—¿Ha probado la horchata? —le preguntó el hombre.
—¿Eso qué es?
—Leche de chufa. O a lo mejor prefiere un chocolate a la taza.
—¿Cuándo no viene bien un chocolate? —Emma apoyó la barbilla en la mano. Detrás de la barra había cuencos blancos apilados debajo de un grabado de la valenciana Virgen de los Desamparados, un trofeo de fútbol y antiguos carteles publicitarios con los bordes levantados. Bailaoras de ojos saltones con trajes de topos rojos y mantón de flecos la tentaban para que comprara aceite de oliva Hilo de Oro, como habían estado haciendo durante décadas.
—¿Está de vacaciones? —le preguntó el camarero, poniéndole al lado un plato de buñuelos.
—No, vivo aquí —dijo ella, probándolos.
Acababan de dar las nueve cuando Emma abrió la puerta de cristal doble con el marco de acero del agente inmobiliario. Los tacones de su botas claquetearon sobre el suelo de baldosas.
—Buenos días. —Una recepcionista la miró con indiferencia, parapetada detrás de una vieja máquina de escribir. La melena larga y lacia le caía sobre una camisa de nilón con volantes y parecía tan poco entusiasmada como las flores de plástico polvorientas que había a su lado en un tapete.
—Buenos días, señorita —la saludó Emma—. Lo siento, tengo muy olvidado el español.
La chica se encogió de hombros.
—Y yo el inglés.
—Me llamo Emma Temple. Mi secretaria dijo que los llamaría…
En un despacho contiguo, Emma oyó el sonido de las patas metálicas de una silla arrastrándose por las baldosas.
—¡Fidel! ¡Eh, Fidel! —llamó la chica.
Una columna de humo anunció su entrada. Un hombre gordo con un jersey tejido a mano y un cigarrillo de tabaco negro entre los dientes salió y le tendió una mano de dedos como salchichas. Sobre los ojos le caía un espeso flequillo gris.
Emma supuso que tendría la edad de su madre.
—Encantado. Fidel Pons García. ¿Va a venir su marido?
—¿Mi marido?
—Eh… No es asunto mío, ¿verdad? —Miró de reojo a la chica, que seguía ansiosa la conversación—. ¡María! —Dio una palmada y ella se puso a escribir a máquina.
De un armario, Fidel sacó un gran llavero.
Emma salió a la acera.
—Esto es bonito. ¿Vive usted en la ciudad?
—¿Yo? No. Yo vivo en la vieja casa de mis padres, en La Pobla, no lejos de Villa del Valle. —La condujo por una calle lateral—. Tengo ahí el coche. Trabajo con mis cinco hermanos y nuestra hermana, ¿sabe? Vivimos en una casa pegada a la otra, trabajamos juntos… Tiró el cigarrillo en la alcantarilla cuando doblaban la esquina.
—Tiene suerte —comentó Emma—. Tener una familia numerosa es maravilloso.
Alguien gritó desde un coche y Fidel se plantó en la calzada y se asomó por la ventanilla del conductor a charlar amigablemente un minuto, obstruyendo el tráfico. Nadie pitó. Cuando terminó la conversación, Fidel saludó magnánimo con la mano a los que hacían cola y todos arrancaron.
—¿Va a vivir sola en la casa? —le preguntó, caminando a saltitos por la acera. Se detuvo al lado de un pequeño Seat abollado y abrió la puerta.
—Sí.
Fidel se encogió de hombros y le abrió la puerta.
—Es usted valiente. La mitad del pueblo cree que está encantada. —Barrió un montón de papeles del suelo del coche.
Cuando Emma se instaló en el coche, la asaltó un fétido olor de perro mojado.
El motor arrancó al segundo intento.
—¿De veras?
—La otra mitad cree que está maldita.
Salieron de la ciudad y, al cabo de poco, ya estaban entre naranjales y campos de cebollas.
Fidel dejó la carretera principal para dirigirse por un camino rural hacia un pueblecito con los tejados de teja. Emma bajó la ventanilla y aspiró el aire. Olía a tierra húmeda y captó el aroma del agua cayendo a borbotones en los canales de irrigación. Había un rebaño de ovejas pardas arracimado bajo un olivo, junto al cementerio. Fidel señaló hacia la cima de la colina, donde había unas puertas de hierro forjado en un sólido muro encalado. Por encima de ellas, Emma solo vio un campanario cuadrado con un arco de herradura.
—Aquí es —dijo él, frenando de golpe en medio de una nube de polvo—. No hay prisa, voy a abrir las puertas.
Cuando se reunió con él, Fidel estaba discutiendo con un marroquí que vendía claveles y rosas delante de la entrada. Gesticulando, le decía al joven que saliera de en medio.
—No, de veras, da igual. —Dijo Emma. Pasó los dedos por un rótulo de cerámica desportillado: Villa del Valle.
—Esta es ahora su casa. No quiere esto.
—Pero si las flores son bonitas. —Buscó en el bolso un billete y se lo ofreció al marroquí—. Hola. Soy Emma.
—Aziz.
De cerca, vio lo joven que era. Tenía unos quince o dieciséis años.
—Puedes quedarte, no pasa nada. Esta es mi casa.
Asintiendo, el chico le tendió una brazada de rosas.
—Tenga cuidado. —El agente inmobiliario lo miró con mala cara—. Esta gente no es bienvenida aquí.
—¿Moros y cristianos? Lo he leído todo sobre esas fiestas.
Fidel parecía avergonzado.
—Tenga cuidado o se aprovechará.
—¿Eso cree? Sé por experiencia que si tratas a las personas con respeto tienden a hacerse dignas de ese respeto. —Se apoyó en el muro, protegiéndose los ojos del sol matinal. Una anciana, viendo las puertas abiertas por primera vez en años, se santiguó y cruzó al otro lado del camino.
Fidel dio a las puertas herrumbradas un último empujón y la acompañó dentro. Cuando las puertas se cerraron a su espalda, el ruido de los coches y del pueblo se apagó. Emma estaba en un jardín amurallado. Se volvió despacio, con una sonrisa en los labios.
«¡Oh, mamá, qué bonito!» Buganvillas de flores escarlata cubrían los muros y crecían naranjos en una zona herbosa. Mientras caminaba por el sendero descuidado, la hierba alta le acariciaba las piernas desnudas. Los insectos zumbaban.
—Me hará falta un jardinero —dijo.
—Va a necesitar algo más que eso.
Fidel la llevó a una puerta lateral. Emma estaba fascinada por los altos muros de estuco y la sombreada terraza en la base del campanario. No veía otra cosa que posibilidades.
—No hay electricidad y el agua es de un pozo que puede que se haya secado. Las tuberías llevan sin revisar desde los años treinta… Le dije a su madre que estaba loca, pero se empeñó.
—¿Conoció a mi madre?
—Yo… Nosotros la ayudamos con el papeleo. —Se sacó las llaves del bolsillo de la chaqueta y buscó la de la puerta.
—Espere —le dijo Emma. Sacó la caja de cartas del bolso y fue pasando los sobres hasta que dio con uno que ponía Villa del Valle. Lo abrió y le plantó la llave que sacó de él en la palma de la mano a Fidel.
—Gracias. —Abrió la puerta—. Antes todos los terrenos de detrás pertenecían a la villa, todos los naranjales hasta donde alcanza la vista. Ahora esto es todo lo que hay. —Hizo un gesto despectivo con la mano señalando el jardín enmarañado.
—Es perfecto.
La pintura azul de la puerta estaba desconchada. Las casas de ambos lados eran más modernas, chalés con las tejas brillantes y persianas metálicas, pero Villa del Valle era sin duda mucho más antigua; algunas partes parecían mudéjares. Las ventanas, tras las persianas de madera, estaban bien cerradas, y las pesadas puertas de madera de la base de la torre acerrojadas.
Emma levantó los ojos hacia el pretil ornamentado del tejado y los tres balcones de hierro forjado de la primera planta.
—Parece salida de un cuento de hadas —comentó.
El agente levantó una ceja intentando accionar el picaporte.
—Como he dicho, no hay electricidad, así que no sé lo que podrá ver.
Emma miró los cables negros que serpenteaban en la fachada de la casa contigua y pensó que empezar de cero sería probablemente lo mejor.
—¡Joder! —exclamó entre dientes Fidel. Le dio un empujón con el hombro a la puerta hinchada y la abrió—. ¡Vamos!
Salió una gata atigrada de la hierba y los miró con cautela.
—¡Ja! —dijo el agente—. Está igual que usted. —Imitó con gestos un vientre hinchado. Luego le entregó la llave y algunos documentos—. Todos los contratos están aquí.
—Gracias.
Fidel miró dubitativo la casa a oscuras.
—¿Está segura de que quiere quedarse aquí?
Emma sonrió.
—En la vida he estado más segura de algo.
—Escuche… Le he dicho a mi hija que le mande una caja de fruta y verdura. Tiene una verdulería en el mercado. Si necesita algo, pídaselo o llámeme. Buena suerte.
Cuando se quedó sola, Emma se puso en cuclillas y le ofreció la mano a la gata.
—Hola.
El animal retrocedió con un bufido y se escabulló sigilosamente hacia el pasillo oscuro.
—¿No tienes ganas de compañía? —Se levantó y miró cómo el animal se alejaba contoneándose, con la cola levantada—. ¿Qué opinas? ¿Seremos felices aquí?
Fue de habitación en habitación, todas silenciosas, encaladas, con las persianas cerradas, dejando sus huellas en los suelos de terracota llenos de polvo. Abrió las ventanas y entró la luz. Había poco que ver. El último habitante había dejado solamente periódicos amarillentos, botellas vacías de coñac y una pastilla petrificada de jabón en el lavabo. El único mueble era la gran mesa de madera de la cocina. Supuso que la habían montado allí y que era demasiado grande para sacarla y requería demasiado esfuerzo aserrarla y usarla como leña.
Salió al jardín trasero y se paseó por la hierba que le llegaba hasta las rodillas. Entre las matas asalvajadas encontró menta, romero y lavanda creciendo sin control. Partió una ramita de romero, la aplastó y la olió. Se dio cuenta de que estaba en lo que quedaba de un huerto de plantas aromáticas. Recorriendo el perímetro, pegada al muro exterior, dibujó los antiguos parterres elevados en el cuaderno de su madre. Siempre había soñado con crear un jardín de fragancias y había recorrido con Liberty los pasillos de Chelsea Gardener durante horas, planificando las plantas que escogerían.
Supo instintivamente lo que quería hacer en aquel lugar y esbozó lo que sembraría y los nuevos canales de irrigación, con una piscinita en la parte de atrás de la casa.
De pie en la puerta delantera, mirando hacia la villa, se imaginó una fuente de azulejos, una acequia hasta la casa. Devolvería el jardín a la vida. «Tal vez él haga lo mismo por mí.» No tenía ni idea de cómo había encontrado Liberty aquella casa, pero comprendía que aquel era su último regalo para ella.
—Gracias, mamá —murmuró.
Aquella noche durmió en el suelo de la cocina de su nuevo hogar, con las persianas abiertas al cielo estrellado. Había comprado un colchón hinchable, dos mantas y una almohada en el mercado del pueblo, además de una ración en la tienda de pollos asados.
Decidió arriesgarse a encender la chimenea y se sentó en la cama a comer con los dedos a la luz del fuego. Después de lavarse los dientes usando el agua de una botella de Evian, se tiró en la cama y rebotó del colchón. Tirada en un revoltijo de mantas, se echó a reír a su pesar.
«Ya está bien de soñar», se dijo. Encendió la linterna, cogió el neceser y sacó un frasco de aceite de almendras. Rebuscó entre las botellas de aceites esenciales y escogió dos. Después echó dos gotas de camomila y de lavanda en el aceite y se puso un poco en las manos, se las frotó y aspiró el aroma relajante. Se puso las palmas sobre el vientre y se dio un suave masaje. El bebé le respondió con una patadita.
—¡Eh, tú! —dijo ella, sonriendo—. Bien, aquí estamos. —Miró insegura a su alrededor, escrutando la oscura cocina—. Mañana nos enteraremos de qué médicos hay, y qué hospitales. —De pronto se sentía abrumada.
Se tendió en el colchón con cuidado y cogió la caja de cartas de su madre. A la luz de la linterna, fue pasando los sobres hasta elegir uno.
—«Sobre el perfume» —le leyó en voz alta a su bebé—. Veamos lo que tu abuela tenía que decir acerca de esto. —Abrió el sobre y desdobló la hoja. Sobre la cama cayeron pétalos secos de rosa y Emma se rio.
Somos una familia de perfumistas. Lo llevamos en la sangre, Em, estoy segura. Freya dice que en cuanto empecé a andar siempre estaba cogiendo flores en el parque, haciendo mejunjes para ella, y tú eras igual. Perfumistas, farmacéuticas, curanderas… todo aquello que hace que la gente se sienta mejor.
Emma recordó las palabras de Freya, su rabia junto al lago de Londres: «La gente necesita cosas como el perfume más que nunca en los tiempos que corren.»
El perfume es la llave de nuestros recuerdos. Según decía Kipling, nos toca la fibra sensible. Un repentino aroma nos retrotrae a otros lugares, amantes, países, épocas.
¿Quién no recuerda la colonia que usaba su primer amor o el olor del tocador de su madre?
Siempre quise crear perfumes con los que la gente se sintiera como cuando huele la hierba recién cortada, la cabeza de un bebé recién bañado. El perfume nos dice que estamos aquí, que estamos vivos.
Recuerdo a una princesa de Baréin con la que cené una noche. Iba de invitado en invitado, aplicando en las muñecas de cada uno aceite de sándalo de un frasco de cristal. Eso quería hacer yo: ofrecer el perfume como un regalo, como una bendición. El perfume es sagrado: recuerda el jardín del Cantar de los Cantares.
Emma recordó a Liberty leyéndoselo de niña, acurrucada a su lado a la sombra de un árbol: «Sus mejillas como una era de especias aromáticas, como dulces flores; sus labios, como lirios que destilan mirra fragante.» Era el pasaje favorito de Liberty.
A lo mejor te preguntas por qué siempre me he mantenido fiel al perfume de rosas. ¿Sabes? En plena guerra santa, los soldados volvían de las Cruzadas con rosas de Damasco. Eso me encantó. Me gusta pensar que se las traían a las mujeres a las que amaban y habían dejado en casa. El perfume es amor. Cleopatra sumergía las velas de su barca dorada en fragancia de rosas y, cuando visitaba Roma, el perfume permanecía en las calles hasta mucho después. El perfume es romántico: por eso me enamoró la rosa.
Viajé durante años, como sabes, buscando fragancias. Me gustaban todas: plumeria en los trópicos; incienso en Oriente; café tostado y gasolina en América. Nunca fui más feliz que viajando contigo. ¿Te acuerdas? Te enseñé de dónde provenía el sándalo en Mysore y los campos de lirios de la Toscana. Así aprendí el oficio, moviéndome, buscando proveedores en Turquía y Bulgaria, India y Siria y, por supuesto, en Francia. Todo lo que aprendí te lo enseñé, Emma, y me has superado. Eras una verdadera artista de las fragancias, la heredera de los curanderos, los alquimistas, los farmacéuticos… ¡Eres una maga! Nunca lo olvides. Lleva tiempo crear un gran perfume, no hay prisa. Tardé ocho años en crear para ti Chérie Farouche, pero tú tardaste dieciocho en convertirte en la extraordinaria mujer para el que lo creé. Las cosas buenas llegan con el tiempo. Hazle caso a tu corazón, Emma, confía en tu olfato… escucha tu voz interior. Tócale la fibra sensible a la gente. Crea perfumes que le recuerden lo hermoso que es estar vivo. Porque así es, Em. Estar vivo es algo glorioso y la gente debe recordarlo y detenerse a oler las flores.