—¿Está con Capa?
—Sí, lo que lamentan muchos.
—Creo que estoy enamorado de ti, señorita Taro. —Capa fue a colgar el auricular—. Ven pronto. Esto es duro para mí.
Cuando se reunió con ellos, Chim levantó el vaso.
—¿Cuándo vendrá?
—Pronto.
—¿Es tu novia? —Charles intentaba parecer despreocupado, mundano.
Capa asintió y abrió la cartera.
Charles miró la fotografía que le tendió. Algo en su interior sufrió una sacudida. Cuando vio la cara de aquella mujer le pareció que la conocía. La reconoció. «Tú», pensó, rígido y concentrado en su rostro sonriente.
—Nos casaremos cuando esto termine —dijo Capa.
Charles parpadeó y le devolvió la foto.
—Enhorabuena.
—¡Ah, el amor…! —Hugo cogió un taburete de la barra y se sentó. El whisky bailó en el vaso—. ¿Sabes?, los obispos dicen que esta guerra ha sido promovida por el Sagrado Corazón y que el amor de Dios les ha dado poder a los soldados de Franco. —Tenía la cara contorsionada por la rabia—. ¿Qué clase de amor es ese? Este no es mi Dios.
—Ni el mío —Charles adelantó la barbilla. La foto lo había turbado.
—Pero nadie quiere saber la verdad. Los periódicos no quieren preocupar a mis compatriotas publicando los hechos —dijo Hugo.
—Apuesto a que nunca has oído hablar de ese Dornier que se estrelló en Bilbao. Los nazis que sacaron de él llevaban las cejas depiladas, lápiz de labios y bragas de mujer. Apuesto a que no salen en los titulares, ¿eh?
Charles miró de reojo a Capa y quedó complacido cuando este soltó una carcajada.
Hugo dejó de golpe el vaso.
—¿Es eso cierto? Típico de los nazis.
—Por lo que sale en la prensa, uno diría que la masacre de centenares de niños españoles es menos interesante que los zapatos de la señora Simpson. —Charles tragó el whisky.
—Hablé con un tipo que estuvo en Aragón —dijo Chim en voz baja—. Vio cómo mataban a tiros a una mujer y su hijo en el lugar del padre. Dijo que acunaba al niño como si estuviera durmiéndolo.
Se quedaron todos en silencio, en medio del ruido del local.
—Vamos. ¿Quién juega a cartas? —dijo finalmente Capa, pasándoles a cada uno un brazo por los hombros—. No he podido evitar darme cuenta de que tienes una botella de
schnapps
arriba, Charles. ¿Podríamos?
Al amanecer, Charles se despertó en el suelo de la habitación de Hugo. Todo le daba vueltas. Hugo, que iba de un lado para otro empaquetando cosas para pasar el día, le dio una patada en los pies.
—Vamos, hombre. Los jeeps salen dentro de diez minutos. Muévete.
Charles se incorporó con dificultad y se puso las botas.
—¿Adónde vamos?
Hugo se encogió de hombros.
—Quién sabe. ¿De vuelta a la universidad, tal vez? Donde crean que habrá acción hoy. Para serte sincero, la mayoría esperan a ver dónde va Capa. Tiene una habilidad tremenda para acabar en el meollo.
Hombres con los ojos enrojecidos, sin afeitar, iban saliendo de las habitaciones y bajando la escalera. Charles saludó con un gesto a un reportero que había visto en la barra un par de horas antes. Por todas partes se percibía el olor acre del sudor y del alcohol. Le latía la cabeza y tenía la boca seca. Se moría por un vaso de agua fría, pero en el vestíbulo no vio más que café negro fuerte que servían con unas cafeteras de lata.
Buscó en el bolsillo unas monedas para comprarse una tortilla y entonces recordó vagamente que Capa le había ganado todo el dinero la noche anterior. Cogió una taza de lata y se tomó el café demasiado deprisa, quemándose la lengua.
Hugo se abrió camino entre la multitud.
—Bien, ya estamos listos.
A la luz gélida del amanecer, los periodistas y los reporteros gráficos salieron a la calle y se subieron a los camiones y los jeeps que los estaban esperando. Charles observó a Capa poner las cámaras en el jeep de delante. Pensó en la foto de la chica. No se había sentido así desde que era un crío. Un niño que iba un curso más adelantado que él en la escuela tenía un barco de juguete que él deseaba desesperadamente. Era un niño carismático, admirado: la clase de persona con la que la gente quiere codearse, con quien quieren que la vean. Aquel barco era la cosa más maravillosa que Charles había visto en su vida, con el casco rojo vivo brillante y una resistente vela blanca. Por la noche, alguien, presuntamente un rival, había forzado la taquilla del chico y había roto el hermoso barco. No habían quedado de él más que astillas rojas en el suelo.
ST. Ives, septiembre de 2001
Emma cerró los ojos y levantó la cara hacia el cielo despejado. Las gaviotas volaban alto. Un viento frío soplaba procedente del mar y la playa de Bamaluz estaba desierta. De niña aquella era su playa favorita. La mayoría de los turistas de St. Ives ni siquiera conocían su existencia y seguían a todo el mundo a Porthmeor o a Porthminster. Liberty siempre la llevaba allí. En aquella época del año, cuando todas las hormigas, como los de la zona llamaban a los turistas, desertaban de Cornwall, Emma tenía la playa para ella sola.
Era pleamar y las olas rompían a su lado mientras dejaba sus huellas en la orilla. Hasta la playa había un paseo corto desde la casa de pescadores que Charles y Freya habían comprado hacía décadas, antes de que St. Ives se pusiera de moda. Aquella había sido la playa de su madre mientras se crio y a Emma le recordaba siempre las vacaciones de verano, haciendo surf y tomando el sol. Siempre se había sentido segura allí.
Había conducido de un tirón hasta Cornwall la mañana en que dejó la casa de Freya, deteniéndose solo para recoger la maleta y la caja de cartas de Liberty del estudio. Cuando había llegado a St. Ives anochecía. Había estacionado delante de la casa y escuchado el ronroneo del motor caliente en el silencio circundante. En la calle no había un alma. La luz del pub iluminaba la acera. Había oído el sonido apagado de un televisor y, al mirar hacia arriba, visto a una familia sentándose a cenar en el cuadrado iluminado de una ventana. El marido había pellizcado la mejilla de su mujer al sentarse a la cabecera de la mesa.
Nunca en la vida se había sentido tan sola.
Caminó por la playa, sin aliento. Sus pisadas retumbaban. «Joe», pensó, con las mismas imágenes pasándole una y otra vez por la cabeza. Se acordó de la noche que por primera vez había sospechado que algo iba mal, la Noche Vieja del cambio de milenio, en una fiesta en Londres. Las caras conocidas de los asistentes se habían comportado como piezas de un juego de ajedrez, representando cada una su papel habitual. Y Emma era Emma, la vieja Emma en la que siempre se podía confiar.
—¿Habrá campanas de boda este año, Em? —le había preguntado el anfitrión después de la fiesta, mientras lo ayudaba a recoger—. Ya va siendo hora de que Joe te convierta en una mujer decente.
—¿Qué necesidad hay? —había respondido ella riéndose—. Somos felices tal como estamos.
Eran felices. Había contestado a aquella pregunta tantas veces con las mismas palabras que lo decía sin pensar, como una autómata. Pero aquella vez algo le había sonado a falso en aquella afirmación; como el sonido apagado de una campana, las palabras habían salido inertes de sus labios. La felicidad le había sabido a polvo, a hojas chafadas y fotos amarillentas. En apariencia nada había cambiado, pero algo le había chupado la vida a su amor.
Dos gaiteros de la fiesta habían encabezado la procesión por la orilla del río a medianoche, apartando a la gente y abriendo un sendero por los jardines. Emma había iniciado el paseo del brazo de Joe pero, cuando el Big Ben empezó a sonar, estaba sola, sosteniéndole el pelo a una amiga que vomitaba en un arriate. Se había perdido los fuegos artificiales y el río de fuego en la aglomeración, sosteniendo a la chica, que pesaba cada vez más.
A lo mejor si no hubiera caminado tan despacio, prácticamente cargando a la chica de vuelta a la fiesta, no habría visto a Joe. Él no la vio y sabía por qué. Cuando la gente que ya se iba se alejó, lo vio en un portal, a mitad de la calle Lord North. Hablaba con alguien por móvil. No tenía que oír lo que decía para saber que aquello era el comienzo del final. Le bastó verlo: hablaba como solía hablar con ella al principio de su vida en común.
Cuando se reunió con ella más tarde, en la fiesta, Emma fingió que nada había pasado. La había estado buscando, le dijo. Habían vuelto andando a su casa a medio terminar de la calle Old Church al amanecer y hecho el amor. Joe había proclamado un nuevo comienzo mientras para Emma era un último adiós.
Había durado una temporada, más de un año. Joe era muy cuidadoso y, luego, el cáncer de Liberty había atacado de nuevo. Emma era demasiado joven para saber lo que pasaba la primera vez, pero ahora no le cabía duda de que era el final. Entre el trabajo y cuidar de su madre, se había visto apartada de él en el momento en que más necesitaba estar a su lado.
Se despertaba por las noches en un hotel de Hong Kong o de Sídney, con las sábanas pegadas y el pecho pesado, intentando recuperar el aliento a causa de una pesadilla que la asustaba mortalmente: caía por una escalera de caracol interminable, precipitándose cada vez más rápido y gritándole a Joe que la ayudara, aunque él nunca estaba presente.
Después de diez años juntos no había vestido de novia por el que llorar, ni hijos, ni siquiera gatos por cuya custodia luchar. Esperaba una prueba fehaciente porque sabía que, sin pruebas, él lo negaría todo. En el fondo, esperaba estar equivocada.
Al final, él se había relajado demasiado y olvidado la llave de su archivo cuando se había ido a jugar a squash. Allí estaba el claro rastro en papel de recibos de hotel y restaurantes, de un número de teléfono conocido en sus recibos telefónicos que aparecía con demasiada frecuencia. Emma se dijo que a lo mejor había una explicación inocente para todo aquello: Joe también viajaba por negocios a menudo y, por supuesto, tenía que llamar a Lila por motivos de trabajo. Luego había visto el mensaje de Delilah. Emma se había mudado a casa de Liberty. Su madre era la única persona a la que quería abrir el corazón, pero no pudo. ¿Cómo iba a destruir el amor y la confianza que su madre le tenía a Joe? Así que le había dicho que Joe estaba siendo muy comprensivo, porque ella quería estar con su madre lo más posible.
«Lo que era cierto», pensó Emma paseando por la playa. Durante las últimas semanas, a medida que Liberty se iba debilitando, habían fingido. Delilah la había visitado por última vez para despedirse, incapaz de mirar a la cara a Emma hasta marcharse, momento en que le había lanzado una sola mirada triunfal de reojo.
Después del funeral, Emma había salido de la vida de Joe tal como había entrado, con una sola maleta. Los años de convivencia se habían escurrido como la arena por las rendijas. Al principio lo había negado todo, como ella esperaba, pero al final se había derrumbado frente a su furia controlada. No era una mujer vengativa. Había jugado con la idea de destrozarle los trajes, de impedirle disfrutar del placer del vino subiendo la calefacción. Sin embargo, sabía que para él, volver a su vida y hallarla tal cual, pero sin ella, sería la mejor venganza. Joe detestaba los cambios. Le encantaba la vida que llevaban. Le contó que Delilah lo había pillado en un momento de debilidad, que podían volver a empezar. Le dijo que su nueva casa daba fe de sus años de amor. El cenicero estaba en su escritorio porque lo habían elegido juntos en una tiendecita de Hamburgo; cada cuadro de las paredes lo habían buscado y valorado los dos durante sus viajes de domingo a Christie’s, en el barrio de South Kensington.
Emma pensó en la noche que Joe había ido al estudio después de la lectura del testamento de Liberty, en cómo desahogaron su dolor encontrando el familiar consuelo en brazos del otro. Él no quería que se fuera. Le había dicho muchas cosas en aquella última conversación, con la voz ronca por lágrimas de arrepentimiento. Había sido un insensato, la amaba, aquello no era más que una aventura pasajera. Cuando volviera de su viaje de negocios, le había dicho, empezarían de nuevo. Emma no debía precipitarse. Rompería con Delilah.
Recordó cómo el corazón se le paró.
—¿Significa eso que sigues viéndola? —Lo había apartado, protegiéndose con la sábana—. ¡Fuera! ¿Cómo has podido venir aquí…?
—Emma, te quiero.
—¡Fuera!
Le había lanzado la ropa y cerrado de un portazo, dejándolo en el pasillo suplicándole que volviera a casa.
Cuando Joe había vuelto de Nueva York, se había encontrado la casa ordenada y limpia como una patena. Se había felicitado creyendo que ella había entrado en razón, ignorado los mensajes frenéticos de Delilah y preparado la cena para ambos: ostras y pollo asado, lo que más les gustaba, con una botella de vino de Sancerre.
Cayó la noche y Joe estuvo esperando a la luz de las velas su regreso. La llamó por teléfono, pero lo tenía desconectado. Las ostras se pasaron, el pollo se secó y se quemó. Finalmente, se puso a buscar por la casa. Solo habían desaparecido unas cuantas cosas: su perfume preferido, los otros seguían en el tocador a medio usar; sus mejores zapatillas de deporte; unos viejos tejanos y una botas; la chaqueta de piel que los dos se ponían, aunque le sentaba mucho mejor a ella que a él. Miró en la mesilla de noche. Había dejado la foto de ambos tomada en la fiesta de la noche que habían hecho el amor por primera vez, pero se había llevado una en la que salía de bebé, en brazos de su madre. Había quedado un rectángulo más oscuro en la caoba. Se había marchado llevándose lo más valioso de su vida. Viajaba ligera de equipaje.
La semana en Cornwall le sentó bien. Emma se sentía más ella misma, pensó, mientras escalaba la que había considerado siempre su roca para contemplar el mar. El sol atravesaba las nubes e iluminaba las olas. Se abrigó con la chaqueta, dándose cuenta de que el dolor ya era menos agudo. Notó una patada del bebé contra la mano. Se acarició la tripa, acordándose de la noche de su llegada. Aquella primera noche en la playa había gritado el nombre de Joe al viento una y otra vez, con el cuerpo convulso por los sollozos, dejándole ir, dejando ir todo cuanto había deseado. El aire salado le acariciaba la cara y se mezclaba con sus lágrimas mientras gritaba: «¿Por qué? ¿Por qué a mí? ¿Por qué él? ¿Por qué me has quitado a Joe?» Tambaleándose, había vuelto a la casa y buscado la llave que Freya dejaba escondida debajo de una piedra, cerca de la puerta trasera. En el umbral había encontrado una botella de leche y una cazuela de sopa aún caliente. Había reído entre lágrimas. Evidentemente, Freya había llamado a los vecinos y les había dicho que se ocuparan de ella.