—¡Oh, Dios! Por favor, salve a mi bebé. —Tenía las mejillas arrasadas de lágrimas cuando se había vuelto hacia Luca—. Si algo me sucede…
—No. —Luca le había besado la frente cuando se disponían a pasarla a la camilla—. Todo saldrá bien. Te estaré esperando.
Emma oyó el sonido de metal contra metal. Detrás de la pantalla de tela que le ocultaba el vientre, no notaba más que empujones y tirones. Y luego, ahí estaba. Un llanto. Alertada, abrió los ojos y el anestesista apartó un poco la tela.
—Mira, Emma —le dijo—. Tu hijo.
Entrevió una espalda curva, unas caderas estrechas cubiertas de vérnix caseoso apartándose de su cuerpo. Le temblaba el cuello del esfuerzo de mantener erguida la cabeza para mirarlo. Volvieron a subir la pantalla y ella se derrumbó, sonriendo. Se moría por tenerlo en brazos. Mientras se ocupaban de ella, oía al bebé, de repente un extraño, llorando en la habitación contigua. Intentó volver la cabeza hacia él, recuperando la conciencia y perdiéndola a ratos.
—¡Eh, mamá! —oyó que le decía una enfermera—. ¡Rubio! ¡Qué guapo! —La mujer le puso el bebé al lado.
Era como Joe en miniatura. Volvió los ojos oscuros e insondables hacia ella. Emma intentó levantar un brazo para tocarle la manita y el pelo rubio fino de la cabecita, pero seguía atada. Se moría por abrazarlo, pero solo pudo mover un poco la cabeza.
—¡Hola, pequeño! —le susurró, y el niño cerró los ojos.
Emma se sentía como si lo supiera todo, como si conociera todos los secretos del universo y el sentido de la vida. Se llevaron al pequeño y cerró los ojos, agotada.
Cuando se despertó estaba en una habitación de la maternidad. El ruido de los otros bebés que lloraban y gritaban la había sacado de su sopor. Estaba oscuro.
«¿Dónde estoy? ¿Cuánto tiempo he dormido?», pensó. Le dolía todo el cuerpo, como si tuviera agujas heladas clavadas. Estaba tapada hasta la barbilla con mantas. Se lamió los labios. Nunca en la vida había tenido tanta sed.
«¡Oh, Dios, el bebé! ¿Dónde está el bebé?»
Seguía sin poder moverse. Volvió la cabeza y vio a Luca que dormía en una silla y al bebé, envuelto en una manta, durmiendo tranquilamente, pegado a su pecho.
—Luca —susurró.
—¡Eh! ¡Estás despierta! —Sosteniendo firmemente al niño, se inclinó a besarle la frente—. Mira lo que has producido. —Le tendió al pequeño para que lo viera—. Es perfecto, una preciosidad.
Emma levantó los brazos y Luca se lo puso en ellos con cuidado. Entonces le besó los deditos, lo olió.
—Aquí estás, pues. —Sonrió débilmente a su hijo y el pequeño se movió al oír su voz y parpadeó. Llevaba la cabeza cubierta por un gorrito de punto.
Luca le acarició el pelo a Emma.
—Has estado increíble.
—Creía… —Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Los dos estáis bien y te recuperarás. Además tiene diez deditos en las manos y en los pies… y un par de buenos pulmones.
—¡Ah! Ya se ha despertado. —Una enfermera entró en la habitación—. Vamos a ver un par de cosas.
—Agua… —murmuró Emma—. Por favor, ¿puedo tomar un poco de agua?
—No. Nada de líquidos hasta dentro de unas horas.
—No lo dirá en serio…
—Nada de líquidos, y luego dieta blanda. —Comprobó el gotero y le arregló las sábanas—. Cuando se despierte puede darle de comer, ¿vale? ¿Su marido se queda?
—No sé… ¿Tienes que irte?
—No si tú no quieres. Paloma vendrá por la mañana.
—Quédate. Me gustaría.
La enfermera los miraba con curiosidad.
—Bueno. Descanse.
Luca cogió el bebé de nuevo y volvió a sentarse en el sillón, a su lado.
—¿Cómo vas a llamarlo?
Emma los miró a los dos juntos. El bebé era diminuto en las manos bronceadas y grandes de Luca.
—Joseph Luca Temple —dijo en voz baja.
—¿En serio? —Le iluminó la cara una sonrisa. Tenía la dentadura blanca y perfecta en contraste con la barba crecida—. Hola, Joseph Luca. —Le besó la cabecita—. ¿No va a llevar el apellido de tu marido?
—Nunca nos casamos y, ahora que ha muerto, quiero que el niño se sienta unido al menos a mi familia.
—¿Sigues echándolo de menos?
—No. —Y en aquel momento Emma se dio cuenta de que era cierto—. Ya no. Yo… Quiero decir que, no puedes estar con alguien durante años y dejar de querer a esa persona sin más, ¿verdad?
—No. —De repente Luca parecía muy cansado—. No, no puedes. Incluso si esa persona se va, una vez que el dolor remite, el amor sigue presente.
—¿Es eso lo que te pasó a ti?
—Sí. Amaba mucho a una persona y la perdí. A mi mujer, Alejandra. Hace un par de años perdió al bebé que esperaba y murió en el parto.
—¡Oh, Luca, cuánto lo siento…! —Emma le cogió la mano.
—No pude hacer nada para ayudarla.
—¿Y desde entonces no ha habido nadie en tu vida? ¿Has estado solo?
Luca se encogió de hombros.
—De vez en cuando estoy con alguien, pero tengo mucho trabajo y están los hijos de Paloma, que es como si fueran míos.
Emma lo miró llena de compasión.
—¿Serás el padrino de Joseph?
—Gracias —respondió sonriendo—. Será un honor. —Se inclinó hacia ella y le apartó un mechón de pelo de la mejilla—. Duerme un poco.
Al amanecer la despertó el llanto de Joseph. Durante la noche había recuperado su cuerpo. Rio incrédula cuando se miró los pechos. Al menos al principio parecía divertido. El bebé berreaba de hambre y todavía no podía darle de comer. Luca se marchó para darse una ducha y desayunar. Un torrente continuo de visitas a la joven de la cama de al lado la miraban impasibles. Dolorida y sangrante, demasiado orgullosa para pedir ayuda, acabó por echarse a llorar.
—¡Emma! —Paloma llegó con un gran ramo de flores del paraíso—. ¡Oh, pobrecita! ¡Por lo que has tenido que pasar! Luca me lo ha contado todo. —La besó en ambas mejillas y fulminó con la mirada a la familia de la cama contigua—. Buenas —los saludó—. ¿Por qué no pondrán unas malditas cortinas en este sitio? —Ordenó las sillas de manera que tuvieran un poco de intimidad—. Veamos, ¿quién está armando tanto lío? ¿Joseph Luca? —Lo levantó y se lo puso sobre el brazo, acariciándole la espalda— ¿Cólico, eh?
—¿Es eso? No lo sé. No se me da muy bien todo esto. —Se señaló los pechos—. No puedo darle de comer.
Paloma se sentó al borde de la cama.
—No te preocupes. Yo tampoco tenía ni idea —le dijo con dulzura—. ¿Puedo ayudarte?
—¡Oh, por favor! Te lo agradecería… Te lo agradeceríamos mucho.
Paloma echó un vistazo al tío de más edad que observaba el espectáculo.
—¡Eh! —le espetó, y él apartó los ojos y cogió una revista—. A veces pienso que tendrían que poner un cartel en la puerta de las maternidades advirtiendo: «Deje aquí su dignidad.» —Se echó a reír—. Ahora, enséñame cómo lo has estado haciendo. —Con cuidado, ayudó a Emma a colocarse el niño al pecho.
—¡Oh! —Emma abrió mucho los ojos, sorprendida, cuando el bebé empezó a succionar. El alivio fue instantáneo—. ¡Funciona! ¡Lo has conseguido!
—¡Hola! —Luca se quedó cortado en la puerta, con un ramo de rosas rosa—. Puedo volver luego…
—No, no pasa nada, me estoy acostumbrando a tener público —dijo Emma, riendo—. Tu hermana ha obrado un milagro.
Luca se sentó en la butaca. Se había duchado y captó el tranquilizador aroma de Acqua di Parma.
—Olivier está aparcando. Tienes mejor aspecto.
—La enfermera por fin me ha dejado beber agua —dijo Emma.
—¡Oh, Dios! Me acuerdo de eso —comentó Paloma—. Esto parece un invernadero. ¿Dieta blanda?
Emma cabeceó, asintiendo.
—Te tendrán con gachas unos días, luego te darán sopa de fideos, con suerte. Te garantizo que al final de la semana las natillas te parecerán lo mejor que has probado nunca.
—¿Durante cuánto tiempo estarás ingresada? —le preguntó Luca.
—Al menos una semana. —Emma hizo una mueca al moverse.
—Vendré tan a menudo como pueda. —Pilló a Paloma observándolo.
—No sé lo que habría hecho sin ti —le dijo Emma.
—Has tenido mucho valor —le comentó Paloma a su hermano, que parpadeó y miró al suelo.
Emma miró a ambos, consciente ya del secreto que guardaba Luca.
—Me ha ayudado, creo. —Le cogió la manita al bebé y se la acarició con el índice—. He temido durante estos años… Luego ver a este hombrecito, a mi ahijado…
—¡Oh! —exclamó Paloma—. ¡Eso es estupendo! Celebraremos el bautizo en la finca.
—No puedo obligaros… —quiso protestar Emma.
—Estaremos encantados —la cortó Luca—. Ahora Joseph Luca es de la familia. —Le sonrió a Emma—. ¿Quieres que te traiga algo?
—Una botella de agua fría sería estupendo.
Cuando Luca se marchó, Emma se levantó de la cama con ayuda de Paloma. Respiraba con dificultad, de manera superficial.
—Irá siendo cada vez más fácil —le dijo Paloma—. Con la anestesia cuesta respirar. ¿Puedes?
—Estoy bien —dijo Emma, caminando a pasitos—. Solo me hace falta ir al baño.
Entró sin hacer ruido en el baño y oyó a Luca y a Olivier hablando en el pasillo.
—Mírate. Pareces un padre orgulloso —decía Olivier.
—Padrino —lo corrigió Luca.
—Paloma me ha contado que te quedaste con ella en el hospital.
—No podía dejarla sola.
—Ten cuidado Luca. Estás jugando con fuego.
—No sé lo que quieres decir.
—Luca… Tardaste una eternidad en rehacerte después de la muerte de Alejandra. Acabas de recuperarte.
—Emma es mi amiga.
Emma frunció el ceño y se miró la mano que tenía en el pomo de la puerta. «¿Qué esperabas? —se dijo—. Me he estado autoengañando.»
—¿De verdad sabes lo que haces? Es demasiado complicado: no es de aquí, tiene un hijo de otro.
—Te lo he dicho —insistió Luca—. Emma no es más que una amiga. Eso es todo. Me daba pena dejarla aquí sola.
Emma notó que Luca estaba a la defensiva. «Pena por mí.»
—Vale, vale —dijo Olivier—. Me preocupas, eso es todo.
—Pues no te preocupes. No tienes por qué.
«Solo una amiga», pensó Emma, sin esperanza.
LONDRES, mayo de 1941
Freya abrió la puerta de la casa y dejó en el suelo su maletín de enfermera. Se desembarazó de los zapatos en la puerta y suspiró. Reinaba el silencio, pero oyó a Charles en la cocina, poniendo la mesa para la cena.
—¡Hola! —saludó, deteniéndose a comprobar cómo estaba Liberty, que dormía acurrucada en el sofá, junto al fuego, con su amiga.
—Llegas tarde —le dijo Charles cuando entró en la cocina.
—Ha sido un parto largo. —Freya bostezó—. La pobre es una cría. —Miró a Charles—. ¿Por aquí todo bien? ¿Han jugado Libby y Matie tranquilas?
—Han estado perfectamente. He recogido a Matie esta tarde. Me han dicho que vendrán a buscarla por la mañana.
—¿Les has dado de merendar?
—Sí, están listas para acostarse. —Dejó el trapo en el escurridor de madera, frunciendo el ceño—. Oye, hemos tenido visita esta mañana. Me parece que deberías sentarte, Freya.
—¿Qué pasa, Charles? —Se apoyó en el borde de la vieja mesa de pino.
—Sabes que hemos estado atentos a los movimientos de la Falange en Inglaterra.
—¿Y?
—Han recibido mucha ayuda de los fascistas ingleses. Ahora hay células falangistas por todo el país: en Londres, en Bristol, en Glasgow… La cuestión es que están redoblando los esfuerzos para repatriar a los niños. ¿Has oído hablar de la delegación especial para la repatriación de menores?
Freya asintió. Lo que había estado temiendo era un hecho.
—Bueno, pues la responsabilidad de reunir a los niños ha sido transferida al Ministerio de Exteriores falangista. Pío XII ha publicado un edicto papal en el que afirma que los niños tienen que regresar a España o enfrentarse al hecho de ser acusados de apostasía.
—¿Qué? ¿Van a expulsarlos de la Iglesia? ¡Oh, por el amor de Dios!
—Un enviado papal se ha reunido con el comité de los niños. —Charles se pasó los dedos por el pelo—. Los fascistas son listos: la mayoría de las repatriaciones se están llevando a cabo a través de canales diplomáticos. La prensa británica no ayuda, con todas esas estupideces que publican sobre niños ladrones.
—Pasó exactamente lo mismo en Francia con los refugiados. Los consideraban criminales. Está ese estrecho de mente bigotudo… —Freya se retorció las manos, frustrada—. Cuando ves a esos niños inocentes y hermosos en las colonias de refugiados de Hammersmith y Barnes… ¿Recuerdas lo bien que cantaron Matie y los niños vascos en aquel acto para recaudar fondos? ¿Cómo puede nadie llamarlos criminales? No podemos permitir que los fascistas los secuestren.
—No creo que la Falange vaya de puerta en puerta robando niños.
Freya bufó.
—¿Qué te apuestas? Después de lo que vi en la guerra, nada de lo que hagan me sorprenderá. En nuestro caso, ¿qué debemos esperar?
—He hablado con uno de los de Hammersmith esta tarde. Las organizaciones de ayuda están mandando a la mayoría de los niños a casa.
—¿A España? —Freya miró por la puerta de la cocina hacia el sofá donde dormía Liberty tranquilamente, con el fuego bailando en su cara. Se le heló la sangre—. No, no se la pueden llevar.
—La cuestión es que hoy ha llamado un tipo a nuestra puerta y me ha entregado esto. —Charles deslizó un sobre hacia ella por encima de la mesa.
—¿Y tú dices que no están persiguiendo a los niños? ¿Cómo nos han encontrado? No lo entiendo.
—Dicen que los republicanos cometieron una atrocidad al mandar a los pequeños a ultramar.
—¿Una atrocidad? ¿Llevarse a los niños de una zona de guerra una atrocidad?
—Ahora su país ya no está en guerra y lo está el nuestro. Frey, están evacuando a los niños de Londres ahora mismo. —Charles golpeó con el índice el titular del
Times
—. Los niños mueren a diario, todas las noches, en los bombardeos. —Encendió un cigarrillo—. El tipo que ha venido hoy… Bueno, me ha dicho que los niños merecen ser devueltos a los españoles.
—Como buenos fascistas, querrá decir. Yo… —Freya miraba fijamente el sobre. Se quedó sin palabras cuando reconoció la escritura infantil de Rosa.
—No todos los nacionales son fascistas. —Charles esperaba que dijera algo—. ¿Frey?
Freya cerró los ojos y se frotó el caballete de la nariz.
—¿Al igual que no todos los republicanos son comunistas? Díselo a la hija de puta de la enfermera jefe que me despidió del trabajo de noche cuando se enteró de que había estado en España: «No queremos enfermeras rojas en nuestro hospital, señorita Temple.» Es increíble. ¡Fui a prestar ayuda humanitaria! Fui porque quería ayudar a gente común y corriente, a gente trabajadora como nosotros. No solamente los veteranos de las Brigadas no reciben una pensión sino que todavía nos persiguen.