Vicente se echó a reír.
—¡Qué pinta! ¡El hijo pródigo!
—¿Lo amas? —le preguntó Jordi a Rosa. La miraba de un modo que le dio miedo. Era el hombre al que amaba, aquella era su voz, pero sus ojos estaban muertos. Tenía el aspecto de un animal apaleado, el espíritu quebrado.
—¿Estás loco? Te quiero a ti, Jordi. Siempre te he querido. Me dijo que tenía que casarme con él para proteger a nuestra hija.
—¿Te has casado con él? —retrocedió un paso.
—Sí —dijo Vicente, cruzando los brazos sobre el pecho.
Jordi se caló la gorra.
—Entonces no hay nada que hacer.
—¡Me divorciaré de él! —le susurró Rosa, apretándole la mano—. Jordi, no he sabido nada de ti desde hace más de un año. Si me hubieras escrito…
—No sé escribir, ya lo sabes.
—Podrías haberme mandado un mensaje.
—He estado combatiendo por toda España, Rosa —dijo él, con la voz temblorosa de rabia—. Y ahora, no lejos de aquí, los cadáveres de mis amigos yacen a las orillas del Ebro. —Se estremeció pensando en los cuerpos hinchados que el río escupía, cubiertos de moscas.
Rosa vio el destello de la locura en sus ojos, el daño que la guerra le había causado.
—Nos quedamos atrapados en el fondo de un valle durante días. —Se secó la boca con el dorso de la mano, con la garganta atenazada de nuevo por el recuerdo del calor y el polvo—. Mataron al hermano de Marco cuando intentaba cruzar el río. Lo traemos a casa.
—¿Vais a volver? —preguntó ella, incrédula.
—Pues claro. Aquí los combates acaban de empezar. Resistir es vencer. —Cerró el puño—. Pude que perdamos a cinco mil, pero ellos perderán cuatro veces más.
—Es demasiado. Son demasiadas pérdidas —dijo Rosa, llorando—. No puedo asumir más.
Se sentaron en silencio a la mesa de la cocina al anochecer. Jordi se había bañado por primera vez desde hacía meses y se había puesto ropa limpia. El pelo negro y rebelde le caía por encima del cuello de la camisa blanca y tenía la piel más blanca en la zona donde se había afeitado la barba, en contraste con las mejillas bronceadas. La niña dormía en sus brazos a la cabecera de la mesa. En el extremo opuesto, Vicente se limpiaba las uñas con la punta de un cuchillo.
—¿Quieres un poco de vino, Jordi? —le preguntó Freya, ofreciéndole la jarra.
—No bebo —repuso él. La miró como si la viera por primera vez—. Tus enfermeras son maravillosas —le dijo—. Muy valientes. Trabajan en un tren, dentro de un túnel, cerca del frente. Trabajan en cuevas cerca del río, donde uno no puede caminar erguido. Estaba oscuro allí donde intentaron salvar al hermano de Marco. Ahí murió mi amigo, en una cueva. Una inglesa le sostuvo la mano hasta el final.
—Nunca dejamos que un chico muera solo —dijo Freya en un susurro.
—Pues tus enfermeras van a tener que sostener un montón de manos de hombres muertos durante los próximos meses.
Vicente se cruzó de brazos, mirando fijamente a su hermano. Jordi apartó la silla de la mesa, arrastrándola, la rodeó para acercarse a Rosa y le entregó a la niña.
—Ya tengo que irme.
—¿Tan pronto? —Levantó los ojos hacia él, rogándole con la mirada que se quedara.
—Cuídate, hermanito —dijo Vicente, sin levantarse de la mesa.
Jordi recogió la chaqueta y se acercó a la puerta. Rosa puso a la niña en los brazos de Macu y corrió tras él.
—¡Espera! —le gritó, persiguiéndolo por el camino—. No puedes irte así sin más.
—Ahora ya no hay nada para mí aquí.
Lo agarró del brazo y lo obligó a mirarla.
—Jordi, yo estoy aquí. Tu hija está aquí.
A la luz de la luna parecía más joven, las cicatrices de la guerra se le notaban menos en el rostro.
—Creía que me esperarías.
—De haber sido por mí… —Le cogió la cara entre las manos—. Te lo he dicho: me casé con él solo para que nuestra hija estuviera segura.
—La idea de que estés con él…
—No me posee. —Lo abrazó fuerte—. Solo tú, Jordi. Solo tú.
Notó que él respiraba con dificultad, los latidos de su corazón contra su mejilla.
—Ven mañana a Sagunto. Tenemos un campamento en las ruinas. Te esperaré antes de volver al frente.
—¿Mañana?
—¿Estás asustada?
—Contigo jamás. —Lo besó y se sintió viva de nuevo.
La puerta delantera se abrió y Jordi vio a Vicente de pie en el umbral.
—¡Rosa! —gritó—. ¡Entra!
Rosa dudó. Todas las fibras de su ser le decían que corriera con Jordi, que corriera y no mirara atrás. Luego vio que Vicente tenía a la niña en brazos. En la calle oyó a la madre de Marco gritando, rogándole que se quedara. Bajó la voz.
—Iré mañana.
Jordi la abrazó y le susurró al oído:
—Mejor ser la amante de un héroe que la esposa de un cobarde.
—Ven conmigo —le dijo. Jordi la abrazó contra sí bajo la burda manta. Ella tenía la mejilla apoyada en su pecho y notó los latidos regulares de su corazón, con las piernas entrelazadas con las de él, saciada. A la luz de la luna, detrás de ellos, dormían las ruinas de Sagunto.
—No puedo, sabes que no. —Enterró la cara en su cuello—. Si me voy contigo nunca se detendrá. Me seguirá y no puedo dejar a nuestra hija.
—No quiero que hagas esto. —Le sostuvo la cara entre las manos—. Cuando te imagino con él…
—Es el único camino, de momento. —Lo miró con los ojos llenos de lágrimas—. Te quiero, Jordi. Siempre te querré.
—Prefiero morir que estar sin ti. —Jordi cerró fuertemente los párpados—. Prométeme que, si no regreso, nunca lo amarás. —Se le quebró la voz y, cuando ella lo miró, lo vio de repente como el niño que seguía siendo. No era un soldado, no era el gran bailarín del que se había enamorado. Eran únicamente un niño y una niña enamorados.
—Nunca.
—No lo soporto. Mi propio hermano, ¿cómo ha podido…?
—Dijo que estaba haciendo lo decente.
—¿Lo decente? —dijo Jordi en voz baja cargada de furia—. Lo mataría. Yo confiaba en él. Siempre hacía lo mismo cuando éramos pequeños. Si yo hacía algo, él lo rompía.
—No puede tocarnos —dijo ella. Se puso una mano sobre el corazón—. Cuando sea seguro, mándame aviso y me reuniré contigo.
—¿Qué hay de la niña?
—Si puedo, la traeré. Si no… —Rosa calló—. Continuamente evacuan a los niños a lugares seguros. Freya dice que la mandarán a casa pronto. Se irá a un hospital de la frontera. Si tengo que hacerlo, llevaré allí a Lulú. —Se le encogió el corazón solo de pensar en separarse de la niña, pero se tragó las lágrimas—. Aquí no le espera nada bueno. Si perdemos la guerra, ninguno de nuestros niños estará seguro.
—¿Puedes confiar en esa inglesa?
Rosa lo miró.
—Sí. Sí que puedo. Freya la cuidará hasta que seamos libres. Podemos escapar juntos. Todavía hay tiempo. —Buscó algo entre sus pechos: el guardapelo de oro que osciló colgado de una fina cadena a la luz del fuego—. ¿Ves? —le dijo—. Me lo he puesto esta noche. Tú y yo. Siempre estaré contigo.
Jordi le besó los párpados porque se había echado a llorar. Tenía las pestañas mojadas y oscuras.
—Siempre.
—Nos iremos dentro de unos cuantos días, hacia el norte. Lucharemos hasta el final.
—Si solo nos quedan unos días, tenemos que hacer que duren una vida entera.
Él se inclinó y le besó la clavícula, junto al guardapelo, mientras ella volvía a tenderse en el suelo.
—Te quiero, Rosa —le susurró, durmiéndose de agotamiento.
Rosa estuvo despierta toda la noche, hasta el frío y gris amanecer. No quería perderse ni un instante de su compañía. Se acordó del poema de Lorca que Freya le había leído y lo comprendió mientras miraba la piel morena de Jordi contra el suelo.
«Somos lo mismo —pensó—, somos todos de esta tierra.» Acarició el rostro dormido de Jordi, recordando las palabras de este: «Nos quedan horas juntos, no años, tal vez, pero son horas plenas, llenas de ti y de mí y de nuestro amor.»
Él se revolvió en su sueño, moviéndose nerviosamente por el esfuerzo. Rosa aspiró el aroma de las ramas de pino sobre las que se habían tendido y se le relajó la cara cuando recordó que más le había dicho: «Me enfrento a la muerte de frente. Ahora que vuelvo a tenerte en mis brazos ya no tengo miedo.»
LONDRES, enero de 2002
Freya agitó el pincel en aguarrás para limpiar las cerdas. Emitían por la radio
La hora de las mujeres
y ella escuchaba el debate sobre Afganistán mientras ordenaba los tubos de pintura al óleo. Estrujó uno de azul ultramarino en su paleta de vidrio y se volvió hacia la gran tela del caballete.
Charles llamó a la puerta.
—¿Quieres algo de Waitrose? Voy en un salto a comprar papel. —Se le acercó arrastrando los pies y echó un vistazo por encima de las gafas que llevaba en la punta de la nariz—. ¡Oh! Me gusta. Te está quedando muy bien. —Le puso una mano en el hombro.
—Gracias. —Freya ladeó la cabeza, contemplando el paisaje montañoso que iba tomando forma sobre la tela—. Llevaba años sin estar de humor para pintar España.
—Recuerdo ese paisaje —dijo él—. Se veía desde tu habitación de la villa, ¿verdad?
—Me sorprende que te acuerdes. —Freya enarcó una ceja—. Por lo que yo recuerdo, la vista era lo último en lo que te fijabas cuando te estabas recuperando en esa habitación. —Le palmeó la mano—. ¿Puedes traer un par de pimientos amarillos? Creo que haré gazpacho esta noche.
Charles se abotonó el abrigo de invierno y metió por dentro la manga vacía.
—¿Sabes algo de Emma?
—Está bien. Ha tenido unas cuantas contracciones —repuso Freya—. Ya no falta mucho.
—Bien. —Charles dudó en la puerta, mirando la fotografía de Rosa con Liberty de bebé que Freya había enmarcado recientemente y colgado—. Recuerdo cuándo la tomé.
—Parece que fue ayer.
—Sabes que querrá enterarse de toda la historia, ¿verdad?
Freya se quedó con el pincel levantado.
—Ya lo sé. Va siendo hora de que lo sepa todo. —Recordó las montañas, la luminosidad. Flexionó la mano e hizo una mueca de dolor.
—¿Otra vez el reuma?
Freya asintió.
—Me parece que fue de lavar tantas sábanas en ríos helados. Nunca he sido la misma desde lo de España.
—Quieres volver, ¿a que sí?
—¿Podemos? —Se volvió hacia él.
—No lo sé.
—Piensa en el bebé, Charles. Podemos ayudar a Emma.
—Más bien entrometernos en su vida. —Tosió y se atragantó.
—No tiene ni idea de lo que la espera, de lo agotada que está una al principio. ¿Te acuerdas de Libby con Em? —Se le dulcificó la mirada—. Tampoco ella creía necesitarnos, pero no tenía ni idea, bendita sea.
—Liberty nunca creyó necesitar a nadie. Siempre fue por la vida cargando con todo y controlando. Mira si no esa caja de cartas que le dejó a Em. No podía parar ni siquiera desde la tumba.
—A mí me parece que consuelan un poco a Emma.
Charles resopló, burlón.
—Sabe Dios qué sabias palabras está divulgando. Siempre fue obstinada.
—Lo era. —Freya se sentó a mirar el cuadro.
—Tal vez me sobrepasé intentando protegerla.
—Libby te quería. Vino corriendo cuando le dieron la patada y el Don Amor Libre no quiso saber nada. Tú conseguiste que se rehiciera, como siempre has hecho. —Charles alzó la barbilla—. Hicimos lo que pudimos por ella. Volvería a hacerlo sin dudarlo un instante.
—Lo mismo digo. —Freya cogió su bastón y se acercó renqueando a Charles para alisarle el cuello—. ¿No lamentas nada?
—Lamentarse es inútil.
Freya pensó en las noches que lo había encontrado con la cabeza sobre el escritorio, rodeado de fotos de Gerda, Hugo y sus amigos.
—Ya es hora, Charles. Piensa en España, al menos.
—¿En España? Casi no pienso en otra cosa.
Freya le besó la mejilla arrugada y seca.
—Ni yo tampoco.
CARRETERA de Barcelona, enero de 1939
—Bueno, lo hemos conseguido. La última de las zanjas que quedaban, ¿eh? —Charles volvió la cabeza hacia Hugo mientras los aviones bajaban en picado hacia ellos de nuevo—. ¿Quién lo habría dicho de un par de novatos como nosotros, que se alojan en el hotel Florida con Hemingway y Capa… —Ahogaron su voz el tableteo de las ametralladoras, los pasos frenéticos y los gritos provenientes de la carretera. Cuatrocientas mil personas caminando por aquella carretera hacia la frontera con Francia, poniéndose a cubierto como una hilera de piezas de dominó, cayendo—. Tenías razón. Ha llegado la hora de volver a casa, amigo. Estoy enfermo de comer piel de naranja y fumar tabaco de lechuga. Cuando pienso que durante todo este tiempo las ciudades de la zona de los nacionales no han cambiado ni pizca… Los ricos van bien vestidos, con la tripa, las iglesias y las plazas de toros a rebosar. La vida sigue como siempre. ¿Para qué ha servido todo esto? —Le cogió la mano a Hugo y entrelazó sus dedos con los de su amigo, conteniendo un sollozo—. Te recuerdo bromeando cuando nos alistamos: «A lo mejor ahora podremos pegarnos un tiro en un pie.» Tal vez tendríamos que haberlo hecho. Quizá sí. —Charles tembló. Las escenas que acababan de presenciar en Barcelona se le agolpaban en la cabeza: los heridos arrastrándose desde los hospitales, los jóvenes llorando y los viejos maldiciendo. Cerró fuertemente los párpados recordando a la mujer que había visto, loca de dolor, abrazada a una manta en la que llevaba lo que quedaba de su hijo—. ¿Que ponen «chocolate» en las calles, sabiendo que niños inocentes los recogerán, sin que se les pase por la cabeza que son bombas? —Bajó la cabeza, sollozando. Entre lágrimas, miró a los niños con vendas ensangrentadas en los brazos y los pies que avanzaban penosamente, llorando de dolor y hambre. Algunos iban aferrados a sus padres. La mayoría iban solos. Frente a él se acurrucaba una mujer con un recién nacido al pecho. Al lado de esta, una anciana, desesperanzada, se había tendido en la cuneta a esperar la muerte. La gente de la carretera se apartaba y tiraba de los asnos y las mulas hacia el arcén cuando pasaban rugiendo los camiones que se llevaban del Prado los cuadros de Goya, El Greco y Velázquez para protegerlos—. Mira eso, Hugo. Están salvando las malditas pinturas pero ¿qué pasa con esta pobre gente? ¿Eh?
Charles se acordó de cuando en octubre las Brigadas Internacionales habían marchado por Barcelona de camino a casa. Miles de catalanes esperaban en las aceras de la Diagonal a los hombres que iban a llegar. La ciudad crepitaba de miedo y sospecha, y la Guardia de Asalto, siguiendo las órdenes del Gobierno de Valencia, mantenía la paz con un despliegue de pura fuerza. Todo el mundo sabía que el final estaba cerca; habían perdido toda confianza, toda esperanza.