—¡Oh, Señor, no! —dijo Macu, llevándose una mano a la cara.
—¿Jordi? —Hizo una mueca—. ¡Quién sabe…! ¿Tú qué crees? Esos dos contra las tropas del generalísimo. —Se volvió hacia su mujer con la cara roja de rabia—. En todo caso, ¿a quién le importa? Es el pasado. Esto es el futuro: tú y yo. —Apartó la silla de la mesa y se le acercó para ponerle una mano sobre el vientre—. Nuestro hijo.
Rosa miró de reojo a Macu. La vio luchando para rehacerse.
—Claro, Vicente —dijo sin alterarse.
—Jordi se ha llevado su merecido. Nunca olvides que podemos tener a las tropas aquí en menos que canta un gallo si yo quiero. —Chasqueó los dedos en la cara de Macu.
—¿Por qué no lo haces, pues? —repuso esta.
—A lo mejor unos cuantos de tus amigos se han ido, pero la mayoría están en las prisiones y acorralados en las plazas de toros. —Hizo el gesto de amartillar un arma y señaló a Macu con el índice—. ¿Tú? No mereces el esfuerzo de ir a la ciudad. —Agitó despectivo la mano—. Adiós, y hasta nunca. Este es un gran día. La bandera de la Vieja España ondea nuevamente en nuestro balcón. —Alzó el vaso hacia Rosa—. Y tú, mi amor, mi palomita, vuelves a ser mi esposa. Se acabó esa bobada de «mi compañero».
—Deja que te sirva un poco más de coñac.
Rosa arrastró a Macu a la despensa y cerró la puerta.
—¿Cómo puedes quedarte aquí? ¡Ese hombre es un animal! Lo que les ha hecho a Jordi y a Freya, lo que me ha hecho a mí… —Macu temblaba conmocionada e intentaba controlarse.
Sin alterarse, Rosa abrió el armario esquinero, buscó entre las botellas y sacó una azul.
—Rosa, ¿qué es eso?
—No es más que un sedante suave. No quiero que me toque esta noche.
—Ojalá hubiera podido yo disponer de algo así cuando vino por mí.
Rosa se volvió y se tranquilizó. Cuando alzó los ojos, había en ellos una oscura determinación.
—Macu —dijo, cogiéndole la mano a su amiga—. Lo siento. Si hubiera sabido…
Macu miró al suelo.
—No es nada. Comparado con lo que te hace a ti, no es nada. Pero no puedes perdonarle esta.
—No tengo intención de hacerlo. Amenazó a mi hija, traicionó al hombre al que amaba, su hermano y… —dijo, descorchando una botella de coñac— ha colgado una foto de ese hombre, ¡en mi cocina! ¡Cerdo fascista! —Soltó un torrente de palabrotas como una maldición mientras tiraba un poco de coñac—. Suficiente —dijo.
Macu observó en silencio cómo Rosa cogía la botella azul y la exponía a la luz. Se puso a su lado.
—Va a pagar por lo que me ha hecho y os ha hecho a Freya, a ti y a Jordi. ¿Será el mundo un lugar mejor o peor si hay un fascista menos? Echó todo el contenido de la botella en el coñac. Cogió el trapo del recipiente blanco que había dejado a un lado y lo estrujó, añadiéndolo a la mezcla con ayuda de un embudo.
—Rosa, ¿qué es?
—No, no lo toques. Son las hojas que he cocido antes. De adelfa —dijo simplemente—. Unas gotas matarían a cualquier hombre. Para Vicente usaré más.
—No puedo dejar que lo hagas —dijo Macu.
—No tiene nada que ver contigo —dijo Rosa—. Es mi decisión. Vicente nunca se detendrá, nunca permitirá que me vaya. —Apretó el puño—. Vete ahora, si quieres. Cuanto antes te vayas, más segura estarás. Las tropas no tardarán en venir a registrar el pueblo. Será más seguro para ti estar en casa con Ignacio. Nunca vuelvas por aquí, no vengas a verme nunca más.
—No. —Macu la abrazó fuertemente—. Me quedaré. Te ayudaré.
Vicente sacudió la cabeza cuando Rosa le puso delante la botella. El fuego se reflejaba en el líquido ambarino.
—¡Joder! Has tardado lo tuyo. —Descargó un puñetazo sobre la mesa y tiró el periódico al suelo.
Rosa miró el titular.
«La conquista de Valencia y Alicante ha puesto definitivo término a la peste roja.» «La peste roja —pensó—. Exterminada.»
—Bueno, ¿se puede saber qué esperas? —Le acercó el vaso vacío.
En los ojos inyectados de sangre, el rostro flácido, Rosa vislumbró en qué se convertiría, cómo su belleza lo abandonaría cuando su verdadero carácter se le grabara en la cara. Le llenó el vaso y dejó la botella en la encimera. Rosa sirvió más paella en el plato hondo de cerámica y se lo puso delante. Ebrio, tragó bocado tras bocado. Rosa hacía punto en silencio a la luz de la lámpara mientras él comía.
Vicente se puso en pie a duras penas y cruzó tambaleándose la cocina, como un toro al final de una larga corrida, con las banderillas clavadas en los flancos sangrantes. Volvió a llenarse el vaso, se sentó y se bebió de un trago el licor. Cuando se le cerraron los ojos, Rosa dejó de tejer y esperó. Fueron pasando los minutos. Solo se oía el fuego que chasqueaba y siseaba y los truenos que quebraban el silencio. Por fin Macu se acercó sigilosa.
—¿Rosa? —susurró—. ¿Está…?
—Tendría —dijo Rosa. Tenía la cara dura por la amargura.
Oyeron que empezaba a llover a cántaros. La lluvia caía desde el tejado de la casa.
—¿Respira? —Macu se le acercó de puntillas—. Voy a comprobarlo. —Fue a tocarle el cuello con la mano. Entonces Vicente resopló y se tambaleó hacia delante.
La mujer gritó cuando se levantó, tropezando.
—¿Qué me habéis hecho? —Se agarró el estómago, con una mueca. Se le trababa la lengua—. ¡Brujas! ¡Yo os maldigo!
Rosa se apartó, pero él agarró a Macu por el cuello. Fuera arreciaba la tormenta, el viento aullaba en el jardín y por la puerta abierta. Macu empezó a sacudirse, con los pies levantados del suelo. Le clavó frenética las uñas en la mano férrea.
—¡Socorro! —graznó—. No puedo…
Rosa intentó apartarlo de ella, pero las manos de Vicente eran como tenazas y tenía los músculos de la espalda contraídos y abultados. Se volvió, agarró el pesado mortero de piedra con ambas manos, lo levantó y lo descargó contra su cabeza. Vicente soltó a Macu con un grito ahogado y, cuando se estampó contra el suelo, de la sien le manaba sangre oscura.
—Hijo de puta —le escupió.
Las dos mujeres se quedaron de pie, en silencio, conteniendo la respiración. Ambas dieron un respingo cuando un relámpago chasqueó en el cielo.
—Tienes que irte —le dijo Rosa a Macu, volviéndose hacia ella.
La joven negó con la cabeza.
—No. Me quedo. Te ayudaré. —Miró a Vicente—. ¿Qué haremos con él? —dijo por fin.
Rosa miraba el jardín oscuro. Los relámpagos iluminaban el montón de revoque que había preparado Vicente y la pala clavada en la tierra.
—Primero cavaremos un agujero —dijo—. Iré al cobertizo a buscar otra pala.
Rosa cogió el libro de recetas, el de poemas de Lorca y el mortero y se lo llevó todo al jardín, con la lluvia resbalándole por la cara. Abrió de un empujón el almacén y dejó el mortero en el estante superior. Mientras cruzaba el jardín, se sacó el anillo de oro del dedo y lo tiró al pozo. Miró el agua oscura y la imagen fluctuante de una mujer a la que ya no reconocía le devolvió la mirada. El anillo cayó, a cámara lenta, dando vueltas y brillando, hacia las rocas y el silencio del fondo. «Es como si nunca hubiera estado aquí», pensó.
Macu se le acercó corriendo y las dos cavaron en la tierra ocre, mientras la tormenta arreciaba.
—¡Tardamos demasiado! —gritó Macu. Llevaban cavando media hora y el hoyo no tenía ni un metro de profundidad—. ¡Es demasiado corpulento!
Rosa miró hacia la cocina y vio el cuerpo retorcido de Vicente en el suelo. Echó un vistazo al montón de cal que había debajo del toldo del cobertizo, a la espera de que acabaran el muro.
—No. Servirá. Puedo hacerlo. —Dejó la pala—. Macu, ayúdame a arrastrarlo hasta la tienda. Luego me ocuparé yo.
—¿A la tienda? —Macu hizo una mueca—. Rosa, ¿qué vas a hacer?
Rosa fue por el camino hasta la cocina.
—Voy a hacer limpieza. Cuando termine, nadie sabrá que hemos estado aquí. —Volvió a pensar en las fotografías que había debajo de las tablas del primer piso—. Esta casa va a dormir mucho, mucho tiempo, como en un cuento de hadas.
Las jóvenes agarraron a Vicente cada una por una pierna y lo sacaron de la cocina. La cabeza golpeó el escalón de piedra. Llevaba los brazos arrastrando cuando lo deslizaron entre los naranjos y por la hierba resbaladiza por la lluvia. Rosa contuvo la respiración cuando abrió la puerta trasera de la tienda.
—Ahora yo me ocupo. Quiero que te vayas.
Otro relámpago iluminó el cielo y Macu vio en la habitación oscura destellar las hileras de cuchillos de un modo amenazador. Rosa la agarró por los hombros.
—Macu, olvídate de mí. Olvida todo esto.
—No puedo. Eres mi amiga.
Rosa la abrazó y notó su temblor.
—Ve y ten una buena vida con Ignacio. Puedes tenerlo todo, Macu: un hogar, una vida, una familia. —La estrechó con fuerza—. Cuídate. —La besó en ambas mejillas—. Olvídate de todo esto. Olvídame.
Rosa escuchó los pasos de Macu alejándose corriendo por el jardín y esperó hasta que oyó cerrarse la puerta trasera. Miró hacia la casa. El viento soplaba entre los naranjos. Notó el sabor amargo de la bilis en la boca cuando pensó en lo que tenía que hacer. Le temblaban las manos cuando tanteó los azulejos fríos del mostrador.
—Ha llegado el momento, Vicente —dijo en voz baja—. Ha llegado el momento.
VALENCIA, enero de 2002
—Esos no, aquellos —dijo Macu, señalando los lirios blancos del fondo del expositor de Aziz.
—Sí, señora. —El chico sacó los tallos del cubo de acero. Las corolas se balancearon con la brisa. El aroma embriagador de incienso de sus pétalos blancos impregnó el aire.
—Buenos días, Macu —la saludó Emma, deteniéndose a besarle las mejillas—. Esos son bonitos, Aziz. ¿Son para algo en particular?
—Los llevo al cementerio para mi Ignacio —dijo Macu.
—Buenos días —saludó Fidel, entrando en la tienda con un cajón de madera lleno de verdura fresca.
—Aquí está lo que pediste. Mi hija me ha pedido que te lo traiga.
—Gracias. ¿Cuánto te debo? —Emma fue a coger la cartera y Fidel le palmeó la mano.
—Nada. Ha sido un placer. Tienes que tomar toda la fruta y la verdura que puedas. Al bebé le conviene.
—¿Estás bien? —le preguntó Macu—. Estás muy pálida.
—Estoy bien. —Se apoyó en el mostrador—. Es que acabo… Me he llevado una impresión. Hemos desenterrado un esqueleto del jardín trasero.
—¿Un esqueleto? —Macu se tambaleó hacia atrás.
—Es una cosa rarísima: tiene dientes de oro.
—Te lo dije: esta casa tiene mala sombra. —Dijo Aziz tendiéndole a Macu el ramo de flores.
—Tonterías —repuso Emma. Brillaba el sol, pero sintió un repentino escalofrío—. Luca ha llamado a la policía. Creo que van a traer a uno de la funeraria para que se ocupe de los restos.
—Vamos —le dijo Macu—. Tardarán un rato en llegar. Tenemos que hablar. —Agarró a Emma del brazo—. Iremos juntas al cementerio. Tú también, Fidel.
Caminaron por la acera polvorienta en silencio. Solo se oía el bastón de Macu golpeando el suelo. Fidel abrió las puertas de la verja de hierro del cementerio y dejó pasar a las mujeres. Emma se puso las gafas de sol porque la deslumbraba el resplandor de las tapias blancas y la luz que se reflejaba en las lápidas pulidas y los floreros dorados. Había flores frescas en todas las tumbas, muy cuidadas.
«Ya entiendo por qué le va bien el negocio a Aziz», pensó, jadeando con una contracción.
Macu siguió por el sendero de grava hasta detenerse junto a una gran tumba de mármol.
—¿Me ayudas? —le pidió a Emma, señalando los claveles marchitos del jarrón de la base.
Emma se agachó a vaciar el jarrón. Leyó los nombres inscritos en el mármol. Debajo del de Ignacio había una inscripción: «Alejandra Ramírez Villanueva; 1971 - 1999.»
«Tenía mi edad, fuera quien fuese», pensó Emma.
Debajo de esta ponía simplemente: «Xavier de Santangel Ramírez, 1999.»
—Aquí —dijo Fidel, y cortó los tallos de los lirios.
—Es un sitio bonito —comentó Emma—. Muy tranquilo.
—Me gusta venir aquí todas las semanas a hablar con Ignacio. —Macu se apartó y se sentó en un banco de piedra adosado a la tapia con Fidel. Echó hacia atrás la cabeza, exponiendo la cara al sol—. Bueno, pregúntame lo que quieras.
Emma puso el último lirio en el jarrón y se sentó a su lado en el banco.
—¿Por qué nadie me dice la verdad? Por favor, cuéntame lo que pasó aquí. Me refiero a después de la guerra.
—Fue una época muy difícil —dijo Macu en voz baja—. Yo tuve suerte. Los Santangel eran una familia importante y me protegieron. Intenté ayudar a Rosa, pero cuando volvió aquí después de dejar a tu madre con Freya…
—¿Intentaba encontrar a Jordi? ¿Qué le pasó a él?
—Nadie lo sabe. Muchos desaparecieron.
—¿Y a Rosa?
—Quedó atrapada con la gente que había en el muelle. La metieron en prisión. —Hizo una pausa—. Había barcos de rescate en el puerto y a bordo de algunos subieron incluso mujeres y niños. Pero esos bastardos rompieron el convenio. Los nacionales dijeron que darían un salvoconducto a los refugiados, pero los hombres de Franco hicieron desembarcar hasta al último de los pasajeros. Era una trampa, una espantosa trampa. Los atraparon como mariposas en una red. —La respiración de Macu era temblorosa—. Hubo hombres, hombres valientes como Jordi y Marco, que se abrazaban en el muelle y se disparaban a la cabeza entre sí para no caer en manos de los fascistas. Rosa me contó que vio a hombres hacerlo, diciendo: «Uno, dos, tres…», y
bum
. ¿Te lo imaginas? ¡Qué manera de morir!
—Macu —le dijo Fidel—, a lo mejor deberíamos esperar. A Emma esto no le conviene, ni al bebé.
—No. Emma quiere enterarse. Si va a empezar una nueva vida aquí, tiene que saber la verdad acerca de nuestras familias. —Cerró los ojos—. Los que no tenían balas para pegarse un tiro fueron encerrados en las plazas de toros y las cárceles. No había comida, nada para los niños, iban solo con lo puesto.
—¿También cogieron a las mujeres y a los niños? —preguntó Emma.
Fidel asintió con la cabeza.
—Después de la guerra, bastaba con ser la esposa o la novia de un rojo. Cuando cayeron Barcelona y Valencia, encerraron a miles, a centenares de miles en prisión.
—Nadie habla de lo que pasaba en las cárceles ni en los campos de concentración —dijo Macu.
—¿Te refieres a campos como los de la Alemania nazi?
Macu asintió.
—Era horroroso. Trataban a la gente como animales, en España, en su tierra, y en Francia. —Miró hacia el otro extremo del cementerio—. ¿Sabes? Desestimaron los abusos de Franco a la muerte de este, en 1975. Todo el mundo quería una transición cómoda a la democracia. No hubo juicios. Nadie quiere romper el tácito pacto de silencio. Piensan que es mejor no recordar. —Macu suspiró—. Pero incluso los muertos tienen derechos. Tenemos que hablar, tenemos que asegurarnos de que algo así no vuelva a suceder.