El jardinero fiel (16 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

—Enviamos los documentos por valija diplomática al correspondiente subsecretario de Londres —explicaba Woodrow a Rob—. Momento en el cual se convirtieron en material clasificado.

—¿Por qué?

—Por las graves imputaciones que contenían.

—¿Contra?

—Lo siento pero paso.

—¿Una empresa? ¿Un particular?

—Paso.

—¿Cuántas páginas calcula que había?

—Quince. Veinte. Se incluía una especie de anexo.

—¿Y fotografías, ilustraciones, pruebas de alguna clase?

—Paso.

—¿Alguna grabación? ¿Disquetes? ¿Confesiones o declaraciones grabadas?

—Paso.

—¿A qué subsecretario se los enviaron?

—Sir Bernard Pellegrin.

—¿Se guardaron una copia?

—Por norma, guardamos aquí el mínimo material reservado posible.

—¿Se guardaron una copia o no?

—No.

—¿Estaban mecanografiados esos papeles?

—¿Por quién?

—¿Estaban mecanografiados o escritos a mano?

—Mecanografiados.

—¿Con qué?

—No soy un experto en máquinas de escribir.

—¿Eran caracteres electrónicos? ¿De un procesador de textos? ¿Un ordenador? ¿Recuerda el tipo de letra? ¿La fuente?

Woodrow respondió con un ademán malhumorado cercano a la violencia.

—¿No estaban en cursiva, por ejemplo? —insistió Rob.

—No.

—¿O en esa letra que imita la caligrafía?

—Era letra redonda normal y corriente.

—Electrónica.

—Sí.

—O sea que sí se acuerda. ¿Estaba mecanografiado el anexo?

—Probablemente.

—¿Con el mismo tipo de letra?

—Probablemente.

—Así que entre quince y veinte páginas, más o menos, en letra redonda normal y corriente. Gracias. ¿Recibieron respuesta de Londres?

—Pasado un tiempo.

—¿Del propio Pellegrin?

—Quizá de sir Bernard, quizá de alguno de sus subordinados.

—¿Y decía?

—No era necesario emprender diligencias.

—¿Dieron alguna razón en particular? —Todavía Rob, lanzando preguntas como puñetazos.

—Las supuestas pruebas presentadas en los documentos eran tendenciosas. Cualquier investigación basada en ellas hubiera terminado en nada y resultado perjudicial para nuestras relaciones con la nación anfitriona.

—¿Le dijo usted a Tessa que ésa había sido la respuesta: que se descartaba toda actuación?

—No exactamente.

—¿Qué le dijo? —preguntó Lesley.

¿Fue su nueva política de sinceridad lo que indujo a Woodrow a contestar como lo hizo, o un instinto más débil que lo impulsaba a la confesión?

—Le dije lo que consideré aceptable para ella, dado su estado…, dadas la pérdida que había sufrido y la importancia que atribuía a los documentos.

Lesley había apagado el casete y comenzado a recoger sus libretas.

—¿Y qué mentira era aceptable para ella? ¿A su juicio?

—Que Londres se ocupaba del caso. Que estaban tomándose las medidas oportunas.

Por un feliz instante Woodrow creyó que la reunión había concluido. Pero Rob seguía erre que erre, sin prisa.

—Una última cuestión, señor Woodrow, si no le importa. Bell, Barker Benjamin, más conocidos como las TresAbejas. Woodrow no se inmutó.

—Hay anuncios por toda la ciudad. «TresAbejas, al servicio de África». «¡Se afanan por ti, cielo! Adoro a las TresAbejas». La sede está cerca de aquí. Un edificio nuevo y enorme de cristal, parecido a uno de esos Daleks del
Doctor Who
.

—¿A qué viene eso ahora?

—Es sólo que anoche conseguimos un perfil de la empresa, ¿no, Les? No sé si se ha dado cuenta, pero es un negocio impresionante. Andan metidos en todo, aquí en África, pero son británicos hasta la médula. Hoteles, agencias de viajes, periódicos, compañías de seguridad, bancos, extracción de oro, carbón y cobre, importación de coches, barcos y camiones… Podría seguir eternamente. Además de una amplia gama de fármacos. «Las TresAbejas trabajan por tu salud». Ése lo hemos visto cuando veníamos hacia aquí esta mañana, ¿verdad, Les?

—En esta misma calle, un poco más abajo —asintió Lesley.

—Y están en contubernio con los chicos de Moi, por lo que hemos podido saber. Aviones privados, todas las chicas a las que den abasto.

—Supongo que pretendéis llegar a alguna parte con esto.

—En realidad, no. Sólo quería ver su cara mientras hablaba de ellos. Ahora ya la he visto. Gracias por su paciencia.

Lesley seguía ocupada con su bolso. Por el interés que había mostrado en este diálogo final, lo mismo podría no haberlo oído siquiera.

—A las personas como usted deberían pararles los pies, señor Woodrow —pensó en voz alta, moviendo la juiciosa cabeza en un gesto de estupefacción—. Se creen que están resolviendo los problemas del mundo, pero de hecho ustedes son el problema.

—Les quiere decir que es usted un embustero de mierda —aclaró Rob.

Esta vez Woodrow no los acompañó hasta la puerta. Permaneció en su puesto detrás del escritorio, escuchando alejarse los pasos de sus invitados, y al cabo de un momento llamó a recepción y, con el tono más despreocupado posible, pidió que lo avisasen en cuanto abandonaran el edificio. Tan pronto como lo informaron de que los agentes habían salido, se dirigió rápidamente al despacho del secretario particular de Coleridge. El embajador, como Woodrow bien sabía, estaba ausente, en reunión oficial con el ministro keniano de Asuntos Exteriores. Mildren hablaba por el teléfono interno, con una molesta apariencia de relajación.

—Esto es urgente —declaró Woodrow, a diferencia de lo que fuera que Mildren creyese estar haciendo.

Sentándose tras el escritorio desocupado de Coleridge, Woodrow observó a Mildren extraer una tarjeta romboide blanca de la caja fuerte privada del embajador e insertarla oficiosamente en el teléfono digital.

—Por cierto, ¿a quién quieres llamar? —preguntó Mildren con la insolencia propia de los secretarios particulares de clase baja al servicio de grandes personalidades.

—Sal de aquí —ordenó Woodrow.

Y en cuanto se quedó solo, marcó el número directo de sir Bernard Pellegrin.

Se hallaban sentados en la terraza, dos colegas del cuerpo diplomático disfrutando de una copa después de la cena bajo el implacable resplandor de las luces de seguridad. Gloria se había retirado al salón.

—No hay ninguna manera suave de decir esto, Justin —empezó Woodrow—. Así que lo diré sin rodeos. Existe una gran probabilidad de que fuera violada. Lo lamento muchísimo, de verdad. Por ella y por ti.

Y Woodrow
en efecto
lo lamentaba,
debía de
lamentarlo. A veces uno no necesita sentir algo para saber que lo siente. A veces los sentidos están tan desbordados que otra atroz noticia es sólo un tedioso detalle más que administrar.

—Naturalmente, falta conocer los resultados definitivos de la autopsia, así que es prematuro y extraoficial —prosiguió, eludiendo la mirada de Justin—. Pero, por lo visto, no tienen la menor duda. —Experimentó la necesidad de proporcionar consuelo práctico—. La policía lo considera un dato muy esclarecedor…, como mínimo aporta un motivo. Les permite determinar la naturaleza del caso, aunque no puedan señalar todavía a un culpable.

Justin, erguido en su silla, sostenía la copa de coñac frente a él con las dos manos, como si se la hubieran entregado a modo de premio.

—¿Sólo una
probabilidad
? —objetó por fin—. ¡Qué extraño! ¿Y cómo es eso?

Woodrow no esperaba que, una vez más, lo sometieran a interrogatorio, pero por alguna siniestra razón se alegró de que así fuera. Un demonio lo impulsaba.

—Bueno, obviamente han de preguntarse si ocurrió de común acuerdo. Es puro trámite.

—¿De común acuerdo con quién? —inquirió Justin, desconcertado.

—Bueno, con quien sea… quien sea que tengan en mente. No podemos hacer su trabajo por ellos, ¿no?

—No. No podemos. Te compadezco, Sandy. Según parece, te caen todos los trabajos sucios. Y ahora creo que debemos prestar atención a Gloria. Ha hecho bien en dejarnos solos. Sentarse aquí fuera con todo el reino de los insectos africanos es más de lo que podría tolerar esa clara piel inglesa suya. —Desarrollando una repentina aversión a la proximidad de Woodrow, Justin se había puesto en pie y había abierto la cristalera—. Mi querida Gloria, te tenemos abandonada.

Capítulo 6

Justin Quayle dio sepultura a su muy asesinada esposa en un precioso cementerio africano llamado Langata, bajo una Jacaranda, entre Garth, su hijo mortinato, y un niño kikuyu de cinco años cuya tumba velaba un ángel genuflexo de escayola con una placa donde se declaraba que el difunto se había reunido con los santos. Detrás de ella reposaba Horatio John Williams de Dorset, en gloria de Dios, y a sus pies Miranda K. Soper, por siempre amada. Pero Garth y el niño africano, que se llamaba Gitau Karanja, eran sus compañeros más cercanos, y Tessa yacía hombro con hombro entre ellos, como era el deseo de Justin, que Gloria, tras el pertinente reparto de la generosidad de Justin, se había encargado de hacer realidad. Durante la ceremonia Justin se mantuvo apartado de los demás, con la tumba de Tessa a su izquierda y la de Garth a su derecha, y dos pasos largos por delante de Woodrow y Gloria, quienes hasta ese momento lo habían flanqueado en actitud protectora, en parte para ofrecerle consuelo, en parte para resguardarlo de las atenciones de la prensa que, siempre consciente de su deber para con el público, permanecía firme en su determinación de obtener fotografías y detalles de interés sobre el cornudo diplomático británico y aspirante a padre cuya esposa blanca degollada —conforme a la versión de los periódicos sensacionalistas más escabrosos— había dado a luz a un niño de su amante africano y yacía ahora junto a él en un rincón de un campo extranjero —en palabras textuales de nada menos que tres de esos periódicos en el mismo día— que sería para siempre tierra inglesa.

Junto a los Woodrow, y a la vez claramente separada de ellos, estaba Ghita Pearson, en sari, la cabeza gacha y las manos entrelazadas ante sí en el eterno ademán del duelo, y al lado de Ghita estaban Porter Coleridge, cadavéricamente pálido, y su esposa Veronica, y a ojos de Woodrow era como si la pareja prodigara a Ghita la protección que en otras circunstancias habría prodigado a su ausente hija Rosie.

El cementerio de Langata, triste y alegre al mismo tiempo, está enclavado en un exuberante llano de hierba alta y barro rojo y árboles ornamentales en flor, a tres o cuatro kilómetros del centro de la ciudad y a sólo un paso de Kibera, uno de los mayores suburbios de Nairobi, una extensa mancha pardusca de chabolas de hojalata apiñadas en la cuenca del río Nairobi, casi pared con pared, bajo una nube de insalubre polvo africano. La población de Kibera asciende a medio millón de habitantes y sigue en aumento, y la cuenca es rica en yacimientos de aguas negras, bolsas de plástico, harapos de vivos colores, pieles de plátano y naranja, mazorcas de maíz secas, y cualquier otro desecho que la ciudad se digne verter en ella. Enfrente del cementerio se hallan el elegante edificio de la Secretaría de Turismo keniana y la entrada del Parque Natural de Nairobi, y detrás de éstos, no muy lejos, los ruinosos barracones del aeropuerto Wilson, el más antiguo de Kenia.

Para los Woodrow y muchos de los asistentes al funeral de Tessa, había algo de aciago y a la par heroico en la soledad de Justin cuando se acercaba el momento de la inhumación. Daba la impresión de estar despidiéndose no sólo de Tessa sino también de su carrera, de Nairobi, de su hijo mortinato y de toda su vida hasta la fecha. Su peligrosa proximidad al borde de la fosa así parecía anunciarlo. Flotaba en el aire el inexorable presentimiento de que buena parte del Justin que conocían, y quizá todo él, partía con Tessa hacia el más allá. En apariencia, sólo una persona viva merecía su atención, advirtió Woodrow, y no era el sacerdote, no era la figura vigilante de Ghita Pearson, no era su jefe de misión, el pálido y reticente Porter Coleridge, ni los periodistas que se disputaban la mejor instantánea, el mejor ángulo, ni las prognatas esposas encerradas en su empática aflicción por la difunta hermana cuyo sino fácilmente podría haber sido el de ellas, ni la docena de obesos policías kenianos que una y otra vez se subían a tirones el cinturón de cuero.

Era Kioko. Era el muchacho que estaba en el hospital de Uhuru, en la misma sala que Tessa, sentado en el suelo, viendo morir a su hermana; el muchacho que había caminado diez horas desde su aldea para hacerle compañía en sus momentos finales, y había caminado diez horas más para estar hoy con Tessa. Justin y Kioko se vieron al mismo tiempo y, a partir de ese instante, cruzaron una ininterrumpida mirada de complicidad. Entre los presentes, observó Woodrow, Kioko era la persona de menor edad. En respuesta a una tradición tribal, Justin había solicitado que se mantuviera al margen a los más jóvenes.

Unos pilares blancos señalaban la entrada del cementerio por donde desfiló el cortejo de Tessa. Cactos gigantes, surcos de barro rojo y dóciles vendedores de plátanos y helados bordeaban el camino hacia su sepultura. El sacerdote era negro, viejo y entrecano. Woodrow recordaba haberle estrechado la mano en una de las fiestas de Tessa. Pero el amor del sacerdote por Tessa era tan efusivo, y su fe en la otra vida tan fervorosa, y el fragor del tráfico rodado y aéreo tan continuo —por no hablar ya de la cercanía de otras comitivas fúnebres, o la estridencia de la música espiritual procedente de los camiones de los deudos, o el vocerío de oradores rivales que, armados de megáfonos, arengaban a los corrillos de amigos y parientes mientras éstos merendaban en la hierba alrededor de los féretros de sus seres queridos—, que a nadie sorprendió que sólo algunas de las sublimes palabras del santo varón llegaran a oídos de su auditorio. Y Justin, si algo oyó del panegírico, se hizo el desentendido. Tan peripuesto como siempre con el traje oscuro de chaqueta cruzada que había conseguido proveerse para la ocasión, mantuvo la mirada fija en Kioko, quien, como Justin, había buscado un pequeño espacio apartado de los demás, y parecía suspendido en él, ya que apenas tocaba el suelo con sus pies descarnados y mecía desacompasadamente los brazos a los lados y, estirando el cuello, proyectaba hacia adelante su cabeza larga y deforme en una postura de permanente interrogación.

El postrer viaje de Tessa no había estado exento de percances, pero ni Woodrow ni Gloria habrían deseado que fuera de otro modo. Tácitamente, los dos consideraban apropiado que en su último acto interviniera el factor de lo imprevisible que había caracterizado su vida. La familia Woodrow madrugó pese a que no había razón alguna para madrugar, salvo el hecho de que en plena noche Gloria recordó que no tenía ningún sombrero oscuro. Una llamada telefónica al rayar el alba estableció que Elena tenía dos, ambos un poco años veinte y estilo aviador, pero si a Gloria le daba igual… Un Mercedes oficial salió de la residencia de su marido griego transportando un sombrero negro en una bolsa de plástico de Harrod’s. Gloria lo devolvió, decantándose por un pañuelo negro de encaje que había heredado de su madre: se lo pondría a modo de mantilla. Al fin y al cabo, explicó, Tessa tenía sangre italiana.

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