El jardín de los perfumes (45 page)

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Authors: Kate Lord Brown

Tags: #Intriga, #Drama

Emma hizo un gesto hacia la fuente.

—Pegada a tu hermano.

Paloma achicó los ojos.

—¡Ah! Conozco a las de su calaña. —Se inclinó hacia Emma—. ¿A que no tiene muchas amigas?

Emma se dio cuenta de repente de que así era. Emma seguía en relación con gente a la que conocía desde la escuela. «Amigos leales —pensó—. Delilah solo me tiene a mí.»

—Luca no es ningún tonto.

«A diferencia de mí.» Emma frunció el ceño. No iba a permitir que Delilah le estropeara el día. Se cogió del brazo de Paloma.

—Gracias. Esto es precioso —dijo mientras caminaban hacia la fiesta.

—Ha sido un placer. ¿Te apetece una copa? Deja que te sirva un zumo.

—¿Un zumo? No, gracias. Me encantaría tomarme una copa de vino.

—¿Vino? ¡Bienvenida al mundo de los vivos!

Los invitados circulaban y Joseph pasaba de mano en mano. Las ancianas le hacían carantoñas y le daban a Emma consejos que no les había pedido pero que aceptaba de buen grado. En la explanada Paloma había puesto una mesa con mantel de lino y colgado farolitos del árbol. La comida era sencilla pero deliciosa.

Luca se sentó a la cabecera de la mesa y Emma notó que Delilah se aseguraba de situarse a su lado. Siempre había tolerado que Delilah flirteara con cualquier hombre atractivo que se cruzara en su camino, pero en aquel momento todos sus movimientos, su voz, su risa la sacaban de quicio. Escogió un higo del cuenco de la mesa, inhaló sus notas verdes y su perfume leñoso y terroso. Cogió un cuchillito de plata afilado y lo partió.

«Me parece que lo que siento está cerca de ser odio.» Los sentidos se le habían agudizado. Sentía que veía las cosas con claridad por primera vez desde hacía meses. Hincó los dientes en la fruta dulce, de consistencia suave. Cuando alzó la vista, Luca la estaba observando.

Cayó la noche y, mientras los adultos conversaban sentados, los niños corrían y reían por el césped. Benito sacó un estéreo y la gente se puso a bailar en el patio.

—Se porta de maravilla. —Luca se había puesto en cuclillas junto a la silla de Emma. Acarició la cara del bebé dormido en sus brazos.

—¿Joseph? Creo que ha disfrutado de las atenciones. Le viene de su padre —le respondió fríamente.

Luca tenía un brazo apoyado en el respaldo de la silla de Emma mientras se tomaba el vino.

—¿Está bien tu amiga?

—¿Cómo voy a saberlo? La última vez que la vi estaba sentada en tu regazo.

Luca torció los labios, divertido.

—¿También está embarazada?

—¿Lo dices por el desmayo? No, ella es así. —Lo fulminó con la mirada—. ¿Por qué? ¿Acaso te interesa?

Él se encogió de hombros.

—Le he dicho que mañana le enseñaría Valencia. ¿Por qué no te vienes con nosotros?

Emma le siguió con la vista mientras se alejaba a hablar con Delilah.

—No lo hagas tan patente —le susurró Paloma, evidentemente leyéndole el pensamiento. Le apretó el hombro y se inclinó hacia ella—. Nadie sabe la historia. Todo lo que saben es que es tu mejor amiga y que ha venido de Inglaterra para asistir al bautizo. Te saldrá mal. A alguien como ella se le da bien engatusar a todos: como Maquiavelo aparenta bondad, ¿no? Pero en el fondo supongo…

—Gracias a Dios que estás aquí. —Emma le palmeó la mano—. Nadie lo diría, ¿a que no? Mira lo natural y encantadora que es. Nadie creería que me quitó el amor de mi vida.

—¿Lo era?

—¿Joe? —Emma dudó—. Yo… no lo sé. Fue el primer hombre al que amé. Era casi una niña cuando lo conocí.

—Entonces no te precipites en tus afirmaciones. —Paloma apoyó la cabeza en la de Emma—. Quizás el amor de tu vida esté todavía por llegar. —No la sorprendió ver que Luca no apartaba los ojos de Emma, ignorando por completo a Delilah.

61

LONDRES, marzo de 2002

Charles estaba sentado en una mesa de picnic, tomando sorbos de una taza de té de poliestireno en el patio, junto al Chelsea Gardener. Leía un boletín de la fundación en memoria de las Brigadas Internacionales, esperando a Freya. La nota necrológica de uno de los médicos que había trabajado en el servicio de transfusiones de sangre de Bethune le llamó la atención.

«¿Cómo se llamaba el tipo?», pensó, recordando aquel día de 1942. Había estado apoltronado en la casa una tarde, intentando hacer acopio de valor para llamar a Freya a Cornwall. Hicieron falta varios golpes del llamador de la puerta para que se levantara.

—¿Qué demonios pasa? —Charles se había puesto en pie con dificultad, tropezando con una botella vacía. La mesa de la cocina estaba llena de vasos y platos sucios y el gato, en medio del desorden, lamía un cuenco. Fue tambaleándose por la sala de estar, pasando por encima de un montón de libros y periódicos. Otro golpe en la puerta—. ¡Ya voy! —había gritado, abriendo de golpe la puerta para ver quién era. La luz menguaba porque caía la noche y entrecerró los ojos para mirar al hombre que esperaba fuera—. ¿Qué se le ofrece?

Tom se había quitado el sombrero de fieltro y se lo había metido bajo el brazo.

—Hola —había dicho, tendiéndole la mano a Charles y doblando el papel en el que llevaba escrita la dirección.

Charles había visto la escritura de Freya y mirado con suspicacia el ramo de rosas blancas que el otro sostenía.

—¿Le conozco?

Tom se había reído.

—No. Nunca nos hemos visto. Soy Tom Henderson, un amigo de Freya. Usted debe ser su hermano Charles.

—Lo lamento, pero ya no vive aquí. —Charles se apoyó en la jamba. Le daba vueltas la cabeza y la cara de Tom se difuminaba ante sus ojos.

—Ha pasado tiempo. He estado en China con la unidad de sangre de Bethune.

—¿Bethune? Lo recuerdo.

—Murió en 1939, por desgracia, pero hemos continuado su trabajo.

Charles tuvo la horrible sensación de que iba a vomitar.

—Se ha ido —le dijo bruscamente.

—¿Tiene su dirección? Le he escrito un par de veces, pero no he vuelto a saber de ella. Me marcho a Canadá, pero esperaba…

—Se casó hace algún tiempo —había mentido Charles, pensando con culpabilidad en las cartas que había destruido—. Tiene una hija. —A Tom se le había notado la decepción en la cara, pero Charles no iba a arriesgarse a que nadie relacionado con España formara parte de su vida. El único modo que tenían de mantenerse a salvo era cortar de raíz con su pasado—. No va a volver.

Charles se levantó pesadamente y tiró la taza a la papelera. Fue arrastrando los pies por el centro de jardinería hasta que vio a Freya, escogiendo plantas de arriate.

—¡Frey! —la llamó, y ella alzó los ojos y sonrió.

«Sigue siendo guapa», pensó, acercándosele. Era como un cuadro: las flores espléndidas a la luz agonizante resaltando las líneas angulares de su melena blanca y su figura esbelta y un tanto encorvada en su polo negro de marca.

—No he terminado —le espetó—. Sabes que no me gusta que me metan prisas. Te he dicho que te tomaras un té y me esperaras.

—Deja de darme órdenes, mujer. —Dio unas palmaditas en el boletín que asomaba del bolsillo de su chaqueta—. Otro que nos ha dejado… un tipo que estuvo en las unidades de transfusión de sangre.

A Freya se le ensombreció la cara.

—¿No será Tom Henderson?

—No, pero ese era el nombre que intentaba recordar. ¿Quién era?

—¿Tom? —Freya tocó los pétalos del pensamiento azul oscuro que sostenía. Charles notó cómo se le dulcificaba la expresión, la tristeza de sus ojos—. Tom era… —Se encogió de hombros y dejó la planta—. Estábamos enamorados. Yo esperaba… —Suspiró—. Bueno, no funcionó. Lo último que supe de él fue que se había ido a China con Bethune. Se olvidó por completo de mí. —Se abrazó—. Sin embargo, yo nunca lo olvidé. Quizá por eso nunca me he casado. Ningún otro hombre estaba a la altura de Tom.

—¡Por todos los demonios, mujer! ¿Durante todo este tiempo? ¿Por qué no me hablaste de él?

—No sé por qué te lo estoy contando ahora. —Caminó por Chelsea Gardener, mirando las hileras de plantas multicolores expuestas para la primavera—. Creo que es por Emma, que ha tenido el bebé. Me parece un nuevo principio para todos nosotros. Después de lo de Liberty y la pobre Matie… —Se le quebró la voz—. Mis propios problemas ya no parecían importar. Me enterré en Cornwall, construí una nueva vida. —Freya lo siguió con los ojos mientras él caminaba—. ¿Sabes? Este fin de semana se celebra el bautizo y están en Fallas.

—¡Oh, Frey! Todavía no me he hecho a la idea.

—Me gustaría estar allí por Emma. Delilah va para allá y no me fío de ella ni un pelo. Ni un pelo.

Fueron renqueando por las calles llenas de gente. Las farolas iban iluminándose porque caía la noche. Los conductores pitaban frustrados porque tardaban demasiado en cruzar la calle y Charles le hizo a una furgoneta el signo de la victoria una vez estuvieron seguros en la acera opuesta.

Charles jadeaba sin aliento cuando sacó las llaves de la puerta.

—¿Por qué no me contaste todo esto hace años? —le preguntó cuando estuvieron dentro y hubo cerrado—. El canadiense se presentó en Londres, ¿sabías?

—¿Tom? —Se quedó con la boca abierta—. ¿Tom volvió por mí? —Freya buscó a tientas a su espalda y se dejó caer en una silla, junto a la ventana delantera.

—Sí, un sujeto muy agradable. Le dije que te habías casado y que tenías una hija.

—¡Oh, Charles! —Sacudió la cabeza, encendiendo la lámpara—. ¿Por qué?

—Bueno… Tú seguías sin hablarme y hacía demasiado poco que habían intentado llevarse a Libby. Me pareció más seguro cortar toda relación con España. Intentaba protegeros a las dos. —Le apretó el hombro—. También hubo cartas… —Charles se estremeció con el grito de Freya—. Para ser honesto, no creí que fuera importante, solo una aventura en tiempos de guerra.

—¿Por qué no me lo contaste?

—Dios mío, lo siento, Frey. De haber sabido… —Charles se sacó las gafas del bolsillo de la chaqueta—. Si tanto te importaba, ¿Por qué nunca intentaste ponerte en contacto con él?

—Estaba herida. —Se miró las manos—. Al no saber nada de él, tuve miedo de que hubiera encontrado a otra o de que lo que teníamos ya no fuera lo mismo. Temía amarlo más de lo que él me amaba a mí. —Miró a Charles.

—Bobadas. Nunca he visto que tuvieras miedo de nada. —Fue hacia su portátil—. Siempre he pensado que podrías haber hecho más en la vida. Puede que por ese tipo nunca te arriesgaras a intentarlo.

—¿Más que qué, Charles? He trabajado y he sacado adelante una familia. ¿Se te ha pasado alguna vez por la cabeza que he hecho todo lo que siempre quise? He vivido, Charles…

—¿Y amado?

—Sí, he amado. Amé a Tom, mucho, apasionadamente, a pesar de que estuvimos poco tiempo juntos. —Se frotó los ojos—. En cualquier caso, menudo eres tú para hablar, Casanova. Estabas tan atrapado por el sueño imposible de Gerda que te perdiste lo que tenías delante de las narices. Digas lo que digas, también malgastaste tu vida lamentándote.

Charles se dejó caer en la silla del escritorio.

—Te refieres a Inmaculada, ¿no?

—Dejaste pasar la ocasión, Charles. Te adoraba. Si se lo hubieras pedido, se habría ido contigo.

—¿Crees que no me lo he planteado miles de veces? ¿Y si me la hubiera llevado conmigo? ¿Y si Hugo y yo nos hubiéramos marchado en cuanto se disolvieron las Brigadas? —Se pasó la mano por el pelo y miró el aparador—. ¿Queda whisky escocés?

—No. Y en teoría no deberías… el médico te advirtió acerca de tu hígado.

—Frey, tengo ochenta y seis años. Déjame vivir un poco. —Limpió las gafas—. Era una chica guapa —dijo, nostálgico—. Espero que se casara con ese chico sensible que la seguía como un perrito. ¿Cómo se llamaba?

—Ignacio.

—Sí. Ignacio. —Charles apretó los labios y se encogió de hombros—. Puede que los dos hayamos dejado pasar nuestras oportunidades. Pero no es demasiado tarde. —Dobló los dedos encima del portátil de Freya—. No hay época como la presente.

—¿Qué haces? —Freya se levantó a mirar por encima del hombro de su hermano.

Charles tecleó: «Doctor Thomas Henderson, Canadá», en Google. Al cabo de pocos segundo apareció una dirección.

—¡Oh, no sé! No puedo…

—Demasiado tarde. —Charles marcó el número que salía en la pantalla y le tendió el auricular.

—Buenos días. Despacho del doctor Henderson.

—No puedo hacerlo, Charles… —empezó a decir Freya—. ¡Ah! Buenos días. ¿El doctor Henderson?

—Sí, buenos días, señora. ¿En qué puedo ayudarla?

—¿Podría hablar con él?

—La paso. ¿Quién lo llama?

—Freya Temple.

—Un momento, por favor.

Freya temblaba y Charles se levantó para que pudiera sentarse. Ella oyó que alguien descolgaba.

—Buenos días. Tom Henderson.

El corazón le latía aceleradamente.

—¿Tom? ¿Eres tú? —Tenía la misma voz, exactamente igual. No podía ser. Fue como si los años no hubieran pasado y recordó cómo se sentía al abrazarlo, cómo le brillaban los ojos al sonreír, lo mucho que lo amaba.

El hombre se rio.

—Sí, soy yo. ¿Quién es?

—Soy Freya. —A lo mejor la había olvidado después de tanto tiempo—. Quizá no recuerdes… Trabajamos juntos con Beth.

—¿Beth? —Freya esperó hasta que dijo—: ¿El doctor Bethune? ¡Oh, ya entiendo! Usted quiere hablar con mi padre, con Tom Henderson Senior.

Freya se dio una palmada en la frente.

—Por supuesto…

—Dígame: ¿es usted esa Freya? Esa de la que siempre hablaba tras la muerte de mamá?

«Esa Freya», pensó ella.

—Eso espero.

Él se rio.

—¡Vaya! Esto le habría encantado.

Se le cayó el alma a los pies.

—¿Quiere decir que Tom…?

—Siento decirle que papá murió la primavera pasada.

—Cuánto lo siento… —Freya notó las lágrimas agolpándose—. Siento tremendamente su pérdida.

—Dios. —Suspiró—. Echo de menos a papá todos los días. Sin embargo, ¿sabe usted?, mi hijo es su viva imagen.

—¿Tuvo… tuvieron ustedes una vida agradable?

—La mejor. Cuando papá volvió de China en 1942 se casó con mi madre. Tuvieron seis hijos…

—¿Seis? —Freya rio entre lágrimas.

—Ya sabe cómo era papá, siempre le encantaron los niños.

Freya se acordó de él jugando con los críos en la calle, en Madrid, haciéndoles payasadas y dándoles caramelos.

—Imagino que fue un padre maravilloso.

—Mamá y papá pasaron cincuenta años juntos. Vivieron para ver a sus nietos, que fue lo que él siempre quiso.

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