El jardín de los tilos (13 page)

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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Histórico

Muchas jóvenes se vendían por poco, y, sigue contando el padre Abad, en una de esas confiterías, jóvenes de la buena sociedad pagaban abonos «a favor de muchachas poco escrupulosas, para el consumo de confituras a placer».

El doctor Gil disponía de una buena clientela en Abando, como ginecólogo, pero por caridad atendía a las mujeres con enfermedades venéreas, muchas de ellas procedentes de la prostitución, las cuales apenas podían pagarle o le ofrecían pagarle con «servicios» que los principios morales del doctor no le permitían aceptar. Entre estas mujeres era conocido como «el partero», porque a las que tenían la suerte de consumar un embarazo las ayudaba a dar a luz. Algunas de estas mujeres, de vida arrastrada, una vez que se habían quedado embarazadas, en la mayoría de las ocasiones sin saber quién era el padre, ponían gran ilusión en tener el hijo, como si eso les fuera a cambiar la vida, y era de las grandes satisfacciones del doctor Gil el ayudarlas a parir.

Pero eran más, sobre todo entre las jóvenes, algunas apenas salidas de la pubertad, las que no estaban dispuestas a ser madres, y en los mismos locales que las explotaban les decían que se tenían que deshacer del niño, aunque no lo nombraban así, sino que tenían que «quitarse eso». Las animaban asegurándoles que era muy fácil y que bastaba tomar unas hierbas para solucionarlo, y las ponían en contacto con alguna curandera, la más famosa de todas era la nombrada como «Barbiana», una señora con aspecto respetable que las recibía en su tugurio situado a las afueras de Bilbao, toda vestida de negro, quemando sahumerios delante de estampas de santos muy extraños, de los que no venían en el santoral, y con las embarazadas a veces se servía de infusiones de hierbas, pero si el embarazo estaba avanzado se ayudaba de una aguja larga, de las de hacer punto de lana, o hurgaba en la vagina para tirar del feto mediante un hilo provocando destrozos en ocasiones irreparables.

A esta Barbiana la denunció el doctor Gil a las autoridades, pero solo estuvo unos meses en prisión ya que no se pudo demostrar ningún homicidio por su intervención, y solo la pudieron acusar de delitos contra la salud pública.

En abril de 1888 se produjo un hecho especialmente doloroso, la muerte de una joven, poco más que una niña, ya que todavía no había cumplido los diecisiete años. El doctor Gil, pese a estar muy hecho por su profesión a contemplar desgracias, se quedó sobrecogido con el cuadro que se encontró cuando fue requerido para atenderla en un chamizo muy mísero, sin las más mínimas condiciones de higiene, y no le quedó duda de que en aquella ocasión habían sido los padres los que la habían obligado a abortar, pues se justificaban diciendo: «¡Qué otra cosa podíamos haber hecho, doctor, pobres como somos! Además, hubiera sido un deshonor para nuestra hija el ser madre soltera».

El doctor se mostró muy duro con ellos, diciéndoles que merecían ir a la cárcel, y que se lo tenían que haber pensado antes de inducir a su hija a prostituirse, y la única defensa de los padres era insistir en que eran muy pobres. Y el doctor les reprochaba que pobres, pero canallas. La niña le daba mucha pena, mirándole con ojos suplicantes, que lucían en un rostro agradable que reflejaba el ansia de vivir, una vida a la que estaba llamada si no hubiera mediado aquella torpe y criminal intervención, en la que en esta ocasión no había intervenido ninguna curandera, sino que había sido la propia madre la que cometió el desaguisado. Por mucho que se esforzó el doctor Gil no logró detener la hemorragia.

No era la primera vez que se encontraba en una situación parecida, pero esta le impresionó especialmente porque se daba cuenta de que aquella niña estaba destinada a ser una hermosa mujer, que hasta el último momento le suplicaba con la mirada, y con las pocas fuerzas que le quedaban le rogaba: «¡Por favor, doctor!, ¡por favor, doctor!», y él no pudo hacer nada.

Le había llegado la fama de don Leonardo Zabala, sacerdote muy aguerrido, siempre dispuesto a ayudar a los más desfavorecidos, y le hizo una visita a su parroquia de San Nicolás, y le planteó el problema y cuál era a su juicio la solución: de poco servía denunciar a las autoridades el mal cuando ya estaba hecho. ¿De qué valía meter en la cárcel a los culpables? ¿Eso iba a devolver la vida a las víctimas? Había que evitar que esas incautas jóvenes se vieran en la triste situación de abortar y darles toda clase de facilidades para que el embarazo pudiera seguir su curso natural, y eso solo se podía conseguir creando alguna institución que dispusiera de un establecimiento en el que fueran recogidas, pero desde los primeros meses del embarazo, en los que mayor era la tentación de deshacerse del niño.

—Tenga usted en cuenta, padre, que son muchos los crímenes que se cometen por falta de una institución de esa clase. Y de crearse, yo estoy dispuesto a prestar en ella mis servicios gratuitamente.

Don Leonardo agradeció la información, le prometió tomarla en consideración y, como tenía por costumbre, esa consideración la hizo delante del sagrario, y le vino la luz de que ese problema coincidía con las inquietudes de Rafaela Ybarra, y al viernes siguiente, en la confesión, le dio cuenta detallada a su dirigida de lo que le contara el doctor; la primera reflexión de Rafaela fue terminante.

—Algo hay que hacer, ya que, por lo que me cuenta su reverencia, son dos las almas que están en juego, la de la madre y la del niño que muere sin bautizar, que habrá de estar en el limbo por toda una eternidad. ¡Qué pena verse privado de la vista de Dios por falta de bautismo!

Hablaba así Rafaela ya que en aquel siglo los teólogos no se habían aventurado en el tema del «bautismo de deseo», ni en el de confiar a los niños sin bautizar a la infinita misericordia de Dios, y era doctrina común de la Iglesia, aunque no dogma, la existencia de un limbo, lugar en el que no se sufría pero tampoco se disfrutaba de la presencia de Dios.

Desde el primer momento sintió Rafaela la necesidad de poner por obra esa institución, a la que denominó Casa de Maternidad, y que habría de ser como el embrión de otras obras suyas de mayor envergadura. De acuerdo con el espíritu empresarial que le atribuía su tío Juan, procuró implicar en el empeño al mayor número de personas, comenzando por las señoras de la Junta de Obras de Celo y, sobre todo, gestionando con los diputados provinciales, con los que su marido tenía amistad, el que la Diputación de Vizcaya se hiciera cargo de ese servicio. Y fue también su marido quien le aconsejó que se informara de cómo funcionaban esas casas en otros países más avanzados, como Francia, y le preparó una visita a la Maternidad de Burdeos, que le sirvió de mucho provecho, pero, de manera impensada, la más provechosa de todas fue una que funcionaba en Barcelona, de cuya existencia se enteró Rafaela, y desde la Ciudad Condal escribió una carta a don Leonardo en la que le contaba que:

Hablamos de una persona viuda, de unos cuarenta años, llamada Teresa, de clase humilde, que, según parece, debe de ser un alma privilegiada, y ha establecido, con el consentimiento de sacerdotes y religiosos a quienes ha consultado, una casa para recoger a todas las muchachas desgraciadas, desde los primeros meses. Es una obra que realmente parece ha de ser muy agradable a Dios.

Lo que más le atraía a Rafaela de esta casa era el que, a diferencia de los establecimientos oficiales en los que solo se acogía a las embarazadas cuando estaban para dar a luz, aquí se las recogía cuanto antes mejor, y el 7 de abril de 1893 tuvo la oportunidad de visitar la institución y de conocer a su fundadora, de la que quedó prendada. Se trataba de una mujer tan corta de conocimientos en lo humano como excepcional en lo sobrenatural. Apenas podía servirse del castellano para expresarse, y le pedía disculpas a Rafaela por tener que hacerlo en catalán. En carta a don Leonardo, le contaba Rafaela con retintín de bilbaína orgullosa de su ciudad:

Imagínese, don Leonardo, cómo será esta santa mujer, que cuando salió a relucir Bilbao, ignoraba que existiera, y no sabía si era grande o pequeña, o cuántos habitantes tenía. Si no conoce Bilbao y ha hecho obra tan grande, no cabe dudar haber sido por inspiración divina, porque la gracia del Espíritu Santo suple con creces la ignorancia humana. Cuando nos reunimos, y ya lo hemos hecho en más de una ocasión, primero pasamos al oratorio para que el Señor nos ilumine, y a ella la ilumina más que a mí porque es de ver lo bien que explica cómo funciona la Casa de Maternidad, lo primero de todo el secreto que se guarda a favor de las jóvenes, lo cual es importantísimo, porque las muchachas están avergonzadas de haberse quedado embarazadas, la mayoría de las veces sin mucha culpa de su parte, y en esta casa entran tan temprano que si lo desean nadie sabe de su estado.

Es tan extremado este punto que las enfermeras que trabajan en la casa tienen que prestar juramento de que nada han de decir sobre las acogidas, no solo cuando están dentro, sino también cuando han salido del establecimiento. En cuanto a estas salidas, miran mucho para evitar las recaídas de estas jóvenes desgraciadas, procurando poner todos los medios a su alcance, con la caridad que requiere el celo de las almas.

En orden al cuidado espiritual no se diga; se las anima a confesar cuando ingresan en el establecimiento, ilustrándolas sobre los beneficios de tan gran sacramento, por el señor capellán, pero sí de buen grado no quieren hacerlo, no por eso se deja de recogerlas.

A esta santa mujer todas las acogidas la llaman Madre, y en Barcelona, pese a no vestir otro hábito que el de la caridad, es conocida como Madre Teresa, y con toda razón, ya que a todas las trata con el cariño con el que pudiera hacerlo una madre.

Tengo para mí, don Leonardo, que la Casa que hagamos en Bilbao ha de parecerse lo más posible a la de la Madre Teresa, y si esta humilde mujer ha podido hacerlo con tan pocos medios, salvada la inestimable ayuda del Espíritu Santo, cómo no hemos de poder nosotras que somos más y disponemos de más medios. ¿O es que acaso el Señor no nos ha de ayudar, también, a nosotras?

En Barcelona, la principal ocupación de Rafaela era informarse de todo lo relativo a la Casa de Maternidad de la Madre Teresa, que tanto la había impresionado, pero no era la única de sus ocupaciones, ya que como declaró en la
Positio
de su beatificación quien mejor la conocía, don Leonardo Zabala:

En orden a hacer el bien, doña Rafaela era como un perro de presa, que así que se ocupaba de una joven, no cejaba hasta dejarla encaminada, para lo cual disponía de una memoria prodigiosa, don natural que ella convirtió en sobrenatural, pues era de admirar cómo no olvidaba nunca el nombre de una de sus protegidas, ni sus circunstancias, ni nunca se daba por vencida por contrarias que se presentaran esas circunstancias.

Uno de estos casos, que a punto estuvo de costarle la vida, fue el de una joven que se llamaba Victoria, de natural belleza, ya que, como bien decía Rafaela, le daban más trabajo las guapas, como más codiciadas por los hombres, que las feas, aunque no todas, que las había feas, pero algunos hombres eran tan pervertidos que todo les daba igual con tal de yacer.

Victoria fue una de las que se encontró por la calle, una de las veces que hacía parar a su cochero, Gregorio, y se atrevía a inmiscuirse en donde nadie la llamaba. Estaba Victoria en compañía de otra mujer, más madura y retorcida, en el puente del Arenal, departiendo con dos soldados que por las confianzas que se tomaban se apreciaba cuáles eran sus intenciones. En estas ocasiones Rafaela mandaba por delante a Gregorio, cuya presencia de hombre recio y bien vestido imponía, y consiguió alejar a los soldados, y la mujer madura se encaró con Rafaela y le preguntó de malos modos que quién era ella para espantar a unos amigos con los que estaban departiendo, a lo que Rafaela, que ya sabía hasta dónde podía llegar, pues tenía abogados que la aconsejaban (aunque no siempre les hacía caso), le respondió que ella podía departir con quien quisiera, pues años tenía para ello, pero no aquella joven que se apreciaba que estaba en una edad más propia para estar en un colegio que para alternar en la calle con gentes de torcidas intenciones. Ante la firmeza de la que daba muestras aquella señora, la mujer se fue tras los soldados, y cuando Rafaela se quedó sola con Victoria poco le costó hacerse con ella.

Después de hablar un rato interesándose por su vida, sin agobiarla con reflexiones morales, la animó a subir al coche, que tenía comprobado que era de lo que más les gustaba a esta clase de jóvenes, y se brindó a llevarla a su casa, a lo que Victoria accedió, y allí se llevó la sorpresa de que era una vivienda digna, ocupada por la madre de la joven, una buena mujer pero enferma de tuberculosis.

Desde ese día se preocupó de la madre y de la hija, y a esta logró meterla en un colegio de los que atendían las Adoratrices, y a la madre le hizo llegar medicinas, e incluso consiguió que la visitara un médico amigo, de los que colaboraban en la Junta de Obras de Celo, quien dijo que de no ingresarla en un sanatorio de alta montaña, con aires curativos, dudaba mucho de que saliera con vida. En estas estaban cuando se produjo una circunstancia con la que no contaba Rafaela, porque la madre le había ocultado que, hasta ponerse enferma, había convivido con un hombre de la peor calaña, y haciéndose pasar por padre de Victoria logró sacarla del colegio, o quizá aprovechó una salida de domingo para hacerse con ella, a fin de venderla por un precio de quinientas pesetas al mes a un seductor que estaba encaprichado de la niña y que fue quien urdió toda la trama.

Cuando la madre se enteró de la desaparición de su hija, se desesperó y, ya casi moribunda, le encareció que cuidara de su hija, y Rafaela le prometió que haría cuanto estaba en su mano para recuperarla. Según el padre Abad, rezó especialmente por encontrarla ya que Rafaela rezaba por cada una de sus protegidas, por muchas que fueran, y llegaron a ser muchas, como si fuera única, y en el caso de Victoria con mayor motivo pues se había comprometido a ello estando la madre en su lecho de muerte. Por fortuna, cuando estaba para morirse, la desgraciada mujer recibió una carta de la hija perdida diciéndole que se encontraba bien, e incluyendo una foto en compañía del hombre que la había comprado, y al dorso de la carta ponía su dirección, que correspondía a una calle de Barcelona. Uno de los últimos consuelos que recibió la mujer fue que Rafaela le dijo que en breve debía viajar a Barcelona para un negocio de una casa de maternidad, y que cuidaría de localizar a la hija y saber qué era de ella y ver si el hombre aquel estaba dispuesto a desposarla, y que en caso contrario tomaría medidas, que podía hacerlo por ser la joven menor de edad. También le dijo que aunque no hubiera tenido ese viaje obligado se hubiera desplazado a la Ciudad Condal solo por salvar a su hija, y seguro que lo hubiera hecho tal como lo decía.

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