció.
—¡Madre mía!
—¿Está usted bien? Siento haberla asustado.
La mujer se rehízo.
—No la he oído llegar. —Sostenía el bolso de charol sobre la barriga, como para protegerse—. Soy Inmaculada. Todos me llaman Macu. Fidel me ha dicho que quería usted verme.
—¡Oh! Encantada de conocerla. Y gracias por venir. —Emma se desempolvó las manos—. Iba a prepararme un café, pero se ha terminado el gas.
—¿Vive usted aquí sola, en estas condiciones? —Macu sacudió la cabeza sentándose en la silla que Emma había apartado para ella.
—No está tan mal. Voy a reformarla… —A la mujer se le notaba en la cara que estaba preocupada—. Es agradable tener visitas. A todos les asusta esta casa.
—¿La casa? —Chasqueó la lengua—. Nunca se teme una casa, se teme a la gente. A los fantasmas, tal vez. —Se encogió de hombros y miró hacia el vientre de Emma—. ¿Está…?
—Sí. Nacerá en enero.
—Va a necesitar ayuda, sobre todo en su estado. ¿Tiene familia aquí?
—No. Mi madre compró esta casa, pero ha muerto.
—No tiene familia. —Siguió la mirada de Emma hasta una foto enmarcada que había en el alféizar—. ¿Es su madre?
Emma notó su sorpresa.
—¿Cómo se llamaba?
—Liberty.
—¿Quién era su abuela? —Emma detectó tensión en su voz.
—¿Mi abuela? Se llama Freya Temple.
—¿Freya? —Macu la estaba mirando—. ¿Todavía vive? Nunca hubiese dicho…
—¿Conoce a Freya?
Macu se apoyó en el respaldo de la silla.
—Estuvo aquí hace mucho tiempo.
—¿Durante la guerra?
Macu dudó un instante.
—Sí, durante la guerra.
—¿Puedo preguntarle algo? —Emma sacó de la cartera las dos fotos y se las dio a Macu—. ¿Conoce a estas personas?
Macu inspiró profundamente, como si le hubieran dado una bofetada.
—Eran amigos míos. Esta es Rosa… —La voz se le quebró.
Emma se puso en cuclillas a su lado para mirar las fotografías.
—¿Y el joven?
—Es Jordi. Jordi del Valle.
—Así que esta era su casa. Me encantaría saber cosas sobre ella. Me interesa mucho enterarme de la historia de este lugar. —Notó que Macu era reacia—. Es increíble que conociera a Freya. ¿Trabajó con ella en los hospitales?
Macu le devolvió las fotos y le cerró los dedos sobre ellas.
—Yo… Me ha encantado conocerla, saber de Freya y de su madre. —La miró a los ojos—. Algún día hablaremos. Primero tiene que hablarme de su abuela. —Parpadeó y miró a su alrededor—. ¡Oh, las cosas que han visto estas paredes! Mírela ahora. Se está cayendo a pedazos.
—Como yo —dijo Emma, riendo. Se levantó torpemente y se apoyó en la mesa de la cocina—. Fidel me ha dicho que puede hablarme de los ingredientes de la zona, también. Fabrico perfumes.
—¿Sí? —Macu sonrió—. Mi amiga, la que vivía aquí, Rosa, era buena con las hierbas. Preparaba medicinas, era curandera.
—¿De verdad? Tiene que contarme algunas cosas sobre ella.
—Mi hija me espera en el coche, así que tengo que irme. Venga a casa un día de estos. —Macu se levantó pesadamente—. Entonces podremos hablar como es debido. —Miró el pasillo polvoriento—. Entretanto le mandaré a una de las hijas de nuestra asistenta para que le eche una mano. Sole también tiene buena mano con los niños.
—No es necesario.
—Quiero hacerlo —le cogió la mano—. Está sola aquí. Eso no está bien.
—Gracias. Una cosa menos de la que preocuparme. Ahora solo tengo que encontrar albañiles —dijo Emma, abriéndole la puerta.