—¿Dónde demonios estabas? Has estado ilocalizable desde Tokio.
—Pasé por Vancouver para ver a papá.
—¿A tu padre? —parecía sorprendido—. Llevabas años sin verlo.
Emma frunció el ceño.
—Me pareció que ya era hora. Solo quería… No sé lo que esperaba… —Inspiró profundamente.
—Claro, lo entiendo. Después de que tu madre… —se le apagó la voz—. ¿Estás en Londres?
—Acabo de volver. —Esperaba parecer tranquila y calmada. Se acordó de la última vez que lo había visto, después de la lectura del testamento de Liberty, con lágrimas en los ojos de arrepentimiento y pérdida. «Qué tal, Joe.»
—Bien hecho. Los japoneses están encantados. —Tras una pausa, añadió—: Me has tenido preocupado. ¿Estás bien?
—Claro. Pareces cansado. —«Pareces culpable», pensó.
—Sí. Maldita sea… —Lo oyó suspirar—. Ya sabes cómo es esto.
«¿Cómo es esto? —Pateó con rabia una lata de Coca-Cola de la alcantarilla—. ¿El negocio? ¿Estar con Delilah?»
El simple sonido de su voz, con aquel acento de la Costa Este, la mataba. La noche que se había enfrentado a él, en la luminosa cocina de su nueva casa, los dos habían llorado desconsoladamente, como niños, por todo lo destruido y perdido. Fue como si algo que llevaba dentro se liberara. «¿El amor?» Ahora ocupaba aquel espacio una herida, un agujero que lo ansiaba a él, que clamaba por ambos, por todo lo que habían sido. Pensó en el correo electrónico que Charles le había mandado cuando estaba en sus horas más bajas: «Hemingway solía decir que el mundo nos quiebra a todos. Después, algunos se hacen más fuertes en las grietas. Me gusta la idea de que lo que nos quiebra nos hace más fuertes. Agárrate a esta idea, Em. Esto mejorará.»
Se aclaró la garganta.
—Entonces ¿qué tal es estar en casa?
—¿En Nueva York? Sí, siempre es agradable estar de vuelta. Mamá y papá te mandan recuerdos —añadió, incómodo.
Emma se estremeció.
—¿Vas a quedarte?
—Puede ser. Lila se está mudando. —Suspiró—. ¿Has recibido los papeles?
Emma miró a izquierda y derecha mientras cruzaba la calle.
—Ajá.
—Fírmalos, Em. Es por lo que hemos trabajado.
—¿Para vender?
—No. Para hacer una fortuna. Para hacer lo que queramos en un futuro.
—¿Qué futuro, Joe? Nosotros no tenemos futuro. —Dudó antes de proseguir—. ¡Oh, Dios! Te refieres a uno con ella, ¿verdad?
—No sé a qué me refiero. Fuiste tú la que me dejó.
Se lo imaginó pasándose la mano por el pelo.
—¿Qué se supone que debía hacer? Te acostabas con mi amiga, con nuestra amiga… —Un ejecutivo la miró al cruzarse con ella. Se volvió y protegió el teléfono con la mano—. Menudo tópico, Joe. Creía que tenías más imaginación.
—Siempre estabas tan cansada… Siempre estabas tan… distante.
—¡Trabajaba para los dos! Por el futuro de ambos.
—Sea como sea, hemos tenido que seguir adelante con el lanzamiento de invierno sin ti. Lila ha asistido en tu lugar a las conferencias de prensa.
—Evidentemente, se le da muy bien sustituirme.
—No, Emma. No sirve, es demasiado entusiasta. Hemos reñido. Emma, tengo que verte. He cometido un error estúpido. Ya no sé lo que me hago.
—Tienes razón, Joe. Hagamos una tregua. Todos hemos dedicado años a Liberty Temple.
—No hablo del negocio.
—Lila quiere el dinero, Joe… Eso es lo que siempre le ha interesado.
—Me insiste para que venda, tú estabas ilocalizable y Freya me dice que deberíamos conservar la compañía. Entre todas me dan ganas de desaparecer a mí también.
—Bueno, entonces ¿por qué no lo haces? —le espetó—. En cualquier caso, yo no he desaparecido. He viajado durante meses para intentar asegurar la supervivencia de la marca.
—Te he echado de menos.
—No me digas eso. —Se secó una lágrima, furiosa—. No tienes derecho.
—No es demasiado tarde. Podemos conseguirlo.
—Tengo que dejarte.
—Vale, vale. Luego hablamos. —Lo oyó silbar para detener un taxi, se lo imaginó de pie en el bordillo, con los rascacielos de Nueva York detrás y el tráfico pasando por delante—. Tengo que ir al World Trade Centre. He quedado con los chicos en Windows on the World para desayunar.
«Huevos a la benedictina —pensó ella—. Un expreso doble con dos terrones de azúcar.»
—No dejaré que se vayan hasta que lo tengamos todo ultimado. ¿Me mandarás los documentos por fax cuando llegues a la oficina?
Emma frunció el ceño.
—Sí.
—Gracias por todo. Em… —Tras una pausa, añadió—: Lo siento. Soy un imbécil. Te quiero. Sabes que siempre te querré.
—Bien.
—Dime que todavía me quieres.
—No.
—Dame una oportunidad. Puedo hacerlo bien.
—No —volvió a decir ella, con enfado esta vez—. Nunca volverá a ser lo mismo.
—Te llamaré.
—Hazlo. —Mientras paraba en la puerta del edificio de oficinas Pond Place, tecleó un mensaje de texto.
«¿Me amas? Demuéstramelo. Esperamos un hijo.»
Fue a coger la manecilla de la puerta, de acero pulido, pero dudó y en lugar de abrir se acercó a la puerta roja de al lado y llamó. Mientras esperaba, se imaginó a Freya andando con rigidez, con el bastón de ébano con empuñadura de plata golpeando los crujientes tablones del suelo. Emma oyó que quitaban la cadena de seguridad y, cuando se abrió la puerta, una melodía de Ella Fitzgerald.
—¡Oh, no, eso no,
Ming
! —murmuró Freya, impidiéndole el paso a un gato siamés con el bastón. Miró hacia arriba—. ¡Em!
Emma abrazó a su abuela. Le pareció más delgada, se le notaban más los huesos debajo del jersey de cuello alto de cachemira negro que llevaba.
—Te he echado de menos —le dijo, con la voz ahogada por la emoción.
—Deja que te vea. —Freya la sostuvo a la distancia de sus brazos—. Me encanta ese pelo.
—Gracias. —Emma se pasó la mano por la melena morena hasta los hombros—. Me lo corté en Tokio. Creo que volveré a mi color natural.
—Será mejor. Nada de tinte de pelo en unos meses para ti —susurró Freya, apretándole la mano.
—Entonces ¿me das el visto bueno?
—Bueno, estás un poco paliducha, pero no voy a ponerme a darte la vara cuando acabas de llegar. Entra, entra —dijo, cediéndole el paso—. Charles está en el invernadero.
—Me alegro de verte —dijo Emma, cogiéndola del brazo mientras cruzaban la casa.
«Al menos aquí sigue todo igual», pensó, consolada por el familiar caos del hogar de Freya y Charles. El saloncito amarillo lleno de libros y cuadros abstractos daba a la calle y había un incesante trasiego de peatones y coches por delante de las ventanas de guillotina. Unos gastados
kelims
flanqueaban los sofás y una gran vela con aroma a nardos perfumaba el aire. El fuego ardía en la chimenea y del primer piso llegaba el sonido de una aspiradora. En la cocina, de pequeño tamaño, un aparador lleno de loza azul y blanca y viejas postales hacía juego con una mesa de madera sin tratar, y
Ming
descansaba ocioso en un viejo sillón rojo, al sol, mirando a las dos mujeres con sus ojos turquesa.
—¡Charles! —llamó Freya, arrastrando los pies hacia el invernadero, golpeando el suelo de terracota con el bastón. Entre las plantas, mariposas azules iridiscentes batían las alas en el aire caliente y húmedo, hundiendo la trompa en el néctar. La condensación goteaba de las hojas y una mariposa se posó en el pelo de Emma sin que esta se diera cuenta—. ¡Charles! —Freya sacudió la cabeza—. Seguramente está en el estudio. —Apartó una cortina de cadenillas, abrió la puerta trasera y se apoyó en Emma para bajar el escalón del jardín. Freya caminó con cautela por el empedrado desigual hacia un cobertizo azul celeste y abrió la puerta. Encontraron a Charles inclinado sobre un escritorio, clavando una fritillaria en un tablero de corcho. Emma sonrió. De niña se había pasado horas allí dentro con Charles, ayudando a su tío abuelo a catalogar sus especímenes. Las paredes estaban llenas de cajas de mariposas, un mural de alas en Technicolor. Un dogo entrecano bufó suavemente a sus pies mientras un reloj de pie Mora marcaba el paso de los minutos.
—Hola…
—No te oye —Freya le pinchó suavemente la espalda con el bastón—. ¡Charles! Tenemos visita.
—¿Qué demonios…? —Se volvió, se puso las gafas en la cabeza de pelo blanquísimo. Su manga izquierda, vacía y sujeta al hombro con un imperdible, osciló—. ¿Acaso quieres que me dé un infarto? —sonrió en cuanto vio a Emma—. ¡Em! —La abrazó con el brazo derecho y ella le besó la mejilla, suave y seca.
—Enciéndelo. —Freya le hacía señas y Charles activó el audífono.
—Es la única manera de tener un instante de paz en esta casa de locos con gente yendo y viniendo todo el día —protestó él, dirigiéndose a Emma.
—Deja de refunfuñar —le dijo Freya—. Cuando no estén los echarás de menos.
—¡Qué alegría verte! Tienes buen aspecto —comentó Emma.
—¿Ah, sí? A nuestra edad uno se alegra simplemente de estar vivo. Nuestros amigos caen como moscas. —Suspiró—. Todos los años hay unos cuantos menos en Jubilee Gardens, en la conmemoración de las Brigadas.
—Ya lo conoces. —Freya cruzó los brazos sobre el pecho—. Siempre lee en primer lugar las esquelas para ver si conoce a alguien.
—No lo hago. ¡Ah, llevas una pasajera, Em! —Charles atrapó la mariposa de su pelo en una cajita de rejilla y cerró la tapa.
Viéndolos juntos, Emma pensó que el parecido de los hermanos era inequívoco a pesar de la edad: ambos eran altos, esbeltos aunque ya encorvados, con los mismos pómulos altos y la nariz aguileña. Mientras que Freya era la viva imagen de la sobria elegancia, sin embargo, a Charles, los pantalones oscuros de pana con marcas de años de fuegos de acampada y cigarrillos le colgaban de las caderas. Mientras el anciano se volvía hacia el escritorio y deslizaba un cristal en el marco, Freya suspiró.
—Mira la pinta que tienes, Charles. Ojalá me dejaras comprarte ropa nueva.
—¿Para qué? —Hundió las manos en los bolsillos cedidos de la chaqueta de punto azul marino y sacó una petaca—. ¿Para qué necesito ropa nueva? —murmuró mientras encendía un cigarrillo liado a mano.
Freya achicó los ojos, irritada, y se quitó un pelo del perro de la manga.
—¡Ahueca el ala, deja de chincharme por tonterías, mujer! —Charles sacudió la mano para echarla.
—Está bien. —Freya se alisó la inmaculada melena gris y se mordió el labio—. Bueno, todos se mueren por verte, Emma. ¿Qué tal si vamos?
Desde la caótica casa que había sido el hogar familiar durante casi setenta años, Freya, Charles y Emma salieron a la acera y cruzaron la puerta del edificio contiguo. El despacho de Liberty Temple era un hervidero. Cuando Emma abrió la puerta principal el aire sacudió las orquídeas del mostrador blanco de recepción. En las oficinas sin tabiques trabajaban frenéticamente muchachas elegantes y hombres lánguidos; se oían retazos de conversaciones en francés, inglés y japonés; olía a rosas.
—Bienvenida a casa, Em —dijo la recepcionista.
—Gracias —repuso ella, entrando con decisión en la zona de trabajo—. Hola a todos.
Freya y Charles esperaron en recepción, mientras los miembros del equipo se congregaban alrededor de Emma para felicitarla.
—Espero que esté haciendo lo correcto —dijo Freya en voz baja—. Ahora esto es lo más parecido que tiene a una familia. Cuando se venda la empresa…
—¿Hablas de Emma o de ti?
Freya le dio un codazo en las costillas.
—¡Eh! ¡No tan condenadamente fuerte! —protestó Charles.
—Yo estaré bien, no te preocupes. —Freya se subió el cuello del jersey negro y cruzó los brazos sobre el pecho—. Me he pasado la vida cuidando de Liberty, Emma y la empresa…
—Exactamente. Las chicas te han mantenido joven.
—A diferencia de a ti.
Charles le hizo una mueca.
—Será mejor que ignore el comentario. —La miró de reojo—. ¿Te mudarás definitivamente a la casa de Cornish?
Freya negó con la cabeza.
—No te librarás de mí con tanta facilidad.
—Te encanta aquello, y no habrá necesidad de… —Charles se quedó sin habla cuando vio la pantalla plana del televisor que había encima de la chimenea. Corrió hacia él y subió el volumen—. ¡Silencio! —gritó. El resplandor de las noticias en directo de la BBC se reflejaba en sus gafas.
—¿Qué pasa? —Freya fue la primera en ponerse a su lado y miró horrorizada el humo que salía del World Trade Center—. ¡Dios mío, no! —Se tapó la boca con ambas manos mientras otro avión se estrellaba contra la segunda torre.
Emma se acercó corriendo.
—No lo entiendo. ¿Qué pasa? —Le pasó un brazo por los hombros a Freya—. Joe está ahí. —Se le quebró la voz—. Acabo de hablar con él hace media hora. Está en la Torre Norte.
MADRID, noviembre de 1936
—¡Hugo! —gritó Charles, corriendo para pillarlo. La Undécima Brigada Internacional marchaba por la Gran Vía y él formaba con los artilleros británicos y alemanes del batallón Edgar André. Los rótulos de neón, crudos en la luz otoñal, se encendían y apagaban a lo largo de la calle mientras los madrileños los aclamaban.
—¿Cómo ha ido la comida?
—No hay nada como unos cuantos obuses preprandiales para abrir el apetito. —Volvió su cara pálida y cansada hacia él—. ¿Has tomado fotos?
Charles sacudió la cabeza, negando.
—He pensado que a lo mejor al periódico le gustarían unas cuantas fotografías de hombres y mujeres comunes y corrientes…
—¿No has encontrado a nadie? —Hugo sonrió.
—¿Qué es lo último?
Los fascistas han tomado la universidad —dijo Hugo, marchando al lado de Charles.
—Entonces, menos mal que las Brigadas están aquí —dijo este último, echándose el viejo fusil soviético al hombro—. La Undécima los echará. —Oía a su lado el sonido de los pies marchando, los gritos, las canciones y las bocinas pero, más lejos, el de los fusiles, de las ametralladoras, de los morteros. Se acercaban cada vez más al frente.
—¿Tienes mucha película?
Charles miró las formas cuadradas y elegantes de los nuevos edificios de la universidad que tenían enfrente, amarillos y rojizos contra el cielo distante, ya con remolinos de humo de la batalla.
—Espero tener la suficiente. —Le parecía que toda la ciudad estaba en llamas por el resplandor del cielo. Anduvieron por calles llenas de humo. Trozos de vigas sobresalían como costillas rotas y en las aceras había camillas manchadas y vacías con flores esparcidas. Se pasó la mano por el pelo y notó que lo tenía apelmazado por el polvo. Le pitaban los oídos debido al bombardeo continuo y ensordecedor.