—Acabo de llegar —sonrió parando frente a los Chelsea Manor Studios. Un grupo de jóvenes turistas alemanes tomaban fotos en la entrada. Se apartaron para dejarla pasar y uno de los chicos tiró de su maleta hasta la puerta.
—Gracias —le dijo ella.
—Es de
Sergeant Pepper
, ¿verdad? —dijo el chico—. ¿Los Beatles?
—Sí, eso es. Tomaron la foto de portada en el estudio de mi madre. —Emma estaba mareada por el
jet lag
y tenía los ojos enrojecidos. Lo único que quería era dejarse caer en la cama, pero aquellas caras jóvenes la emocionaron. Le indicó por señas al muchacho que le diera la cámara y les sacó una foto. Cuando los adolescentes ya se iban se apoyó en la puerta y abrió el móvil—. Perdona. Acabo de llegar ahora mismo. El vuelo llevaba cierto retraso.
—Hemos trasladado allí todas tus cosas. Está un poco revuelto, lo siento, aunque el estudio siempre lo ha estado, incluso cuando tu madre vivía. —Freya hizo una pausa—. No he abierto las cajas. Supuse que querrías algunas cosas de Liberty antes de instalarte…
—No hay prisa. Gracias por ocuparte de todo. No soporto volver a la casa. —Frunció el ceño—. Así que ella se ha mudado, entonces.
—¿Delilah? —la voz de Freya se endureció—. Sí. Nuestra señora Stafford no pierde el tiempo, aunque no me sorprendería que se mudara a Estados Unidos…
—¿Cómo está? —la interrumpió Emma.
—Bien, él está bien. Eres tú la que me preocupa. ¿Ya has ido al médico?
—Freya…
—Tranquila, que estoy sola. Se han ido todos a comer. No se lo he dicho a nadie, lo prometo.
—Pues sigue así, al menos hasta que yo haya hablado con Joe.
—¡Qué desastre! —dijo Freya—. La mataría, en serio. Delilah siempre ha sido el cuco del nido. Llevo semanas sin hablarle, desde que te fuiste. La atmósfera en la oficina es horrible.
—Ya lo supongo. Siento que todos os hayáis visto metidos en esto.
—¿Por qué te disculpas? Nada de esto es culpa tuya, Emma. Como siempre te digo, eres demasiado amable. Cuando pienso en lo que te ha hecho… Esa mujer se coló en la compañía y luego…
—Ella no lo obligó a escogerla, ¿sabes? Fue decisión de Joe.
—Sé que es una actitud poco cristiana, pero estoy que me muero por ver la cara que pone Delilah cuando se entere de que estás embarazada de él.
Emma se sentó en la maleta y apoyó la cabeza en la pared.
—Estoy encantada con el bebé, claro, pero no puedo decir que me sienta orgullosa de esto. Ya estábamos separados cuando… —Emma pensó en el día de la lectura del testamento de su madre.
—Acababais de separaros. Es perfectamente comprensible que todavía os necesitarais. Espero… Bueno, esperemos que él le vea sentido.
—Es demasiado tarde, Freya. Quiero decir que, cuando vino conmigo esa noche, estaba optando por mí. —Emma hizo una pausa—. Por eso tuve que irme. Me sentía como una completa idiota.
—No. No eres ninguna idiota. ¡Oh, esto me parte el corazón! Los dos erais unos críos cuando os conocisteis.
—Posiblemente habría sido diferente si hubiera aceptado casarme con él.
—Tonterías.
—Joe siempre ha sido mucho más tradicional que nosotras.
—No. Delilah llevaba años detrás de él. —Freya chasqueó la lengua, enojada—. ¿Sabes qué? Tuvo las narices de decirme que ella lo había visto primero, ¡que tú se lo quitaste!
—Espero que no te lo haya hecho pasar demasiado mal mientras he estado fuera.
—No te preocupes por mí, cariño. Puedo manejar a la señora Stafford: mi gato tiene más carácter.
—En cualquier caso, ellos dos solo eran amigos cuando nos conocimos en Columbia. —Emma tenía el ceño fruncido. Siempre se había preguntado si eso era cierto—. ¿Sabes lo que me dijo la última vez que lo vi? Que estaba hecho un lío. Dijo que nos quería a las dos.
Freya murmuró algo entre dientes.
—Joe no está hecho para relaciones sentimentales complicadas. No sabe lo que hace, todavía sigue triste por tu madre —dijo.
Emma se frotó el caballete de la nariz.
—Estaba tan destrozado como nosotras cuando mamá murió.
—Estaban muy unidos. En cierto modo me alegro de que Liberty no esté aquí para ver todo esto, aunque le habría encantado ser abuela. Yo me siento un carcamal cuando pienso que seré bisabuela… —La voz de Freya se oyó más lejana cuando cubrió el auricular para hablar con alguien—. Oye, están volviendo a la oficina. ¿Vas a venir?
—Dentro de un rato. Voy a darme una ducha. —Tras una pausa, añadió—: Supongo que debería llamar a Joe.
—Está en Nueva York. Bueno, los dos están en Nueva York.
—¿Delilah se ha ido con él?
—Pues claro. No iba a poner en peligro el trato, ¿verdad? No ahora que huele el dinero. Espero que no te estés precipitando con esto. No tienes por qué vender la compañía, lo sabes.
Emma suspiró.
—Sí, lo sé. Ahora ya no hay nada para mí aquí. Hemos pasado años levantando el negocio, pero la oferta de los americanos es demasiado buena para rechazarla. Es un nuevo comienzo.
—A tu madre no le gustaría nada. Siempre quiso que fuera un negocio familiar y que lo llevarais los tres. Jamás habría dividido la compañía entre vosotros en el testamento de haber sabido lo que tramaba Delilah.
—¿Qué puedo hacer? Mejor que no se enterara de su aventura. —Emma cerró los ojos—. Me alegro de que no lo hiciera. De todos modos, ahora Joe y Delilah poseen el interés mayoritario. No podemos hacer nada. Cuando hayamos vendido, podré seguir adelante.
—¿Te parece? Ya sabes que los americanos querrán que te quedes: Liberty lo arregló para que tú fueras el rostro de la compañía.
—Solo era la fachada. Todos juntos levantamos la marca. —Se le ensombreció la cara. Por la calle pasaba una fila de alumnos de educación infantil de Hill House. ¿Cuántas veces habían caminado de la mano ella y Liberty, volviendo a casa desde el colegio?
«Todos esos preciosos sencillos momentos… se han ido.» Se le hizo un nudo en la garganta y sintió el escozor de las lágrimas. Por muy duro que trabajara Liberty, siempre iba a recogerla. A menudo llegaba tarde, pero iba. Después de clase y por la mañana temprano eran los únicos ratos que Emma tenía a su madre para ella sola. «Fuimos y vinimos centenares de veces y solo me acuerdo de un puñado de momentos.»
—Es una verdadera pena, después de todo lo que hemos trabajado.
—¿Eh? No. Ha llegado la hora de empezar de nuevo. Mira… por fin podrás jubilarte —bromeó Emma hurgando en su ajado bolso Mulberry intentando encontrar las llaves.
—¿Yo? —Freya soltó una breve carcajada que le salió del alma—. Eso dice Charles. Nunca me jubilaré. El trabajo me mantiene viva. Si no estuviera trasteando en la oficina y metiéndome en todo, ¿qué haría?
Emma sonrió. Liberty nunca había tenido el valor de obligar a Freya a jubilarse.
—¿Cómo está Charles?
—Como siempre.
—Siento haberme olvidado de tu cumpleaños el mes pasado.
—Casi prefiero olvidar que tengo ochenta y cuatro años, cariño. ¿Por qué no te pasas y comes algo con nosotros?
—Gracias, pero me tomaré un bocadillo en la cafetería. Solo quiero arreglarlo todo aquí lo antes posible y marcharme a España. Necesito empezar de cero.
—Sí —dijo Freya, arrastrando la palabra—. Tenemos que hablar de eso en serio.
—Por favor, no empieces. Sé que detestas la idea, pero es justo lo que me hace falta. No tenía ni idea de que mamá hubiera comprado allí una casa.
—Cariño, no es en absoluto como tú crees. Sé que te estás imaginando una finca preciosa con jazmines trepando por las paredes.
—¡Qué va! —Eso hacía, claro.
—España… —Tras una pausa, Freya añadió—: Bueno, me sorprendió cuando tu madre me contó que había comprado la casa.
—¿Por qué no vas conmigo? Ya va siendo hora de que te tomes un descanso.
—No. —Freya fue categórica—. Charles y yo juramos que nunca más pondríamos un pie en España después de todo lo que pasó.
—¿Qué ocurrió? Ninguno de los dos me ha contado nunca…
—Ahora ya no importa —la cortó Freya—. Hace toda una vida de eso.
—¿Tienes alguna idea de por qué mamá eligió Valencia? Fue allí donde tú trabajaste de enfermera, ¿verdad?
—En Valencia, en Madrid… —Freya se aclaró la garganta—. Nos movíamos mucho; íbamos donde hacíamos falta.
—Suena bien. He estado leyendo sobre el tema en internet. ¿Sabes que lo llaman el Edén español? —Emma pensó en naranjales perfumados de azahar, en jardines cargados de jazmín e iglesias frescas con aroma de incienso.
—Claro que lo sé —le espetó Freya—. Es una idea absurda. No sé en qué estaría pensando Liberty. Por lo que dijo, nadie se ha ocupado de la casa desde hace décadas. Seguramente es una ruina y estarás muy ocupada con el bebé. ¡Estás loca! No tienes ni idea del trabajo que da un niño. Necesitas una familia que te apoye.
—Tengo que… —Emma hizo una pausa—. Tengo que hacer esto. —Oyó que Freya inspiraba profundamente.
—Eres tan terca como tu madre.
—Ya lo sé. —Emma miró hacia el extremo de la calle, hasta que el último escolar desapareció—. Sé que puedo conseguirlo. He trabajado toda la vida y, gracias a mamá, tengo ahorros. Puedo permitirme tomarme unos meses, conseguir ayuda para arreglar la casa, tal vez incluso alguien que me ayude con el bebé.
—Lo sé, lo sé. Eres una chica sensata, siempre lo has sido.
—Te prometo que iré y vendré. Solo la usaré en vacaciones, así que no voy a llevarme lejos a tu bisnieto que digamos.
Freya estaba callada.
—Claro. Mira, no quiero discutir cuando acabas de llegar. Ven en cuanto te hayas instalado.
—Eso haré.
—Te quiero, Em —dijo Freya.
—Yo también te quiero, abuelita.
—No me habías llamado «abuelita» desde hacía años.
—Gracias, por todo —dijo Emma, dando vueltas al guardapelo que llevaba al cuello, y enrollándose la cadena en el dedo—. No habría podido pasar por todo esto sin ti, pero lo que ahora me hace falta es empezar de cero.
MADRID, septiembre de 1936
—¿Qué pasa? ¿Cómo ha ido el mitin? —Rosa se acercó al café con la mano en la pistola que llevaba al cinto. Iba vestida de miliciana, pero sus movimientos eran rítmicos y precisos, como de bailaora de flamenco, y el apretado cinturón del mono le marcaba una cintura fina como la de una niña. Miró hacia las barricadas de la calle adoquinada y vio tres hombres inclinados sobre un único plato de comida con la bandera republicana, roja, amarilla y morada, ondeando sobre sus cabezas. Los muros, a ambos lados de la calle, estaban cubiertos de carteles revolucionarios. ¡Defendeos contra el fascismo!, rezaba uno, debajo de una esvástica formada por huesos. Rosa se caló la boina y se alisó el pelo moreno que llevaba muy corto en la nuca. Jordi, sentado en el capó del viejo autobús, la esperaba al sol, observando cómo conducían un rebaño de ovejas por la ciudad, escapando de los campos de batalla, camino de Valencia. Se volvió al oír su voz, con el pelo reluciente de brillantina. Cuando la vio, se bajó del capó y levantó el puño en un saludo.
—Señorita Montez. Mi compañera. —Sonrió y la abrazó—. Mi amor —murmuró, besándola—. No te has perdido nada. Un anarquista de Valencia ha cabreado a los comunistas —dijo, besándole el cuello—. No quería que los rusos se involucren: los asuntos de España solo conciernen a los españoles, eso ha dicho en su discurso. —Jordi sacudió la cabeza—. Díselo a Hitler y Mussolini. Están armando las tropas franquistas. Sin los rusos, ¿qué esperanza tenemos los republicanos?
Bajaron los escalones de piedra y entraron en la penumbra del café, que estaba en el sótano del edificio. Detrás de la barra sonaba un disco: «… la música suena y suena y sale de aquí…»
Él le tapó los ojos con la mano.
—¿Qué haces? —le preguntó riendo.
—Tengo una cosa para ti. —Jordi se sacó del bolsillo una larga cadena de oro que le abrochó al cuello—. Feliz cumpleaños. —Le besó los ricitos de la nuca.
—¡Creía que te habías olvidado! —Rosa bajó los ojos hacia el guardapelo de oro y jadeó—. Jordi… ¡qué bonito! ¿Cómo has podido permitírtelo?
—Era de mi madre. Lo cogí el verano pasado en Valencia, cuando Vicente no miraba. ¡Uf! —Se dobló hacia delante porque ella le dio un puñetazo en el brazo—. ¡No tenía que enterarse! Todos mis hermanos se preocupan por el dinero… si Vicente lo hubiera visto lo habría vendido. Mamá siempre lo consideró demasiado bueno para ponérselo. —Abrió con cuidado la cajita de filigrana—. Creo que lo usaban para el perfume antiguamente.
Rosa inhaló y notó el leve rastro de una fragancia.
—Yo he metido dentro una foto tuya y una mía.
Rosa reconoció los retratos del estudio fotográfico que se habían hecho unos meses antes, cuidadosamente recortados para que encajaran en el marco de oro.
—Me encanta —lo besó largamente, saboreando la sal de sus labios, el calor de su piel.
—Prométeme que lo llevarás siempre —le dijo él en un susurro—. Así, pase lo que pase, siempre estaremos juntos.
—Nada podrá separarnos nunca, Jordi.
—No —dijo él, bajando la mano hacia su vientre—. No quiero que sigas combatiendo con nosotros. En cuanto pueda te llevaré a Valencia. Vicente te cuidará. —Cogió una de las últimas rosas silvestres de un bote que había en la barra y se la puso en el ojal.
—No quiero irme. —Rosa hundió las manos en los bolsillos del mono—. Todavía puedo combatir. Estamos juntos. Con eso basta.
Jordi se volvió para abrazar a su amigo Marco, que estaba de pie junto a la barra. Rosa escuchó retazos de conversación de las mesas preparadas para el almuerzo y miró cómo la camarera se movía con maestría entre el mar de soldados.
—Valencia es segura por ahora —decía uno—. La ciudad está llena de estibadores leales a la CNT y en la huerta hay muchos campesinos ricos que quieren seguir cultivando tranquilamente arroz y naranjas en sus minifundios.
—¡Arroz y naranjas! —Marco se rio y codeó a Jordi—. De eso tienes que saber mucho.
—¡Yo no soy agricultor! Soy recortador. —Jordi se subió a la barra de un salto, con la elegancia de un gato. Los de las mesas cercanas lo jalearon y aplaudieron—. ¡Soy el mejor recortador de España!
Rosa lo obligó a bajar, riendo.
Jordi se apartó el flequillo de los ojos.
—El agricultor era mi padre. —Le pasó un brazo por los hombros a Rosa—. Era un terrateniente que perdió sus tierras. Se tragó su descontento ayudado por el coñac y arruinó a mi hermano de por vida. Vicente es un matador frustrado, un carnicero desgraciado que se cree un aristócrata. Bebe en el café hasta las tres o las cuatro, duerme un par de horas, sirve tripas de cerdo a las mujeres del pueblo…