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Authors: Kate Morton

El jardín olvidado (65 page)

El jarrón de Fairyland Lustre había sido siempre su favorito. Nell lo había encontrado en un puesto de compraventa décadas antes. Cualquier comerciante de antigüedades que supiera de su oficio habría sabido de su valor, pero el jarrón de Fairyland Lustre era diferente. No era el valor material, aunque ya era bastante alto, sino lo que representaba: la primera vez que Nell había encontrado un tesoro en un lugar improbable. Y como un buscador de oro que guarda la primera pepita sin importarle el valor, Nell no había querido deshacerse del jarrón.

Lo guardaba envuelto en una toalla, protegido en un rincón oscuro en lo más alto de su armario, y cada tanto lo bajaba y desenvolvía, sólo para echarle una ojeada. Su belleza, las hojas verde oscuro pintadas en los lados, las hebras de oro que rodeaban el diseño, las hadas Art Noveau ocultas entre el follaje, tenían el poder de refrescarle la piel.

Sin embargo, Nell estaba decidida: había llegado el momento en el que podía vivir sin su jarrón. Podía vivir sin todos esos objetos preciosos. Había tomado una determinación y eso era todo. Envolvió el jarrón en otra capa de papel de periódico y lo guardó cuidadosamente en la caja con los demás objetos. Para llevar al stand el lunes, con un precio para la venta. Y si sentía un ápice de arrepentimiento, sólo tenía que pensar en el objetivo final: tener suficiente dinero para comenzar de nuevo en Tregenna.

Estaba ansiosa por volver. Su misterio se volvía cada vez más sorprendente. Había tenido, por fin, noticias del detective, Ned Morris. Éste, una vez concluida su investigación, le había enviado un informe. Nell se encontraba en el stand cuando un nuevo cliente, Ben no sé qué, apareció llevando la carta consigo. Cuando Nell vio los sellos extranjeros, la caligrafía del sobre, pulcra y llana, como si estuviera escrita utilizando el borde de una regla, sintió que algo fluía bajo su piel. Apenas pudo contenerse para desgarrarla con los dientes, allí mismo. Tuvo que guardar la compostura, excusarse como le fue posible, y ocultarse carta en mano en la pequeña cocina, al fondo.

El informe era breve, le había llevado a Nell sólo un par de minutos leerlo, y su contenido la dejó más confundida que antes. De acuerdo con las investigaciones del señor Morris, Eliza Makepeace no había viajado a ningún lugar en 1909 o 1910. Había permanecido en su cabaña todo el tiempo. Incluía varios documentos para sostener su afirmación —una entrevista a alguien que aseguraba haber trabajado en Blackhurst, una variada correspondencia que había tenido con un editor en Londres, toda enviada y recibida en la Cabaña del Acantilado—, pero Nell no los había leído inmediatamente, no hasta más tarde. Había quedado demasiado sorprendida por la noticia de que Eliza no había ido a ninguna parte. Que había permanecido allí todo el tiempo, en la cabaña. William había estado tan seguro. Había desaparecido de la vista de la gente, durante doce meses, más o menos. Cuando regresó, había cambiado, como si una chispa se hubiera extinguido. Nell no comprendía cómo los recuerdos de William podían encajar con el descubrimiento del señor Morris. Tan pronto como regresara a Cornualles volvería a hablar con William. A ver si él tenía alguna idea.

Nell se pasó el dorso de la mano por la frente. Un día muy caluroso, pero así era Brisbane en enero. Los cielos podían estar de un azul brillante como una perfecta cúpula de cristal, pero tendrían una tormenta por la noche, no había duda alguna. Nell había vivido lo suficiente como para saber cuándo las nubes furiosas se congregaban en los rincones.

En la calle, Nell escuchó un coche detenerse. No lo reconoció como uno de los coches de sus vecinos: demasiado ruidoso para ser el Mini de Howard, demasiado agudo para el Ford de Hogan. Se escuchó un horrible ruido cuando el coche se subió al bordillo demasiado rápido. Nell sacudió la cabeza, agradecida de no haber aprendido nunca a conducir, nunca había necesitado un automóvil. Le parecía que sacaban a relucir lo peor de la gente.

Whiskers
se irguió y arqueó la espalda. Los gatos, eso
solo
echaría de menos. Con placer se los llevaría consigo, pero una cosa era alimentar gatos ajenos y otra muy distinta secuestrarlos.

—Vamos, ruidosa —dijo Nell, cosquilleando a la gata debajo de su mentón—. No te preocupes por ese viejo coche.

Whiskers
maulló y saltó de la mesa, mirando a Nell de reojo.

—¿Qué? ¿Crees que alguien ha venido a vernos? No se me ocurre quién, querida. No somos precisamente el epicentro social, en caso de que no te hayas dado cuenta.

La gata se marchó subrepticiamente por la puerta trasera. Nell dejó caer la pila de periódicos.

—Ah, muy bien, señora —dijo—. Tú ganas. Echaré un vistazo. —Acarició la espalda de
Whiskers
al cruzar el estrecho sendero de cemento—. Te crees muy lista, ¿no?, haciendo que te obedezca…

Nell se detuvo en la esquina de su casa. El coche, una furgoneta, se había, es verdad, detenido frente a su hogar. Acercándose por el camino de cemento, una mujer con grandes gafas de sol de color bronce, y unos diminutos shorts. Detrás, una niña delgada de hombros caídos.

Allí estuvieron, las tres, examinándose unas a otras por unos instantes.

Por fin Nell recuperó la voz, aunque no las palabras que deseaba decir.

—Pensé que habíamos acordado que en el futuro llamarías antes de venir.

—Qué alegría verte, mamá —dijo Lesley haciendo un gesto con los ojos idéntico al que hacía cuando tenía quince años. Había sido un hábito irritante entonces, y seguía siéndolo.

Nell sintió que volvían a brotar los antiguos reproches. No había sido muy buena madre con Lesley, lo sabía, pero era demasiado tarde para repararlo. Lo hecho, hecho estaba y Lesley había salido bien. Había salido, por lo menos.

—Estoy en plena organización de cajas para una subasta —dijo Nell, tragando un nudo en la garganta. No era momento para mencionar su mudanza a Inglaterra—. Tengo cosas por todas partes, no hay donde sentarse.

—Nos arreglaremos. —Lesley chasqueó los dedos en dirección a la niña—. Tu nieta tiene sed, hace un calor horroroso aquí fuera.

Nell miró a la niña, su nieta. Miembros largos, rodillas huesudas, la cabeza inclinada para no ser observada. No había duda, algunos niños eran traídos a este mundo con una cuota extra de dificultades.

Mientras lo pensaba, su mente le trajo el recuerdo de Christian, el muchachito que había descubierto en su jardín de Cornualles. El niño huérfano de honestos ojos pardos. «¿A tu nieta le gustan los jardines?», le había preguntado, y ella, Nell, no había sabido responderle.

—Está bien —dijo—, será mejor que paséis.

Capítulo 48

Mansión Blackhurst, Cornualles, 1913

Los cascos de los caballos tronaron contra la tierra fría y reseca, en dirección al oeste, hacia Blackhurst, pero Eliza no los escuchó. La esponja del señor Mansell había cumplido su trabajo y estaba perdida en una nube de cloroformo, su cuerpo postrado en un oscuro rincón del carruaje…

La voz de Rose, suave y quebrada: «Hay algo que necesito, algo que sólo tú puedes hacer. Mi cuerpo me falla, como siempre ha hecho, pero el tuyo, prima, es fuerte. Necesito que tengas un hijo para mí, un hijo de Nathaniel».

Y Eliza, que había esperado tanto tiempo, que había deseado desesperadamente ser necesitada, que siempre se había sabido una mitad en busca de su doble, no tuvo que pensarlo. «Por supuesto —había dicho—. Claro que te ayudaré, Rose».

Él fue todas las noches durante una semana, tía Adeline, con la asistencia del doctor Matthews, calculó las fechas y Nathaniel hizo lo que se le solicitó. Recorrió el laberinto, fue hacia el lateral de la cabaña, y cruzó el umbral de la casa de Eliza.

En la primera noche, Eliza esperó dentro, yendo y viniendo por la cocina, preguntándose si llegaría, si debería haber preparado algo. Preguntándose cómo se comportaba la gente en semejantes ocasiones. Había accedido a la petición de Rose sin dudarlo, y en las semanas que siguieron había pensado poco en el compromiso que significaba. Estaba demasiado rebosante de gratitud porque Rose por fin la necesitaba. Fue sólo a medida que se acercaba la fecha cuando comenzó a contemplar lo hipotético como real.

Y sin embargo, no había nada que no hiciera por Rose. Se repitió una y otra vez que sus acciones fraguarían su unión para siempre, sin importar lo espantoso que fuera el misterioso acto. Se convirtió en una suerte de mantra, un encantamiento. Ella y Rose estarían unidas como nunca antes. Rose la querría más que nunca, no se apartaría de ella tan fácilmente. Todo era para Rose.

Cuando escuchó la puerta la primera noche, Eliza repitió su mantra, abrió la puerta y dejó entrar a Nathaniel.

Él permaneció de pie un tiempo en el vestíbulo, más grande de lo que lo recordaba, más oscuro, hasta que Eliza le indicó el perchero. El se quitó el abrigo, luego le sonrió, casi agradecido. Fue entonces cuando se dio cuenta de que él estaba tan turbado como ella.

La siguió a la cocina, gravitando hacia la seguridad, la solidez de la mesa, se reclinó contra el respaldo de la silla.

Eliza permaneció de pie al otro lado, limpiándose las manos en las faldas, preguntándose qué decir, cómo proceder. Lo mejor era, seguramente, hacer lo necesario y terminar de una vez. No había motivo de alargar la incomodidad. Abrió la boca para decirlo, pero Nathaniel ya estaba hablando…

—…pensé que te gustaría verlo. He estado trabajando en ellos todo el mes.

Entonces vio que él llevaba consigo una cartera de cuero.

La colocó sobre la mesa y retiró una serie de papeles de su interior. Esbozos, observó Eliza.

—Comencé con «La caza del hada». Puso la hoja frente a Eliza, y cuando ella la tomó, vio que le temblaban las manos.

Eliza posó su mirada en la ilustración: líneas negras, sombras de líneas entrecruzadas. Una mujer pálida y delgada reclinada sobre el parapeto de una torre fría y oscura. El rostro de la mujer había sido realizado con trazos largos y delgados. Era hermosa, mágica, esquiva, tal como Eliza la describía en el cuento. Y sin embargo, había algo más en el rostro del hada perseguida, en el dibujo de Nathaniel, que impresionó a Eliza. La mujer del boceto se parecía a Madre. No literalmente, había algo en la curva de los labios, los ojos almendrados, las altas mejillas. En algún modo indescriptible, por alguna magia, Nathaniel había capturado a Georgiana en su descripción de los miembros sin vida del hada, su agotamiento, la inusual resignación en sus facciones. Lo más extraño de todo era que, por primera vez, Eliza se daba cuenta de que en su historia sobre el hada perseguida, había estado describiendo a su madre.

Lo miró, examinando sus ojos oscuros que habían visto, de algún modo, dentro de su alma. El sostuvo su mirada, y el fuego del hogar fue entonces algo más cálido entre ambos.

* * *

La circunstancia lo exacerbaba todo. Las voces eran demasiado fuertes, los movimientos demasiado repentinos, el aire demasiado frío. El acto no era tan espantoso como había temido, ni tampoco corriente. Y había algo inesperado en el acto mismo que no podía sino disfrutar. Una proximidad, una intimidad de la que había sido privada durante mucho tiempo. Se sentía parte de un par.

Ella no lo era, claro, y era una traición a Rose siquiera pensar en ello, sin importar la brevedad del pensamiento, y sin embargo… Sus dedos sobre su espalda, su costado, sus muslos. La calidez en donde se encontraban los cuerpos desnudos. Su aliento en su cuello…

Ella abrió los ojos y observó su rostro, las expresiones y los relatos acomodándose en sus facciones. Y cuando él abrió sus ojos su mirada se trenzó con la de ella, y sintió que ella era sí misma, de pronto, e inesperadamente, que era un cuerpo. Anclado, sólido, real.

Y después terminó y se separaron, el lazo de la conexión física se evaporó. Se vistieron y ella bajó las escaleras. De pie con él junto a la puerta principal, conversando sobre la marea alta, la posibilidad de mal tiempo en las semanas entrantes. Una charla educada, como si él no se hubiera detenido más que a pedirle prestado un libro.

Al final, su mano se extendió para abrir la puerta y un pesado silencio se extendió entre ambos. El peso de lo que habían hecho. Él abrió la puerta, volvió a cerrarla. Volvió su rostro hacia el de ella.

—Gracias —le dijo.

Ella asintió.

—Rose quiere… Ella necesita…

Ella volvió a asentir, y él sonrió apenas. Abrió la puerta y desapareció en la noche.

* * *

Con el paso de la semana, lo inusual se convirtió en usual y se estableció una rutina. Nathaniel llegaba con sus más recientes dibujos y juntos discutían las historias, las ilustraciones. Él también llevaba sus lápices, hacía modificaciones mientras hablaban. Con frecuencia, cuando los dibujos estaban completos, su conversación pasaba a otros asuntos.

Hablaban, también, mientras yacían juntos en el estrecho lecho de Eliza. Nathaniel le contaba historias de la familia que Eliza había creído muerta, la dureza de su juventud, su padre en los muelles y las manos de su madre, cuarteadas por el lavado. Y Eliza se vio contándole cosas de las cuales nunca había hablado, secretos del pasado: sobre Madre, y el padre que nunca conoció, sus sueños de seguirlo por alta mar. Tal era la extraña e inesperada intimidad de su conexión, que incluso habló de Sammy.

Así pasó la semana y en la última noche, Nathaniel llegó más temprano. Parecía reacio a cumplir con lo que debían hacer. Se sentaron en extremos opuestos de la mesa, como la primera noche, pero no hubo intercambio de palabras. De pronto, sin aviso, Nathaniel extendió su mano y tomó una hebra de sus cabellos, rojo tirando a dorado bajo el brillo de la luz de las velas. Su rostro mientras examinaba los cabellos entre sus dedos se mostraba concentrado. El cabello oscuro caía haciendo sombra en sus mejillas y sus ojos negros se abrían con pensamientos no pronunciados. Eliza sufrió una repentina opresión en el pecho.

—No quiero que termine —confesó, por fin, en voz baja—. Es tonto, lo sé, pero siento…

Hizo una pausa mientras Eliza llevaba un dedo a sus labios y lo silenciaba.

Su propio corazón golpeaba bajo su vestido mientras rezaba para que él no continuara. No podía consentir que terminara la frase —a pesar de que una parte desleal de ella ansiaba oírla—, porque las palabras tienen poder. Eliza lo sabía mejor que nadie. Ya se habían permitido sentir demasiado, y no había lugar en su acuerdo para los sentimientos.

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