—El guardapelo —dijo. Se llevó la mano al cuello—. Lleva mi guardapelo.
Macu le palmeó la mano, compasiva.
—Jordi se lo regaló a tu abuela.
—¿A Freya?
—No, cariño, se lo regaló a Rosa.
VALENCIA, febrero de 1939
«Adelfa, jacarandá, adelfa, jacarandá…», pensaba Freya, subiendo con decisión la colina hacia Villa del Valle, pasando la mano por las rejas. Las oscuras hojas brillantes esperaban que las flores, de un rosa vivo, se abrieran. Caía la noche y, cuando llegó al muro de la villa, suspiró cansadamente. Sería la última noche que pasaría en la casa y tenía las maletas listas para marcharse al hospital español de la frontera.
Pensar en todo lo que la esperaba, en la desesperada situación de los refugiados, en el gris y lluvioso Londres, la deprimía enormemente. Iba a echar de menos España, a pesar de todo lo que le había sucedido allí. Captó una rendija de luz que salía de la tienda de Vicente y oyó voces masculinas hablando en tono bajo y rápido. Tras comprobar que estaba sola en la calle, se acercó con sigilo a la puerta.
—Se acabó —dijo un hombre, y ella notó la arrogancia, la pomposidad de su voz—. Los rojos huyen como ratas. Pronto caerán Madrid y Valencia.
—Y nosotros estaremos listos para dar la bienvenida al Generalísimo. —Freya reconoció la voz de Vicente—. Ha llegado nuestro momento, amigo.
—Estaré bien —le había dicho Rosa aquella misma tarde cuando Freya le había contó que estaba a punto de marcharse.
Freya había percibido su inseguridad detrás de aquella fachada de confianza. Rosa acariciaba la cabeza de la niña dormida en sus brazos, que le agarraba el lazo del cuello de la blusa con su manita.
—¿Te importaría darme un poco de agua?
Freya había quitado la gasa que cubría la jarra para servirle un vaso.
—Gracias. —Notando cómo la miraba Freya, había insistido—: De veras, estaré bien.
Freya la había mirado a los ojos.
—Eso… —había señalado el golpe que tenía Rosa en la mandíbula—. Irá de mal en peor, tú lo sabes.
Rosa se había vuelto hacia el fuego, contemplando las llamas.
—No me ha pegado desde entonces. Estaba enfadado porque desaparecí. Le dije que estaba con Macu, ayudándole con su ajuar de boda, pero no me creyó. Me habría matado de haber sabido que estuve con Jordi. Vicente ha prometido… —Había puesto mala cara al resoplar Freya, incrédula.
—Vicente es un matón.
«Y ahora resulta que es quintacolumnista. Tengo que advertir de ello a Rosa.»
—¿Qué tenemos aquí? —Una mano fuerte salió de la penumbra del callejón, agarró del brazo a Freya y la obligó a entrar en la tienda—. Mira, Vicente, ahora esas enfermeras rojas hacen de espías. —El hombre la empujó hacia el mostrador y bloqueó la salida.
Vicente le daba la espalda, ordenando sus cuchillos. Freya reconoció al hombre que tenía al lado porque era del pueblo. Había un plato de almendras y queso manchego sobre el mostrador y el tipo masticaba, mirándola sombrío. Debajo de la camisa blanca ajustada, los músculos de Vicente temblaron cuando se volvió hacia ella. Los cuchillos relucían a la luz del candil.
—Bien. He oído que nos dejas.
—Sí, así es. —Freya se irguió al máximo. El corazón le martilleaba en el pecho.
—Estaba ahí fuera, escuchando —dijo el de la puerta.
Vicente chasqueó la lengua.
—Estúpida. ¿Qué has oído?
—Nada. No he oído nada. Solo venía a despedirme.
Se le acercó despacio con las aletas de la nariz dilatadas, olisqueando.
—¿Sabes? Cuando toreas aprendes a oler el miedo.
—¿Miedo? —Lo miró fijamente—. ¿Por qué habría de tenerte miedo?
—Deberías tenérmelo. —La luz centelleó en la hoja del cuchillo que Vicente seguía teniendo en la mano.
—Como he dicho, venía a despedirme.
—¿Sabes que solo los mentirosos repiten la misma historia una y otra vez?
—No lo había oído…
Vicente la empujó de espaldas contra el mostrador y le metió los muslos entre las piernas. Freya notó su aliento caliente en el cuello y luego la hoja del cuchillo.
—Creo que antes de matarte me divertiré un poco.
El de la puerta soltó una carcajada. Freya lo oyó cerrar la puerta de la calle y pasar el pestillo.
—Por favor, no —le rogó, forcejeando para soltarse.
Vicente le metió la lengua en la boca, espesa y amarga por las almendras. Entonces la echaron en el suelo y la sujetaron. Ella cerró fuertemente los párpados intentando no gritar.
—¡Vicente! —Rosa aporreó la puerta trasera de la tienda—. ¡Vicente!
Él gruñó y volvió la cabeza hacia la puerta. Freya notó aligerarse su peso, retrocedió y le mordió con fuerza una oreja. Vicente soltó un alarido y se apartó, cubriéndosela con una mano.
—Deja que me vaya —le dijo Freya, con la voz temblorosa pero con seguridad. Se bajó la falda—. Deja que me vaya y no se lo contaré a nadie. Me iré ahora mismo. —Se secó la sangre del labio partido con una manga.
Vicente se abrochó los pantalones y le hizo un gesto de asentimiento al hombre que estaba junto al mostrador, que abrió la puerta trasera. Rosa entró en la tienda con la niña en la cadera y lo miró con asco. Cogió del brazo a Freya y se la llevó a la casa.
—¡Lo siento tanto! —le susurró—. He tenido una visión de lo que te estaba haciendo.
—¡Rosa! —oyeron gritar a Vicente, no de muy lejos.
—Ven conmigo. —Freya temblaba violentamente—. No puedo dejarte con este… con este monstruo. El convoy de Cuerpo Médico sale esta noche.
—No. —Le dijo Rosa mientras subían corriendo la escalera.
—Pero ¿por qué?
—Freya… —Rosa negó con la cabeza y cerró con llave la puerta del dormitorio—. No tengo nada. —Le sujetó la cabecita a Lulú—. Este era el hogar de Jordi y es el de su hija.
—Así que vas a quedarte… ¿por la casa? —Freya no podía creer lo que oía.
—Es más que eso. Tú no lo entenderías. Su vida no será como la mía. Mi niña tiene ángel, tiene un don. —Rosa se puso los dedos en la sien—. No es solo una casa. Yo lo he visto. He visto que el futuro de nuestra familia está aquí. Una mujer de nuestra estirpe vivirá aquí mucho después de que el bastardo de Vicente haya muerto.
—¿Cómo puedes confiar en él? —Tenía la cara contraída de asco—. Puede volverse contra ti en cualquier momento, contar que luchaste con los republicanos…
—¡Ya lo sé! —gritó Rosa—. Ya lo sé —repitió, bajando la voz—. Pero tengo que esperar a que vuelva Jordi… —Dudó un instante y añadió—: Vuelvo a estar embarazada.
—¡Oh, Dios mío, Rosa! —Freya puso los ojos en blanco y hundió los hombros—. Me preguntaba por qué te vestías así. ¿Se ha dado cuenta?
—¿Vicente? No, tengo cuidado… Como con Lulú, no se me notó mucho hasta el final tampoco. Dice que me estoy poniendo gorda y yo le doy la razón.
—¿No podrías haber tomado precauciones?
—¿Precauciones? —Rosa se rio amargamente—. Es hijo de Jordi, no de Vicente. —Se recolocó a la niña sobre la cadera—. No es suyo. Lo sé. Le digo que tengo la regla cuando estoy en el período más fértil. Para ser carnicero es muy quisquilloso con la sangre, si sabes a lo que me refiero. Otras veces está demasiado borracho para darse cuenta. Tengo cuidado y le digo que la tiene tan grande que me hace sangrar un poco. —Volvió la cara pálida y cansada hacia Freya.
—¡Rosa! —gritó Vicente desde abajo.
—¡Ya voy! —repuso ella. Bajó la escalera corriendo y Freya la siguió.
En la puerta de la cocina se detuvo en seco. Vicente, subido a una silla, colgaba la foto de Franco en la campana de la chimenea. Cuando se bajó y la miró, entrecerró los párpados, retador. Tenía una costra de sangre en la oreja.
—Pronto será todo como debe ser. —Le pasó un brazo por los hombros a Rosa y la atrajo hacia sí—. Por fin ha caído Barcelona y estamos listos para cuando lleguen. Me gustaría decir que te echaré de menos… —le dijo a Freya.
—¿Pero no puedes?
—Únicamente porque eres amiga de Rosa no te he matado.
—No puedes asustarme —le dijo tranquilamente Freya, acercándosele. Rosa le estaba diciendo con los ojos que tuviera cuidado—. Soy enfermera, no combatiente.
—Y cómo lo sabemos, ¿eh? Podrías ser una espía. Tenemos modos de averiguarlo, ¿sabes?
—Eso te gustaría, ¿verdad? ¿Te da placer hacer daño a las mujeres, Vicente? ¿Es más divertido que esquivar toros?
—¿Por qué no…? —Levantó la mano.
—¡Señor! —intervino Macu, entrando con una paellera humeante que traía del fogón de fuera. Detrás de ella, en el jardín, las llamas lamían la leña de naranjo, que chasqueaba, humeante.
—Vicente —dijo Rosa—. Vamos a comer.
—¡A la mierda! —Tiró la paella al suelo de una patada.
El arroz teñido de azafrán se desparramó y Macu cayó de rodillas. Vicente se volvió hacia Freya.
—¡Mírate! —le siseó a un palmo de sus narices—. ¿Qué hombre iba a quererte? Sucia puta…
—¡Vicente! —Rosa le tiró del brazo y él se dio la vuelta y de un manotazo la empujó contra la encimera—. Apártate de mí, mujer. Tú no eres mejor que ella.
Rosa se dobló hacia delante, jadeando.
—¡Animal! —gritó Freya—. ¿Cómo puedes pegarle estando embarazada…? —Las palabras murieron en sus labios cuando Rosa la miró, frenética.
—¿Es eso cierto? —Tiró de Rosa y le plantó un beso en la boca—. ¡Ja! —Empujó la pelvis hacia la de ella—. ¡Ja! —Sacó pecho, echando atrás la cabeza con la arrogancia de un matador—. Ahora sí que eres mía —murmuró.
Lulú rompió a llorar.
—Iré a ver qué le pasa —dijo Rosa.
—Deja a esa pequeña bastarda. —La agarró de la muñeca cuando iba a marcharse. Rosa se estremeció.
—¡Le haces daño! —gritó Freya.
—¿Con esto? Esto es solo el principio. Le apretaba tanto el brazo que tenía los nudillos blancos—. Todos los días tendrás que pagar… —le dijo a Rosa—, y cuando sea demasiado vieja —le espetó a Freya, con la boca retorcida en una mueca cruel—, entonces la otra tendrá que hacerlo.
Freya notó el sabor de la bilis en la boca.
—No —dijo—. No te lo consentiré.
—¿Tú? —Apartó a Rosa de un empujón—. ¿Qué puedes hacer tú? No eres nadie. Fuera de aquí. —Cogió la maleta de Freya y la tiró al camino—. Yo hago lo que me da la gana. Esta es mi casa.
—Es la casa de la familia Del Valle… tan tuya como de Jordi —dijo tranquilamente Rosa. Se acercó a abrazar a Freya—. ¡Lo siento tanto! ¡Siento tantísimo lo que te ha hecho! Olvida. Olvídanos a todos.
—No. —Freya tenía los párpados apretados, fuertemente abrazada a Rosa—. Nunca te olvidaré, ni a Lulú. Os estaré esperando. Hay un hospital en Cerbère. Estaré allí —le susurró—. Os estaré esperando.
VALENCIA, enero de 2002
Macu volvió a apoyarse en el respaldo de la silla, con el vaso vacío entre las manos. Tras las ventanas del café, las luces de la plaza del pueblo brillaban como joyas nocturnas.
—Esa fue la última vez que vi a Freya.
Emma estaba sentada con la cabeza apoyada en las manos.
—No tenía ni idea. —Macu le parecía cansada, como si estuviera sumida en sus pensamientos.
—Era una buena mujer, una mujer valiente. Comprendo por qué te ocultó todo esto.
—¡Pobre Freya! Todavía no comprendo cómo escaparon ella y mamá. ¿Qué le pasó a Rosa.
—Acabó en México.
Emma abrió unos ojos como platos.
—¿En México? No tengo ni idea de lo que hicieron Freya y tu madre, tendrás que preguntárselo a ella, pero en la cárcel le pregunté a Rosa…
—¿En la cárcel? —exclamó Emma.
—Sí. —Macu echó un vistazo al reloj cuando oyó la voz de Dolores en la calle—. Te lo contaré otro día. Mi hija ha venido a recogerme.
—Espera. ¿Por qué estaba Rosa en México? —Emma tenía la cabeza llena de preguntas mientras Macu se levantaba pesadamente.
—Se ocupaba allí de un refugio de niños, a los que enseñaba a leer y escribir. —Macu hizo una pausa y luego añadió—. Murió en un convento. No era vieja.
Emma miró la foto de Rosa y Liberty.
—¿En un convento? Pensaba que los republicanos no creían la Iglesia.
—La Iglesia apoyaba a Franco y muchos republicanos eran ateos, pero, simplemente, la gente trabajadora como Rosa y como yo crecimos con el amor de Dios en el corazón. No pudimos renunciar a eso. —Macu miró a Emma—. Cuando Rosa perdió su fe en los hombres, quizá… —Calló un instante—. Quizás en Dios fue en lo único en lo que pudo refugiarse.
—¡Mamá! —Dolores entró en el café—. ¿Qué haces aquí? —Miró a Emma, cabeceando refunfuñona.
—Hablaba con Emma. Le estaba contando cosas de su familia.
—Lo siento —le dijo Emma. Dolores puso mala cara—. Se os está haciendo tarde.
—De acuerdo, hablaremos otro día. —Macu le palmeó la mano.
—Por favor. ¡Hay tantas cosas que todavía no entiendo! Cuéntame qué pasó cuando cayó Valencia.
—Fueron tiempos difíciles. Cuando cayeron Cataluña y Madrid y nuestra Valencia… —Macu inspiró profundamente—. Lo recuerdo como si fuera ayer. Hacía frío pero era un día soleado. Cuando los tanques entraron en la ciudad, recuerdo que el sol arrancaba destellos a las bayonetas de los nacionales. Centenares de personas corrían por delante de ellos, intentando huir. —Hizo una pausa—. Los que se quedaron dieron la bienvenida a Franco. No tenían elección.
—Macu, ¿tú te quedaste?
—¿Yo? Sí, me quedé. Me casé con Ignacio poco después de la llegada de los nacionales.
—Y Jordi, ¿qué fue de él?
—Jordi volvió del frente, tal como había prometido. —Dudó brevemente—. Sin embargo, Rosa se había ido al norte con la niña, con tu madre, para entregársela a Freya. Oí a Jordi y a su hermano discutiendo una noche en la cocina. Vicente dijo que se aseguraría de que él y sus camaradas se marcharan con seguridad si los dejaba a él y a Rosa en paz. Si no, los denunciaría a los nacionales.
—No lo comprendo. Creía que Vicente no era más que un carnicero…
—¿Un carnicero? ¡Ja! Lo era, claro, pero era también quintacolumnista, un partidario infiltrado de los nacionales. Siempre había estado de parte de Franco y de los fascistas. Desde el principio.
—¿Qué pasó?
Dolores tiró del brazo de su madre.
—Tenemos que irnos —le dijo—. No podemos entreternos más.
Macu se alejó torpemente de la mesa y la silla arañó el suelo de terrazo.
—Ahora no puedo contártelo. Mi hija no deja de darme órdenes.