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Authors: Kate Lord Brown

Tags: #Intriga, #Drama

El jardín de los perfumes (10 page)

«¿Tan predecible soy?», se preguntaba ahora.

Enterró la cara en su bufanda rosa pálido y aspiró el cálido aroma floral de Chérie Farouche. Sacó una de las cartas de Liberty del bolsillo. La había estado reservando para la última mañana. A su llegada a la casa de pescadores había dejado las cartas en la vieja mesa de la cocina y se había sentado a leer los títulos para escoger cuál abrir primero. La número diecisiete decía: «En caso de emergencia.» La había tapado con la mano. «No. Esta mejor la guardo.» Sonriendo para sí, la había elegido sin embargo.

La escritura de su madre en el sobre ponía: «Acerca de la familia.» Emma le dio la vuelta y la abrió.

Si mal no te conozco, Em, habrás guardado estas cartas sin abrir durante un tiempo. Siempre has preferido la ilusión de un regalo sin abrir, siempre has saboreado todos los regalos. No llegas al extremo de Freya, que sigue guardando todos los papeles de regalo para reutilizarlos, pero me parece que te enseñó a disfrutar de cada momento, algo que yo comprendí demasiado tarde.

¿Te acuerdas de aquella vez, cuando tenías unos siete años y soltaste las mariposas de Charles? Supongo que creías estar haciéndoles un favor dejándolas en libertad, pero eran tropicales y Charles perdió la paciencia contigo.

No eras una niña traviesa, en absoluto. De hecho recuerdo haberme sentido aliviada por el hecho de que hubieras hecho algo tan impropio de ti, tan espontáneo. Te dije que aprendieras de tu error. Te dije que tenías que aprender las lecciones de la vida por tu cuenta, que nadie podía enseñártelas. Me dijiste: «Eso no es justo, mamá. ¿Qué lecciones son?» Sigo pensando que tienes que vivirlas tú, pero como no voy a estar para guiarte, intentaré contarte en estas cartas las lecciones que he aprendido yo.

Espero que leas esto escuchando Sister Sledge: «We are family…» ¿Recuerdas que solíamos bailar esa canción una y otra vez? Somos una familia de mujeres… con Charles, por supuesto. Siempre he lamentado que tu padre prefiriera tener la parejita, un monovolumen y una mujer que vestía ropa de nilón que seca rápido a estar con nosotras dos, pero ¿qué podía hacer yo? Escogí al hippy más tradicional de la Costa Oeste. Mis relaciones fueron un desastre, pero les sacamos el mejor provecho, creo, tú y yo: creamos nuestra familia.

Me pregunto si Freya ha hablado contigo de mí ahora que ya no estoy. Hace muchos años que sospecho, aunque Freya siempre lo ha negado, que ella intentaba protegerme a su modo, aunque equivocadamente. Nunca he tenido la sensación de pertenencia, Em. Realmente nunca me he sentido en casa. Es como si me faltara algo, pero nunca he sabido qué. A lo mejor a ti te contará más. A lo mejor serás capaz de resolver el misterio familiar. A mí se me ha acabado el tiempo. Tal vez esa es la primera lección: en vida sospechaba que la familia que uno crea no siempre está unida por lazos de sangre. Espero que tú descubras la verdad sobre la nuestra.

Te quiero,

Mamá

13

MORATA de Tajuna, Jarama, febrero de 1937

Los cirujanos del hospital de campaña del frente del Jarama trabajaban desnudos de cintura para arriba, con las piernas cubiertas por un delantal blanco y botas blancas. Un andamio metálico desvencijado sostenía un débil foco por encima del paciente: parecía el intento de un niño de crear una mesa de operaciones con un Meccano.

—¿Qué nos entra? —preguntó uno de los médicos.

—Seis abdominales y un par de cabezas, doctor —dijo Freya.

—¿Cómo va el último?

—Está estable, doctor. La transfusión ayuda.

—Bien. Escalpelo.

Freya buscó a tientas en la oscuridad el instrumento adecuado. La luz de una vela titilaba en los escalpelos plateados de la bandeja.

—¿Cuántas botellas de sangre nos quedan? —preguntó el médico.

—Hemos usado la última —dijo una enfermera que estaba al lado de la nevera.

—¡Maldita sea! La entrega se retrasa. —Se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano—. Manda un mensaje al banco de sangre. Que nos manden todo lo que puedan. —Se apoyó cansado en el borde de la mesa de operaciones—. Bueno, tendremos que hacerle a este hombre una transfusión directa. ¿Quién es de tipo O?

Freya alzó la mano.

—¿Cuándo hace que diste sangre?

—Un par de meses.

—Servirá.

En una habitación contigua, Freya se tendió en un camastro frío y húmedo, al lado del herido, y cerró los ojos. Intentaba no pensar en el equipo que estaban preparando, esforzándose por mantener la mente ocupada recordando el viejo palacio de Madrid donde la habían mandado a pasar un par de noches cuando iba hacia el frente, con su hermosa escalinata de piedra, los setos recortados y las palmeras. Lo había abandonado un partidario de los nacionales al principio de la guerra y las enfermeras y los conductores de ambulancia jugaban a billar en las enormes salas con cortinas de seda y leían revistas en la biblioteca. Cenaban todas las noches pan y garbanzos en la vajilla dorada. Era surrealista estar rodeados de paz y lujo a pocos kilómetros del frente.

—Vale —dijo una voz masculina—. Notarás un pinchacito.

Freya se envaró.

—Estupendo. No he notado nada.

—Bien. Vamos a unirte a la vena de este muchacho.

—Siempre igual con usted. Prefiero que no me lo describa todo paso a paso. —Abrió los ojos para mirar al doctor, que la estaba mirando a su vez. Por las arrugas en las comisuras de los ojos supo que sonreía debajo de la mascarilla.

—Tenías los párpados tan apretados que nadie hubiera dicho que tenías miedo.

—Lo tengo. No soporto las agujas, al menos cuando me tocan a mí.

—Eso es un poco peliagudo siendo enfermera, ¿no? —Miró al herido—. Estoy seguro de que este hombre sabrá valorarlo. —El médico dejó su brazo apoyado en el camastro y comprobó que la sangre fluyera adecuadamente hacia el paciente—. Ahí va, bien hecho. Tienes mucho trabajo que hacer hoy.

—¿No tenemos siempre mucho? Al menos cuando esto está abarrotado los cuerpos calientan un poco el ambiente. Por el momento tenemos más de doscientos, aunque esta unidad está preparada para acoger solo cincuenta. Hay tres hombres por cama y tendidos en el suelo, en cualquier parte… —Le pareció que hablaba demasiado y flexionó la mano, sonriendo forzadamente. Le dolía de frío. Aquella mañana había ayudado a unas enfermeras españolas a lavar sábanas en el agua helada de un riachuelo que desembocaba en el Jarama, frotándolas sobre las rocas. El aire olía a la batalla, pero también a tomillo, a la hierba aplastada bajo las botas de miles de hombres.

—Adoro a los ingleses. Siempre veis la parte positiva de las cosas. —El médico se reía—. Soy Tom Henderson, ya que estamos.

—Encantada de conocerlo, doctor Henderson.

—Llámeme Tom.

Freya lo miró a los ojos, unos ojos azules de mirada dulce.

—Yo soy Freya.

—Bueno, Freya, me parece que después de esto te mereces una taza de té —dijo él, imitando el acento inglés.

—¿Té? Ojalá. No estoy segura de que el té siga siendo té —comentó Freya—. Eres demasiado amable. Tengo que volver al trabajo. Están llegando los heridos.

—¿Sabes cómo llaman a esta batalla?

—Creo que la llaman de la «colina suicida». —Freya suspiró—. He oído que el Decimoquinto Batallón hace lo que puede pero que hemos perdido prácticamente a todos los oficiales y a más de la mitad de los soldados ingleses.

Tom comprobó el estado del paciente.

—Bien, está recuperando el color. —Se sentó al borde del camastro de Freya y se quitó la mascarilla—. Creo que el Batallón Abraham Lincoln ha tenido incluso más bajas. Esos pobres estadounidenses, esos valientes jóvenes, marcharon directamente hacia las líneas de los nacionales sin cobertura de artillería. Los hicieron picadillo.

Freya sacudió la cabeza y suspiró.

—Al menos hemos impedido que sitien Madrid.

—¿«¡No pasarán!»? —Tom la miró—. Viendo a estos chicos, me pregunto a qué precio. —Sonrió con tristeza—. Dime, ¿cuánto hace que no has comido decentemente?

—¿Por qué? ¿Estoy cadavérica?

—No. Un poco pálida.

—Nos trajeron un poco de estofado anoche. —A Freya le castañeteaban los dientes—. Siempre que como algo con huesecitos pequeños intento convencerme de que es conejo y no gato.

—Yo también. —Tom se levantó y volvió a comprobar el estado del paciente—. Creo que ya casi está —le dijo a Freya—. Unos minutos más y listo. —Volvió a sentarse a su lado—. ¿Te gustaría que te sostuviera la mano? Tiemblas un poco.

—¿Quieres decir que tiemblo como una hoja?

—Caray, estás helada —dijo él, frotándole los dedos para hacerla entrar en calor.

—Estoy bien. Bastante cansada, creo. Llevamos varios días trabajado sin parar. Si pudiera dormir un par de horas… —Freya lo miró a los ojos, intentando combatir la modorra.

—Venga, dame la otra mano.

—Gracias. —Freya miró su cabeza inclinada, el pelo negro que le caía sobre la frente—. ¿Cuánto llevas aquí?

—El Cuerpo de Transfusiones Canadiense entró en servicio el pasado noviembre, pero yo me uní en enero a la unidad del doctor Bethune. Viajamos con un grupo de estadounidenses desde Nueva York. Formo parte del Batallón Mackenzie-Papineau.

—¡Oh, yo pensaba…!

—No. Soy canadiense. —Tom le sonrió y se le formaron hoyuelos en las mejillas sin afeitar—. Nací y me crie en Toronto. —Consultó la hora—. No fue un viaje cómodo: en tercera clase cruzando el Atlántico; cuatro hombres por camarote y todos mareados como sopas. Me pasé casi todo el trayecto en cubierta.

—¿Hicisteis escala en París?

—Sí. Es una ciudad fenomenal. Me encantaría volver allí algún día.

—A mí también. —Freya ya se veía paseando del brazo con él por las calles adoquinadas de Montmartre.

—Luego fuimos en tren hasta Marsella y en camión a Perpiñán antes de cruzar los Pirineos. ¿Y qué me dices de ti?

—Nuestro primer destino fue el frente de Aragón, cerca de Huesca. Algunos fuimos desde allí a otros hospitales de campaña. Al final acabé en Madrid y luego vine aquí con las ambulancias del Cuerpo Médico…

—¿De veras? —La interrumpió Tom—. ¿Estás diciéndome que algún tipo te tuvo para él solo en una ambulancia todo el trayecto hasta aquí? Voy a tener que cambiar de medio de transporte.

Freya se ruborizó. No estaba acostumbrada a que alguien fuera con ella tan atrevido.

—Es un país hermoso, ¿no te lo parece?

—Se está volviendo más bonito por momentos.

—Los naranjos, las carreteras polvorientas…

—A lo mejor te gustaría dar un paseo más tarde… —Tom se levantó y se desperezó. La camiseta blanca se le pegó a los abdominales marcados.

—Podría ser… Me gustaría mucho.

Tom se inclinó para extraerle la aguja y ella volvió la cabeza hacia el otro lado.

—Escucha —le dijo él—. Nos han refugiado en una casa ostentosa de Madrid. Por lo visto es más seguro: los fascistas no bombardean los barrios ricos. Hoy he visto cómo trabajas. Si te apetece soportar el carácter de Bethune, necesitamos otra enfermera para la unidad, porque una de las nuestras ha pillado la fiebre tifoidea y tiene que volver a casa. ¿Te plantearías un traslado?

Freya no lo dudó un instante.

—Me encantaría.

—El trabajo es duro. Estarás en el frente a menudo, entregando sangre y administrándosela a los moribundos.

Freya volvió la cabeza hacia él y se estremeció cuando le extrajo la aguja.

—Mientras no me pidas que me someta a otra transfusión directa hasta dentro de una temporada, creo que podré soportarlo.

Tom mantuvo una gasa apretada contra la vena de su brazo.

—Ya está. Mantenla apretada un minuto o dos.

—Puedo con esto —dijo ella—. Pero… Bueno… Es duro, ¿verdad? Tantos heridos por todas partes, el espantoso sonido de sus gritos. —Sacudió la cabeza, pensando en las salas limpias y bien iluminadas en las que se había acostumbrado a trabajar en la escuela Nightingale de enfermería, en Londres.

Mientras los camilleros levantaban la camilla del herido, Tom le tendió la mano a Freya.

—Si gritan: «¡Enfermera, curandera, ven aquí!», tienen alguna posibilidad. Es a los que están callados, como este, a los que tienes que vigilar. —Tom comprobó los documentos del paciente y los metió bajo la manta del soldado—. Jordi del Valle. He ido contra mi instinto al intentar salvarlo, pero es tan joven…

—¿Lo conseguirá?

—Quién sabe. Las amputaciones son difíciles. Hemos estado a punto de darnos por vencidos en la mesa de operaciones. —Tom suspiró—. Tenemos que tratar a demasiados y andamos cortos de recursos. Mira cómo trabajamos, a la luz de las velas la mitad del tiempo.

—Es bastante romántico, si uno lo mira por el lado bueno.

—Ahí lo tienes. Otra vez buscándole lo positivo a la situación. —Tom comprobó la gasa de su brazo—. ¿No te molesta cuando alguno de los chicos se enamora de ti? He visto cómo te insisten.

—En absoluto. Son unos críos la mayoría. Están solos. Los que no lo son, bueno… —Freya se sacó una pistola del bolsillo del delantal y Tom levantó las manos, riendo.

—Gracias por la advertencia.

—No pretendía decir… —Calló porque oyeron disparos fuera. Una explosión sacudió la habitación. Freya notó cómo el suelo temblaba bajos sus pies, la sangre rugiéndole en los oídos. Tom la rodeó con los brazos y la protegió apoyándola contra la pared mientras caía una lluvia de yeso.

—Creía que aquí estábamos seguros. —La cama donde Freya se había acostado estaba cubierta de desconchones. Instintivamente, ambos miraron hacia el techo, esperando más explosiones—. A lo mejor el tipo ha tenido suerte o a lo mejor ha sido un tiro perdido. ¿Estás bien? —Tom se apartó un poco, todavía con el brazo alrededor de su cintura. Oían los disparos y pasos a la carrera por el pasillo.

—Estoy bien. Tiene gracia, ¿verdad?, lo rápido que eres de reflejos. —Freya le quitó el polvo de la nariz. El corazón le latía acelerado por la adrenalina y la proximidad de Tom. Entonces se inclinó a besarla y sus labios rozaron los suyos—. ¿Besas a todas tus donantes, doctor Henderson?

—Solo a las guapas. —Sonrió y miró hacia arriba porque se oían bocinas de vehículos—. Tengo que volver a Madrid, pero me gustaría invitarte a esa taza de té alguna vez.

Freya le sostuvo la mirada.

—Me gustaría.

—Hablaré con Beth de sacarte de aquí —dijo Tom—. Hasta pronto. —Se paró en la puerta y se volvió hacia ella—. Feliz Día de San Valentín, Freya.

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