—Por eso nos necesita España —dijo él, palmeándole el hombro y alejándose—. Viva día a día. Ahora no hay mañana, no hay ayer para muchos de nosotros. Solo existe lo que podemos hacer, lo que podemos conseguir hoy. Así es como puede ayudar.
VALENCIA, septiembre de 2001
Debajo de las tablas del suelo de la habitación de Emma había una pequeña fotografía de un niño al que le bailaban los ojos. A veces, cuando el sol daba en la rendija de las contraventanas, un fino haz de luz incidía sobre el suelo y le iluminaba la cara. La fotografía estaba tirada entre el polvo de décadas, junto con agujas de coser y botones que se habían colado entre los tablones y otra foto caída boca abajo uno de cuyos bordes tocaba al niño. Era como si estuviera esperando.
—Estoy bien —insistió Emma, sujetando el teléfono entre la barbilla y el hombro mientras se ponía un pendiente—. ¿La casa? No está en tan mal estado —dijo, sin demasiado convencimiento, mirando a su alrededor e intentando coger el otro pendiente del viejo tocador.
—¿Tienes al menos una cama decente? —le preguntó Freya—. Tienes que cuidarte la espalda, Emma.
—He encargado una —repuso distraída. Buscaba a tientas el pendiente y se le cayó. Lo miró dar vueltas por el suelo pulido y desaparecer por la rendija.
—¡Maldita sea!
—¿Qué pasa?
—Nada, no te preocupes. Es que se me ha caído una cosa. Un pendiente que me regaló Joe por Navidad. —Suspiró poniéndose a gatas—. Escucha, te llamo luego. Tengo que hacer un par de recados en la ciudad.
—Cuéntame lo que te haya dicho el médico, ¿vale?
—Lo haré. Te quiero, abuela.
Emma se apoyó en el tablón, probándolo. Le pareció que estaba suelto, porque crujió cuando ejerció presión sobre él. «Alguna ventaja tenía que tener vivir en una vieja ruina», pensó. Encontró una palanca en la leñera y se la llevó a la casa. Aziz, que estaba al lado de un fuego en el que quemaba toda la maleza que había quitado del jardín, la miró.
—¿Puedo ayudar? No debe levantar cosas pesadas estando embarazada.
—Tengo que levantar un tablón del dormitorio. ¿Crees que podrás?
Aziz tardó poco en sacar el tablón.
—Esto no está bien —dijo, apartándolo—. Estas tablas son viejas. Necesita usted un constructor.
—Ya lo sé —dijo Emma, poniéndose en cuclillas. Espantando con la mano la nube de polvo—. ¡Aquí está! Levantó el pendiente y lo limpió.
—Mire todo esto —dijo Aziz—. Se estiró y sacó la foto.
—¡Oh! ¿No es maravilloso? —dijo Emma cuando se la tendió—. Aquí hay otra. —La cogió y las puso una al lado de la otra—. ¿Quiénes serían? —Les desempolvó la cara con un dedo.
—A lo mejor puede preguntárselo al agente inmobiliario. Puede que sepa quién vivía aquí.
—Buena idea. Llamaré a la tienda antes de ir a la ciudad esta tarde y veré si Fidel anda por aquí.
A Emma le encantaba el ritmo de su nueva vida. Después de semanas de agitación, sentía verdadero placer viendo que el jardín tomaba forma. A la hora del almuerzo, cuando iba hacia la puerta, levantó la cabeza hacia el
bu-bu-bu
de la abubilla que se había instalado en el antiguo campanario y sonrió.
Siempre le había gustado el otoño y el olor del humo de la hoguera que invadía el jardín le daba a la villa un aire más hogareño.
Salió a la calle y bajó hacia el pueblo con un ramo de rosas Bianca en los brazos. Delante del café había una mesa de optimistas y escandalosos viejos con una gran dama que era el centro de atención. Parecía que llevaban allí sentados un rato. Un funeral retenía el tráfico y los coches lo sorteaban despacio. A Emma las tripas le rugieron de hambre cuando vio que la mujer servía platos de paella de una gran paellera puesta encima de un trozo de cartón ondulado. Un hombre sentado solo que comía anguilas con ajo y pimientos sumergió pan en un plato con aceite de oliva y se lo echó a un perrito negro que se alejó a saltos para unirse a su pandilla de perros callejeros y levantó la pata en una botella de agua que alguien había dejado en la esquina de la calle.
La bandera valenciana ondeaba al viento en la fachada del Ayuntamiento y Emma evitó chocar con un viejo que llevaba una camisa a cuadros que se agachó, con un puro en la boca, a pellizcarle la mejilla a un bebé en un cochecito. «¡Qué bonita!», le oyó decir. Emma le sonrió a la madre. Empezaba a reconocer caras en La Pobla, a aprender las costumbres del pueblo. Sabía, cuando llegó al final de la calle, que la pareja de ancianos estaría sentada en cajas naranja puestas boca abajo pelando patatas a la puerta de su desmoronada mansión barroca. Sabía cuando pasó por delante del bar Musical que oiría la música de la banda de las Fallas. Emma adelantó a dos miembros de la banda que llegaban tarde al ensayo pero sin apresurarse, con el sol otoñal arrancando destellos a su corno francés y su trombón.
Se paró en el bordillo de la cera para cruzar. La efigie de un santo en una hornacina con tejadillo miraba hacia abajo a un agente de la Policía Local que dirigía el baile de coches y motos como un coreógrafo, moviendo en arco los brazos, moldeando el aire. Chicas con pantalones de licra y chaqueta acolchada iban en moto, agarradas de sus novios, todos con cresta engominada y un cigarrillo en la comisura de los labios, acelerando entre los coches atascados.
El portal de al lado estaba adornado con hojas de palmera y pétalos para una boda.
En el mercado la recibió el olor del cuero y luego el de carne chamuscada. Un chihuahua corrió por encima de las mantas de los vendedores de ponchos peruanos y telas y se le escurrió entre las piernas. En medio del ajetreo de comerciantes y gente del pueblo que se iba a comer, vio la tienda de la hija de Fidel. Supo inmediatamente lo que le recordaba su colmado.
Siendo Emma una niña, Liberty había conocido a una mujer cuya hija había desaparecido. La madre tenía una pequeña tienda, una mina de joyería hippy y aceite de pachulí situada en una tranquila calle que desembocaba en King’s Road. Todos los adolescentes se sentían atraídos hacia ella por una curiosidad morbosa. Entrar en la tienda desde el bullicio de Chelsea era como entrar en una sala victoriana dispuesta para un duelo más que para vender. La pena lo inundaba todo. Despertaba su sensiblería.
En sus viajes, Emma había llegado a la conclusión de que en todos los pueblos había una tienda como aquella: una tienda por la que no pasaba el tiempo, suspendida en ámbar. Aquellos comercios existían en un limbo sin clientela, vendiendo un par de bragas o unas pantuflas polvorientas. La tranquilizaba encontrar aquella constante en todo el mundo. Le encantaban los grandes almacenes estadounidenses, surtidos de curiosidades, gasolina y raciones de supervivencia. En Europa buscaba lo prodigioso: la tienda con una sola casa de muñecas en una galería de cristal de París; un comercio de iconos de Florencia. Lo que vendían era distinto, pero todas tenían la atmósfera de aquella tiendecita de su ciudad natal, de una quietud casi religiosa, la atmósfera de haber sobrevivido a la pérdida.
En los días transcurridos mientras se instalaba, se había dado cuenta de que había muchas tiendas así en las calles de Valencia, en las que vendían abanicos o peinetas, pero solo la de Fidel había sobrevivido a la modernización del pueblo, a la invasión de tiendas de todo a cien y panaderías elegantes. Estaba encajada detrás de la escalera de piedra de un lado de la iglesia. Los expositores de tomates relucientes, gordas berenjenas y suculentos melones estaban junto a la puerta verde entreabierta, que la invitaba tímidamente a entrar. Dentro, encima de un cuadrado de mesas de caballete cubiertas de tela de cuatros rojos y blancos, había cestas de verduras frescas. Sorprendentemente, había otra clienta en la tienda, una anciana con aspecto de gitana que sostenía contra la cadera una cesta de pimientos rojos mientras conversaba con la hija de Fidel. Miró a Emma con curiosidad.
—Buenos días —saludó Emma cuando la clienta se fue—. ¿Está su padre?
—Sí. Se ha ido a casa a comer y ha vuelto.
La chica apartó una cortina y acompañó a Emma hasta un patio trasero. Mientras Emma echaba un vistazo, recordó que Fidel le había dicho que la familia seguía viviendo allí, encima de la tienda.
—¡Ah, Emma! —dijo el hombre, saliendo del taller—. ¿Cómo está? ¿Ha venido por el expositor? —Encendió la luz del antiguo almacén—. Coja lo que quiera —dijo, indicándole un expositor de hierro forjado oxidado para flores—. Tuvo mejores épocas, pero si le gusta…
—¡Me encanta! ¡Es precioso!
—Antes de morir, mi mujer lo usaba para vender flores a la puerta de la tienda.
Emma sonrió con compasión. Todo estaba bien, su instinto no le había fallado.
—Me alegro de que alguien vuelva a vender flores en el pueblo. Mucho mejor que los lastimosos ramos de claveles del hipermercado.
—Tiene que dejar que le pague algo por esto.
—¡Bah! —Sacudió la mano, descartando la idea—. Me hace un favor. Esto está hasta los topes.
Emma miró el pulcro patio encalado con las macetas de geranios y la fuente cantarina.
—No sé qué decir.
—Es un verdadero placer. —Ladeó la cabeza—. No parece florista.
Emma se rio.
—No lo soy. Soy perfumista.
—¿En serio? Pues ha venido al lugar adecuado. En España nos encanta el perfume. En todos los pueblos hay una perfumería.
—Dígame… ¿Sabe usted algo acerca de la historia de la casa, de Villa del Valle? —Emma sacó las fotos de la cartera y se las enseñó—. He encontrado esto debajo de los tablones del suelo esta mañana.
—Parecen muy antiguas. —Fidel sacudió la cabeza y apartó la mirada—. No, no sé nada de la casa. Mi inmobiliaria tenía los contratos de la familia Del Valle, pero eso es todo. Ha habido unos cuantos inquilinos en estos años, pero lleva mucho tiempo deshabitada.
—¿Cuánto hace que vive usted aquí?
—Mi familia llegó en los años cuarenta. Lo siento, no puedo ayudarla. —Pensó un momento—. Pregunte a Inmaculada. La familia De Santangel vive en La Pobla desde hace siglos. Cuando venga a la tienda le diré que se pase a verla.
—Gracias. —Emma salió a la acera.
—Así pues, ¿qué le parece Valencia?
—Todavía no lo sé. Quiero decir… Me encanta, pero me parece bastante…
—Es difícil ver más allá de la superficie, posiblemente. La gente es cauta. Somos muy diferentes del resto de los españoles. Esta tierra estuvo en manos de los moros durante muchos siglos y tenemos más de catalanes que de castellanos.
Emma asintió con la cabeza.
—Se nota en el idioma: encuentro el valenciano más parecido al catalán o al francés.
—Espero que arraiguemos en usted. Es un lugar agradable, un buen lugar.
—Espero quedarme —dijo Emma—. Quiero crear perfumes aquí, con ingredientes españoles.
—¡Ah! Entonces tiene que hablar con Inmaculada, no cabe duda. Los De Santangel son los que más tierras tienen de por aquí. —Le estrechó la mano—. Le diré a Macu que vaya a verla.
Emma tenía una cita con un médico de Valencia que hablaba inglés, así que metió el bolso en el viejo Land Rover que se había comprado y se marchó a la ciudad. Cuando el tráfico redujo la velocidad al cruzar el lecho seco del Turia, bajó la ventanilla y la brisa le acarició el pelo. Su móvil vibró y Emma se puso el auricular.
—Hola, Freya.
—Solo quería comprobar que te acordabas. Tienes la cita dentro de diez minutos.
Emma se rio.
—Voy de camino. Deja de preocuparte.
—Por lo visto es un buen médico. Tu viejo médico de cabecera de la calle Sloane me lo recomendó.
—Habría encontrado un médico yo misma…
—No puedes arriesgarte, cariño. De todos modos, me preocupo. Manejas demasiadas cosas una vez más. ¿Cómo se te ocurre abrir una floristería nada más llegar?
Emma puso el intermitente para meterse en el aparcamiento, cerca de la plaza de toros.
—No hago más que ayudar a un chico marroquí.
—¡Oh, Em! ¿Otra buena causa? No tienes remedio, como tu madre.
—Se las apaña bastante bien, de hecho. —Emma tenía el ceño fruncido—. Y me ayuda con el jardín. —Cerró el coche y caminó hacia una callecita sombreada. Pensó por un instante en pedirle consejo a Freya para encontrar albañiles, pero tuvo una visión de su abuela dirigiendo el proyecto de reforma desde Londres—. Me las arreglo. Me siento mejor de lo que me había sentido en años.
—Bien. Eso está bien. ¿Comes?
—Sí. —Emma se reía—. He recuperado unos kilos. No muchos, pero estoy segura de que el bebé está bien.
—Libby estaba delgada mientras estuvo embarazada de ti, hasta los últimos meses.
—Ahora que mencionas a mamá, quería preguntarte una cosa. —Emma se detuvo para que pasara un coche antes de cruzar la calzada—. ¿Abuela?
—Sí.
Emma percibió que dudaba.
—¿Sabes por qué compró mamá esta casa?
—No… Bueno, ya sabes lo impulsiva que era tu madre.
—Me preguntaba si sabías algo sobre esto. Hoy he encontrado unas fotos antiguas, de un chico y una chica. En una de las cartas, mamá decía…
—Sabe Dios, cariño. En una casa antigua como esa, vete a saber quiénes son.
Emma achicó los ojos. Por la manera de hablar de Freya sabía que no quería hablar de aquello.
—No te pregunto si conocías a esas personas, te pregunto si sabes algo de la casa.
—No sé nada —dijo Freya enojada—. ¿Qué es esto? ¿La Inquisición española?
Las dos se callaron y luego su abuela se echó a reír.
—¡Oh, querida…! —dijo Freya, recobrando el aliento—. A tu madre siempre le encantó Monty Python, ¿verdad?
Emma sonrió. Evidentemente aquel no era momento de preguntarle a Freya por la carta de Liberty.
—¿Va todo bien por ahí?
—Nada de particular. La señora Stafford ha vuelto —dijo con cierto retintín—. Pero puedo manejarla.
Emma consultó la hora. En aquel momento no tenía ganas de pensar en Delilah.
—Tengo que dejarte —le dijo, caminando rápido hacia una puerta con una placa de latón—. Te mandaré la ecografía por correo electrónico. Te quiero.
Una hora más tarde, Emma salió al sol vespertino, con una imagen de su bebé en la mano. Se detuvo en el portal.
—¡Mírate! —le dijo a la criatura. Iba por la calle como si bailara, enseñando la ecografía a todas las personas con las que se cruzaba. Las cúpulas azules de la ciudad le parecían más brillantes, la piedra caliza más cálida.