A las cuatro y media de la tarde los habían oído llegar: el sonido de las botas marchando entre las flores y las cintas de papel que llovían desde los balcones. Se había enfurecido, se le había puesto la carne de gallina. Primero había llegado una guardia de honor de soldados republicanos y luego centenares de marinos cantando a viva voz.
—No puede haberse terminado, Hugo —había dicho, mirando por el visor de la cámara.
—Para nosotros sí. Las Brigadas Internacionales se marchan. —Hugo había levantado el puño cuando pasaron los primeros hombres, de una brigada alemana, pisoteando con las botas la capa de pétalos que cubría la calle hasta la altura de los tobillos.
—No sé en qué demonios está pensando el Comité de No-Intervención —había dicho Charles, desesperado—. Ordenan a los españoles que nos manden a todos a casa, pero ¿qué hay de los nazis y de los fascistas italianos que luchan en el bando de Franco? ¿También se marcharán? ¡Y un cuerno! Esto es el fin. ¿Qué posibilidad tienen los republicanos de oponérsele ahora? —Charles se había tragado las lágrimas mientras pasaban doscientos hombres de la brigada Abraham Lincoln. Fotografiarlos había sido como volver a estar en el Jarama. ¿De verdad hacía solo un año y medio de aquello? Había parpadeado recordando la carnicería.
—Me cuesta recordar cómo era la vida antes de esto. —Le temblaba la voz—. ¡Hay tanto de mí en España!
Capa llevaba un abrigo de pelo de camello con las solapas anchas y botones de nácar.
—Serénate, hombre —le había tendido un pañuelo.
—Lo siento. Es que no puedo creer que se haya terminado. —Se había sonado la nariz.
—Para ellos todavía no ha terminado. —Capa le había señalado a un pequeño al que su padre llevaba sobre los hombros—. Ni para nosotros. Todavía nos queda un gran trabajo que realizar: tenemos que contárselo al mundo. —Le había alisado el cuello y quitado un poco de polvo del hombro—. Arréglate, Charlie. Gerda me enseñó lo que vale el aspecto, ¿sabes? Gracias a ella llevo el pelo corto, corbata y los zapatos lustrados. Gracias a ella… —Se entristeció viendo pasar a los hombres—. A Gerda le habría encantado esto.
La republicana Dolores Ibárruri subió al escenario.
—La Pasionaria —susurró Charles cuando la voz de la mujer llegó a la multitud. La pequeñez de los altavoces no conseguía ocultar la fuerza ni la calidez de su voz.
—Estos hombres llegaron a nuestra patria como cruzados de la libertad, a luchar y a morir por la independencia de España, amenazadas por el fascismo alemán e italiano. Lo dejaron todo; cariños, patria, hogar, fortuna… —Charles había mirado a Hugo. Lo había recordado haciendo payasadas por el río Cam con él aquel día. ¡Qué aventura les parecía irse a España!—. Vinieron a nosotros a decirnos: «¡Aquí estamos! Vuestra causa, la causa de España, es nuestra misma causa, es la causa de toda la humanidad avanzada y progresiva.» —Los miles de personas congregados en la calle la habían aclamado al unísono. Charles había mirado la cara seria y compungida del niño que iba a caballito de su padre.
—Podéis marcharos orgullosos. Sois la historia. Sois la leyenda —había gritado La Pasionaria.
—Yo no me voy —había dicho Charles—. Mira a esta gente. No podemos abandonar a los catalanes. Esto será una catástrofe. Las condiciones de Barcelona no harán sino empeorar.
—He oído que algunos brigadistas se quedan, extraoficialmente —había dicho Hugo—. Se están uniendo a las tropas republicanas.
—Pues tenemos que ir con ellos. —Charles había inclinado la cabeza hacia Hugo, como un niño compartiendo un secreto—. ¿Juntos hasta el final?
Hugo le había apretado el hombro.
—Hasta el final.
—Se acabó, Hugo —dijo Charles, encogido en la zanja, al borde de la carretera de Barcelona, mientras los aviones descendían nuevamente en picado.
Cerró con fuerza los ojos cuando oyó que los aparatos se aproximaban más y más. Los había pillado la última oleada. Estaba corriendo al lado de Hugo cuando había visto ladearse el avión y enfilar directamente hacia ellos. La fila de gente que iba por delante se había dividido como una marea oscura de cuerpos y carros dando bandazos hacia la cuneta. Los gritos se mezclaban con el tableteo de las ametralladoras y las balas dejaban un rastro de muerte a su paso.
—¡Por aquí! —había gritado Hugo, tirando de Charles hacia una zanja poco profunda.
—¡Espera! —Charles se había puesto un niño de dos o tres años al hombro.
El pequeño estaba de pie en medio de la carretera, llorando con la boca abierta de angustia, separado de su madre. Una mujer corría hacia él, gritando. Charles había vuelto corriendo a la carrera, seguido por Hugo. El avión estaba muy cerca ya, notaba la vibración del motor y las balas que acribillaban la tierra. Había agarrado al niño y Hugo había arrastrado a la mujer para ponerla a cubierto, lanzándose a la zanja cuando los aviones ya la sobrevolaban.
Madre e hijo estaban a su lado ahora, balanceándose en silencio, pálidos por la conmoción. La mujer no podía mirar a Charles.
Se recordó aterrizando en la zanja, el golpe su pecho contra la tierra, la humedad filtrándose en su abrigo desde la nieve fangosa. Recordó a Hugo cayendo encima de él.
—Se acabó —murmuró—. Los nacionales marchan por las Ramblas y empezarán las represalias. —Arrastró las palabras, entrando y saliendo de la inconsciencia. Empezó a notar un dolor pulsante y paralizador en el brazo izquierdo. Intentó moverlo y vio que no podía.
—Esta era nuestra guerra, ¿verdad, Hugo? Una guerra pintoresca: una salvaje y encarnizada revuelta, pero ¡Dios, el país! ¡Qué magnífico…! Y las mujeres… Echo de menos las mujeres, Hugo. Dios se equivocó con los hombres, pero las mujeres las hizo bien. ¿Hay algo más perfecto?
Perdió el sentido un momento. La imagen de Macu, desnuda, salió a la superficie mientras la oscuridad descendía sobre él. Se sentía como si estuviera debajo del agua; el ruido del asalto le llegaba apagado y lejano. Se recordó escondiéndose en un establo, cerca del Ebro, en noviembre. Era como si volviera a estar allí, con Hugo. Hacía mucho que no quedaba ningún animal y en el establo se cobijaban los hombres, apretujados sobre la paja buscando calor, supervivientes de la última gran batalla de aquella guerra. Hemingway llevaba una manta de lana gruesa por encima de la cabeza y solo se le veían las gafas y la barba.
—Así que encontramos a cuatro campesinos, unos hombres flacos y con aspecto de estar hambrientos… —decía.
«¿No lo están todos» —había pensado Charles, temblando al lado de Hugo.
—Cien mil bajas, calculan, así que cuando Líster nos habló de volver no iba a discutir. Nos metimos en esa barca de fondo plano, un hombre en cada esquina —prosiguió Hemingway—. Todos los puentes habían sido derribados, así que el único modo de salir de ahí era cruzando los rápidos…
«¿Podrías callarte, por el amor de Dios?», pensó Charles. La voz de Hemingway le alterbaba los nervios.
—Dos de los remeros desertaron, así que yo cogí un remo. —Hemingway hizo el gesto de remar—. No fue fácil. Tenía las manos rígidas por el frío. Descendíamos por el río hacia el puente de Mora. Había sido bombardeado, destruido…
Charles bajó la cabeza. Dio un respingo cuando una rata pasó en la oscuridad. Capa se rio bajito, poniéndose a su lado. El viento y la nieve azotaban la puerta del establo y la vieja madrea crujía.
Miró a Charles.
—¿Estás bien?
—¿Yo? Sí, bien. Lo único que quiero es salir de aquí.
—¿Sigues molesto por haber fallado ese disparo?
Estaban junto al río Segre, siguiendo un último batallón de desesperados republicanos. Eran un grupo heterogéneo, vestidos con uniforme de camuflaje y armados con viejos fusiles rusos. Mientras seguían adelante valientemente, se había producido una explosión ensordecedora. Un soldado se había tambaleado con cara de terror cuando cayó una cascada de tierra y rocas. Capa había levantado la cámara tranquilamente para inmortalizar el momento. «Se podía oler la pólvora de esa», había dicho entre dientes. En aquel momento Charles se había dado cuenta de que había olvidado cargar película en su cámara.
—Tienes ganas de morir, Capa —le dijo, acurrucándose en la paja mientras el viento silbaba en el granero.
Capa rio y cerró los ojos.
—Tal vez. Dime, nosotros vamos a Barcelona. ¿Vas a venir?
Charles entrelazó los dedos detrás de la nuca y se dispuso a dormir.
—No me lo perdería por nada del mundo.
Un soldado republicano se puso en cuclillas justo delante suyo.
—Disculpa, compañero, ¿sabes escribir?
Charles abrió un ojo y vio a un chico joven con una espesa cabellera negra.
—Sí.
—Nuestro amigo… —señaló a un hombre cubierto de vendas, tendido en una camilla, en un rincón. Otro chico le sostenía la mano—. Quiere dictar un mensaje para su mujer.
—Claro. —Charles se levantó y se acercó, pasando con cuidado entre los hombres tendidos en el suelo. Sacó una libreta y un lápiz del bolsillo trasero.
—Gracias —dijo el chico, estrechándole la mano—. Vamos, Marco —le dijo al muchacho arrodillado junto al herido. Se volvieron para marcharse.
—No vais a salir con este tiempo, ¿verdad? —les preguntó Charles—. Al menos esperad a que amanezca.
—Tiene razón, Jordi —dijo Marco—. Es una locura. Esperemos y luego vayamos a casa.
Jordi abrió la puerta. Tenía los ojos brillantes, de loco.
—Todavía no se ha terminado. Lucharemos hasta el final. Yo no me voy a casa.
—A casa —farfulló Charles recuperando la conciencia. El dolor palpitante del brazo dibujó una mueca en su cara cuando intentó moverse—. Quiero ir a casa… con mis mariposas. Son hermosas. Dios tuvo un buen día cuando inventó las mariposas… —Puso los ojos en blanco—. Creo que a lo mejor es posible saber que el mundo es espantoso y aun así ver lo maravilloso que es estar vivo. ¿Tú que opinas, Hugo?
—¡Este está vivo! —oyó que gritaba alguien y luego pasos precipitados.
—¿Cómo van a dar la noticia? ¿Eh, Hugo? ¿Qué harán cuando tú y yo hemos visto tanto y visto la verdad y ellos cuenten algo diferente? Espero por Dios que esto sea el final del doble discurso. Imagina un mundo construido sobre mentiras y disparates… ¿para eso hemos luchado?
—¡Espera! Lo conozco —gritó un hombre desde la carretera—. ¡Traed aquí una camilla!
Charles notó que alguien se le acercaba arrastrando algo a su lado. Un dolor repentino y mareante le recorrió el brazo.
—Ya está —le dijo Capa.
—Espera… —farfulló Charles, delirando de dolor—. Hugo…
—Nos ha dejado, Charlie. —Capa se inclinó sobre él—. Te he estado buscando por todas partes.
Charles miró a Hugo y contuvo un sollozo.
—Tengo la foto, Capa.
Capa lo miró a los ojos con compasión.
—Creo que esta vez, Charlie, te has acercado demasiado. —Ayudó al conductor de la ambulancia a ponerlo en la camilla—. Que te saquen de aquí. Nos veremos en Francia.
—Sí… Francia. —Charles veía lucecitas—. Espera…
Capa se volvió.
Charles intentó desenganchar la cámara y él le ayudó.
—¿Quieres que envíe la película a tu periódico?
—Sí. Luego, quédatela. Ahora no podré usarla.
—No puedo…
—De verdad. Me gustaría que la tuvieras tú. Es una Contax. Debería haberme comprado un coche, como decía Hugo.
—Gracias. —Capa le estrechó la mano derecha.
—Toma con ella fotos extraordinarias. Enseña el mundo.
El camillero abrigó a Charles, cubriéndole con cuidado el brazo izquierdo, destrozado por las balas.
—Vamos, señorita, te sacaremos de aquí.
—Espera. —Charles volvió de lado la cabeza cuando se lo llevaban y miró por última vez los ojos sin vida de Hugo.
VALENCIA, enero de 2002
Después de recorrer el pueblo de punta a punta, Emma estaba sin aliento. Hundió la mano en el agua de la fuente que había junto a la iglesia y se refrescó las muñecas. Las palomas bajaban a la plaza, blancas contra los muros pintados de ocre y el mareante cielo azul, ya teñido por la luz dorada de la puesta de sol.
Se sentó en un muro bajo blanco y buscó en la cesta una botella de agua. Tomó un sorbo y se secó los labios. Luego cogió de la cesta la foto que acababa de recoger del enmarcador. El dorado relució con el sol cuando retiró el plástico de burbujas. Las fotos de Rosa y Jordi estaban juntas y protegidas detrás del cristal.
—¿Quiénes erais? —preguntó en voz baja Emma. Observó el rostro de Jordi, fuerte y orgulloso, y a Rosa. Levantó la vista cuando una mujer elegantemente vestida salió por la puerta de la iglesia, y se puso a hablar con un camarero en la puerta del café contiguo. Emma la saludó con la mano cuando la reconoció: era Macu. Llevaba una camisa blanca de seda debajo del abrigo de invierno, unos pantalones holgados de lana oscura y mocasines. Cuando Emma se puso el bolso al hombro y se le acercó, Macu abrió unos ojos como platos de la sorpresa.
—¿Qué haces aquí en la calle con este frío? Deberías descansar hasta que nazca el bebé.
—Me aburro muchísimo sentada en casa. —Emma la besó—. Solo he ido hasta la tienda del enmarcador a recoger esto.
—¿Son las fotos que encontraste?
Emma se dio cuenta de que Macu no la miraba, sino que miraba el guardapelo.
—Sí. Estaban debajo de las tablas del suelo, en casa.
Por fin Macu la miró a los ojos.
—Tenía la esperanza de encontrarme contigo. Vamos a tomar algo —le dijo, y caminaron del brazo hacia el café, con el bastón dando golpecitos en la acera.
Se sentaron en una mesa cercana a la barra y Macu tomó un sorbo de coñac antes de coger el bolso, del que sacó un sobre que deslizó sobre la mesa hacia Emma.
—Quiero que tengas esto. Tendrás que conseguir otro marco.
El silbido de la cafetera, las conversaciones de los parroquianos en el café se difuminaron cuando abrió el sobre. Dentro había una foto. Reconoció a Rosa de inmediato.
—¿Cuándo se la tomaron?
—En otoño de 1937, poco después de que naciera Lulú.
—¿El bebé? —Emma miraba fijamente la foto, bastante estropeada. En ella se veía a Rosa sentada en el jardín de Villa del Valle, con una criatura en brazos.
—¡Oh, Emma! —le dijo Macu, cogiéndole la mano—. Mira bien a Rosa, ¿no lo ves?
Emma entrecerró los ojos, escrutando la imagen granulada de la cara de Rosa. Entonces lo vio.