—Espera —le dijo a Hugo. Mientras los hombres marchaban hacia el frente, Charles pasó la película de su cámara y enfocó los rostros como máscaras de una madre con su hijo tendidos juntos, muertos, al final de la calle.
—¿Qué haces? —Un miliciano español lo agarró por el cuello de la camisa—. ¡Buitres! ¡Los periodistas me ponéis enfermo! —Le escupió.
Charles lo miró sin verlo y Hugo lo agarró del brazo y lo apartó.
—Es mi trabajo —dijo Charles—. Estoy haciendo mi trabajo.
Al anochecer las sombras de las palomas se movían sobre los cuerpos amontonados de los hombres. A Charles le pareció que se había abierto la boca del infierno. En el fragor de la batalla había perdido a Hugo. Sabía que tenía que salir de allí, que los coches de la prensa se irían pronto. Corrió ciegamente hacia un portal en el que refugiarse, oyendo las balas que rebotaban a su espalda. Se agazapó. Los ojos le picaban, llenos de humo y sudor. El corazón le martilleaba en el pecho. Agarró la culata caliente de su fusil, comprobó la munición y abrió la puerta con un hombro. Corrió por un aula abandonada, entre pizarras agrietadas y rotas. Los bancos estaban quebrados como cerillas. El agua caía de las tuberías reventadas. Bajó corriendo una escalera destrozada hacia la oscuridad, pisando charcos negros, intuyendo por dónde iba, deseando desesperadamente no encontrar ningún cadáver. Apoyó la espalda en la pared, junto a una ventana rota y echó un vistazo cauteloso a su alrededor, por si había francotiradores. Miró por la ventana, hacia el campus, y vio a las tropas de Marruecos moviéndose a lo lejos, entre la neblina. Tenía que correr. El terror le atenazaba el estómago mientras corría agachado y poniéndose a cubierto. Se lanzó de cabeza al refugio subterráneo más cercano justo en el momento en que se producía una tremenda explosión. La tierra saltó a su alrededor y la fuerza de la deflagración fue como un puñetazo en el pecho. Se acurrucó, enterrando la cabeza entre las rodillas.
—¡Dios! —gritó, con las tripas flojas de terror.
Se quedó tendido, temblando, mientras se hacía de noche, recordando el día en que Comrade Marty se había dirigido a los nuevos reclutas que abarrotaban la plaza de armas de Albacete como sardinas. La gorra de lana que le habían dado le picaba y las botas eran malas. Ya se le habían hecho ampollas en los talones durante la instrucción de aquella mañana, pero cuando miró a su alrededor y vio los harapos que vestían muchos soldados se dio cuenta de lo afortunado que había sido. Algunos llevaban excedentes de la Gran Guerra, otros con lo que parecían disfraces de pantomima. El comandante, sin embargo, con chaqueta de piel negra y boina oscura, llevaba en el cinturón Sam Browne una pistola automática de nueve milímetros.
—Desde aquí seréis trasladados al campo de entrenamiento de Madrigueras —había gritado el comandante.
—¿Cómo es que él lleva pistola? —había murmurado Charles.
—Es el jefe —le había respondido en un susurro Hugo—. A los demás nos basta un mango de escoba. Me parece que esos centinelas es la primera vez que empuñan un fusil. —Había mirado a un chico apoyado en la pared—. ¡Por el amor de Dios, hombre, deja de fumar! —había siseado, señalando las cajas de dinamita apiladas a su lado.
—Esto no me convence —había dicho Charles—. Creía que tenían armas suficientes para todos.
—Sí, habría estado bien.
—Sé por qué luchamos, pero no estoy demasiado seguro de cómo lo haremos.
—Ya es demasiado tarde para que nos echemos atrás, Charles —le había dicho Hugo—. Se quedaron con nuestro pasaporte en Figueras.
Charles se había acordado entonces del rubicundo hombre moreno de la garita del viejo castillo.
Les había tomado los datos y metido luego los pasaportes en una caja a rebosar de otros pertenecientes a multitud de países.
—Vale —había dicho, entregándoles un billete de cien pesetas, condones y una gorra de campaña con una borla—. Ya formáis parte del Ejército republicano. —Había levantado el puño en un gesto que Charles y Hugo habían imitado sin demasiada convicción.
Marty había levantado la voz.
—¿Quién sabe conducir un camión?
Unos cuantos hombres habían alzado la mano.
—De acuerdo. Formad una fila aquí. ¿Quién sabe ir en moto? ¿Hay alguien con conocimientos médicos?
Cuando el último hombre se hubo colocado arrastrando los pies, había mirado a los que quedaban.
—El resto sois de Infantería. Haréis historia.
—Incluso un mapa habría sido de agradecer —había dicho Charles entre dientes, soplándose las manos y mirando el grupo de andrajosos mineros, estibadores, ex convictos y soñadores universitarios—. Alguien tendrá al menos una guía Michelin en alguna parte, ¿no?
—Ni mapas ni brújulas —había dicho Hugo alegremente—. Será el caos en el aguanieve y la oscuridad. —Tiritaba—. Me parece que tendrían que pagarnos más de diez pesetas al día.
—¡Tú, Temple! —Marty lo había señalado—. Eres periodista, ¿verdad?
—Trabajamos para el rotativo
Manchester Guardian
, señor. —Charles había adoptado la postura de firmes—. Pero quisiéramos luchar con las Brigadas, señor, si es posible.
—Bien. Hay demasiados periodistas y fotógrafos para la campaña. —Marty había pasado revista a una fila—. Madrid será vuestra base de operaciones. Informad al cuartel general de las Brigadas de aquí. —Había estampado su firma en un papel—. Aquí tenéis un salvoconducto para los dos. Luchad si queréis, pero quiero que informéis desde todos los puntos del país. Contad a los británicos lo que está pasando aquí. Os conseguiremos un coche.
—Gracias, señor. —Charles había saludado con el puño en alto.
«Gracias, señor —pensó, poniéndose en cuclillas. El aire nocturno era cada vez más frío y llevaba la ropa húmeda y asquerosa—. Ahora mismo preferiría estar acompañando la marcha.» Se acordó con nostalgia de su habitación de hotel. Recordó que se había quejado a Hugo por los jergones de paja infestados de piojos en los que habían tenido que dormir en Albacete, y por las letrinas llenas a rebosar. En aquel momento se habría alegrado de tener ambas cosas.
—El olor de la guerra es de comida podrida y mierda —había dicho, dejándose caer en su cama del cuartel.
—Ahí lo tienes. ¿No te costaba dar con la frase inicial para tu primer artículo? Tiene mucha chispa. —Se había inclinado hacia delante y encendido la mecha de una lata llena de aceite de oliva. La llama había danzado y una débil luz había iluminado la oscuridad—. Estos condenados piojos me están matando —había dicho, rascándose la entrepierna.
—Es de las ratas de lo que tienes que cuidarte. ¿No has oído la canción? «Hay ratas, ratas, ratas grandes como gatos…»
Hugo había fruncido el ceño.
—¿Estás seguro de que estamos hechos para esto?
—Claro que sí. —Charles lo había mirado—. Podemos escribir y podemos ver la verdad. Cuando uno ve la basura que publican los periódicos ingleses contra los republicanos… Me pongo furioso. —Había pensado en las caras marcadas de agotamiento de los brigadistas que habían vuelto de Aragón. Le habían parecido locos de amargura. «Es un fracaso; no hay artillería ni aviones», decían. Hablaban de la brutalidad de los marroquíes, de amigos a los que habían rebanado la garganta y arrojado como si tal cosa desde un puente.
Ahora Charles comprendía lo que habían visto. Apretó los párpados. Pensó en lo esperanzados que estaban cuando iban hacia Madrid. Recordó las canciones en el tren mientras él y Hugo iban sentados en tercera clase, entre mujeres con gallinas en el regazo. En las estaciones la multitud aclamaba a los soldados: «¡Salud! ¡No pasarán!» Cantaban
La Internacional
con campesinos que les daban naranjas, aceitunas y vino. En cada andén había un mar de puños alzados cuando el tren pasaba con la máquina resoplando y los vagones traqueteando y sacudiéndose. Recordó a una muchacha de ojos negros que le lanzaba besos, gritándole: «¡Chico, tu mujer no está aquí para despedirte con un beso!»
—¡Una esposa! Eso sí que estaría bien —dijo Charles entre dientes, poniéndose de lado. Le castañeteaban los dientes. Un macabro murmullo en distintos idiomas resonó a su alrededor entre explosión y explosión.
—¿Charles? —Hugo se agachó sobre él—. ¿Estás bien? No te veía aquí dentro.
Charles veía que los labios de Hugo se movían, pero no oía lo que decía, como si estuviera hablándole desde debajo del agua.
—¡Gracias a Dios! Creía que tú…
—¿Qué ha pasado?
—Ha estado a punto de alcanzarme un obús. Me temo que estoy bastante maltrecho.
Hugo lo cogió con cuidado del brazo.
—Salgamos de aquí. Quiero escribir mi artículo ahora que lo tengo todo fresco en la memoria. Señor… Ha sido un infierno. Al final hemos luchado habitación por habitación. —Sonrió—. Vamos, será mejor que te laves. —Guio a Charles más allá de las barricadas erizadas de patas de silla y forradas de colchones. Siluetas sin rostro pasaban a su lado en la oscuridad. Caminaron a trompicones hacia el coche de la prensa, por una calle con huellas de sangre. Sonaba un despertador en alguna parte.
—Vámonos —le dijo Charles a Hugo arrellanándose en el asiento. La puerta del coche se cerró de golpe y cerró los ojos mientras el vehículo daba marcha atrás.
LONDRES, 11 de septiembre de 2001
—Abre los ojos.
Emma recordó la voz alegre de Joe, la calidez de su aliento en la oreja. Había notado el peso de la cadera de él contra la suya, sus muslos se tocaban.
—¡No puedo!
Se había quedado en el suelo, paralizada, delante del frío cristal del mirador del World Trade Center, incapaz de moverse, con las suelas de las Converse clavadas contra el antepecho, tratando de retroceder.
Joe le había apretado la mano.
—Confía en mí. Abre los ojos.
Había abierto uno, acobardada.
—Mira esto. —Él se reía—. Es precioso. —Habían vuelto la cara hacia la tierra, mirando por encima de Nueva York—. Me siento como si volara.
A sus pies, la ciudad bullía de actividad y el sol primaveral rielaba en el agua, iluminaba miles de ventanas, caldeaba la vegetación de Central Park.
Emma había sentido vértigo. Todo le daba vueltas y se le secó la boca. En lo único que podía pensar era en lo que pasaría si el cristal cedía. Retrocediendo un poco, había mirado a Joe.
—¿Ya estás contento? He aceptado el reto.
Él la había alzado, riendo.
—Ahora que te tengo, nunca te soltaré.
Emma, enterrando la cabeza en su pecho, le había pasado los brazos por debajo de su chaleco acolchado Puffa. Tocarlo todavía la embriagaba por aquel entonces. Aquella mañana se habían estado besando durante horas. Cuando estaban juntos era como si fueran un solo ser, no dos, cuerpo contra cuerpo, hambrientos el uno del otro.
—¡Eh…! —le había dicho él—. No lo decías en broma, ¿verdad? ¿Estás bien?
Emma le había dado un puñetazo cariñoso en el vientre.
—Que te sirva de lección. Nunca apuestes con una Temple. Me debes un almuerzo.
Una sonrisa había iluminado la cara bronceada de Joe.
—Trato hecho. —Le había pasado el brazo por los hombros mientras iban hacia el ascensor—. De todos modos, es mejor que nos movamos porque Delilah nos está esperando.
—¿Otra vez? —había refunfuñado Emma—. ¿Cuándo podré estar contigo a solas?
—Me gusta cómo suena eso, pero Lila es mi amiga, cariño —le había dicho entrando en el ascensor—. Está molesta desde que salimos. No te importa si se nos une, ¿verdad? Todavía se está acostumbrando a la idea de que una hermosa inglesa me haya cazado.
Mientras el ascensor bajaba le había abrazado la cintura, buscando la cinturilla de sus Levi’s 501 y había notado sus dedos, cálidos y firmes, acariciándole la columna vertebral.
—No, claro que no me importa. —Había apoyado la cabeza en su clavícula.
Las puertas del ascensor se habían abierto y él le había besado la coronilla.
—Estaremos solos más tarde, te lo prometo. Tengo una clase más a última hora, pero te recogeré a eso de las siete, ¿vale?
—Claro —había dicho ella, esforzándose por sonreír mientras cruzaban el vestíbulo.
«Sonríe, Emma.»
Había recordado el consejo de su madre: «Encuentro estupendo que su mejor amiga sea una chica; demuestra que tiene una faceta sensible. Delilah forma parte del paquete y vas a tener que acostumbrarte a ello. Hazte amiga suya. Los chicos detestan a las celosas que se pegan a ellos. Si Delilah te disgusta, sonríe, cariño. Pronto se aburrirá y se dará por vencida.»
Emma había visto a Delilah inmediatamente, sentada, esperándolos, con el pelo rubio reluciente al sol y sus interminables piernas sobre el banco. «¡Qué razón tenías, mamá!» No tenía pinta de haber renunciado a nada en toda su vida.
Mientras se le acercaban, había desdoblado las piernas y la luz había arrancado reflejos a los grandes aretes de oro que llevaba.
—¡Hola, chicos! —había dicho perezosamente, levantándose con la gracia de una chica que ha ido a clases de ballet toda su vida. Las hombreras de la chaqueta de hilo que vestía acentuaban todavía más lo estrecha que tenía la cintura.
Emma se había mirado la ropa que llevaba, unos vaqueros con zapatillas deportivas, sintiéndose poco elegante. Delilah era una auténtica neoyorquina y la confianza de la ciudad parecía correr por sus venas.
Joe había pasado el brazo libre por los hombros de su amiga.
—¡Eh, Lila! ¿Cómo ha ido la clase?
—De lo más aburrida, pero he aprobado el último examen.
—Querrás decir que lo «hemos» aprobado —había comentado Joe, riéndose.
—Lo que sea. Yo te he ayudado bastante durante años.
Emma se había estremecido. Delilah no dejaba de recordarle lo bien que conocía a Joe, lo mucho que llevaban siendo amigos. Los miró, sintiéndose insegura.
—Al menos nos graduaremos dentro de una semana. —Delilah se había atusado el pelo.
—¿Qué harás? —le había preguntado Emma.
—Tengo varias opciones.
—Quiero hablar con las dos de eso —había dicho Joe, guiándolas hacia el paso de peatones—. Tuve una interesante conversación con Liberty ayer. Dejad que lleve a mis dos chicas favoritas a almorzar y hablaremos de eso.
Mientras Emma veía las Torres Gemelas en el televisor, diez años después, se acordaba de todos los detalles de aquel día. Se había esforzado por mantener la calma y sonreír con calidez mientras Joe hablaba de construir una nueva empresa ellos tres, con Liberty, una que reemplazara Senso, su primer proyecto fallido.