—Tal vez no haya sido mala cosa que perdieras ese trabajo. Te estás matando a trabajar, Frey. Como voluntaria en las colonias de niños refugiados, trabajando como comadrona, ocupándote de Libby.
—¿Qué remedio? Los niños necesitan ayuda y nosotros tenemos que comer.
—Te lo he dicho. Estaremos bien. Me están buscando un puesto en Cambridge. Saldremos adelante.
—¿Qué me dices de los hombres que no pueden, de los estibadores y los albañiles que han perdido los brazos o las piernas? —Freya hundió la cara en las manos—. Estamos destrozados, Charles. —Estaba a punto de echarse a llorar—. Esto nunca terminará, ¿verdad? No mientras Franco gobierne. Seguirán persiguiendo a los republicanos y a sus familiares.
—Tenemos que afrontarlo. Los niños están siendo repatriados desde la Unión Soviética, desde Francia…
—¿Desde Inglaterra?
—Sí, desde Inglaterra. He hablado con una mujer encantadora que trabaja con los cuáqueros. Llevaron a un grupo de niños hasta la frontera con España y los entregaron. Me ha dicho que es una de las peores cosas que ha tenido que hacer, pero los padres de los pequeños habían escrito pidiendo que fueran devueltos a España.
—¿Al igual que Rosa? —Freya daba golpecitos con el pulgar sobre el sobre—. No me lo puedo creer. Me da pavor pensar en lo que le habrán hecho para que escribiera esto. —Freya lo abrió y leyó la carta—. Mira esto. La escribió justo al final de la guerra. ¿Por qué ha tardado tanto en llegar, eh? —Siguió leyendo y se echó a reír—. La buena de Rosa… Escucha esto: «Manda a Lourdes a casa, al seno de su familia, para que sea criada como una buena española.» ¿Recuerdas cómo la adoraba Vicente? Debe haber muchas más así. —Acarició la firma de Rosa—. ¿Qué le habrán hecho para que les diera nuestra dirección? —comentó en un susurro—. La carta es una advertencia, Charles. Debemos impedir que se lleven a Liberty, pase lo que pase.
—La cuestión es, Frey, que ya la han encontrado. Saben que está aquí. —Le cogió la mano—. Vendrán a recoger a Matie por la mañana y también quieren llevarse a Libby.
Freya sintió una oleada de náuseas y negó con la cabeza.
—No, no, no. Le prometí a Rosa que estaría segura. Que se vayan al infierno si creen que no somos moralmente aptos para criar a una niña española. —Se levantó y se puso a pasear por la cocina, pensando—. Nada, ningún plan ideado por hombres asustados, gordos y ricos va a conseguir que cedamos. No dejaremos que ganen, Charles.
—Esto nunca terminará.
—Entonces tampoco nos rendiremos nosotros, nunca. Pueden ser tan crueles como quieran pero nunca podrán con la verdad ni con el valor.
—¿Qué me dices de los agentes? Van a volver.
—Entonces tendremos que huir, con Libby. —Freya miró la cara pálida y sin afeitar de su hermano—. La adoptaré y le cambiaré el apellido. —Fue a la sala de estar y Charles la siguió—. ¿Crees que Libby y Matie…? Podríamos llevárnosla también… —susurró.
—¡No, Frey! No son gatitos. No puedes salvar a todos los niños españoles, lo sabes. —Charles le cogió la mano—. Matie estará bien, el comité se asegurará de ello. Yo te prometí que me ocuparía de ti y de Liberty. —Miró a las pequeñas dormidas en el sofá—. Cueste lo que cueste.
—Me iré a Cornwall por la mañana.
VALENCIA, marzo de 2002
Justo antes de las Fallas, Emma metió la última caja de cartón vacía en el contenedor. Disfrutaba de la paz e iba de habitación en habitación, descalza. Durante las últimas semanas había arreglado la casa. En su habitación, Joseph dormía y crepitaba un fuego en la chimenea, al lado de la cual había una pila de leña. Por el pasillo le llegaba una melodía de guitarra que salía de la habitación de Sole y el ruido del chorro de la ducha. Le estaba costando acostumbrarse a tenerla en la casa, pero Macu tenía razón, Emma había infravalorado lo agotadoras que eran las primeras semanas con un bebé y necesitaba toda la ayuda posible.
Sole era una chica amable, si bien un poco ingenua. A Boris y Marek les gustaba burlarse de ella, así que ya creía que los polos eran el principal producto de exportación de Polonia y que el vodka Chopin de Boris se embotellaba directamente en el manantial que brotaba en casa de este.
Emma sonrió, se tiró en la cama y abrió los brazos, disfrutando de su colcha blanca nueva. Parecía que al final todo había ido bien. Volvió hacia un lado la cabeza cuando sonó el móvil. Era un mensaje de texto de Freya: «Em, no quería molestarte mientras estabas en la fiesta. Cuidado: Delilah va para allá. —A Emma se le encogió el estómago cuando siguió leyendo—. Los japoneses no quieren firmar sin ti. Quiere persuadirte cara a cara. Tú tienes todas las cartas. Os quiero a ti y al hombrecito. Freya.»
Emma se mordió el labio y tecleó un mensaje: «Gracias Frey. Delilah puede irse al diablo. Te quiero. Em.»
Se vistió despacio, tomándose su tiempo para peinarse y maquillarse. Era la primera vez en un mes que había conseguido ponerse algo que no fueran unos pantalones holgados y su viejo jersey.
«Si Delilah viene, será mejor que me prepare», pensó.
Había estado temiendo el día en que tendría que verse con su antigua amiga y se lo había imaginado así: Delilah llevaría su camisa de seda gris preferida, falda tubo, zapatos de tacón de Louboutin y fumaría en la penumbra como una de las protagonistas a las que interpretaba Veronica Lake; Emma iría sin duda con una camiseta manchada de leche, el pelo sucio y unas mallas asquerosas.
Pensar en Delilah la había desasosegado. Llevaba sin hablar con Freya desde su discusión, pero en aquel momento se dio cuenta de que deseaba que estuviera allí para ayudarla a batallar con Delilah. «La llamaré por la mañana —pensó—. Las cosas no pueden seguir así.» Sacó un par de vestidos del armario. Ninguno le parecía lo bastante bien. Se fue a la habitación azul y encendió la luz. Sacó del armario el vestido rojo. Tenía el mismo peso y la misma constitución que Rosa, y con las curvas que el embarazo le había añadido, le quedaba como un guante. Con un par de finos zapatos de tacón y un poquito de su nuevo perfume de jazmín, estaba lista para la velada. Se llevó la muñeca a la nariz y aspiró. El equilibrio de azahar en las notas dominantes todavía no estaba lo bastante bien, pero la base del perfume, el cremoso y carnal aroma de jazmín, le erizó el vello de la nuca. Se estaba acercando mucho. «No hay prisa… —Pensó en la carta de su madre sobre el perfume—. Lleva tiempo crear una fragancia espléndida.»
Marek silbó cuando bajó la escalera.
—Mi amor… —dijo entre dientes.
—Emma, está preciosa —dijo Boris, estrujando la gorra—. Hemos venido a despedirnos. Nos alojaremos en la pensión de al lado de la estación de autobuses esta noche.
—¿Ya os vais? ¿No venís al baile?
—Soy demasiado viejo para bailar —dijo Boris.
—Puede que yo me pase más tarde. —Marek se adelantó y señaló la campana de la chimenea—. Lo hemos colgado para ti. ¿Quiénes son? La chica es muy guapa. Casi tan guapa como tú.
—Es Rosa, mi abuela —dijo Emma, poniéndose colorada—. Claro que aquí era mucho más joven que yo. —Fingió concentrarse en las fotos, notando que Marek no dejaba de mirarla—. Gracias. Ha sido una bonita sorpresa. Tenía pensado colgarlo. —Ladeó la cabeza y sonrió mirando la cara hermosa de expresión retadora de Rosa. La casa ya estaba completa—. No puedo creer que sea vuestra última noche —dijo, volviéndose hacia Boris y Marek—. Te voy a echar de menos. —Miró a los ojos a Marek—. Os echaré de menos a los dos. —Con cuidado, añadió—: ¿Adónde iréis ahora?
—A Sopot —dijo Marek—. Nos vamos a casa.
—Me alegro por vosotros. ¿Estáis contentos?
El muchacho se encogió de hombros.
—Es un lugar bonito, cercano a Gdansk. A lo mejor puedes ir algún día. —Le tendió la mano—. Tenemos una sorpresa más para ti. —La llevó al patio—. ¡Vale! —gritó, y Boris pulsó un interruptor en el campanario y la piscina se iluminó, con el mosaico azul nuevo reluciente.
—¡Oh, qué bonito! Creía que no habíais tenido tiempo para esto. Pensaré en vosotros siempre que nade con Joseph. ¡Le va a encantar! —Abrazó a Boris y luego a Marek, que no la soltaba. Emma percibió lo reacio que era a apartarse—. ¡Muchísimas gracias! De verdad. Gracias por todo. —Se apartó y Marek la siguió con la mirada—. Deberíamos celebrarlo. ¿Os gusta el cava?
—¿El cava? Sí, claro.
—Bueno, abriré una botella. Joseph está con Sole y Macu esta noche, así que por una vez puedo relajarme —dijo Emma por encima del hombro yendo hacia la cocina.
Volvió con tres copas y le tendió la botella a Boris. El corchó saltó hacia el otro lado de la piscina.
—Por nuestra última noche —brindó Emma—. Por el regreso a casa.
Resonaba la salsa por las calles de La Pobla y su ritmo era como un latido en la noche. Emma se sentía joven y viva. Caminando con Paloma hacia la plaza del mercado cosecharon piropos. El cielo nocturno era azul terciopelo y las estrellas centelleaban por encima de las luces blancas que colgaban de los árboles.
—¿Es siempre así? —preguntó Emma riéndose mientras Paloma se abría paso a empujones entre un grupo de hombres.
Las calles oscuras estaban llenas de gente y el aire fresco traía aromas de humo de leña, carne asada y las explosiones de una traca. Niños con los pantalones negros del traje tradicional y pañuelo azul y blanco al cuello se colaban entre las piernas de los adultos que bailaban abrazados. La música salía de las puertas abiertas de los bares. Era una noche plagada de posibilidades.
—Esta noche todo vale. —Paloma saludó con la mano a Luca, que estaba cerca de la barra—. Estamos en Fallas, la festividad de San José. —Se abrieron paso entre la gente—. Por cierto, está todo listo para el bautizo de mañana.
—Gracias. Sois todos muy amables.
—Nos parecía un momento adecuado para celebrar la llegada del pequeño Joseph y ahora somos de la familia. Joseph es el ahijado de Luca.
Paloma miró a Marek, que estaba apoyado en una mesa, rodeado por un grupo de adolescentes.
—¿En serio que se marcha a casa?
—¿Quién? —Emma se alisó la seda roja del vestido. Era consciente de las miradas de los hombres del pueblo.
—¿Quién? ¡Tu guapo albañil, por supuesto! —dijo Paloma, riendo—. La mitad de las chicas del pueblo están locas por él.
—¿De veras? No lo sabía —mintió.
Paloma lo vio mirándola.
—Pero esta noche solo tiene ojos para ti.
—¡Oh, bobadas! —Emma lo miró.
—¡No, en serio! Conozco esa mirada.
—Es demasiado joven.
—Tonterías. ¿Cuántos años tiene? ¿Veintidós o veintitrés?
—Sí, y yo soy una vieja de treinta.
—Oye, deberías divertirte un poco. —Le dijo Paloma. Veía la expresión de Luca mientras se les acercaba—. No necesitas complicarte la vida. No todavía. —Se volvió hacia ella—. ¡Por el amor de Dios! ¡No vas a desperdiciar el resto de tu vida con él! Te hace falta diversión, una maravillosa noche loca.
Luca se abría paso entre la gente.
—Emma, ¿quieres bailar?
—Ve, anda… —Paloma los empujó hacia la pista de baile, cogiéndole la copa de vino a Luca—. Voy a buscar a mi marido.
Luca la cogió entre sus brazos y la música la invadió. Emma se dejó llevar por el ritmo, soltando las caderas y siguiendo con facilidad las de él. Se abandonó, arrastrada por la melodía, por la proximidad de él y el bullicio de la gente. «Solo amigos», se dijo. Cerró los ojos, recordando la primera vez que lo había visto, el modo en que el tiempo había parecido detenerse. Luca la sostenía contra sí. Olió el familiar aroma de cuero, colonia y piel calida. Recordó cómo se había sentido aquella primera vez, sentada a su lado en la catedral. Ojalá pudiera quedarse así para siempre. El ritmo se aceleró y, cuando giró, soltó la mano. Una chica con un vestido ajustado negro se interpuso entre ella y Luca, bailando con brío. Él miró a Emma, pero cuando la chica lo besó, respondió al beso y Emma se alejó. Los miraba por encima del hombro mientras iba hacia la barra, decaída.
—¿Dónde está Luca? —le preguntó Olivier.
Emma hizo un gesto con la cabeza hacia la pista. Intentaba que no se notara lo desanimada que estaba.
—Otra vez ella, no —dijo Paloma.
—¿Otra vez? ¿Quién es? —Emma intentaba parecer desenfadada.
—Nadie. Una de sus novias.
—Una de muchas, ¿eh? —Emma cogió el bolso—. Oye, me lo he pasado bien pero estoy cansada.
—No, espera… —Paloma le cogió la mano.
—De veras. —Echó un rápido vistazo a la pista de baile. La chica se apretujaba contra Luca, que reía porque ella le había puesto una pierna en la cadera.
Se terminó la pieza y Luca fue hacia la barra seguido por la joven.
—Me voy contigo, Luca. ¿Por los viejos tiempos?
—Haz lo que te dé la gana.
Se encogió de hombros encendiendo un cigarrillo y buscó a Emma. Cuando bajó la vista, la chica se lo quitó de los labios. Molesto, Luca cogió otro. Ella tomó una profunda calada y soltó el humo con los labios fruncidos. Se apoyó en la barra, metiéndose los pechos en el vertiginoso escote.
—Esta noche no trabajo —murmuró—. Podríamos…
—No. —Luca apuró la copa de coñac y se sirvió otra.
—¡Eh! Siempre nos lo hemos pasado bien, ¿no? —Le pasó una uña roja por el dorso de la mano.
—He dicho que no.
—Sin ataduras… como siempre.
Luca se puso el cigarrillo en la comisura de los labios y metió la mano en el bolsillo. Sacó unos billetes que dejó sobre la barra y cogió la botella de coñac.
—¿Te vas? ¿Qué ha cambiado? —Se había puesto ceñuda—. Ah… ¿La perfumista? Sabes a qué hueles, Luca —le susurró al oído—. A sexo. Siempre, desde que éramos niños. Es un desperdicio. Te aguantabas por Alejandra, el amor de tu infancia, y ahora te aguantas por ella…
—Vete al infierno.
—Acuérdate de quiénes son tus amigos, Luca —siseó ella, hundiendo un dedo en el coñac y pasándoselo por los labios—. Te alegraste de tener una amiga cuando Alejandra…
—No hables de mi mujer.
—¿Sabe tu novia de su existencia? —le gritó—. ¿Sabe que su rival es un fantasma?
Marek siguió corriendo detrás de Emma cuando ella dejaba la plaza.
—¡Emma! —la llamó—. ¿Te vas? —Se puso a su lado—. Esperaba que bailaras conmigo.
—Estoy cansada —repuso ella. Se quitó la pinza del pelo y se lo dejó suelto sobre los hombros.
—Dios… ¡qué guapa estás! —le dijo Marek.
Las luces de la plaza le iluminaban los rizos rubios, suaves y dorados contra la piel sedosa. Emma se volvió hacia la plaza y observó a las parejas girando y girando bajo las ristras de bombillas. La música se apoderó de ella, subiéndole desde las plantas de los pies y latiéndole en la sangre.