El jardín de los tilos (19 page)

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Authors: José Luis Olaizola

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Desde que tuvo el sagrario en el colegio, acostumbraba a dar las charlas vespertinas en el oratorio, para lo cual se sentaba en una mesita con su silla, respetando siempre el presbiterio como lugar reservado a los sacerdotes.

A las que se iban incorporando a la obra no podía llamarlas monjas, puesto que no lo eran, y las llamaba, bien directoras, bien coadjutoras, según el compromiso de entrega que contrajesen, y en un escrito dirigido al obispo de Vitoria, de quien dependía la comunidad, le aclaraba que ya contaba con catorce vocaciones de directoras y otras tantas de coadjutoras, pero admitía que no todas perseveraban, ya que algunas, después de conocer la inmensa tarea en la que se embarcaban, no se sentían con fuerzas para seguir adelante, pero a todas les daba las gracias por el tiempo que habían estado con ella, y les aseguraba que las seguiría encomendando para que, si ese no había sido su camino, terminaran por encontrarlo.

El que no perseverasen no le dolía tanto como el que algunas religiosas, a las que había ayudado mucho, trataran de apartar a jóvenes con vocación de su obra, diciéndoles: «Así que se muera doña Rafaela, eso se deshará».

Por eso, en las meditaciones vespertinas, les hacía ver a sus religiosas que ella no había de vivir siempre, pero que por el contrario la obra sí estaba llamada a perdurar en el tiempo, y que, por tanto, cuando ella muriese habían de concertarse en elegir a una superiora que continuara la labor por los siglos de los siglos. Si con ella muriese la obra sería que no era cosa de Dios, sino de Rafaela Ybarra de Vilallonga, y les preguntaba: «¿Valía la pena entregar la vida, la honra y los caudales por mor de una persona llamada a desaparecer? ¿No lo hacían por amor a Jesucristo, y por él a todas las criaturas, con preferencia a las más desventuradas?». Lo decía con tal convencimiento que las requeridas le contestaban que pedían a Dios que la mantuviera muchos años con vida, pero que se comprometían a continuar cuando ella faltara. A las nuevas que entraban, y a las antiguas cuando renovaban sus votos de pobreza, obediencia y castidad, que prestaban ante un sacerdote en presencia de Rafaela, les recordaba que en el de obediencia se comprendía la obligación de continuar con la institución. Cuando comenzó a estar mal de salud e intuía que su fin podía estar próximo, insistía mucho más en este extremo.

Durante esos años la congregación incipiente funcionaba sin una regla oficial, y como declararía alguna de las religiosas de la primera hora, doña Rafaela «era para todas una regla viviente». Esto no convencía a todas, y alguna de las que empezó y luego lo dejó dijo que lo hacía porque no quería ser «monja a medias».

A sus religiosas les admiraba que la Madre se tomara con tanta calma la aprobación definitiva de la congregación, pero Rafaela se mostraba tranquila porque desde los primeros momentos contó con la bendición del obispo de Vitoria, y entendía que todavía se encontraban en fase de formación, y no quería presentar a la aprobación una institución que no fuera digna de llamarse congregación religiosa con sede en un edificio apropiado para desarrollar sus fines. El colegio de Santa María siempre lo tuvo por provisional y en sus sueños contaba el construir uno de nueva planta, con capacidad para generaciones futuras, lo que consiguió con el colegio de Zabalbide.

13

RAFAELA PIERDE AL MEJOR DE LOS MARIDOS

Los últimos cinco años de la vida de Rafaela fueron un rosario de acontecimientos, unos dolorosos, otros alegres, pero todos la ayudaron a avanzar en el camino de la perfección.

En 1895 falleció el padre Muruzábal, que había sido su sustento espiritual; de tal modo confiaba en Rafaela que cuando nadie lo creía, ni tan siquiera ella, nunca dudó de que sacaría su obra adelante. El prestigio de este sacerdote en la Compañía era tan grande que bastaba que él diera por bueno cuanto hacía Rafaela para que todos la respetasen.

Falleció de un cáncer, enfermedad singularmente dolorosa en aquellos años en los que no existían cuidados paliativos, y por eso cuando le llegó la noticia a Rafaela, que se encontraba haciendo su retiro anual, se entristeció humanamente pero se alegró sobrenaturalmente, ya que aquel hombre tan santo por fin había encontrado la paz definitiva y la vida eterna después de padecer durante seis meses, y ella sabía que tenía un valedor en el cielo, porque dos días antes de fallecer, de su puño y letra le escribió una nota en la que le decía: «Te bendigo a ti, querida Rafaela, en el Señor, y a toda tu familia, y a tu Obra, por la sangre de Cristo».

Pero este valimiento tardó un tiempo en llegar ya que al poco de fallecer el padre Muruzábal se produjo una contradicción de los que menos se podía esperar Rafaela: de los padres de la Compañía. Nunca nombró a ninguno en concreto, pero con alguna de las primeras comentó que entre los padres se comentaba, y Rafaela no dudaba de que lo creían de buena fe, que obtendría más fruto con la vida apostólica que llevaba antes de visitar hospitales y cárceles, de recoger jóvenes descarriadas y de combatir toda clase de escándalos, que no empeñándose en la fundación de un nuevo instituto religioso. Y que habían llegado a decir: «¡Cómo si en la Iglesia de Dios no hubiera ya bastantes y aun de sobra!».

Al mismo tiempo, la prensa de izquierdas comenzó a meterse con ella, tachando su actividad de paternalista y diciendo que con su conducta coartaba la libertad de las jóvenes, y hasta llegaron a acusarla de que las obligaba a someterse a flagelaciones para redimir sus culpas pasadas. Rafaela comentó en diversas notas que escribió en aquella época que se le daban poco estas calumnias de los enemigos de Jesucristo; al contrario, le enardecían y la animaban a seguir luchando. Pero que la desazonaba cuando las críticas venían de la Compañía, a la que reverenciaba, y ante la que rendía siempre su juicio. Pero no en esta ocasión, en la que tenía la íntima persuasión de que Dios quería la obra tal como la habían aprobado el padre Muruzábal y don Leonardo.

También contó con el apoyo de su marido, quien, con buen criterio, le hizo ver que aquella oposición podía ser como una tormenta de verano, y que no dejaban de ser opiniones, muy respetables, pero que no se las habían formulado de una manera oficial. Y le aconsejó que ella obedeciese a cuanto le dijeran, pero que la decisión final tenía que ser suya, que era la que había recibido aquel carisma fundacional. Esto no lo dudó nunca don José: que Rafaelita había recibido un carisma muy singular y, por eso, cuando le propuso una locura, construir el nuevo colegio de Zabalbide, se echó a temblar, pero en ningún momento se opuso.

El padre Goicoechea se convirtió en capellán del colegio de Santa María, en el que, ciertamente, en aquellos primeros años existía bastante desorden, y era uno de los convencidos de que para poner remedio a su frente debía estar una congregación religiosa con sobrada experiencia, con lo cual se mostraba conforme Rafaela, pero le razonaba que el padre Muruzábal le decía que no la habían de encontrar. «¡Qué más quisiera yo —decía Rafaela— que encontrar a quien quisiera hacerse cargo de la obra y me dispensara de ser fundadora, algo que nunca soñé ser!».

Siguió el consejo de su marido y obedeció a la indicación del padre Goicoechea y se trasladó a Barcelona, en donde residía la superiora de las trinitarias, con la que mantuvo diversos encuentros sin éxito, ya que, como explicó en informe escrito al padre Goicoechea:

La principal misión de las Trinitarias es acoger a las jóvenes extraviadas en sus principios, mientras que en nuestra Institución se mira a procurar que cuando esas jóvenes salen de los colegios de corrección, bien de las Trinitarias, bien de las Adoratrices, sigan llevando una vida de virtud y no vuelvan a la mala vida pasada. Por tanto, no creo que una Congregación ya establecida, cuyo fin es distinto, pueda atender ese frente. Aparte de que no les sobra personal ni medios para atenderlo.

A pesar de los esfuerzos de Rafaela, ninguna de las congregaciones religiosas quería hacerse cargo del instituto, que ya iba siendo conocido como de los Santos Ángeles Custodios, cuando se produjo un acontecimiento que el padre Muruzábal —le faltaba un año para morir— consideró la solución definitiva del problema. Fue la única vez que se equivocó en lo que atañía a Rafaela.

Rosarito, la quinta hija del matrimonio, había cumplido los veinticuatro años y les había manifestado a sus padres su intención de profesar en religión. Además, con muestras de ser una vocación muy firme, pues siendo en extremo agraciada —había heredado los encantos tanto físicos como espirituales de su madre— y perteneciendo a una de las familias más ilustres de Bilbao, era natural que hubiera tenido diversos pretendientes, y a todos los había rechazado.

El padre Muruzábal no dudó de que Rosarito, a la que conocía bien como a los demás miembros de la familia, reunía dotes excelentes para ponerse al frente de la institución. Rafaela le objetó que su hija quería ser religiosa, pero de las Esclavas del Sagrado Corazón, a lo que su director espiritual le replicaba que a saber si Rosarito había hecho aquella elección con suficiente madurez. ¿No sería de mayor gloria para Dios que se pusiera al frente de la obra que su celosa madre, casi sin darse cuenta, había plantado para tanto bien de muchas pobres almas? Y le encareció a Rafaela que le explicase a su hija, antes de que tomara la decisión definitiva, el alcance de la institución y los frutos apostólicos que de ello se derivarían.

Rafaela, obediente como siempre a las indicaciones de sus directores, aprovechó uno de los viajes que debía hacer a Burdeos, donde seguían tratando la parálisis infantil de Pepín, para llevarse consigo a Rosarito. Antes de partir le hizo llegar un correo al padre Muruzábal en el que le decía que no creía que su hija fuera a cambiar de opinión, de no mediar un verdadero milagro, y que ese milagro solo lo podía hacer la Virgen y, por eso, pensaban detenerse en Lourdes.

Madre e hija rezaron las tres partes del rosario en la gruta milagrosa, y a su término la madre le hizo ver las ventajas de un instituto de vida más directamente apostólica y Rosarito la escuchó con especial cariño y admiración a la ingente labor que estaba desarrollando su madre, pero le dijo, con lágrimas en los ojos, que ella no se consideraba capaz de tanto, y que no le cabía duda de que su vocación era la de ser esclava del Sagrado Corazón.

Cuando Rafaela se convenció de esta vocación, desde Burdeos le puso un correo al padre Muruzábal en el que le decía: «Mi espíritu, reverendo padre, está muy tranquilo después de todo; pues, si haciendo cuanto está de nuestra parte, Dios dispone o permite otra cosa, será esa su voluntad santísima, y bienvenida sea».

En el verano de 1895 Rosarito ingresó en el noviciado de las esclavas, de Madrid, y ese día Rafaela dedicó a ese suceso las siguientes palabras: «30 de agosto, Santa Rosa de Lima: día memorable por haber entrado mi querida hija Rosario, a sus veinticuatro años de edad, en el noviciado de las Esclavas del Sagrado Corazón, en Madrid, el año 1895. ¡Dios sea bendito!».

A Rafaela le iba mucho en la buena marcha del Instituto de los Santos Ángeles Custodios, pero le iba tanto o más en la felicidad de los hijos, y si su hija iba a ser más feliz como esclava, por nada estaba dispuesta a torcer esa vocación.

Don José adoraba a esta hija, y el día que hizo sus primeros votos, a cuyo acto asistió, la vio tan dichosa que a su vez consideró que había sido uno de los días más felices de su vida.

Por el contrario, no dio las mismas muestras de satisfacción cuando su segundo hijo, Gabriel, en quien tenía puestas sus máximas esperanzas como su sucesor en los Altos Hornos, decidió ingresar en la Compañía de Jesús. Se había esmerado don José en su formación, para lo cual había cursado la carrera de ingeniero industrial en Barcelona, y ampliado estudios en las principales escuelas de ingeniería, tanto de Francia como del Reino Unido, de suerte que hablaba a la perfección no solo el francés y el inglés, sino también el catalán, ya que tenía una gran facilidad para toda clase de idiomas. Había sido un joven muy presumido —fue el que arrojó al suelo una camisa cuyo cuello no estaba planchado a su gusto—, pagado de la buena posición de su familia, casquivano en su trato con las mujeres, y había alcanzado una edad, treinta años, en la que todo hacía suponer que pronto formalizaría alguna de sus relaciones para contraer matrimonio.

Su decisión de ingresar en la Compañía a tan desusada edad cayó como una bomba, aunque fue de gran alegría para Rafaela, que llevaba años rezando por tener un hijo sacerdote, y de no menor contrariedad para don José. Fue la primera vez que en uno de los famosos desayunos se enfrentaron marido y mujer, ya que don José se atrevió a decir que la Compañía de Jesús se lo había robado. «¿Ah, sí? —se escandalizó Rafaela—. ¿No será más bien Dios quien te lo ha robado?».

El disgusto que se llevó don José en 1895 tuvo su compensación tres años después, en 1898, cuando le tocó rendir cuentas de su vida y estuvo asistido en sus últimos momentos por su hijo Gabriel, que ya había recibido la sotana de jesuita en el noviciado de Loyola.

Don José había gozado de una excelente salud toda su vida, a lo que contribuía su ánimo juvenil, hasta que se le presentó una enfermedad de etiología desconocida que los médicos no acertaban a tratar y que se convirtió en crónica en el último año de su vida.

Su hija Amelia, en 1915, dejó por escrito cómo fueron los últimos momentos de su padre.

Nuestra madre, cuando los médicos declararon la gravedad del ataque que había sufrido nuestro querido padre, se constituyó en su enfermera única. En otros casos de enfermedades mortales que habíamos padecido en La Cava, siempre se había recurrido a alguna religiosa para cuidar del enfermo, pero en este caso nuestra madre no lo consintió, sino que era ella misma quien lo cuidaba día y noche. Fue un gran consuelo para ella y para todos nosotros que, avisados los padres de la Universidad de Deusto, vecina a nuestra casa, vinieron para administrarle el Santo Viático, que lo recibió con tanta lucidez y contento que parecía que de aquella enfermedad no había de morirse. Durante los días que duró la enfermedad mortal no se le oyó una queja, ni una sola muestra de impaciencia, sino que le veíamos sufrir y hablaba de su dolencia con verdadero abandono en la Providencia Divina.

Fue de gran consuelo que se presentara nuestro hermano Gabriel, ya vistiendo la sotana de jesuita, y se pegara a mi padre, del que no se separó, para recitarle al oído las plegarias con que los buenos cristianos se preparan para emprender el viaje eterno. El momento más emotivo fue cuando nuestro padre, con las pocas fuerzas que le quedaban, le pidió perdón a mi hermano por no haber recibido con alegría su decisión de hacerse jesuita, y a este se le saltaron las lágrimas y le dijo que su vocación la debía al ejemplo que siempre recibiera de él, y que si mucho tenía que ver en esa vocación nuestra madre, no menos tenía él, de quien solo había recibido cariño y buenos consejos.

El contento de nuestra madre oyéndoles hablar así no era poco.

En la madrugada del 7 de mayo de 1898, sábado, día dedicado a la Virgen, de la que nuestro padre era singularmente devoto, se extinguió aquella vida tan fructífera, y nunca olvidaré lo que sucedió en ese momento. A mi madre le asomó una sonrisa en el rostro y con ella se quedó como transida, a tal extremo que pensamos que no se había dado cuenta de que papá era muerto. O pensamos que era tanto el amor que se tenían que se le había nublado el juicio ante pérdida tan sensible. Cuando la hicimos volver en sí, y nos vio llorar, nos dijo con gran serenidad que no teníamos derecho a estar tristes después del favor tan grande que le había hecho Dios. El favor se lo había hecho a ella, no a los demás, y solo podía ser que había visto entrar a nuestro padre directamente en el cielo. Que nuestra madre tenía mociones extraordinarias nunca lo dudamos, y aquella había sido una de ellas. Pero de esas mociones nunca le gustaba hablar, salvado lo que comentara con su confesor don Leonardo, quien por recibirlas bajo el secreto de confesión tampoco podía darles publicidad.

En el entierro y los funerales siempre se mantuvo muy entera, atendiendo a cuantos venían a darnos el pésame, que fueron miles, incluidos todos los trabajadores de los Altos Hornos, aunque a veces la teníamos que sujetar por los brazos para que pudiera seguir saludando. Pero la sonrisa del rostro nunca la perdió. Y cuando nos quedábamos solos los más directos de la familia, nos iba desgranando tantas cosas buenas como en vida hiciera nuestro padre, y también nos contó cosas de cómo se conocieron y de cómo fueron sus amores primeros, que nosotros ignorábamos, y que nos hacían reír.

En cuanto a misas, a las que nuestra madre era muy aficionada, dispuso que se celebraran cientos, quizá miles, no solo en todas las iglesias de Bilbao, sino también en las de Figueras, pueblo natal de nuestro padre, todas muy bien pagadas, aunque nos advertía que nuestro padre no tenía necesidad de ellas —tal era su seguridad de que estaba en el cielo—, pero que sin duda aprovecharían a quienes las precisaban más que él. También dispuso que quien tan generoso había sido en vida lo siguiera siendo después de muerto, y las limosnas que se dieron a los pobres, en su memoria, fueron crecidísimas.

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