«Bien —pensó—, ya ha empezado.» Echó un vistazo a la cara colérica de Vicente y supo que esa noche lo pagaría.
«Haz lo que quieras. Soy más fuerte que tú. Nunca quebrarás mi voluntad.» Rosa caminó despacio hacia el centro del escenario, con los ojos cerrados, apenas escuchando a quien la presentaba y contaba a los congregados que su actuación sería un complemento al programa de aquella noche.
Oyó los acordes de una guitarra debajo de ella. Las notas le llegaban a través de las rejillas de ventilación del suelo del salón de baile, procedentes de una habitación oculta. Hacía décadas, una orquesta se ocultaba allí abajo, tocando para los bailarines del piso de arriba.
«¿Quién toca? —se preguntó—. Uno de los nuestros, sin duda. ¿Habrá comprado su vida o la de su familia consintiendo en actuar como un animal de circo para el general también?»
Cada nota se elevaba en su interior como una frágil burbuja, subiéndole por las piernas, el torso, los brazos, el cuello, mientras hacía rodar la cabeza, aflojándola, liberando su espíritu. Se paseó como un animal enjaulado. La sangre se le aceleraba con la vibración de las notas y notaba los ojos que la observaban en la oscuridad.
El guitarrista dejó de tocar y ella se quedó quieta, esperando. Respirando. Puso los ojos en blanco, abrió la boca y con una patada en el suelo, empezó. Reconoció a la cantaora de inmediato. Su marido había sido apresado en cuanto las tropas entraron en la ciudad. El profundo dolor de la voz de aquella mujer aportó a los movimientos de Rosa precisión, definición. El duende brotó de las entrañas de la tierra, se ahorquilló como la electricidad entre las notas, la voz, sus miembros. Mientras fluía la música, se perdió a sí misma. Siempre sucedía igual. Llevaba el baile en la sangre, en la médula. Había actuado tantas veces, en las cuevas, con su familia… Había bailado a la sombra de la Alhambra para Lorca. Movía las manos por encima de la cabeza como zarcillos. Lo recordó recitando un conjuro, cómo incluso el viento parecía verde y las ramas cobraban vida. Su zapateado era atronador, la falda azotaba el aire. Bailó como había bailado para Picasso en el Albaicín, como lo había hecho para Jordi, a la luz de la fogata, la última noche que habían pasado juntos en las ruinas de Sagunto. Allí había notado la calidez de las antiguas piedras responder a la vida de sus miembros. Había sido su mejor baile, lo sabía; su pasión, su amor, habían despertado los espíritus de la tierra, los fantasmas de las ruinas. Nunca más volvería a bailar así para nadie: lo de aquella noche era solo un eco, un temblor secundario. Tal vez fuese su último baile.
La música inspiraba paz ahora. Rosa percibió el dolor y la pasión en la melodía. Se preguntó si podían oír sus pies bailando por encima de sus cabezas, el zapateado y las palmas con que respondía. Cuando se volvió se fijó primero en el general y luego en Vicente. Nunca dominarían su espíritu. Bailaba para los hombres y el país que amaba.
Sin parar, cada vez más rápido, la música y la danza continuaron. Sus brazos y sus piernas eran un borrón en el aire. No estaba allí. Vio a Jordi corriendo hacia la costa. Los tenía detrás. Vicente había traicionado a su hermano, estaba segura. Los perros y los soldados se le estaban echando encima. Vio a Jordi y a Marco corriendo por los arrozales hacia una vieja barraca, ocultándose bajo el picudo tejado mientras la mujer del campesino decía: «No, no he visto a nadie por aquí.» Los vio tendidos sobre las polvorientas tablas del suelo, mirando cómo los soldados sacaban a rastras a la mujer.
—No podemos dejar que se la lleven —oyó que le susurraba Jordi a su amigo.
—De todos modos la matarán. —Vio que Marco sacudía la cabeza—. Todo el mundo sabe que son una familia de anarquistas.
Vio que Jordi comprobaba su pistola.
—¿Prefieres morir como un héroe o vivir como un cobarde?
—Si solo me mataran de un tiro, no me importaría —oyó que replicaba Marco—. Pero no quiero que me cojan con vida.
—Vamos, pues. —Jordi abrazó a su amigo—. ¿A qué estamos esperando?
Tenía la música dentro, corriendo turbulenta por sus venas. Era consciente a medias de los olés y de los aplausos de la habitación, pero no estaba en ella. Estaba sobrevolando la tierra, corriendo como el viento detrás de Jordi, alentándolo a llegar al mar. Las balas viajaban con ella y la adelantaban mientras intentaba protegerlo. Marco cayó. Jordi regresó corriendo a su lado.
—Vete —le gritó Marco, agarrándose el costado, con la sangre manando entre sus dedos y cayendo en la arena.
—¡No! No voy a dejarte. —Rosa observó cómo Jordi distinguía un barquito de pesca en el horizonte—. Te llevaré a hombros.
Marco gritó cuando Jordi intentó levantarlo.
—¡Déjame! —Hubo disparos cerca—. Pero déjame también la pistola. Vete ya —susurró, y Rosa vio que Jordi le ponía la pistola en la mano.
Los pies de Rosa golpeaban las tablas a un ritmo increíble, como una ráfaga, lloviendo como chispas mientras la música iba en crescendo. En el calor y el fuego, vio a Marco llevarse la pistola a la sien. Un chasquido; se le rompió el tacón de un zapato. Corría de nuevo, corría al lado de Jordi hacia la barca.
«Somos españoles —le había dicho la última vez que habían estado juntos—. Para nosotros la vida es una tragedia. —Habían intercambiado un último y desesperado beso—. ¡Salud, Rosa! —había exclamado—. Despreciamos la muerte, nuestro amor la desafía.»
Continuó bailando, más y más rápido, la danza de su vida. Uno, dos taconeos más y se quedó quieta repentinamente. Jordi alzó los brazos y ella subió a su vez los suyos mientras él giraba. Notó que lo perdía. Él cayó y ella también, y el espíritu la abandonó. Se quedó en el suelo, jadeando, mientras una ovación resonaba a su alrededor. Cerró los ojos con fuerza y lo buscó. ¿Se había lanzado al agua? ¿Estaba nadando hacia el barco que ella había visto en el horizonte? ¿Los había dejado atrás? Respiraba con dificultad y veía luces detrás de los párpados mientras se recobraba. ¿Lo habían matado a tiros? ¿Había levantado los brazos hacia el cielo al morir o escapado victorioso hacia la libertad? Estaba quieta, tendida en el foco de luz del candelabro, con el vestido rojo extendido a su alrededor. El aplauso continuaba y su cuerpo se hundía en el suelo; quería que se la tragara.
—Jordi —murmuró, con las costillas comprimidas y una rodilla contra el vientre. En respuesta, un piececito se la empujó, dando una patadita hacia la libertad.
VALENCIA, enero de 2002
Emma se enfundó un jersey gris ancho y pulverizó con Chérie Farouche el cepillo. Cuando empezaba a cepillarse sonó el móvil.
—¿Freya?
El rostro de Emma se endureció.
—Em, cariño…
Emma notó el pánico en su voz.
—Ya he visto tu mensaje. ¿Estás bien…? ¿El bebé está bien?
—No. No estoy bien. ¿Cómo iba a estarlo después de lo que hablamos? —le gritó—. De toda la gente en la que creía que podía confiar…
—Emma, por favor.
—No puedo creer que todo fuera mentira. ¡Me has mentido! ¿Quién soy, Freya? ¿Quién soy?
—Cariño, por favor, tranquilízate un poco. Déjame explicarte…
—No. Basta de mentiras. —Oyó voces en la planta baja—. Voy a hablar con Macu. Voy a enterarme de lo que le pasó a Rosa. ¿Sabías que estuvo en la cárcel?
—¿En la cárcel? ¡Oh, Dios mío, no! —A Freya le temblaba la voz—. Siempre temí que eso sucediera.
—¡Hay tantas preguntas que me rondan la cabeza! —Emma tenía un nudo en el pecho y respiraba con dificultad bajando la escalera—. ¿Cómo llegasteis tú y mamá a casa, a Inglaterra?
—Le dije a Rosa dónde estaría, en Cerbère, y conseguí que me destinaran a la maternidad que habían instalado en una vieja mansión, en Elne. Esperaba que se reuniera conmigo allí. —Hizo una pausa—. Pero cuando regresó a buscar a Jordi, me quedé en la frontera y conseguí localizar a Charles. Reinaba el caos. Estaban ametrallando a los refugiados, los muy bastardos. Así fue como mataron a Hugo y como Charles perdió el brazo. Cuando consiguieron llevarlo al centro médico, ya se le había declarado la gangrena. Pobre Charles. Al final, cuando estuvo lo bastante fuerte para viajar, nos marchamos juntos.
—¿Con mamá?
—Sí.
—¿Y nadie te detuvo? ¿Te llevaste a una niña de España a Inglaterra y la criaste como si fuera tu hija?
Freya dudó un instante en responder.
—No era tan sencillo como eso.
—¿Cómo pudo Rosa abandonar a mamá?
Freya suspiró.
—Nunca he entendido tampoco cómo alguien puede entregar a su hijo. Dijo que no tenía elección, pero la tenía. Eligió a Jordi.
—Sabía que mamá estaría a salvo contigo.
—Tal vez. Esas milicianas eran increíblemente fuertes. Recuerdo que una me dijo que habría matado a su propio hijo antes que no poder combatir al lado de su marido.
Emma miró hacia arriba porque oyó a Luca llamándola.
—Tengo que dejarte.
—Emma, por favor, entiende que tuve mis razones… —Calló—. Muy buenas razones para ocultarte la verdad. Solo intentaba protegeros a Liberty y a ti.
—¿Lo sabía mamá?
—No lo supo hasta cerca del final. —Freya tenía la voz tomada por la emoción—. Me obligó a decírselo por fin.
—¿Por eso vino a España? ¿Por eso compró esta casa?
—Sí. Me hizo prometer que te lo contaría. Nunca me parecía el momento indicado, y ahora… —Suspiró—. Tiene gracia. Rosa me dijo una vez que sus descendientes vivirían en Villa del Valle, y tenía razón. Me parece que Liberty quería darte algo que sentía que ella nunca tuvo.
Emma recordó las palabras de su madre: «Raíces y alas.» Hizo una mueca porque se le endureció el vientre con una contracción.
—Tengo que dejarte. Hablaremos luego.
—Te quiero, Em. Cuídate…
Emma cortó la comunicación sin terminar de oír la última frase.
—¡Emma! —gritó Luca desde la cocina.
—¡Ya voy! —Hizo un gesto de dolor, con una mano en el costado—. ¿Qué demonios pasa?
—Tienes que venir a ver esto. —Luca la llevó por la cocina y señaló el hoyo que Marek estaba cavando para la piscina del jardín.
—O mój Boz·e…
[3]
—exclamó el chico. Tiró de la palanca de la excavadora y paró el motor—. ¡Boris! —gritó.
—¿Qué pasa? —Boris salió de detrás de la casa cargado con cajas de azulejos azul marino para alicatar la piscina.
Marek se encaramó a la pala de la excavadora y hundió la mano en la tierra color ocre. Boris dejó las cajas en el suelo con un gruñido, levantando polvo. Se volvió hacia Marek refunfuñando entre dientes en polaco. Se quedó con la boca abierta y se santiguó.
Recortado contra el sol, Marek sostenía una calavera: una calavera humana. Se volvió hacia la casa y vio a Emma de pie con Luca en la puerta, mirándolo. Levantó la calavera para que la vieran. El sol matutino destelló en sus dientes de oro.
VALENCIA, abril de 1939
—¿Dónde estabas? ¡Se ha puesto como una fiera! —Macu se retorcía las manos. El quinqué de la cocina se balanceó con el viento cuando se abrió la puerta y la luz bailó en la oscuridad.
Rosa dejó tranquilamente una cesta llena de hojas de un verde brillante en la mesa de la cocina; el viento que bajaba de las montañas le alborotó el pelo.
—¡Ha tapiado la habitación de Jordi! —gritó Macu—. Todas tus cosas: tus vestidos, tu perfume, siguen dentro.
Rosa pensó en las fotos ocultas debajo de las tablas del suelo del dormitorio. Al menos estaban a salvo. «Juntos para siempre», pensó. Apartó el pesado caldero del fuego y comprobó que el agua hirviera.
—No las necesito —dijo sin alterarse, poniendo las hojas en infusión.
—Es como si intentara borrar de la existencia a su hermano. Es como si Jordi nunca hubiera existido.
—Es culpable —dijo Rosa, limpiando el mortero.
—¿Culpable? ¿Quién es culpable? —dijo Vicente, entrando en tromba en la cocina. Iba desnudo de cintura para arriba, con el torso musculoso y lleno de cicatrices brillante de sudor. Se acercó a Rosa—. ¿Dónde estabas?
—Cogiendo comida y caracoles para la cena, Vicente. —Lo miró con unos ojos que eran dos pozos negros—. Te estoy preparando lo que más te gusta. —Señaló el conejo desollado que había en la cesta.
—Bien —gruñó él, y salió. Lo oyeron preparando yeso en una cubeta. Cuando volvió a pasar, la lluvia le había mojado la cara y dejó huellas de barro por la casa.
—¿No vas a decir nada? —le susurró Macu.
Rosa negó con la cabeza, majando las hojas.
—Todo a su tiempo.
Macu comprobó cómo iba la paella, probando la capa crujiente de
socarrat
del fondo. Se apartó del fuego.
—Ya está —dijo—. ¿Lo llamo?
—Sí.
Rosa tiró casi todo el contenido de una botella de coñac por el fregadero y la puso sobre la mesa. Respiraba despacio, a pesar de que el corazón le latía aceleradamente. Escuchó sus pasos pesados en el rellano de arriba y los siguió mientras bajaba la escalera de madera. Entonces se sirvió un vasito de coñac y se sentó a esperarlo.
—¡Ya era hora! —Vicente entró en la cocina, se lavó las manos en el agua del fregadero y se la echó en la cara sudorosa.
—Macu, ¿te importaría servir a mi marido? —dijo tranquilamente Rosa.
Macu raspó la paellera con una cuchara metálica grande y llenó un plato hondo de arroz humeante. Vicente se puso a comer sin darle las gracias.
Rosa tomó un sorbo de coñac.
—¿Vicente?
—¡Mmmm! —gruñó él, sin apartar los ojos de la comida.
—¿Por qué has tapiado la habitación de Jordi?
—¿Jordi? —Vicente se comió un caracol y tiró la concha—. No le hace falta una cama donde está ahora.
Rosa lo miró, pálida.
—¿Qué quieres decir?
—Jordi se ha ido. —Tenía arroz pegado a los labios brillantes y una sonrisa cruel—. ¿No te has enterado? Los republicanos se rindieron oficialmente a las once de esta mañana. Franco ha ganado. Ahora todo es mío.
—Dijiste que te asegurarías de que llegara a los barcos.
Vicente soltó una carcajada.
—Los muelles están abarrotados. Cincuenta mil personas intentando escapar. Puede que tuviera suerte, puede que no.
—Vicente. —Habló en voz baja, con los puños cerrados bajo la mesa—. ¿De qué te has enterado?
Él se encogió de hombros, presuntuoso.
—Me ha dicho un pajarito que corrían hacia las barcas que había en la playa, cerca de la Albufera. —Se hizo con la botella y se sirvió lo que quedaba de su contenido—. Son miles y miles —repitió, apurando el vaso—, atestan la costa como ratas. A Marco lo mataron a tiros.