El jardinero fiel (18 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

—La universidad es un barril de pólvora —había informado Donohue cuando Woodrow le preguntó sobre posibles contingencias—. Las becas se han suprimido, el personal no cobra el salario, las plazas van a los ricos y estúpidos, las residencias y las aulas están abarrotadas, los retretes atascados, hay un altísimo riesgo de incendios y guisan con carbón en los pasillos. No tienen luz eléctrica para estudiar, ni libros con los que estudiar. Los estudiantes más pobres se echan a la calle porque el gobierno está privatizando la enseñanza superior sin consultar a nadie y la enseñanza es exclusivamente para los ricos. Además, los resultados de los exámenes están amañados, y el gobierno pretende obligar a los estudiantes a cursar sus carreras en el extranjero. Y ayer la policía mató a un par de estudiantes, cosa que, por alguna razón, sus compañeros se han tomado a mal. ¿Alguna otra pregunta?

Las verjas del patio volvieron a abrirse; el órgano sonó de nuevo. Los asuntos de Dios podían reanudarse.

En el cementerio, el calor era agresivo y personal. El viejo sacerdote entrecano había dejado de hablar, pero el barullo no había disminuido, y el sol pegaba a través de él como un látigo. A un lado de Woodrow, un enorme radiocasete reproducía a todo volumen una versión rock del Avemaría para un grupo de monjas negras con hábito gris. Al otro, en torno a un pimpampum con latas de cerveza vacías como blanco, se hallaban reunidos los miembros de un equipo de fútbol, todos con la chaqueta de su club, mientras un solista cantaba su adiós a un compañero fallecido. Y en el aeropuerto Wilson debía de celebrarse algún festival de acrobacias aéreas, ya que cada veinte segundos pasaban sobre ellos pequeños aviones vistosamente pintados. El viejo sacerdote bajó su devocionario. Los portadores del féretro se acercaron a éste, y cada uno agarró el extremo de una cincha. Justin, todavía aislado de los demás, pareció tambalearse. Woodrow hizo ademán de ir a sujetarlo, pero Gloria lo frenó con una garra enguantada.

—Quiere estar
solo
con ella, idiota —masculló Gloria con la voz empañada por el llanto.

La prensa no se anduvo con tantas delicadezas. Ésa era la foto que habían ido a buscar: el momento en que los portadores negros depositaban a la mujer blanca asesinada en suelo africano, ante la mirada del esposo engañado. Un hombre con la cara picada de viruela, el pelo cortado al rape y cámaras rebotando contra la panza ofreció a Justin una paleta cargada de tierra, esperando obtener la instantánea del viudo vaciándola sobre el ataúd. Justin la apartó. Simultáneamente, advirtió la presencia de dos harapientos que empujaban una carretilla de madera con un neumático pinchado hasta el borde de la fosa. La carretilla rebosaba cemento fresco.

—¿Qué están haciendo si puede saberse? —les preguntó con tal aspereza que todos se volvieron hacia él—. ¿Tendría alguien la bondad de averiguar qué se proponen hacer estos caballeros con ese cemento? Sandy, por favor, necesito un intérprete.

Olvidándose de Gloria, Woodrow, el hijo del general, se apresuró a acudir junto a Justin. La correosa Sheila del departamento de Tim Donohue habló primero con ellos y luego con Justin.

—Dicen que lo hacen para todos los ricos, Justin —tradujo Sheila.

—Hacen ¿qué exactamente? No te entiendo. Explícate, por favor.

—El cemento. Es para mantener a raya a los intrusos. Los ladrones. Los ricos son enterrados con anillos de boda y ropa elegante. Los
wazungu
son el blanco preferido de esa gente. Según estos hombres, el cemento es una precaución.

—¿Quién les ha pedido que lo hagan?

—Nadie. Son cinco mil chelines.

—Que se vayan, por favor. Díselo, Sheila, si eres tan amable. No deseo sus servicios y no estoy dispuesto a pagarles ningún dinero. Que cojan su carretilla y se marchen. —Pero de pronto, por temor quizá a que Sheila no transmitiera su mensaje con suficiente firmeza, Justin se dirigió con determinación hacia ellos y, plantándose entre la carretilla y la fosa, extendió un brazo, como Moisés, y señaló por encima de las cabezas de la comitiva fúnebre—. Váyanse, por favor —ordenó—. Márchense inmediatamente. Gracias.

La comitiva se separó para abrir paso a lo largo de la línea indicada por su brazo extendido. Los hombres de la carretilla se escabulleron por allí. Justin los siguió con la mirada hasta perderlos de vista. En aquel vibrante calor, dio la impresión de que los dos hombres se adentraban en el cielo desnudo. Justin giró sobre sus talones, con la rigidez de un soldado de juguete, hasta encarar a la jauría de la prensa.

—Desearía que se fueran todos, por favor —declaró en el silencio que se había formado en medio del generalizado barullo—. Han sido muy amables. Gracias. Adiós.

Calladamente, y para asombro de todos, los periodistas guardaron sus cámaras y blocs y, musitando frases como «Hasta la vista, Justin», abandonaron el cementerio. Justin regresó a su recoleto puesto junto a la cabeza de Tessa. Al mismo tiempo, un grupo de mujeres africanas avanzó en tropel y se dispuso en forma de herradura al pie de la tumba. Todas llevaban el mismo uniforme: un vestido de volantes floreado de color azul y un pañuelo de la misma tela atado a la cabeza. Por separado, quizá hubieran parecido anodinas, pero en grupo se las notaba unidas. Empezaron a cantar, al principio en un leve murmullo. Nadie las dirigía; ningún instrumento las acompañaba; la mayor parte del coro sollozaba, pero no permitían que el llanto quebrara sus voces. Cantaron en armonía, alternando inglés y kiswahili, cobrando fuerza con la repetición: «
Kwa heri
. Mamá Tessa… Mamita, adiós… —Woodrow trató de captar el resto de la letra—.
Kwa heri
, Tessa… Tessa, amiga nuestra, adiós… Viniste a nosotras, Mamá Tessa, Mamita, nos ofreciste tu corazón…
Kwa heri
, Tessa, adiós».

—¿De dónde demonios han salido? —preguntó Woodrow a Gloria por la comisura de los labios.

—De allá abajo —respondió Gloria entre dientes, señalando con la cabeza hacia el barrio de Kibera.

El canto subió de volumen cuando los portadores empezaron a bajar el féretro. Justin lo observó descender, hizo una mueca de aflicción cuando golpeó el fondo de la fosa y otra cuando la primera paletada de tierra restalló contra la tapa y una segunda cayó sobre las fresias, ensuciando los pétalos. Se oyó de pronto un estremecedor gemido, tan breve como el chirrido de un gozne herrumbroso al abrir de golpe una puerta, pero bastó con eso para que Woodrow se volviese a tiempo de ver a Ghita Pearson postrarse de rodillas a cámara lenta y desplomarse sobre una torneada cadera a la par que hundía la cara entre las manos, y levantarse a continuación, con igual inverosimilitud, ayudándose del brazo de Veronica Coleridge, para adoptar otra vez su ademán de duelo.

¿Llamó Justin a Kioko? ¿O acaso obró Kioko por propia voluntad? Ligero como una sombra, se había situado junto a Justin y, sin reparo alguno, le había tomado la mano. A través de una nueva efusión de lágrimas, Gloria vio reajustarse sus manos entrelazadas hasta encontrar una posición cómoda para ambos. Así cogidos, el desconsolado esposo y el desconsolado hermano contemplaron desaparecer bajo tierra el ataúd de Tessa.

Justin partió de Nairobi esa misma noche. Woodrow, para eterna consternación de Gloria, no la había informado previamente. A la hora de la cena, la mesa estaba puesta para tres, la propia Gloria había descorchado el burdeos y metido un pato en el horno para levantar el ánimo a todos. Oyó una pisada en el vestíbulo y supuso complacida que Justin había decidido tomar una copa antes de la cena, nosotros dos solos mientras Sandy lee las hazañas bélicas de
Biggles
a los niños en el piso de arriba. Y de pronto allí estaba su gastada bolsa de piel, acompañada de una maleta gris afelpada que Mustafa le había traído, ambas en el vestíbulo, etiquetadas, y Justin de pie junto a ellas con la gabardina colgada del brazo y un neceser al hombro, dispuesto a devolverle la llave de la bodega.

—¡Pero, Justin, no irás a decirme que te
vas
!

—Todos os habéis portado extraordinariamente bien conmigo, Gloria. Nunca sabré cómo agradecéroslo.

—Perdona por la sorpresa, cariño —entonó Woodrow jovialmente desde la escalera, bajando los peldaños de dos en dos—. Hemos llevado el asunto un poco a escondidas, me temo. No queríamos que los criados se fueran de la lengua. Era la única solución.

En ese preciso instante sonó el timbre de la puerta y era Livingstone, el chófer, con un Peugeot rojo que había pedido prestado a un amigo para trasladarse al aeropuerto sin el reclamo del distintivo diplomático. Y hundido en el asiento contiguo, Mustafa, mirando al frente con los ojos muy abiertos, inmóvil, como su propia efigie.

—¡Pero debemos acompañarte, Justin! ¡Debemos ir a despedirte! ¡He de regalarte una de mis acuarelas! ¿Qué va a ser de ti en Inglaterra? —clamó Gloria con amargura—. No podemos dejarte marchar así, sin más, en plena noche…
¡Cariño!…

En rigor, ese «cariño» iba dirigido a Woodrow, pero bien podría haber sido Justin el destinatario, porque Gloria, nada más pronunciar la palabra, se deshizo en incontenibles lágrimas, las últimas de un largo y lacrimoso día. Sollozando acongojadamente, estrechó a Justin entre sus brazos y, aferrada a él, le golpeó la espalda con los puños, restregó la mejilla contra su pecho y musitó «Oh, Justin, no te vayas, por favor» y otras exhortaciones menos inteligibles, hasta que por fin se desprendió valerosamente de él y, apartando a su marido de un violento codazo, corrió escalera arriba hasta su habitación y cerró ruidosamente la puerta.

—Está un poco alterada —explicó Woodrow, sonriendo.

—Todos lo estamos —dijo Justin, aceptando la mano de Woodrow y dándole un apretón—. Gracias una vez más, Sandy.

—Nos mantendremos en contacto.

—Cómo no.

—¿Y seguro que no quieres un comité de recepción al llegar? Todos están deseando hacer su papel.

—Totalmente seguro, gracias. Los abogados de Tessa lo tienen todo a punto para mi llegada.

Y acto seguido Justin descendió por la escalinata hacia el coche rojo, Mustafa a un lado con la bolsa de piel y Livingstone al otro acarreando la maleta gris.

—He dejado al señor Woodrow sobres para todos vosotros —informó Justin a Mustafa cuando estaban ya en camino—. Y esto es para entregar en mano a Ghita Pearson. Y ya entiendes a qué me refiero cuando digo «en mano».

—Sabemos que el señor será siempre un buen hombre —declaró Mustafa proféticamente, poniendo el sobre a buen recaudo en lo más hondo de su chaqueta de algodón. Pero su voz no revelaba el menor asomo de perdón por abandonar África.

El aeropuerto, pese a las recientes obras de embellecimiento, era un caos. Grupos de turistas cansados y quemados por el sol hacían largas colas, arengaban a los guías y embutían enormes mochilas en los aparatos de rayos X. En los mostradores de facturación, los empleados de las aerolíneas reaccionaban con igual desconcierto ante todos los billetes y sostenían en susurros interminables conversaciones por sus teléfonos. Los incomprensibles avisos del sistema de megafonía sembraban el pánico entre los viajeros en tanto mozos y policías contemplaban ociosamente el espectáculo. Pero Woodrow lo había previsto todo. Cuando Justin apenas había salido del coche, un auxiliar de tierra de British Airways se apresuró a llevarlo a un pequeño despacho, a salvo de las miradas de la gente.

—Si no le importa, me gustaría que me acompañaran mis amigos —dijo Justin.

—No hay problema.

Con Livingstone y Mustafa indecisos detrás de él, le fue entregada una tarjeta de embarque a nombre del señor Alfred Brown. Observó pasivamente mientras el auxiliar etiquetaba la maleta gris con una identificación acorde.

—Y ésta me la quedo como equipaje de mano —anunció con tono imperioso.

El auxiliar, un joven neozelandés de cabello rubio, simuló sopesar la bolsa de piel y lanzó un exagerado gruñido de esfuerzo.

—La plata de la familia, ¿no, señor?

—La de mi anfitrión —respondió Justin, siguiendo cortésmente la broma, pero su semblante dejaba muy claro que ese punto era innegociable.

—Si
usted
puede cargar con ella,
nosotros
también —aseveró el auxiliar rubio, devolviéndole la bolsa—. Buen viaje, señor Brown. Si no tiene inconveniente, rodearemos por la terminal de llegadas.

—Muchas gracias.

Volviéndose para las despedidas finales, Justin estrechó los colosales puños de Livingstone en un doble apretón de manos. Pero Mustafa no resistió el momento. Con su habitual sigilo, se había escabullido. Sujetando con firmeza la bolsa de piel, Justin entró en la terminal de llegadas tras los pasos de su guía, y ante sus ojos apareció una giganta de busto generoso y raza indefinible, que le sonreía desde la pared. Medía seis metros de altura y uno y medio de ancho en su punto de máxima amplitud, y era el único anuncio publicitario en toda la terminal. Vestía uniforme de enfermera y tenía tres abejas doradas en cada hombro. Otras tres adornaban de manera ostensible el bolsillo superior de su casaca blanca, y ofrecía diversas exquisiteces farmacéuticas en una bandeja a una familia vagamente multirracial de niños felices y sus padres. La bandeja contenía algo para cada uno de ellos: irascos de medicamentos de un color marrón dorado que más bien parecían whisky para el papá, píldoras recubiertas de chocolate idóneas para el deleite de los chiquitines, y para la mamá productos de belleza decorados con diosas desnudas que extendían los brazos hacia el sol. Destacándose ostentosamente en la parte superior e inferior del cartel, estridentes caracteres morados proclamaban el jubiloso mensaje a toda la humanidad:

TresAbejas

TRABAJANDO POR LA SALUD DE ÁFRICA

El cartel acaparó su atención. Exactamente como había acaparado la de Tessa. Contemplándolo inmóvil, Justin escucha las festivas protestas de ella a su derecha. Aturdidos por el viaje, cargados con el equipaje de mano de última hora, los dos han llegado aquí desde Londres por primera vez hace unos minutos. Ninguno de ellos ha pisado antes el continente africano. Kenia —toda África— los espera. Pero es ese cartel lo que capta el alborotado interés de Tessa.

—¡Justin,
mira
! No estás mirando.

—¿Qué pasa? Claro que estoy mirando.

—¡Se han apropiado de nuestras abejas! ¡Alguien se cree Napoleón! ¡Qué desfachatez! Esto es un atropello. ¡Tienes que hacer algo!

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