El jardín de los tilos (20 page)

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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Histórico

No llevó Rafaela con la misma conformidad otro acontecimiento luctuoso que se produjo días antes del fallecimiento de su esposo: la muerte de su nuera María Pepa Medina, esposa de su hijo mayor Mariano, que falleció en Sevilla de una pulmonía infecciosa, dejando seis hijos de corta edad y un marido destrozado. En carta desde Sevilla, adonde se trasladó, le escribió a don Leonardo dándole cuenta de su estado de ánimo y en ella, remedando a santa Teresa de Ávila, se quejaba a Dios diciéndole que si de aquel modo trataba a sus amigos no era de extrañar que tuviera tan pocos. Pero poco después le mandó un segundo correo en el que contaba que iba superando el dolor y ayudando a su hijo Mariano a hacer otro tanto, y que habían encontrado un jesuita, el padre Niuta, que había ayudado mucho tanto al hijo como a la madre a abrazarse a la voluntad de Dios. «Porque en estos casos —concluía en esa carta— no basta solo con resignarse, sino que hay que abrazarse a la cruz de Cristo».

A los pocos días se produjo el fallecimiento de don José, y Mariano y sus hijos se trasladaron a La Cava y allí se quedaron al cuidado de la abuela, que de nuevo se encontró en la misma situación que cuando falleció su hermana Rosario, teniendo que hacerse cargo de sus cinco hijos.

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RAFAELA SE ASOMA AL CIELO

Fallecer su marido y comenzar a debilitarse la salud de Rafaela todo fue uno. Empezó con agudos dolores de estómago, consecuencia de un tumor maligno que le tardaron en diagnosticar. Y al tiempo se recrudeció en su interior un dilema que la traía confusa desde tiempos atrás. La muerte de su marido le desataba del lazo más fuerte que la retenía para no entregarse por completo a la obra de su colegio. Por lo pronto, renovó ante don Leonardo Zabala sus tres votos, de pobreza, obediencia y castidad, este último, especificó, sin limitación ni excepción de clase alguna. Pero frente a ese firme deseo se encontraba con una nueva circunstancia: seis nietos privados de su madre en una edad en la que tanto precisaban del cariño maternal y que ella se consideraba capaz de suplir.

En este dilema de lo único que no tenía duda era de que tenía que sacar adelante su proyecto del nuevo colegio de Zabalbide, no solo por bien del instituto, sino por cumplir con el compromiso que había contraído con su marido. Cuando Rafaela le presentó a don José los planos del edificio redactados por el arquitecto Urrutia, de acuerdo con sus indicaciones, su marido pensó que se había vuelto loca, ya que le pareció de unas dimensiones desproporcionadas. Pero poco duró su resistencia cuando Rafaela le comenzó a explicar el sentido de aquellas proporciones, y cómo una parte estaba destinada a las alumnas de Preservación y otra a las de Perseverancia, amén de las celdas de las religiosas que en número creciente se iban incorporando a la labor, y que convenía que aquel colegio fuera muy cumplido, ya que debía servir de modelo a otros que se construyeran en diversas ciudades de España y aun del extranjero. Es decir, que mientras en Bilbao pensaban que la obra tenía sus días contados, tantos como los que viviera doña Rafaela, doña Rafaela soñaba con la expansión de la labor por el mundo entero. Don José se quedó tan impresionado con esta exposición que le dijo:

—Cuenta conmigo. No he de ser yo quien se oponga a semejante milagro.

Y desde ese día comenzó a interesarse por el proyecto, y con su experiencia empresarial fue quien se ocupó de buscar el contratista que lo llevara a cabo.

El 2 de agosto de 1897, festividad de Nuestra Señora de los Ángeles, se puso la primera piedra del edificio, acto al que asistió don José, ya enfermo, quien muy emocionado le dijo a su mujer:

—¿Tú crees, Rafaelita, que hemos de ver hecho realidad este sueño?

—Yo te prometo, Pepe, que lo hemos de ver.

El edificio, pese a sus proporciones, se construyó con una celeridad desusada en una época con pocos adelantos técnicos y mecánicos, y Rafaela le escribió una carta a su hijo Gabriel en octubre de 1897 en la que le contaba que la obra iba tan adelantada porque los santos ángeles animaban a los obreros.

Por fin se inauguró el 24 de marzo de 1899, y Rafaela no dudó de que todos los ángeles custodios aplaudían aquella obra —que aun hoy en día llama la atención por sus dimensiones—, y que en medio de ellos se encontraba, muy satisfecho, su querido esposo, que vio su final desde el cielo.

En octubre de 1899, Rafaela hizo los que serían los últimos ejercicios espirituales de su vida y en ellos se planteó sobre si debía seguir cuidando de su familia en su casa de La Cava o, por el contrario, dejarlo todo para ingresar de modo definitivo en el colegio de los Santos Ángeles Custodios. Dejó por escrito diversas reflexiones sobre tan compleja cuestión, en las que resaltaba que la vocación al estado religioso le venía de antiguo, y que hacía dieciséis años, en una de sus renovaciones de sus votos privados, había determinado que si algún día quedaba libre del lazo conyugal sería el momento de entregarse completamente a Dios. Ese momento era llegado, pero una nueva circunstancia se había cruzado en su camino: la necesidad de ayudar a su hijo mayor, en reciente estado de viudez, y la caridad de hacerse cargo de sus seis hijos. Igualmente estaba el problema de su hijo menor, Pepín, afectado de parálisis infantil, aunque creía que en menor medida, ya que estaba para cumplir los veinte años y tenía una hermana mayor, Amelia, que le adoraba y le podía cuidar sobradamente, y un hermano mayor con obligaciones respecto a él, ya que había sido su padrino en la pila del bautismo. Además, tenía un carácter valiente y decidido, y una posición desahogada que le permitiría valerse por sí mismo.

Era inevitable que, siendo Pepín el hijo menor del matrimonio, y encima padeciendo una enfermedad que tanto le había hecho sufrir, con diversas y dolorosas operaciones, estuviera más consentido por los padres que sus hermanos mayores. Muestra de ello fue un sucedido que hizo sufrir a la madre, y hasta la avergonzó un poco. So pretexto de su dificultad de andar consiguió que le comprasen algo inusual en aquellos tiempos: un automóvil a motor, uno de los pocos que circulaban por Bilbao a finales del siglo
XIX
, y Pepín no se resistía a la tentación de lucirse con él circulando velozmente por las calles más céntricas de la ciudad, por lo que, advertido por la Guardia Municipal, y sin que hiciera caso, acabó siendo sancionado por el guardia Eusebio Ruiz con una multa de dos pesetas y media. Era la primera que se imponía en Vizcaya en materia de vehículos de motor y, posiblemente, una de las primeras de España, y dio lugar a un expediente, ya que Pepín recurrió alegando que no existía, a la sazón, ningún reglamento que determinase a qué velocidad podían circular los vehículos con motor de explosión, a lo que la administración pública le replicó que, por analogía, no debía exceder de la de un caballo al trote cuando se circulaba por calles con peatones.

La prensa sensacionalista se cuidó de resaltar el episodio, acusando a un hijo de la plutocracia bilbaína de frivolidad en el manejo de instrumentos mecánicos que podían poner en peligro la vida de las personas.

Pepín, aunque de mala gana, terminó por pagar la multa y le prometió a su madre que no lo volvería a hacer, y por eso Rafaela, en su balance espiritual, lo consideró suficientemente maduro como para no precisar de ella.

En ese balance Rafaela razonaba que ninguna criatura era necesaria para su creador y que ella bien poco valía, y nada le ocurriría a su fundación si ella no se entregara a su pleno servicio, pero algo en su interior le decía que Dios la quería consagrada al colegio de los Santos Ángeles Custodios.

El 23 de octubre de 1899 puso término a sus ejercicios espirituales, y en su última anotación expresó su decisión de profesar en religión para entregarse en alma y vida a su obra. Pero como notase que la enfermedad siguiera su curso —le faltaban cuatro meses justos para fallecer—, le escribió a su hijo jesuita que «en atención a la edad y a los achaques que aumentan de día en día, se aviva en mí el deseo de no desperdiciar un solo momento para la eternidad».

Don Leonardo Zabala, quien mejor conocía las vicisitudes de su alma, dejó escrito «que si mucho bien hizo en vida doña Rafaela, cuando la tenía plena, que todo se le hacía poco con tal de ayudar al prójimo, por amor de Dios, no se quedó corta cuando la enfermedad hizo presa de ella, bien dolorosa como de suyo son los tumores malignos, sin perder la sonrisa y con una gran conformidad por no poder cumplir lo que más deseaba, que era morir profesa en religión».

Tan convencida estaba de que no profesaría como religiosa que el día 14 enero de 1900 otorgó escritura de su obra, en la que designaba como superiora a una de las tres primeras, a Trinidad Azcaray, y expresaba su deseo de que a la mayor brevedad posible hicieran lo preciso para que se convirtiera en congregación religiosa. Con esta designación y el nombramiento de un patronato compuesto por don Leonardo Zabala, don José María Urquijo, don Bernardo de Astigarraga y don Ramón Orbegozo, confiaba que todas las religiosas del colegio habían de quedarse tranquilas en lo que a su continuidad se refería.

Muestra de las sombras que se cernían sobre la comunidad de Zabalbide, tan unida a la persona de Rafaela Ybarra, fue la homilía que dirigió a las religiosas el padre Ricardo García, capellán de la residencia, el día 21 de febrero. En ella les hacía ver que el mundo no dudaba de que, si doña Rafaela moría, el colegio desaparecería, y discurría de esta torpe manera porque no conocía las obras de Dios, y Zabalbide era una obra de Dios, que se había servido de un instrumento fidelísimo, doña Rafaela, para llevarlo a cabo. Pero ¿cuándo se había visto que, desaparecido el instrumento, desapareciera la obra? ¿Cuándo se había visto que, desechado el pincel, desapareciera el cuadro que con él se había pintado?

La que nunca dudó de la continuidad de la obra fue la superiora Trinidad Azcaray, quien en la
Positio super virtutibus
de la causa de beatificación declaró:

Si era de admirar, como tengo dicho, la conciencia que tenía nuestra amada fundadora de la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en el sagrario, que estar arrodillada en su presencia y sentirla transida todo era uno, pues otro tanto, o más, le sucedía en lo que atañía al Cielo en el que todas creemos, pero la creencia de la Madre era de una naturaleza distinta, como si de Él hubiera tenido una visión como cuentan que la tuvo San Pablo. Y esto lo digo por lo siguiente: cuando me comunicó que tenía decidido nombrarme superiora de la Obra, me entró un vahído y le rogué que no hiciera tal, pues sin su ayuda sería incapaz de cumplir semejante encargo. Cierto que durante su enfermedad, y antes por causas de sus ausencias por obligaciones familiares, había hecho yo las veces de directora, o superiora, pero siempre con la tranquilidad de que cuando tenía una duda, o se me presentaba un problema, allí estaba doña Rafaela para solucionarlo.

Cuando le hice esta súplica la Madre se me quedó mirando muy sorprendida y me dijo, nunca lo olvidaré: «¿Crees, hija mía, que desde el Cielo no te voy a poder ayudar mejor que desde aquí abajo?». Y volvió a insistir: «¿En tanto tienes mi ayuda de aquí abajo, y dudas de la que vaya a prestarte desde el Cielo?». Esto último me lo dijo a modo de reproche, pero con gran dulzura, pues si siempre la tuvo, cuando estaba para morirse la tenía más extremadamente, como si ya no perteneciera a este mundo aunque su cuerpo continuara en él.

Al otro día, estando con las tres madres más antiguas, nos dijo literalmente: «Haremos una cadena desde el Cielo a la tierra, de suerte que estemos siempre comunicadas». Y declaro solemnemente que esa cadena ha existido, pues de lo contrario no se entiende la prosperidad del Colegio en estos años, que cuando ella estaba con nosotras todo eran dificultades, y desde que la contamos en el Cielo, todo son facilidades.

Pero no se entienda por esto que estaba, en los últimos días, desprendida de este mundo. Puede que en espíritu estuviera en el Cielo, pero con el corazón muy en la tierra, y pocos días antes de morir, con gran esfuerzo de su puño y letra, no con aquella su escritura tan hermosa, sino una garrapateada, me dio una nota en la que había apuntado: un refajo que precisaba una de nuestras alumnas, unos zapatos para otra y pañuelos para varias más. Hasta el final fue madre de todas ellas.

Otro día tuvo la gran alegría de recibir la que sería la última visita de su muy amado hijo, el padre Gabriel de Vilallonga, y aunque no hacía distinción entre sus hijos, salvada la atención que precisaba el más pequeño de ellos, era natural que sintiera alguna preferencia por Gabriel, pues si nuestra Madre en todo se ajustó a lo que le decían los padres de la Compañía, a quienes tenía por superiores de su Obra, cuánto más si en uno de ellos concurría la circunstancia de ser padre y, al tiempo, hijo de sus entrañas. Y exhausta como estaba, y con no pocos dolores, aún tuvo fuerzas para gastarle una broma, diciéndole: «Me será preciso morir ahora para que hijo tan importante no desperdicie su viaje».

¿Cabe muerte más hermosa que la que le tocó padecer a nuestra Madre, si se puede hablar de padecer? Pues la tuvo asistida por su familia de sangre, con el padre Gabriel a su lado sugiriéndole devotas jaculatorias, a las que ella decía: «Sí, quiero», mientras en el Colegio de Zabalbide se hacía guardia día y noche rezando ante el Sagrario, excepto tres de nosotras, que nos cupo el privilegio de acompañarla hasta que con gran paz exhaló el último suspiro, lo que sucedió en la madrugada del 23 de febrero de 1900.

EPÍLOGO

Cuando falleció Rafaela Ybarra de Vilallonga, a los cincuenta y siete años, formaban la comunidad de los Santos Ángeles Custodios cuarenta y una religiosas, todas muy unidas, pues tenían muy claro el mensaje que les dejara su fundadora de que no habían de tener miedo a las asechanzas del mundo mientras ellas permanecieran muy unidas en el amor.

Con gran diligencia, y siempre cumpliendo la voluntad de Rafaela, la madre Trinidad Azcaray, con fecha del 4 de marzo de 1901, solicitó del obispo de Vitoria la aprobación de la obra, como congregación religiosa, la cual fue concedida el día 11 del mismo mes, con el título de Congregación de los Santos Ángeles Custodios.

Por fin había llegado el día en el que aquellas religiosas, que eran tan solo «monjas a medias», como las calificara una que no se decidió a profesar, pudieran vestir con todo derecho el hábito religioso. Ya en vida de Rafaela habían discurrido cómo sería el hábito, cuando lo tuvieran, y alguna de las más artistas hizo un diseño en el que sobre el hábito negro lucía una gran capa blanca. Este diseño hizo reír a Rafaela, que lo enmendó y determinó que siendo «monjas de obreras pobres, sobraba el adorno de la capa».

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