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Authors: Kate Morton

El jardín olvidado (67 page)

* * *

Motas de polvo, cientos de ellas, danzaban en un rayo de luz que había aparecido entre dos barriles. La pequeña sonrió y la Autora, el acantilado, el laberinto, mamá, huyeron de sus pensamientos. Extendió un dedo, intentó atrapar una mota. Rió ante el modo en que las motas se acercaban antes de volver a alejarse.

Los ruidos de más allá de su escondite estaban cambiando. La pequeña niña podía escuchar el ruido de movimientos, voces teñidas de excitación. Se inclinó hacia el velo de luz y apretó el rostro contra las frías maderas de los barriles. Con un ojo espió los muelles.

Piernas, zapatos y dobladillos de vestidos. Las colas de brillantes serpentinas agitándose de un lado al otro. Astutas gaviotas, buscando migas en la cubierta.

Una sacudida y el enorme barco se quejó, un quejido largo y profundo desde el fondo de su vientre. Las vibraciones pasaron a través de los maderos de cubierta hasta llegar a las yemas de los dedos de la pequeña. Un momento de tensión en el que se descubrió conteniendo el aliento, las palmas contra el cuerpo, después el barco dio un salto, se apartó del muelle. Se escuchó el pitido de la sirena y una oleada de saludos, gritos de «¡Buen viaje!». Estaban en camino.

* * *

Llegaron a Londres de noche. La oscuridad caía pesada y espesa en los pliegues de la calle, mientras avanzaban desde la estación de tren hacia el río. La pequeña estaba cansada —Eliza la había tenido que despertar cuando llegaron a su destino—, pero no se quejó. Sostuvo la mano de Eliza y la siguió pisándole los talones.

Esa noche, compartieron una cena de caldo y pan en su habitación. Ambas estaban cansadas del viaje y hablaron poco, cada una observando a la otra, con curiosidad, por encima de las cucharas. La pequeña preguntó una vez por su mamá y su papá, pero Eliza sólo dijo que los encontraría al final del viaje. No era cierto, pero era necesario: haría falta tiempo para decidir la mejor forma de darle la noticia de la muerte de Rose y Nathaniel.

Después de cenar, Ivory se quedó rápidamente dormida en la única cama del cuarto, y Eliza se sentó junto a la ventana. Miró alternativamente la calle oscura, llena de caminantes apresurados, y a la niña dormida, agitándose leve debajo de las sábanas. A medida que pasaban las horas, Eliza se acercó a la niña, observando el rostro de cerca, hasta que por fin se arrodilló gentilmente a su lado, tan cerca que podía sentir el aliento de la niña en su cabello y contar las diminutas pecas en su rostro dormido. Y qué perfección la de su rostro, qué gloriosa piel marmórea y labios rosados. Era el mismo rostro, se dio cuenta Eliza, la misma expresión que había observado en los primeros días de vida de la niña. El mismo rostro que había visto con tanta frecuencia en sueños.

Fue arrebatada entonces por una urgencia, una necesidad —un amor, supuso que era— tan feroz, que cada grano de su ser estaba imbuido de esa certeza. Era como si su propio cuerpo reconociera a la niña a la que había dado vida con tanta facilidad como reconocía su propia mano, su rostro en el espejo, su voz en la oscuridad. Con tanto cuidado como le fue posible, Eliza se tumbó a su lado en la cama y acurrucó su cuerpo para acomodarse junto a la pequeña dormida. Así como había hecho en otro tiempo, en otra habitación, contra el cálido cuerpo de su hermano Sammy.

Por fin, Eliza había llegado a su hogar.

* * *

El día que el barco zarpaba, Eliza y la pequeña fueron en busca de algunos artículos. Eliza compró algunas prendas de vestir, un cepillo y una maleta en la cual guardar todo. En el fondo de la maleta puso un sobre con algo de dinero y una hoja de papel con la dirección de Mary en Polperro —más valía prevenir que curar—. La maleta era del tamaño perfecto para que la llevara un niño; Ivory estaba excitada. La aferró con fuerza mientras Eliza la conducía por el muelle repleto de gente.

Movimiento y ruidos por todas partes: silbantes locomotoras, el vapor brotando como nubes, las grúas subiendo carritos de bebé, bicicletas y fonógrafos a bordo. Ivory rió cuando pasaron una procesión de cabras y ovejas chillonas en dirección a la bodega del barco. Estaba vestida con el más bonito de los dos vestidos que Eliza le había comprado, y bien parecía una niña de buena familia que llegara a despedir a su tía que partía a un largo viaje. Cuando llegaron a la pasarela, Eliza entregó su tarjeta de embarque al oficial.

—Bienvenida a bordo, señora —dijo, asintiendo de modo tal que su gorra se sacudió.

Eliza devolvió el saludo.

—Es un placer haber encontrado pasaje en su espléndida nave —declaró—. Mi sobrina está de lo más excitada por mi causa. Mire, si incluso ha traído su pequeña maleta para pretender que viaja.

—¿Le gustan los grandes barcos, señorita? —El oficial miró a la pequeña.

Ivory asintió y sonrió con dulzura, pero no dijo nada, tal como Eliza le había indicado.

—Oficial —dijo Eliza—, mi hermano y mi cuñada están esperando más allá. —Saludó en dirección a la multitud—. Supongo que no le importará si llevo a mi sobrina a bordo un minuto para mostrarle mi camarote.

El oficial miró la fila de pasajeros que serpenteaba por el muelle.

—No tardaremos mucho —aseguró Eliza—. Es que significa tanto para la niña.

—Diría que no hay problema —contestó él—. Asegúrese de traerla de regreso. —Guiñó un ojo a Ivory—. Tengo la sensación de que sus padres la extrañarían si dejara el hogar sin ellos.

Eliza tomó a Ivory de la mano y la condujo por la pasarela.

Había gente en todas partes, voces excitadas, agua salpicando, sirenas. La orquesta del barco tocaba una música vistosa en cubierta, mientras que las criadas se escurrían en todas direcciones, los mensajeros llevaban telegramas y los orgullosos botones ofrecían chocolates y regalos para los pasajeros a punto de partir.

Pero Eliza no siguió al encargado de a bordo; en cambio, condujo a Ivory por la cubierta, deteniéndose sólo cuando llegó a un grupo de barriles de madera. La pequeña estaba distraída, nunca había visto tanta actividad, y movía su cabecita de un lado a otro.

—Debes esperar aquí —indicó Eliza—. No es seguro andar moviéndose. Estaré pronto de regreso. —Dudó, alzando la mirada al cielo. Las gaviotas planeaban en lo alto, mirando todo con sus ojos negros—. Espérame aquí, ¿me oyes?

La pequeña asintió.

—¿Sabes ocultarte?

—Por supuesto.

—Estamos jugando un juego. —Al decir esas palabras, Sammy apareció en su mente y sintió que se le enfriaba la piel.

—Me gustan los juegos.

Eliza hizo a un lado la imagen. La niña no era Sammy. No estaban jugando al Destripador. Todo saldría bien.

—Regresaré por ti.

—¿Adónde vas?

—Hay alguien a quien tengo que visitar. Algo que tengo que recoger antes de que salga el barco.

—¿Qué es?

—Mi pasado —contestó—. Mi futuro. —Sonrió leve—. Mi familia.

* * *

Mientras el carruaje corría hacia Blackhurst, la niebla en torno a Eliza comenzó a despejarse. La conciencia le volvió poco a poco: el agitado movimiento, el ruido sordo de los cascos de los caballos, el olor a cerrado.

Abrió los ojos, parpadeó. Sombras negras se disolvieron en retazos de luz polvorienta. Una sensación de mareo mientras concentraba su mirada.

Había alguien con ella, un hombre sentado enfrente. Su cabeza estaba inclinada hacia el asiento de cuero y un leve ronquido salpicaba su pausada respiración. Tenía un bigote espeso y un par de anteojos sin armazón acomodados en el puente de su nariz.

Eliza respiró hondo. Tenía doce años, era alejada de todo lo que conocía hacia un futuro ignoto. Encerrada en un carruaje con el Hombre Malvado de Madre. Mansell.

Y sin embargo… no era del todo así. Algo se le estaba pasando, una oscura nube murmuraba en los bordes de su conciencia. Algo importante, algo que tenía que hacer.

Tomó aliento. ¿Dónde estaba Sammy? Debía estar con ella, ella tenía que protegerlo.

Pisadas de cascos de caballos, golpeando fuera. El sonido la asustaba, la enfermaba, no sabía por qué. La oscura nube comenzó a disolverse. Se estaba acercando.

La mirada de Eliza se dirigió a su falda, sus manos entrecruzadas sobre su regazo. Sus manos, y sin embargo no estaba segura de que fueran suyas.

La luz brillante atravesó un agujero en la nube: ella no tenía doce años, era una mujer adulta…

¿Pero qué había sucedido? ¿En dónde estaba? ¿Por qué estaba con Mansell?

Una cabaña en un acantilado, un jardín, el mar…

Su respiración era ahora más agitada, más aguda en su garganta.

Una mujer, un hombre, un bebé…

El miedo flotaba libre mordisqueándole la piel.

Más luz… la nube se desvanecía, se deshacía…

Palabras, retazos de oraciones: Maryborough… un barco… una niña, Sammy no, una pequeña…

Eliza sintió que le ardía la garganta. Se abrió un agujero en sus entrañas, que pronto se llenó de negro terror.

La niña era suya.

Claridad, tanta que quemaba: su hija estaba sola en un barco a punto de partir.

El pánico le llenó todos los poros. Su pulso martilleó sus sienes. Necesitaba escapar, regresar.

Eliza miró hacia la puerta.

El carruaje viajaba rápido, pero no le importó. El barco partía hoy y la pequeña estaba en él. La niña, su niña, sola.

Mansell se acomodó. Abrió sus ojos enrojecidos, concentrándose con rapidez en el brazo de Eliza, el pomo de la portezuela bajo sus dedos.

Una cruel sonrisa comenzó a formarse en sus labios.

Ella aferró la manija: él dio un salto para detenerla, pero Eliza fue más rápida. Su necesidad era, después de todo, más imperiosa.

* * *

Estaba cayendo, la puerta del carruaje se había abierto y cayó, cayó, cayó sobre la fría tierra. El tiempo se plegó sobre sí mismo: todos los momentos fueron uno, el pasado era presente era futuro. Eliza no cerró los ojos, vio la tierra acercarse, el olor a barro, hierba, esperanza… …y estaba volando, las alas abiertas sobre el suelo, y ahora más alto, en la corriente de la brisa, su rostro fresco, su mente clara. Y Eliza supo adonde se dirigía. Volaba hacia su hija, hacia Ivory. La persona a la que había estado buscando toda la vida, su otra mitad. Por fin estaba completa, en dirección a su hogar.

Capítulo 49

Cabaña del Acantilado, Cornualles, 2005

Por fin, estaba de nuevo en el jardín. Entre el mal tiempo, la llegada de Ruby y la visita a casa de Clara, habían pasado días desde que Cassandra pudo deslizarse bajo la pared. Había estado sometida a una extraña inquietud que sólo ahora comenzaba a disiparse. Era raro, pensó, mientras se colocaba un guante en la mano derecha: nunca se había considerado una jardinera, pero este lugar era distinto. Se sentía compelida a regresar, a enterrar las manos en la tierra y devolver el jardín a la vida. Hizo una pausa mientras estiraba los dedos dentro del otro guante, volviendo a notar otra vez la franja de piel más clara en torno a su dedo, el segundo de la izquierda.

Pasó el pulgar sobre la franja de piel. Era muy suave, más tersa a los lados, como si hubiera estado sumergida en agua jabonosa. La franja blanca era la parte más joven de ella, quince años más joven que el resto. Oculta del resto el instante que Nick había puesto la alianza en su dedo, era la única parte que no había cambiado, envejecido, avanzado. Hasta ahora.

—¿Demasiado frío para ti? —Christian, que había aparecido por debajo de la muralla, hundió las manos en el fondo de los bolsillos de su pantalón.

Cassandra terminó de colocarse el guante y le sonrió.

—No pensé que hiciera frío en Cornualles. Todos los folletos que leí decían que tenía un clima templado.

—Templado comparado con Yorkshire. —Le devolvió una sonrisa torcida—. Es una muestra del invierno que se acerca. Al menos no tendrás que sufrirlo.

El silencio se extendió entre ambos. Mientras Christian se volvía para inspeccionar el agujero que había estado cavando la semana anterior, Cassandra fingió estar ocupada con el rastrillo. Su regreso a Australia era el tema que habían evitado discutir. En los últimos días, cuando la conversación amenazaba con caer en ese tema, uno de los dos se apresuraba a llevarla a otros asuntos.

—He estado dándole vueltas —comentó Christian— a la carta de Harriet Swindell.

—¿Sí? —Cassandra hizo a un lado los incómodos pensamientos sobre el pasado y el futuro.

—Sea lo que fuere que hubiera en el tarro de arcilla, el que Eliza sacó de la chimenea, debió de haber sido importante. Nell ya estaba en el barco, así que Eliza asumió un enorme riesgo al volver a por él.

De eso habían hablado ayer. En una mesa en el pub, con el fuego crepitando en el rincón, habían repasado los detalles tales como los conocían. Buscando una conclusión que ambos sentían muy próxima.

—Supongo que ella no contaba con que un hombre la esperaba para secuestrarla, quienquiera que fuera. —Cassandra clavó el rastrillo en la tierra—. Ojalá Harriet nos hubiera dicho su nombre.

—Debe de haber sido alguien enviado por la familia de Rose.

—¿Tú crees?

—¿Quién más estaría tan desesperado por recuperarlas?

—Recuperar a Eliza.

—¿Eh?

Cassandra lo miró por encima del hombro.

—No recuperaron a Nell. Sólo a Eliza.

Christian hizo una pausa en su trabajo.

—Sí, eso es raro. Supongo que no les dijo dónde estaba Nell.

Ésa era la parte que para Cassandra no tenía sentido. Había permanecido despierta la mitad de la noche considerando las hebras de la historia en su mente, llegando siempre a la misma conclusión. Eliza no debía haber querido que Nell permaneciera en Blackhurst, pero seguramente cuando había sabido que el barco había zarpado sin ella habría estado desesperada por detenerlo. Era la madre de Nell, la había querido lo suficiente para llevarla con ella. ¿No habría hecho todo lo posible para avisar a alguien de que Nell estaba sola, en un barco? Ella no habría permanecido callada dejando a su querida hija viajando sola a Australia. El rastrillo de Cassandra topó con una raíz particularmente resistente.

—No creo que ella pudiera decirlo.

—¿Qué quieres decir?

—Sólo que de haber podido, lo habría hecho. ¿No?

Christian asintió con lentitud y alzó las cejas cayendo en la cuenta de las consecuencias de esa teoría. Enterró la pala en el agujero.

La raíz era gruesa. Cassandra apartó las otras malezas y siguió su contorno. Se sonrió. Aunque estaba en mal estado, desprovista, en su mayor parte, de hojas, reconoció la planta. Había visto especímenes similares en el jardín de Nell en Brisbane. Era un viejo rosal, seguramente había estado allí durante décadas. El tronco era tan grueso como su antebrazo, cubierto de agudas espinas. Pero todavía estaba vivo, y con algo de cuidado volvería a florecer.

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