El ruido de las botellas de leche que le estaban dejando en la calle la había sacado de su ensoñación y finalmente había destapado la caja. No estaba demasiado segura de lo que esperaba de Liberty: un estallido de confeti, una serpiente de papel que le saltara a la cara. Rio aliviada cuando vio que su madre simplemente había pintado el interior de naranja, su color preferido. Le temblaban las manos al coger la hoja suelta de papel que cubría un fajo de cartas atado con una cinta de terciopelo color cereza y el cuadernito negro.
El primer sobre ponía: «Sobre la familia.» A Emma se le llenaron los ojos de lágrimas al leer la nota adjunta.
Te quiero, Em. Estoy tremendamente orgullosa de la mujer en la que te has convertido. No soporto la idea de dejarte, pero tienes que saber que mi amor va contigo, que siempre te acompañará. Sé que ese amor pervive.
Mamá
Había estado tentada de abrir todos los sobres aquella mañana, de tragarse ávidamente las palabras de Liberty. Simplemente leyendo la nota una y otra vez la sentía más cerca. Pero había esperado. Cuando le había dicho a Freya que había decidido dejar las cartas en Londres mientras viajaba, su abuela se había reído.
—¡Qué propio de ti, Em! —le había comentado—. Siempre reservando los regalos, incluso de niña. Nunca he conocido a nadie capaz de hacer durar una tableta de chocolate tanto como tú.
Emma inspiró profundamente y miró por la ventana.
Había llegado a su límite. «Puede que sea hora de dejar de lo mejor para más tarde», pensó. Dobló la nota, la metió en el cuaderno Moleskine de su madre que tenía sobre el regazo y hojeó por encima las páginas iluminadas con la escritura florida de Liberty, captando brevemente palabras como «neroli», «duende», «pasión». Su madre había pegado recortes e intercalado fórmulas en las anotaciones sobre el perfume en el que estaba trabajando: fotos de naranjales, de cielos de un azul punzante, un anuncio de periódico amarillento de una exposición de Robert Capa. Era la famosa foto
Muerte de un miliciano
. Emma pasó el dedo por la cara del soldado, preguntándose qué habría estado pensando en el momento en que la muerte lo alcanzó mientras bajaba corriendo por aquella colina. Se preguntó lo que vio mientras caía. Tocó el papel y sintió el contorno de algo que había debajo. Dio la vuelta a la página y apoyó la mano en el sobre más pequeño que Liberty había dejado en la caja de las cartas. En él, su madre había escrito una dirección: Villa del Valle, La Pobla, Valencia, España. Dentro solo había una antigua llave. «Tengo que preguntarle a Freya si sabe algo de esto», pensó. Emma se había pasado la noche en vela el día que había abierto aquel sobre, dándole vueltas a la llave y a las posibilidades que planteaba. «Típico de mamá», había pensado, recordando todos los viajes mágicamente misteriosos en los que Liberty la había embarcado de niña, en la sucesión de pistas que le dejaba para que siguiera su rastro hasta regalos escondidos. La búsqueda, la expectativa eran siempre más divertidas que el regalo en sí. Emma sonrió con tristeza, metió el sobre otra vez en el cuaderno y fue pasando las páginas, mirando la cara melancólica y serena de una madona, una foto de un muro blanqueado cubierto por una buganvilla. Las anotaciones se iban volviendo menos densas, la letra menos segura hacia el final. Notaba que Liberty había estando mirando hacia el pasado tanto como hacia el futuro. Al lado de una etiqueta pegada de Chérie Farouche, el perfume que Liberty había creado para Emma cuando esta cumplió los dieciocho, había escrito: «“Algunos perfumes son como niños, inocentes, tan dulces como oboes, verdes como la hierba de los prados.” Baudelaire.» Seguía siendo el perfume de Emma. Olía al principio a lluvia en un jardín y, luego, cuando las notas verdes se evaporaban, a Emma le recordaba la tierra y se veía recogiendo flores en el bosque con su madre. Las notas dominantes, de jazmín y
muguet
, se fundían a la perfección con la base de sándalo y almizcle. Liberty solía decir que el perfume era como ella: tímido pero sorprendentemente intenso. Había una foto de Liberty con Emma de bebé en la página. Le dio la vuelta, incapaz de seguir soportando la visión de la hermosa y ancha sonrisa de su madre. Se detuvo en el esbozo del nuevo frasco del perfume Liberty Temple, con un apresurado garabato: «¿Jazmín? Azahar… ¡sí!» Luego venían los dolorosos espacios vacíos. Las páginas que su madre le había dejado en blanco para que las llenara. Emma parpadeó al tocar la filigrana de oro del guardapelo que llevaba al cuello. No había esperado que el regreso a casa la trastornara tanto. Durante meses se había estado convenciendo de que estaba sobrellevando la situación mientras asistía como una sonámbula a interminables reuniones. Los países y las habitaciones de hotel eran un caleidoscopio mental. Se puso la mano instintivamente sobre la suave hinchazón del vientre. «Algo hermoso», pensó. Sacó un lapicero del bolso, pasó la mano por la primera página en blanco y escribió: «España.»
CAMBRIDGE, septiembre de 1936
Las últimas bateas del año se deslizaban por los canales del río Cam, con las hojas de otoño girando en su estela. Charles se metió la carta de su hermana Freya en el bolsillo de la chaqueta de cheviot y se puso cómodo, con las manos enlazadas en la nuca.
—¿Cómo está? —le preguntó el joven rubio sentado a popa, hundiendo la percha.
—¿Freya? Suena espantoso lo de España, para serte sincero.
—¿Iremos o no?
Charles pensó en el ejemplar de
Vu
que había visto la noche anterior, con las fotos de guerra de Robert Capa. Uno de los alumnos del King’s College se había subido a una silla del pub enarbolando la revista y gritando para imponerse al ruido del bar que cualquiera en su sano juicio debía unirse a las Brigadas Internacionales y combatir el fascismo en España. Charles había quedado fascinado al ver la fotografía del soldado caído, casi había sentido el impacto de la bala, oído el choque del cuerpo contra el suelo.
—¡Charles!
—Perdona, Hugo. Estaba pensando.
—He oído que hay un tipo en París que pasa a la gente a escondidas en tren o cruzando los Pirineos. Tengo una dirección de la calle Lafayette a la que podemos ir. Un tren de voluntarios sale dentro de dos días de la estación de Austerlitz. Tu amigo Cornford dice que podemos estar en el campo de entrenamiento de Albacete en cuestión de pocos días.
Charles pensó en el titular del noticiario Movietone que había leído la noche anterior mientras, en el cine, el humo de los cigarrillos se alzaba hacia las llamas en blanco y negro de la pantalla: «Guerra Civil tras el levantamiento fascista en un país descontento. Reina la confusión.»
—No sé. Todavía no lo he cuadrado todo con Crozier en el
Manchester Guardian
. Si no hay trabajo para nosotros…
—Entonces seremos soldados comunes y corrientes, como los demás —dijo Hugo, riéndose—. Te estará bien merecido por gastarte todos los ahorros en esa cámara tan tremendamente cara. Podrías haberte comprado un coche, Charles. Personalmente, yo me habría contentado con un lápiz y un cuaderno.
—La fotografía es el futuro, Hugo. Cuando la gente ve una foto, o una película, se cree lo que escribo porque lo recalca. —Hizo una pausa—. A lo mejor he sido un poco imprudente, sin embargo. Si no conseguimos ese trabajo, no podré permitirme el billete.
—Siempre puedes hacer retratos.
Charles puso mala cara, se levantó y cogió la percha.
—Siempre he soñado con ser reportero de guerra.
Hugo fue hacia la popa de la batea. El agua lamía la embarcación.
—¿Las mariposas no son lo bastante emocionantes para ti?
—Siempre puedo volver a mi doctorado dentro de un par de meses, cuando acabe la guerra. —Charles soltó el aire; la embarcación apenas rozaba la superficie del agua—. Creo que muy pocos de mis mentores tienen siquiera un doctorado.
—Hay un montón de caballeros aficionados a los lepidópteros.
—¡Oh, cállate, Hugo! Y, por el amor de Dios, siéntate. Vas a volcar este trasto. —Charles miró hacia el frente. Las nubes se desplazaban rápidamente por el cielo, reflejándose en las ventanas de King’s Chapel como un apresurado cortejo nupcial. La lluvia empezó a puntear la suave superficie del río—. Al menos en España podríamos marcar la diferencia.
—Exacto. Mira lo que está pasando en mi país, lo que Hitler está haciendo. —A Hugo se le ensombreció la cara—. No puedo quedarme aquí en una torre de marfil, por mucho que eso complazca a mis padres. Es la primera oportunidad que tenemos de devolver el golpe. Si no lo hacemos, Hitler, Mussolini, Franco… bueno, se apoderarán de Europa entera. —Encendió un cigarrillo y tiró la cerilla al río—. Además, es un país hermoso. No soporto la idea de que lo destrocen.
—Te dije que habíamos vuelto demasiado pronto —dijo Charles. Mientras la lluvia le caía en la cara, recordó el calor del verano en las colinas, cerca de la vieja casa de su amigo, en Yegen, la caricia de la hierba alta y seca en las piernas, el aroma del romero y la lavanda cuando los pisaba cazando mariposas. Pensó en la nieve de Sierra Nevada, en el brillo inusitado que tenían allí las estrellas—. ¿Recuerdas lo hermoso que es? No puedo creer que en ese país se estén masacrando.
—Bueno, es una guerra civil —Hugo exhaló el humo—. Los españoles son muy sanguinarios. Las corridas de toros, el flamenco, los campesinos en mula… siguen en la Edad Media.
—Posiblemente sea mejor que todo eso —dijo Charles, mirando ociosamente a una mujer con gabardina beige que paseaba un labrador jadeante por la orilla—. También hay pasión. Miran a la muerte a los ojos, la ven como el momento último y culminante de la existencia. —Se inclinó hacia Hugo—. El cementerio es la «tierra de la verdad». Para los españoles, la vida entera es ilusión.
—Sigo diciendo que viven atrasados.
—No. Están en contacto con la tierra. Todavía creen en hechiceras, en la magia blanca, ¿sabes? Creen que vuelan a la luz de la luna y que se reúnen en aquelarres. Tienes que guardarte de las brujas, creo, de la magia negra…
—No seas ridículo —dijo riendo Hugo—. Eres un romántico, Charles, a lo mejor el último de una raza en extinción. —Le tendió la mano a su amigo—. Entonces ¿podemos ir? ¿Estás de acuerdo? El mundo no necesita otro artista alemán de segunda fila y, en cuanto a ti, siempre habrá mariposas.
Charles le estrechó la mano, volvió a acomodarse y se palpó la lana de la chaqueta, notando la carta de Freya en el bolsillo.
—Es nuestra oportunidad. Lo que pasa en España es una versión reducida de lo que podría pasar en todo el mundo. Si no combatimos a los fascistas en las calles de Madrid, dentro de nada los combatiremos en King’s Road o Fosse Way.
Freya se acurrucó en la caja del camión que daba tumbos por la carretera hacia Madrid. Llevaba una bata lila enrollada en la cabeza para protegerse del frío.
—¡Maldita sea! —dijo entre dientes cuando pisaron otro bache y la estilográfica le hizo un borrón en la página. Tenía las manos heladas y se inclinaba encima de su ejemplar sobado de
Lo que el viento se llevó
, cuyas páginas azotaba el viento.
España es bastante bonita, como sabes, Charles —escribió en la página en blanco del final—. Simplemente, tienes que venir. Gracias por el pastel de fruta, por cierto. Es un estímulo recibir tus cartas. Parece que haya pasado una vida desde que la gente nos arrojaba flores en la estación Victoria, cuando nos fuimos. ¿Eso fue hace solo un mes? El viaje desde la frontera con España fue excitante. Llevábamos el camión lleno de caramelos de café y regaliz para los niños. Por cada pueblo que pasábamos se nos acercaban corriendo. Las mujeres nos daban naranjas y melones… Charles, no te imaginas la dicha del melón frío cuando tienes la garganta apretada y seca después de haber pasado horas en la carretera.
Hay una desesperada escasez de todo en los hospitales. Las enfermeras están siempre agotadas y pasan hambre, y en invierno será peor, pero no podemos quejarnos. No creerías lo valiente y maravillosa que es la gente con la que trabajo. Este pobre país… No soporto que esta enfermedad, que esta guerra civil, esté partiéndolo en dos.
Ven en cuanto puedas. Por primera vez, tenemos una única opción. El bien debe vencer al mal. No podemos permitirles aplastar esta democracia. Esta es también nuestra guerra, querido hermano.
El camión paró en el primer punto de control de las afueras de la ciudad y Freya levantó los ojos. Pasaban vehículos ininterrumpidamente y oyó voces, el timbre incesante de un teléfono en la garita. Firmó la nota precipitadamente, dobló la hoja y la metió en un sobre que tenía listo para mandar por correo. Desató los brazos de la bata que se había anudado bajo la barbilla y sacudió la melena rubia y corta.
—¡Salud, compañero! —le dijo a uno de los guardias—. ¿El correo?
—No tardará en pasar. —El soldado se acercó para que le entregara la carta y, cuando el camión ya arrancaba, se la puso en la mano abierta.
—¡Gracias!
—De nada.
Freya volvió a sentarse con las demás enfermeras y miró hacia Madrid mientras se acercaban a la ciudad. Había oído que habían incendiado cincuenta iglesias y el humo acre todavía flotaba en el aire, oscuro y sulfuroso. «Ahí está», pensó, repentinamente consciente de que se encaminaban hacia el corazón de la batalla. Miró las caras pálidas de las enfermeras que la rodeaban y vio el miedo en ellas. «Cálmate», se dijo. Le ardían los ojos porque el viento cargado de polvo le daba en la cara.
Las tripas se le revolvieron por la adrenalina porque, imponiéndose al traqueteo de los camiones, oyó en la distancia el primer estallido atronador de la guerra.
LONDRES, 11 de septiembre de 2001
Emma saltó del autobús a la acera. Pétalos de rosa y hojas de fresno se arremolinaban en los escalones de la oficina del Registro de Chelsea como corazones y huesos. El abrigo negro aleteaba mientras caminaba a grandes zancadas entre el gentío, taconeando con sus pulcras botas marrones, tirando de la maleta plateada con las etiquetas de la compañía aérea. Se detuvo a mirar una pareja de recién casados que se abrazaban en la puerta. Sus amigos los felicitaban y ella salió. «Tendríamos que haber sido nosotros», pensó, buscando en el bolso porque sonaba el teléfono.
—Hola, soy Emma Temple —dijo, sujetando el móvil entre la barbilla y el hombro y doblando hacia Flood Street.
—Gracias a Dios. Estaba muerta de preocupación. ¿Ya estás en casa? —le preguntó Freya.