El jardín de los tilos (15 page)

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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Histórico

Cuando su marido, extrañado de su ausencia, salió de la reunión para informarse, se enfadó al verla de esa suerte, sentada en un banco, sin embargo cuando Rafaela le razonó los motivos que la habían impulsado a no protestar ni hacer valer su condición, se le pasó algo el enfado, pero no del todo, aunque Rafaela le prometió que no lo volvería a hacer. Don Leonardo también la reprendió por haber faltado a la naturalidad, y las reprensiones que venían de su director espiritual la confortaban, y acababa admitiendo que en su conducta siempre había un punto de orgullo, de decirse a sí misma cómo siendo tanto se abajaba como si no fuera nada.

En aquella ocasión el criado venía demudado ya que, cuchillo en mano, un hombre le había atracado, con tal violencia que no se le ocurrió resistirse, sino que le entregó todo el dinero, que lo llevaba en un sobre. Sin embargo, cuando el hombre vio los fajos de billetes y las monedas, tomó tan solo una de plata, de las de cinco pesetas, y devolvió el sobre al criado, que no salía de su asombro, al tiempo que le decía, casi con lágrimas en los ojos, que él no era un ladrón y que tomaba ese dinero porque esa noche no tenía nada que darles de cenar a sus hijos, y que así llevaban varios días.

Rafaela se disponía a salir, con el coche ya en la puerta, pero cuando el criado le contó lo sucedido le ordenó que en compañía de Gregorio salieran en busca del ladrón, como así lo hicieron, dando vueltas por los alrededores del palacete hasta dar con él en la cuesta que conducía a Deusto. Cuando los vio, el hombre echó a correr y lo primero que hizo fue arrojar la moneda al suelo, pensando que así desistirían de la persecución, sin hacer caso de los gritos de los criados, que le decían que, por su bien, se detuviera. Le decían esto, pues conociendo a su señora no se imaginaban que quisiera hacerle ningún mal a un ladrón que había dado muestras de honradez.

Les costó detenerle, y a las súplicas del hombre de que, por el amor de Dios, no le denunciaran, que ya les había devuelto la moneda que robara, los criados procuraban tranquilizarle, pero no se sosegó del todo hasta que no se encontró en presencia de una señora que comenzó por reprenderle por lo que había hecho, aunque con unas maneras que no hacían presagiar que fuera a denunciarle, ya que de vez en cuando intercalaba frases de conmiseración hacia su persona. Y, por fin, le dijo:

—Cuénteme usted qué es lo que le ha obligado a cometer una acción tan fea.

Le contó que trabajaba en una empresa de fabricación de explosivos que de la noche a la mañana cerró y él se encontró en la calle, sin apenas ahorros, ya que tenía seis bocas que alimentar, cinco de los hijos y la de su mujer, que padecía un mal de reuma que a veces la obligaba a guardar cama. Trató de encontrar trabajo, pero próximo como estaba a cumplir los cincuenta años nadie le quería tomar, mayormente cuando aquel año era de gran crisis en toda la industria, y encima con una sequía tan prolongada que ni tan siquiera encontraba trabajo como bracero del campo, para lo que también se había ofrecido. Pronto se le acabaron los ahorros, en las tiendas ya no les querían servir de fiado, y después de varios días sin comer de fundamento, y sin poder comprar leche para el más pequeño de los hijos, que estaba para cumplir un año, tomó esa determinación.

Rafaela, conforme a su paciencia habitual, le dejó hablar animándole a seguir cuando se detenía con movimientos de cabeza. Cuando terminó, le dijo:

—Lo primero que vamos a hacer es solucionar lo de la leche de su hijo pequeño.

Hizo venir a Pepa y le dio instrucciones de cómo tenía que preparar un recipiente con lecha fresca, para que no se cortase y se echara a perder, y luego le dijo al hombre:

—Ahora le voy a hacer un préstamo para sus otras necesidades, que usted me tendrá que devolver cuando encuentre trabajo.

La serenidad de la que había dado muestras Rafaela se le contagió al hombre, quien con toda sinceridad le confesó:

—Señora, veo muy difícil que yo pueda encontrar trabajo y devolverle nada.

—Eso ya lo veremos.

Al otro día, como de costumbre a la hora del desayuno, Rafaela le planteó a José el problema de un padre de familia con cinco hijos y una mujer enferma que estaba sin trabajo. ¿No le podían encontrar cualquier trabajo en los Altos Hornos? A lo que José le contestó que lo veía muy difícil, pues la producción había bajado e, incluso, habían tenido que prescindir de algunos trabajadores, aunque siempre procuraban que fueran los más jóvenes que no tuvieran obligaciones familiares.

Rafaela, con arreglo a la doctrina de los moralistas más estrictos, entendía que alguna vez era lícito ocultar la verdad, pero nunca era lícito mentir. Y en aquella ocasión le ocultó a su marido cómo había conocido a aquel padre de familia, por no predisponerle en su contra, pero José acabó por enterarse y reprendió a su mujer:

—¡Conque ese hombre por el que muestras tanto interés es el que ha atacado cuchillo en mano a nuestro criado!

A lo que Rafaela le replicó:

—Imagínate a qué extremos de desesperación tiene que llegar un hombre honrado para que haga una cosa así.

Tardó dos meses don José en poder darle trabajo en los Altos Hornos, durante los cuales el hombre se pasaba todos los miércoles por la salita de la cochera para recibir una ayuda, y a una de las señoras de la Junta le encargó Rafaela que visitara a la mujer reumática para ver qué clase de medicinas precisaba. Y la principal medicina era sanear la vivienda, que tenía muchas humedades, y así se lo hizo ver al marido, que se puso a ello. Para todo lo cual pedía ayuda a su marido, quien protestaba, pero acababa admitiendo.

—Lo que más me admira de ti, Rafaelita, es que no dejas ningún cabo suelto, y que nunca das una puntada sin hilo.

Hasta su jubilación trabajó el hombre en los Altos Hornos, y todas las semanas deducía una pequeña cantidad de su jornal, a veces céntimos, para pagar la deuda que había contraído con doña Rafaela, a la que le llevaba más trabajo ese cobro que perdonarle el débito. Y el día que le comunicó que ya lo daba por saldado, el hombre dijo que esa deuda nunca estaría pagada, y a partir de entonces todas las Navidades le regalaba un pavo bien gordo, vivo, con no poco enojo de Pepa, que los prefería muertos y sin plumas.

El 10 de agosto de 1890 falleció el padre de Rafaela, Gabriel Ybarra, poniendo a prueba la virtud de su hija en los tres años anteriores a su muerte.

Si de algo estuvo orgulloso en vida don Gabriel fue de aquella hija de la que no se cansaba de hacer alabanzas, y de colaborar en muchas de las empresas que emprendía cediendo terrenos y, sobre todo, haciendo préstamos a las religiosas que colaboraban con Rafaela, que terminaba por no cobrar.

Pero en 1887 padeció un ictus que le dejó muy disminuido, y fue cuando comenzó a reprochar a Rafaela que por su culpa hubiera muerto su esposa dos años antes en París. ¿Por qué les había avisado de que estaba enferma cuando no lo estaba, obligándoles a hacer un viaje tan precipitado que fue el determinante de la muerte de su querida esposa? Rafaela, al principio, le razonaba que había estado enferma, quién sabe si a las puertas de la muerte, y que por providencia divina había salido con bien. Se esforzaba con mucha paciencia en que su padre recobrara la memoria en parte perdida, y hasta llegó a recordarle cómo él mismo había declarado que su madre, durante el viaje, había llegado a ofrecer su vida por ella. Y su padre le dijo lo que más podía dolerle.

—Pues ojalá el Señor no le hubiera tomado la palabra y ella siguiera con vida, y no tú.

Encontró consuelo en don Leonardo, que le dijo que conocía muchos casos semejantes de personas que perdían la cabeza y tomaban inquina precisamente a las personas que más cuidaban de ellas. Y le razonó:

—¿No querías padecer humillaciones? Pues ahí tienes la más dolorosa para una buena hija, que su padre dude de ella y la tenga por mentirosa.

Desde ese día Rafaela no volvió a intentar convencerle de lo que verdaderamente sucedió en París y se esforzaba en darle las mayores muestras de cariño, y cuando su padre entraba a rezar en el oratorio procuraba hacerlo ella también, y parece que delante del sagrario se le iban los malos pensamientos y volvía a mostrarse cariñoso con ella, pero por poco tiempo.

Su manía se extendió también a José Vilallonga, por el que había sentido verdadera veneración, ya que nada hacía en el negocio sin recabar su consejo, hasta que le dio por decir que, concertado con su mujer, quería apartarle de la empresa y quitarle lo que le pertenecía. José estuvo a la altura de su mujer, comprendió que su suegro desvariaba y procuraba no darle motivo para que discurriese así. Lo que más les dolía tanto a Rafaela como a José era que el abuelo les contase a sus nietos cómo su hija quería robarle.

Rafaela dejó escrita en una de sus reflexiones: «Los daños que me vienen de fuera, de los que abusan de nuestras protegidas, a veces gente a todas luces infame, o las desafecciones de esas mismas protegidas que pese al esfuerzo que hemos hecho por ellas vuelven a caer en el vicio, son cosa de nada comparado con lo que padecí durante esos tres años en los que no dudaba de que mi padre me quería, pero no comprendía la manía que me había tomado, y solo encontraba consuelo considerando que más había padecido Nuestro Señor Jesucristo por nosotros».

Lo más doloroso de todo fue cuando ya la enfermedad estaba muy avanzada y, con un extraño misticismo, se empeñó en donarle La Cava a don Resurrección María de Azcue, un sacerdote que hacía las veces de capellán y del que había sido muy devota su esposa difunta, y con el pío de esa devoción sostenía que esa era la voluntad de doña Rosario Arámbarri, y que así se lo había manifestado antes de morir. Incluso hizo venir a un notario para formalizar la donación, pero el hombre se dio cuenta de que don Gabriel no estaba en sus cabales y suspendió el acto. Los últimos meses de su vida se los pasó preguntando que cuando volvía el notario, y Rafaela le decía que estaba al llegar.

A primeros de agosto se produjo un cambio total en la actitud del enfermo. Dejó de mostrarse inquieto y de dar voces, le entró una gran serenidad y recuperó totalmente la inteligencia perdida, y, como escribiría Rafaela a uno de sus hijos ausentes: «Su inteligencia parecía tan clara como la nuestra». Se le dio la comunión, como viático, y se levantó de la cama para recibirla y exclamó con gran unción: «Gracias, Dios mío, no sé cómo te pagaré tantos favores».

Hasta el día 10 que falleció, Rafaela no se separó de su lado, teniéndole cogido de la mano, musitando oraciones, y dejó escrito: «¿Qué son las penas pasadas, comparado con el gozo de ver morir a padre tan querido, tan en gracia de Dios?».

11

RAFAELA Y LOS SANTOS ÁNGELES CUSTODIOS

Rafaela cumplió los cincuenta años en 1893, acontecimiento que se celebró en La Cava con un almuerzo al que asistieron todos los Ybarra, los Urquijo y los Vilallonga, más de cincuenta personas, y Rafaela puso una condición para su celebración: que si querían hacerle regalos, fueran en forma de donativos para poder terminar de amueblar el piso que había tomado en la calle de Hernani, para perseverancia de jóvenes acogidas, el primero de lo que acabaría siendo la Congregación de los Santos Ángeles Custodios.

Por la mañana temprano, después de la comunión, se sintió profundamente agradecida por haber llegado a una edad que en el siglo
XIX
se podía considerar avanzada sintiéndose como si siguiera en plena juventud. Continuaba conservando la tersura de su rostro, sin arrugas, ni afeites, y la figura muy esbelta, ya que su régimen de comidas era muy severo, lo que le impedía engordar, aunque la gordura en aquel siglo se consideraba signo de prosperidad y no estaba mal vista.

Pepa veía mal que su señora comiera tan poco, y en una ocasión se atrevió a decirle que si estuviera sometida a su obediencia, como dice que lo estuvo en su día, la obligaría a comer más. Rafaela se reía con estas salidas y le preguntaba que para qué quería que comiera más. «Para que luzca usted más», le replicaba la criada. Y Rafaela le contestaba que ella solo tenía que lucirse ante su marido, y que a él le gustaba así.

Acostumbraba a vestir ropas oscuras, vestidos amplios, y por toca una mantilla que le bajaba hasta la cintura, todo ello para pasar más desapercibida, o quizá para disimular sus encantos, que era consciente de que los seguía teniendo. Pero en la comida de ese día se vistió con colores alegres, con el cuello al aire, adornado con una de las pocas joyas que conservaba, un collar de perlas heredado de su madre, que a su vez lo había heredado de su madre, doña Rafaela Mancebo, nacida en la isla de Cuba, y los asistentes al banquete se hacían cruces de su buena presencia, y le dijeron que nadie le echaría cincuenta años ya que representaba diez menos. En los postres se vio obligada a decir unas palabras, en las que resumió algo de lo que le había sucedido en la misa de la mañana, que no todos terminaron de entender, ya que tampoco Rafaela fue muy explícita, ni se atrevía a serlo, pues si bien sabía lo que quería, o más bien lo que Dios quería de ella, no sabía cómo había de llevarlo a cabo.

Acostumbraba a que la acción de gracias de la comunión durase diez minutos, como mucho quince, siguiendo el consejo de don Leonardo Zabala, que le explicaba que era el tiempo en que la forma recibida seguía siendo el cuerpo de Cristo y ella, por tanto, era como un sagrario viviente, pero ese día se prolongó durante más de media hora, pese a que Pepa, cada poco, se asomaba al oratorio para que supiera que el desayuno, y con él su marido, la estaban esperando. Había comenzado la acción de gracias con el coloquio habitual con el Señor: «¿Qué esperas hoy de mí, Señor?». Aquel día supuso que esperaba algo especialmente exigente puesto que le había permitido llegar a una edad, nada menos que cincuenta años, cuando otras más jóvenes habían muerto, o estaban enfermas, o imposibilitadas, mientras que ella, salvado lo de París, no conocía lo que era la enfermedad. Ni tan siquiera precisaba de lentes para leer, y el oído lo tenía tan fino que podía oír hasta el vuelo de una mosca. No sabía lo que era el cansancio, y apenas dormía unas pocas horas y ya se encontraba fresca para seguir trabajando. ¿Qué esperas de mí, Señor, si tantos bienes me concedes?

Los peligros de las jóvenes que desde las aldeas venían a servir a Bilbao seguían multiplicándose al compás de las riquezas de la villa. A más riqueza, más vicio. Muchas de ellas, a quienes una vergonzosa maternidad ponía al borde de la desesperación, acababan con el crimen del aborto, con frecuencia con riesgo de su propia vida. La labor era ingente, y aunque Rafaela, con la ayuda de la Junta, se multiplicaba por atender tanta necesidad, más se multiplicaban los prostíbulos, y era imposible que llegara a todo. Una idea tenía clara: que siendo tantas las necesidades, le llamaban la atención con preferencia las desgraciadas que ya habían caído; sentía una fuerte atracción hacia ellas para que retornasen al camino del bien. Y tanto si se encontraba en Bilbao, o de viaje, cuando veía jóvenes que le parecían algo disipadas, el corazón parecía írsele tras ellas. Y cuanto más jóvenes fueran, las consideraba en mayor necesidad por ser mayor su atractivo, dada la perversa condición del varón, que, según avanzaba en años, deseaba complacerse con las que apenas se asomaban a la pubertad. «¿No está claro, Señor —se dijo aquella mañana—, que mi vocación especial es velar por ellas?».

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