El jardín de los tilos (18 page)

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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Histórico

No mentía Rafaela al hablar así, pues esa era su intención, desaparecer ella para que las alumnas se acostumbraran a obedecer a las directoras, aunque raro era el día en el que no se produjera un episodio que requiriera su presencia.

Pero no todas las «periodistas» entraban y salían anárquicamente, sino que las había con otras disposiciones, y seis de ellas acabaron quedando internas por su propia voluntad; una de ellas, Tecla Urbide, fue la que más satisfacciones le dio a Rafaela después de hacerla padecer por culpa de un hombre que decía ser su padre, que tuvo la desvergüenza de presentarse en el colegio pidiendo que se la devolvieran.

Tecla estaba para cumplir los dieciséis años, y Rafaela, con su memoria visual prodigiosa, la tenía clasificada entre las más tímidas, de las que no voceaban los periódicos, sino que se limitaba a mostrárselos a los posibles compradores.

Cuando Rafaela aparecía en la plaza del Arenal, que era por donde más pululaban las «periodistas», en el coche conducido por Gregorio, se iba fijando en cada una de ellas, las cuales, a su vez, cuando reconocían a la Madre, la saludaban a gritos, lo cual avergonzaba a Gregorio, pero no a su señora, que correspondía a esos saludos con gusto, aunque luego reprendiera en el colegio a las más alborotadoras. De Tecla le llamó la atención su modo de vestir, siempre con el mismo vestido, como si no tuviera otro, pero muy decoroso, como si lo lavara todos los días. El pelo lo llevaba largo, pero no enmarañado como la mayoría de ellas. Era un poco rubia, muy delgada, y con unos ojos muy bonitos, pero muy tristes. Cuando pasaba Rafaela en el coche por la esquina en la que se colocaba, primero miraba al suelo como si no se atreviera a saludarla y era ella la que tenía que llamar su atención, entonces Tecla levantaba la cabeza y le sonreía. Por eso, al cabo de un par de meses, Rafaela le planteó:

—¿No te gustaría dejar de vender periódicos y quedarte interna en el colegio para aprender un oficio?

Tecla se puso primero pálida, luego roja, y por fin musitó:

—Lo que más del mundo, Madre.

Desde el primer momento se apreciaron las buenas disposiciones de Tecla; nunca había que repetirle las cosas dos veces, obedecía siempre a la primera, y dio muestras de mucha habilidad para las labores de costura, dándose una gracia especial para los bordados de realce. Pero cuando apenas llevaba un mes le mandaron recado a Rafaela a La Cava de que se había presentado en el colegio un hombre esgrimiendo derechos sobre Tecla Urbide.

No era la primera vez que Rafaela se encontraba con esta clase de problemas e, incluso, a causa de padres o amantes desaforados, se había visto en peligro para su persona. En esta ocasión, en lugar de enfrentarse de primeras con ese hombre, se fue a hablar con Tecla, a quien las directoras, con buen acuerdo, le habían dicho que se refugiara en un cuarto apartado, el destinado a planchero, y que no saliera de él hasta que no fuera avisada.

La imagen de la joven era desoladora. Sus preciosos ojos los tenía anegados en lágrimas, y su rostro mostraba más palidez que de costumbre. Era la viva imagen del desamparo, y Rafaela se prometió a sí misma que de ningún modo sacarían a aquella criatura de allí.

—¿Es tu padre? —fue lo primero que le preguntó.

—No lo sé —contestó la niña.

—¿Cómo que no lo sabes? —se extrañó Rafaela, pero no demasiado pues estaba acostumbrada a que estas niñas padecieran situaciones familiares anómalas.

No lo sabía porque vivía con su madre, que la había tenido a ella siendo soltera, y a saber si aquel hombre sería el padre. Según le conviniera, unas veces decía ser su padre, pero otras…

La niña dejó la frase en suspenso y Rafaela se temió lo que era de esperar.

—¿Quizá otras veces dice que no lo es?

Silencio de la niña.

—¿Ha abusado de ti?

Era una pregunta dolorosa, pero inevitable, ya que si habían mediado abusos sexuales era más fácil la defensa de la niña. Rafaela tenía comprobado que cuando sufrían esa clase de abusos llegaban a considerarse en parte culpables, se sentían sucias, y procuraban ocultarlo. Tecla no contestó tampoco a esta pregunta, se puso colorada hasta la raíz de los cabellos y, por fin, rompió a llorar. Rafaela la tomó entre sus brazos, prodigándole palabras de consuelo y haciéndole ver que no tenía ninguna culpa en lo sucedido. Cuando consiguió que se sosegara, le preguntó por su madre, y le costó un poco sacarle la verdad: era alcohólica perdida, se pasaba el día borracha, y, además, como no era mal parecida, frecuentaba los locales de perdición de las Siete Calles. El hombre aquel también bebía mucho, pero no tanto como su madre.

Rafaela la tranquilizó.

—Tú no te preocupes, que de aquí no te van a sacar.

Se dirigió al vestíbulo donde la esperaba el hombre sentado en un banco; le saludó muy cortésmente y le rogó que pasaran a la habitación destinada a dirección para que pudieran hablar tranquilamente. El hombre tenía un aspecto desagradable, pero no iba mal trajeado ni se expresaba demasiado mal al hablar.

Rafaela mostró un rostro afable, como si estuviera dispuesta a escuchar la reclamación que venía a formularle.

—Usted me dirá, le escucho.

Pues venía a decirle que su hija Tecla ya estaba en edad de trabajar, y que había encontrado un buen trabajo vendiendo periódicos y que había días, sobre todo los domingos, que se sacaba hasta dos o tres pesetas, lo que ayudaba a mantener a la familia. O sea, que quería llevársela.

Rafaela le escuchaba pacientemente, haciendo movimientos de asentimiento con la cabeza, como si fuera razonable lo que le decía, y cuando terminó de hablar le dijo:

—Me parece muy bien, pero lo tendremos que consultar con nuestro abogado.

El hombre se alteró un poco, pero no se atrevió a dar voces ante aquella señora que se mostraba tan comedida y razonable, y se limitó a preguntar qué era lo que pintaba un abogado en aquel asunto.

—Solamente queremos hacer las cosas bien. Es un trámite obligado —medio mintió Rafaela—. ¿Le importa mucho esperar un día? Vuelva usted mañana.

El hombre, aunque a regañadientes, accedió, y Rafaela, ciertamente, se fue a hablar con su abogado, que residía en el otro palacete de La Cava, ya que era Adolfo de Urquijo, como un hermano para ella, puesto que era el viudo de su hermana pequeña Rosario, de cuyos cinco hijos se había hecho cargo Rafaela tratándolos como a sus propios hijos. Cuando falleció Adolfo de Urquijo, en el año 1895, en su testamento dejó escrito que había amado y venerado, como quien más, a Rafaela Ybarra, estimando en todo su valor el oficio de madre que había desempeñado con sus hijos. Y le dejó una manda importante para que la aplicase a la obra benéfica que considerase oportuna.

Había sido un abogado preclaro, llegando a ser representante en Cortes por la provincia de Vizcaya y, por supuesto, quien asesoraba a Rafaela en todos los asuntos jurídicos de sus fundaciones, amén de ayudarle a salir de las situaciones complicadas a las que se veía abocada en su celo por las más desventuradas.

Cuando le contó lo ocurrido con el padre de Tecla, Adolfo de Urquijo, enfermo, ya apenas iba por su bufete, requirió la presencia de uno de sus pasantes, que se informó en la municipalidad, en la que don Adolfo tenía gran ascendiente, de quién era el sujeto, y resultó que contaba con diversos antecedentes penales por proxenetismo y abuso de menores.

Al otro día se presentó Rafaela en el colegio con una nota en la que se detallaban uno por uno todos sus antecedentes delictivos, y en esta ocasión lo hizo en compañía de Gregorio por si el presunto padre no se avenía a razones. Cuando llegó el hombre no le hizo pasar al cuarto de dirección, sino que en el mismo vestíbulo del colegio, en presencia de dos de las directoras y del cochero, fingió sorpresa y enfado.

—¡Me ha engañado usted, caballero! ¿Cómo puede usted pretender llevarse a su hija con esta vida depravada que ha llevado?

Y le entregó la nota. El hombre, que esta vez venía más excedido de bebida, montó en cólera, intentó defenderse, dijo que aquello era un robo y que no iban a quedar las cosas así.

—Está bien —concluyó Rafaela—. No nos va a quedar más remedio que denunciarle al Tribunal Tutelar de Menores.

Lanzando nuevas protestas e injurias, y mirando de reojo la figura imponente de Gregorio, el hombre terminó por marcharse.

Durante los días siguientes rondó por el colegio, quizá con la esperanza de hacerse con la que decía ser su hija, bien en algún recreo, o cuando salían de paseo en fila de a dos, pero Rafaela dispuso que la niña se mantuviera dentro del colegio mientras durase esa situación.

Tecla se mostraba feliz, pero no del todo. «¿Ya no iba a ver nunca más a su madre?», le preguntaba tímidamente a Rafaela. Y a esta, que aquella criatura, que de su madre había recibido la vida y poco más, y que hasta había consentido que abusaran de ella, que siguiera echándola en falta y deseara verla le parecía un misterio. Pero quizá un misterio hermoso, porque si solo amáramos a los que lo merecían, ¿qué mérito tendríamos?

Rafaela le prometió que se las ingeniaría para que pudiera ver a la madre, pero no pudo cumplir la promesa, ya que aquel matrimonio, pareja, o lo que fueran, desaparecieron de Bilbao. Nunca se supo bien la razón, pero era de suponer que les acabó entrando miedo por la amenaza de Rafaela de denunciarlos al Tribunal de Menores y prefirieron quitarse de en medio.

Tecla era muy modosa, apenas se atrevía a dirigir la palabra a Rafaela, excepto para preguntar por su madre. Rafaela, por consolarla, le había dicho que no se preocupara, que acabaría apareciendo, y la niña cada poco le preguntaba: «Madre, ¿se tienen noticias de mi madre?». «Todavía no, hija», le contestaba pesarosa. Como mantenía relaciones con gente de diversas partes de España, sobre todo de Cataluña y Sevilla, donde tenía familia, hizo algunas gestiones, aunque se daba cuenta de que era como buscar una aguja en un pajar.

Trinidad, una de las tres primeras directoras, que era cabeza de las otras dos, pues era la que más decidida estaba a profesar como religiosa en una congregación que todavía no existía formalmente, y había quienes entendían que nunca llegaría a existir, cuando veía el afán que se tomaba con Tecla, le decía, con el debido respeto:

—¿Usted cree que vale la pena, Madre, tanto esfuerzo por una sola?

—¡Por lo menos una! Por una sola que salvemos, vale la pena que nos tomemos todos los trabajos del mundo.

Este era un tema muy recurrente en las charlas que Rafaela acostumbraba a dar un par de días a la semana a las directoras y a otras jóvenes que, poco a poco, se iban incorporando a la labor. Tenían lugar por las tardes, cuando las clases se habían terminado, en una de las aulas vacías, mientras no tuvieron oratorio con su sagrario, que les costó mucho conseguirlo, ya que la Congregación de Ritos, con sede en Vitoria, les denegaba el permiso una y otra vez alegando que el oratorio no estaba al cuidado de una comunidad religiosa. Por fin Rafaela se desplazó personalmente a Vitoria y razonó ante la citada congregación que no era de fundamento que en su casa de La Cava, que en todo era particular, tuvieran sagrario, y en el colegio, donde era mucho más necesario, se lo denegasen. Al fin, el 15 de agosto de 1896, se lo autorizaron, y pudo influir en esta concesión el que Rafaela, en la peregrinación que hizo a Roma, con ocasión de la beatificación de Juan de Ávila, se entrevistó con el cardenal Mazella, jesuita, al que iba recomendada, y le rogó que intercediese por la concesión del sagrario en el colegio de Santa María.

La madre Trinidad declaró en la
Positio super virtutibus
de la causa de beatificación que:

Nuestra santa madre fundadora, desde que obtuviera el privilegio del sagrario en el colegio, no podía ocultar su alegría, y daba por andado buena parte del camino, pues el tener al Señor día y noche con nosotras era garantía de que alcanzaríamos la meta. Siempre que tenía ocasión se entraba en el oratorio, se postraba de rodillas en un reclinatorio que se había mandado colocar muy cerca del sagrario, y allí se estaba tan recogida que impresionaba, al tiempo que nos edificaba. Tenía costumbre de hacerlo siempre después del almuerzo, en el que entrábamos todas para dar la acción de gracias por los alimentos recibidos, y ella se estaba un poco más, y a veces se quedaba tan transida que si alguna de nosotras se había quedado con ella luego nos pedía disculpas por no haber advertido el discurrir del tiempo. Entonces se levantaba para salir, con unos suspiros tan sentidos que parecía que le dolía el alma al tener que abandonar la compañía del Señor. Nunca nadie he conocido, ni creo que conoceré, que tuviera tan por cierto que en aquella cajita se encerraban el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

Otra cosa que lo avalaba era lo siguiente: si teníamos algún problema, que en los primeros años de la vida del colegio de la calle Santa María los teníamos todos los días, la Madre, antes de resolverlo, nos decía que aguardásemos y no tuviéramos prisa. Se entraba en el oratorio, se estaba más o menos tiempo, según fuera la naturaleza del problema, y siempre salía con una solución, por lo que nosotras no dudábamos Quién se la había sugerido.

Con las alumnas era en extremo benévola y siempre encontraba disculpa para cualquier barrabasada que hicieran, salvo que no se comportaran debidamente en el oratorio. No les consentía que hablaran entre ellas dentro de él, ni que fueran mal vestidas, y a todas las nuevas que ingresaban en el colegio había que darles unas lecciones de comportamiento en el oratorio, comenzando por la genuflexión que debían hacer al asomarse a él, y que la señal de la cruz no fuera un garabato hecho de cualquier modo, deprisa y corriendo, sino con pausa y en su lugar.

Las que más quehacer nos dieron en este punto fueron las vendedoras de periódicos, que las más de ellas solo venían los domingos, ya que de las dos ramas del colegio pertenecían a la de Preservación, y con ellas tenía especial paciencia nuestra santa Madre, pues se ponía a la puerta del oratorio, y a cada una por su nombre —que esto era mucho de admirar—, les recordaba el decoro con el que tenían que saludar al Señor, y si alguna no acertaba, ella misma le hacía la muestra. Otra cosa no sacaríamos de ellas, pero que hicieran muy bien hecha la genuflexión y que se santiguaran con pausa sí lo conseguimos, o mejor dicho, sí lo consiguió la Madre, porque las demás no teníamos tanta paciencia. O no teníamos el don que tenía ella, que cuando estaba hablando con cualquiera de las vendedoras parecía que no había otra cosa más importante en el mundo, y todas se sentían únicas cuando la Madre les dirigía la palabra.

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