El jardinero fiel (13 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

—¿Clubes nocturnos? ¿Justin? ¡Qué ocurrencia! En el Annabel de Londres a lo sumo, y hace veinticinco años. ¿De dónde ha salido semejante idea? —Woodrow rió con ganas, como no reía desde hacía más de una semana.

Rob lo sacó de dudas con mucho gusto.

—De nuestro comisario, precisamente. El señor Gridley. Estuvo destinado en Nairobi como enlace durante un tiempo. Según él, en ciertos clubes puede uno contratar a un asesino a sueldo si lo desea. Hay uno en River Road, a una calle del New Stanley, que cae muy a mano si uno se aloja allí. Por quinientos dólares liquidan a quien convenga. La mitad por adelantado, la otra mitad después del trabajo. Por menos en algunos clubes, dice él, pero entonces se pierde en calidad.

—¿Quería Justin a Tessa? —preguntó Lesley mientras Woodrow sonreía aún.

En el distendido ambiente que iba creándose entre ellos, Woodrow alzó los brazos y elevó una ahogada exclamación al cielo.

—¡Dios mío! ¿Quién ama a quién en este mundo y por qué? —Y viendo que Lesley no lo eximía inmediatamente de responder, añadió—: Tessa era guapa. Inteligente. Joven. Él era un hombre de cuarenta y tantos años cuando la conoció. Menopáusico, cerca ya del tiempo de descuento, solitario, encaprichado, deseando sentar la cabeza. ¿Si la quería? Eso te corresponde a ti decir, no a mí.

Pero si el comentario era una invitación a Lesley para que expresara sus propias opiniones, ella no la aceptó. Aparentemente estaba más interesada, igual que Rob a su lado, por la sutil transfiguración de las facciones de Woodrow: la desaparición de las arrugas en la parte superior de las mejillas al tensarse la piel, el tenue aumento del color en el cuello, las ligeras contracciones involuntarias de la mandíbula.

—¿Y Justin no se enfadaba con ella… debido, por ejemplo, a su trabajo humanitario? —insinuó Rob.

—¿Por qué iba a enfadarse?

—¿No le daba cien patadas cuando ella acusaba públicamente a ciertas empresas occidentales, algunas de ellas británicas, de estafar a los africanos cobrándoles de más por servicios técnicos o endosándoles medicamentos caducados a precios abusivos? ¿O de utilizar a los africanos como cobayas humanos para probar nuevos fármacos, práctica que a veces se presupone pero casi nunca llega a demostrarse, por así decirlo?

—Estoy seguro de que Justin se sentía muy orgulloso de las labores humanitarias de Tessa. Muchas de nuestras esposas tienden a inhibirse en ese aspecto. La cooperación de Tessa reestablecía el equilibrio.

—Nunca se enfadaba con ella, pues —insistió Rob.

—Justin no es propenso al enfado. O al menos no como solemos entenderlo. Si algo le producían esas situaciones, era vergüenza.

—¿Y usted también sentía vergüenza? Es decir, usted como miembro de la embajada.

—¿De qué?

—Del trabajo humanitario de Tessa. De sus intereses concretos. ¿Entraban en conflicto con los intereses de Su Majestad?

Woodrow adoptó su más convincente expresión de perplejidad.

—El gobierno de Su Majestad nunca se avergonzaría de una acción humanitaria, Rob. Deberías saberlo.

—Estamos descubriéndolo, señor Woodrow —terció Lesley con discreción—. Somos nuevos en esto.

Y tras haberlo interrogado durante un rato sin relajar ni por un segundo su cordial sonrisa, guardó las libretas y el casete en el bolso y, pretextando un compromiso en la ciudad, propuso que reanudaran sus deliberaciones al día siguiente a la misma hora.

—¿Sabe si Tessa tenía un trato de especial confianza con alguien? —preguntó Lesley como de pasada cuando los tres se dirigían en grupo hacia la puerta.

—¿Aparte de Bluhm, quieres decir?

—Me refería a posibles amigas, para ser exactos.

Woodrow rebuscó en la memoria con ostentosa concentración.

—No. No, no lo creo. No me viene a la mente nadie en particular. Aunque difícilmente podría yo estar enterado de algo así, ¿no?

—Quizá sí lo sabría si fuera alguien del personal de la embajada —apuntó Lesley servicialmente—. Como Ghita Pearson o alguna otra persona.

—¿Ghita? Ah, claro, Ghita. Sí, obviamente. Y os tratan como es debido, ¿no? ¿Disponéis de un medio de transporte y todo eso? Bien.

Transcurrió todo un día, y toda una noche, hasta que volvieron.

En esta ocasión fue Lesley, no Rob, quien abrió la sesión, y lo hizo con un renovado brío que inducía a pensar que algo había ocurrido desde la anterior reunión.

—Tessa había tenido un contacto sexual reciente —anunció con una radiante voz de comienzo de jornada mientras colocaba su utilería sobre la mesa como las pruebas presentadas en un juicio: lápices, libretas, casete, una goma de borrar—. Sospechamos que fue violada. En teoría es información reservada, pero imagino que lo leeremos en los periódicos de mañana. Por ahora, sólo han extraído un frotis vaginal y lo han examinado al microscopio para ver si el esperma estaba vivo o muerto. Estaba muerto, pero creen igualmente que hay esperma de más de un hombre. Quizá todo un cóctel. Nuestra opinión es que no tienen medio de averiguarlo.

Woodrow hundió la cabeza entre las manos.

—Habrá que esperar a que se pronuncien nuestros propios expertos para estar seguros al ciento por ciento —añadió Lesley, observándolo.

Rob, como el día anterior, se tamborileaba en los enormes dientes con el lápiz despreocupadamente.

—Y la sangre de la casaca de Bluhm era de Tessa —prosiguió Lesley con la misma franqueza—. Es un resultado provisional, claro. Aquí sólo determinan los grupos sanguíneos básicos. Para cualquier otro análisis, tendremos que enviar muestras a Londres.

Woodrow se había puesto en pie, cosa que hacía con frecuencia en las reuniones informales para ayudar a relajarse a los presentes. Paseándose lánguidamente hasta la ventana, ocupó posiciones en el lado opuesto del despacho y fingió contemplar el espantoso perfil urbano de Nairobi. Contra todo pronóstico, el cielo amenazaba tormenta, y se respiraba en el aire esa indefinible sensación de tensión que precede a la mágica lluvia africana. La actitud de Woodrow, por contraste, era la viva imagen del sosiego. Nadie veía las dos o tres gotas de sudor caliente que habían brotado de sus axilas y reptaban como gruesos insectos por sus costillas.

—¿Se lo ha dicho alguien a Quayle? —preguntó, sin saber, como quizá tampoco ellos, por qué de pronto el viudo de una mujer violada dejaba de ser Justin para convertirse en Quayle.

—Pensamos que sería mejor que le dé la noticia un amigo —respondió Lesley.

—Usted —sugirió Rob.

—Naturalmente.

—Por otra parte, siempre existe la posibilidad, como observó Les, de que acaso ella y Arnold echaran el último antes de ponerse en camino. Quizá quiera mencionárselo. Usted verá.

¿Cuál es mi límite?, se preguntó. ¿Qué más ha de pasar para que abra la ventana y salte al vacío? Tal vez era eso lo que buscaba en ella: que me llevara más allá de lo que soy capaz de aceptar.

—Bluhm nos cae francamente bien —dijo de improviso Lesley con cordial exasperación, como si necesitara que Woodrow compartiera su simpatía por Bluhm—. Claro está, debemos permanecer alertas al otro Bluhm, la bestia con forma humana. Y en el lugar de donde nosotros venimos, las personas más pacíficas cometen los actos más horrendos cuando se los incita. Pero ¿quién lo incitó… si es que fue incitado? Nadie, a menos que lo incitara ella. —Lesley se interrumpió, invitando a Woodrow a introducir algún comentario, pero él se acogió a su derecho a guardar silencio—. Bluhm es lo más parecido a un buen hombre que puede encontrarse —insistió, como si buen hombre fuera una condición finita al igual que
Homo sapiens
—. Ha hecho muchas buenas obras, auténticas buenas obras. No por lucirse sino porque quería. Ha salvado vidas, arriesgado la suya propia, trabajado en sitios atroces sin remuneración, escondido a gente en su buhardilla. ¿Qué, caballero? ¿No está de acuerdo?

¿Pretendía provocarlo? ¿O simplemente recurría a un observador maduro para que dilucidara la relación Tessa-Bluhm?

—Me consta que tiene un excelente historial —admitió Woodrow.

Rob soltó un resoplido de impaciencia, acompañado de una desconcertante contorsión de la mitad superior del cuerpo.

—Mire, olvídese del historial. Personalmente, ¿le inspira simpatía, Bluhm? ¿Sí o no? Así de sencillo. —Y con un movimiento rápido y enérgico, cambió de posición en la silla.

—Dios mío —dijo Woodrow por encima del hombro, esta vez procurando moderar su histrionismo, pero permitiendo de todos modos que un dejo de irritación se trasluciera en su voz—. Ayer tuve que definir el amor, y hoy me toca definir la simpatía. Por lo que veo, las definiciones absolutas son la máxima aspiración en el moderno Imperio Británico, ¿eh?

—Estamos pidiendo su opinión, caballero, ¿no? —repuso Rob.

Quizá fue el tratamiento de «caballero» lo que hizo mella en él. En su anterior reunión era «señor Woodrow», o Sandy en algún arranque de atrevimiento. Ahora era «caballero», previniendo a Woodrow de que aquellos dos jóvenes agentes de policía no eran sus colegas, ni sus amigos, sino intrusos de clase baja que se hurgaban la nariz en el selecto club que le había brindado protección y prestigio a lo largo de diecisiete años. Cruzó las manos detrás de la espalda e irguió los hombros. Luego se dio media vuelta para situarse de cara a sus interrogadores.

—Arnold Bluhm es persuasivo —declaró, pronunciando su perorata desde el extremo opuesto del despacho—. Es atractivo, tiene su peculiar encanto. Resulta ingenioso, si a uno le gusta esa clase de humor. Posee cierta aura…, debida quizá a esa cuidada barba suya. Para quienes se dejan impresionar fácilmente, es un héroe popular africano. —Dicho lo cual, se volvió hacia la ventana, como si esperase que recogieran sus cosas y se marchasen.

—¿Y para quienes no se dejan impresionar tan fácilmente? —preguntó Lesley, aprovechando que les daba la espalda para dirigirle una mirada de reconocimiento: las manos detrás, ofreciéndose mutuo consuelo, la rodilla que en ese momento no sostenía el peso del cuerpo alzada a la defensiva.

—Ah, sin duda somos minoría —contestó Woodrow tranquilamente.

—Aunque imagino que debía de ser en extremo preocupante para usted, y también molesto dada su posición de responsabilidad como jefe de cancillería, ver que ocurría todo eso ante sus narices y saber que no podía hacer nada para impedirlo. Es decir, no puede ir y decirle a Justin: «Mira a ese negro de la barba, está liado con tu mujer». No puede, ¿verdad? ¿O sí puede?

—Si un escándalo amenaza con empañar el buen nombre de la legación, estoy autorizado…, mejor dicho, obligado… a intervenir.

—¿E intervino? —Lesley, tomando la palabra.

—Planteándolo de un modo general, sí.

—¿Planteándoselo a Justin? ¿O directamente a Tessa?

—El problema era, claro está, que la relación de Tessa con Bluhm tenía una tapadera, podríamos decir —respondió Woodrow, arreglándoselas para eludir la pregunta—. Ese hombre es un médico de alto nivel. Muy respetado en el contexto de la ayuda humanitaria. Tessa era su leal voluntaria. En apariencia, todo absolutamente legítimo. Uno no puede arremeter contra ellos y acusarlos de adulterio sin pruebas. Uno no puede decir: «Cuidado, esto está dando que hablar, así que por favor actuad con un poco más de discreción».

—¿A quién se lo dijo, pues? —preguntó Lesley a la vez que escribía en una libreta.

—No es tan sencillo. El problema no se reducía a un solo episodio…, un solo diálogo.

Lesley se echó hacia adelante, comprobando de paso si las bobinas de la cinta seguían girando en el casete.

—¿Entre usted y Tessa?

—Tessa era un motor magníficamente diseñado a cuyos engranajes le faltan la mitad de los dientes. Antes de perder el bebé, ya no estaba muy en sus cabales, eso sin duda. —A punto de consumar la traición a Tessa, Woodrow recordó a Porter Coleridge sentado en su estudio, repitiendo indignado las instrucciones de Pellegrin—. Pero después…, no me queda más remedio que decirlo…, mal que me pese…, después muchos tuvimos la impresión de que se había trastornado por completo.

—¿Era ninfómana? —preguntó Rob.

—Me temo que esa pregunta está un tanto por encima de mi nivel en la escala salarial —contestó Woodrow con frialdad.

—Dejémoslo en que coqueteaba escandalosamente —propuso Lesley—. Con todo el mundo.

—Si insistes… —Ningún hombre habría podido aparentar mayor indiferencia—. Pero es difícil saberlo, ¿no? Una chica preciosa, la reina de la fiesta, un marido mucho mayor que ella… ¿Coquetea? ¿O simplemente actúa con naturalidad, se divierte? Si lleva un vestido muy escotado y se contonea de un lado a otro, la gente dirá que es una casquivana. Si no, dirán que es una aburrida. Para vuestra información, así es la comunidad blanca de Nairobi. Quizá sea igual en todas partes. No puedo jactarme de ser un experto.

—¿Coqueteaba con usted? —preguntó Rob después de otro exasperante redoble con el lápiz contra los dientes.

—Ya lo he dicho. Era imposible saber si coqueteaba o sólo se dejaba llevar por su entusiasmo —dijo Woodrow, alcanzando nuevas cotas de urbanidad.

—Y… esto… ¿correspondió usted por casualidad a sus coqueteos? —inquirió Rob—. No me mire así, señor Woodrow. Es un hombre de cuarenta y tantos años, menopáusico, cerca ya del tiempo de descuento, igual que Justin. Estaba colado por ella, ¿y qué tendría de raro? Seguramente a mí me habría pasado lo mismo.

La recuperación de Woodrow fue tan rápida que casi antes de que se diera cuenta, ya se había producido.

—¡Ay, mi querido amigo! No pensaba en nada más. Tessa, Tessa, noche y día. Estaba obsesionado con ella. Pregúntale a cualquiera.

—Ya lo hemos hecho —dijo Rob.

A la mañana siguiente, el asediado Woodrow tuvo la sensación de que sus interrogadores se le echaban encima con impúdico apremio. Rob colocó el casete en la mesa; Lesley abrió una libreta roja y grande por una doble página señalada mediante una goma elástica e inició la tanda de preguntas.

—Caballero, tenemos razones para creer que visitó usted a Tessa en el hospital de Nairobi poco después de perder ella al bebé, ¿es así? El mundo de Woodrow se tambaleó. ¿Quién diablos les ha dicho
eso
? ¿Justin? Imposible. No ha tenido oportunidad. Aún no han ido a verlo, o me habría enterado.

—Alto ahí —ordenó con severidad.

Lesley levantó la cabeza. Rob se enderezó y, como si pretendiera achatarse la cara con la palma, abrió una de sus largas manos y se la colocó verticalmente ante la nariz. A continuación, escrutó a Woodrow por encima de los dedos extendidos.

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