El jardinero fiel (7 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

—Jackson, sal de la furgoneta y baja lentamente por la calle hasta la verja de la casa del señor Quayle. —Volviéndose hacia Justin, preguntó—: ¿Cómo se llama el guarda?

—Omari —contestó Justin.

—Dile a Omari que cuando se acerque la furgoneta, debe abrir la verja en el último momento y cerrarla lo antes posible en cuanto haya cruzado. Quédate con él para asegurarte de que hace exactamente lo que se le ha dicho. Ya.

Nacido para el papel, Jackson se apeó de la furgoneta, se desperezó, se reacomodó el cinturón y finalmente descendió con parsimonia hasta la verja de seguridad de la casa de Justin donde, bajo la mirada de policías y periodistas, se colocó al lado de Omari.

—Muy bien, ahora retrocede —ordenó Woodrow a Livingstone—. Muy despacio. Tómatelo con calma.

Livingstone quitó el freno de mano y, con el motor todavía en marcha, dejó que la furgoneta rodara pendiente abajo y, girando, orientó la parte trasera hacia el vado del camino de acceso. Está maniobrando para cambiar de sentido, quizá pensaron. Si fue así, no lo pensaron por mucho tiempo, porque al instante Livingstone pisó el acelerador y, marcha atrás, se dirigió rápidamente hacia la verja, dispersando a izquierda y derecha a los atónitos periodistas. La verja se abrió de inmediato, ocupándose Omari de una hoja y Jackson de la otra. La furgoneta cruzó, la verja volvió a cerrarse. Jackson, en el lado interior de la verja, montó de un brinco en la furgoneta mientras Livingstone la conducía hasta la casa y, salvando los dos peldaños del porche, la detenía a escasos centímetros de la puerta, que el criado de Justin, Mustafa, con admirable presciencia, abrió de par en par desde el interior a la vez que Woodrow obligaba a Justin a salir de un empujón y saltaba tras él al vestíbulo, donde se apresuró a cerrar de nuevo la puerta.

La casa estaba a oscuras. Por respeto a Tessa o a los cazanoticias, el servicio había corrido las cortinas. Los tres hombres se hallaban en el vestíbulo, Justin, Woodrow, Mustafa. Mustafa lloraba en silencio. Woodrow distinguía su rostro contraído, los dientes blancos tras una mueca de dolor, las lágrimas resbalando hacia el exterior de las mejillas, casi bajo las orejas. Justin, con las manos en los hombros de Mustafa, le ofrecía consuelo. Desconcertado ante esa manifestación de afecto tan poco inglesa por parte de Justin, Woodrow se sintió, además, ofendido. Justin atrajo hacia sí a Mustafa hasta que la mandíbula apretada de éste se apoyó en su hombro. Woodrow, abochornado, miró en otra dirección. Por el pasillo, procedentes de las dependencias del servicio, habían aparecido otras sombras: el joven peón manco, inmigrante ilegal ugandés, que ayudaba a Justin en el jardín y cuyo nombre Woodrow nunca había conseguido retener, y la refugiada ilegal sudanesa que se llamaba Esmeralda y andaba siempre metida en líos amorosos. Tessa era tan incapaz de resistirse a un drama humano como de someterse a las normas locales. A veces la casa parecía un asilo para vagabundos discapacitados. En más de una ocasión Woodrow se lo había recriminado a Justin, encontrándose siempre con un muro impenetrable. Esmeralda era la única que no lloraba. Mantenía el semblante inexpresivo que los blancos confunden con hosquedad o indiferencia. Woodrow sabía que no era lo uno ni lo otro. Era familiaridad. En esto consiste la vida, daba a entender. Esto es dolor y odio y gente asesinada a machetazos. Esta es la cotidianidad que nosotros conocemos desde el día en que venimos al mundo, y a vosotros los
wazungu
os es ajena.

Apartando a Mustafa con delicadeza, Justin recibió a Esmeralda en un doble apretón de manos durante el cual ella apoyó un lado de la cabeza, peinada en trenzas, contra la frente de él. Woodrow tuvo la sensación de haber sido admitido en un círculo de afectos que no había concebido ni siquiera en sueños. ¿Lloraría Juma así si le cortaran la garganta a Gloria? Ni por asomo. ¿Lloraría Ebediah? ¿Lloraría la nueva doncella de Gloria, comoquiera que se llamase? Justin estrechó contra su pecho al chico ugandés, le acarició la mejilla, y luego les volvió la espalda a todos y, con la mano derecha, se agarró a la barandilla de la escalera. Ofreciendo por un instante el aspecto del viejo que pronto sería, empezó a subir. Woodrow lo vio alcanzar las sombras del rellano y desaparecer en el dormitorio donde él nunca había puesto los pies pero que había imaginado de mil furtivas maneras.

Descubriendo que se había quedado solo, Woodrow comenzó a pasearse intranquilo, sintiéndose amenazado, que era como se sentía siempre que entraba en la casa de Tessa: un muchacho de pueblo llegado a la ciudad. Si esto es una fiesta, ¿por qué no conozco a esa gente? ¿Qué causa se nos pide que defendamos esta noche? ¿En qué habitación estará ella? ¿Dónde está Bluhm? A su lado, muy probablemente. O en la cocina, provocando ataques de incontenible risa entre los criados. Recordando su propósito, Woodrow se dirigió con cautela hacia el salón por el pasillo en penumbra. La puerta no estaba cerrada con llave. La luz de la mañana se abría paso entre las cortinas como hojas de cuchillo, iluminando los escudos y las máscaras y las deshilachadas alfombrillas tejidas a mano por parapléjicos, adornos con los que Tessa había logrado dar vida a su lúgubre mobiliario oficial. ¿Cómo podía crear un ambiente tan acogedor con aquella bazofia? Una chimenea de ladrillo igual que la nuestra, los mismos tirantes de hierro embutidos en el techo, disfrazados de vigas de roble como las de la añorada Inglaterra. Todo igual que lo nuestro pero más pequeño, porque los Quayle eran una pareja sin hijos y de rango inferior. ¿Por qué, pues, la casa de Tessa parece siempre una casa de verdad, y la nuestra su hermana fea y sin imaginación?

Llegó al centro del salón y se detuvo, inmovilizado por la fuerza de los recuerdos. Aquí es donde la sermoneé, a ella, la hija de la
contessa
, plantándome junto a esta preciosa mesa de taracea a la que, según dijo, su madre le tenía mucho cariño, aterrándome al respaldo de su endeble silla de satín y pontificando como un padre Victoriano. Tessa allí de pie, frente a la ventana, su vestido de algodón transparentándose al trasluz. ¿Era ella consciente de que yo estaba hablándole a una silueta desnuda? ¿De que sólo mirarla era ver mi sueño con ella hecho realidad, mi chica en la playa, mi desconocida en un tren?

—He pensado que lo mejor era venir a verte —empieza Woodrow con severidad.

—¿Y cómo es eso, Sandy? —pregunta ella.

Las once de la mañana. Después de la reunión de cancillería, con la tranquilidad de saber que Justin asiste en Kampala a un inútil congreso sobre Ayuda Humanitaria y Eficiencia. He venido por un asunto oficial, pero he aparcado el coche en una calle adyacente como un amante culpable que visita a la esposa bonita y joven de un compañero de legación. ¡Y vaya si es bonita! ¡Y vaya si es joven! Una juventud que se nota en los pechos firmes y bien perfilados que nunca se mueven. ¿Cómo puede Justin perderla de vista un solo instante? Una juventud que se nota en la expresión airada de sus ojos grises y muy abiertos, en la sonrisa demasiado sagaz para su edad. Woodrow no ve la sonrisa porque ella está de espaldas a la luz. Pero la oye en su voz. Su voz burlona, turbadora, refinada. Woodrow puede rescatar esa voz del fondo de su memoria en cualquier momento. Como puede rescatar la línea de su cintura y sus muslos en la silueta desnuda, la enloquecedora soltura de su andar. No era extraño que ella y Justin se hubieran atraído mutuamente: eran dos purasangres de la misma cuadra, con veinte años de diferencia.

—Tess, en serio, esto no puede seguir así.

—No me llames Tess.

—¿Por qué no?

—Ese nombre está reservado.

¿Para quién?, se pregunta. ¿Para Bluhm, o para algún otro amante? Quayle nunca la llamaba Tess. Tampoco Ghita, por lo que Woodrow sabía.

—Sencillamente no puedes seguir expresándote con tanta libertad. Expresando tus opiniones.

Y a continuación el párrafo que ha preparado de antemano, el párrafo en que le recuerda su deber como esposa responsable de un diplomático en ejercicio. Pero no consigue llegar al final. Al oír la palabra «deber», Tessa se lanza a la carga.

—Sandy, mi
deber
es para con África. ¿Y el tuyo?

Se sorprende de tener que contestar él mismo.

—Para con mi país, y perdón por la grandilocuencia. Como lo es el de Justin. Para con el servicio diplomático y mi jefe de misión. ¿Responde eso a tu pregunta?

—Bien sabes que no. Ni por aproximación. Ni remotamente.

—¿Cómo voy yo a saberlo?

—Pensaba que venías a hablar conmigo de los interesantes documentos que te entregué.

—No, Tessa, no es ése el motivo de mi visita. He venido para pedirte que dejes de pregonar las fechorías del gobierno de Moi delante de cualquier hijo de vecino. He venido para pedirte que por una vez seas una más del equipo en lugar de… En fin, acaba tú misma la frase —concluye Woodrow con aspereza.

¿Le habría hablado así si hubiera sabido que estaba embarazada? Probablemente me habría contenido un poco. Pero habría hablado con ella. ¿Adiviné acaso que estaba embarazada mientras procuraba no fijarme en su silueta desnuda? No. La deseaba de manera acuciante, como ella podía advertir por el estado de alteración de mi voz y la falta de naturalidad de mis movimientos.

—¿Quieres darme a entender que no los has leído? —pregunta ella, insistiendo resueltamente en el tema de los documentos—. Ahora me dirás que no has tenido tiempo.

—Claro que los he leído.

—¿Y a qué conclusiones has llegado después de leerlos, Sandy?

—No me han descubierto nada que no supiera, y no hay nada que yo pueda hacer al respecto.

—Vamos, Sandy, ésa es una actitud muy negativa por tu parte. Peor aún, es pusilánime. ¿
Por qué no
puedes hacer nada?

—Porque somos diplomáticos, y no policías, Tessa —responde Woodrow, detestando la imagen que ofrece de sí mismo—. El gobierno de Moi ha caído en unos niveles de corrupción irreversibles, me dices. Nunca lo he dudado. El país se muere de sida, está en quiebra, no hay una sola área, desde el turismo hasta las comunicaciones pasando por la preservación de las reservas naturales, el sistema de enseñanza, el transporte y la seguridad social, que no esté desmoronándose a causa de las estafas, la ineptitud y la negligencia. Bien observado. Los ministros y funcionarios desvían cargamentos de comida procedentes de la ayuda externa y suministros médicos destinados a refugiados al borde de la inanición, a veces con la connivencia del propio personal de las agencias de ayuda humanitaria, me dices. Sí, así es. El gasto en sanidad nacional asciende a cinco dólares per cápita anuales, y eso antes de que todo el mundo, de arriba abajo de la jerarquía, se haya embolsado su parte. La policía maltrata sistemáticamente a todo aquel que comete la imprudencia de sacar a la luz pública estos asuntos. También es cierto. Has estudiado sus métodos. Usan la tortura del agua, dices. Empapan a sus víctimas y luego las golpean, lo cual reduce las marcas visibles. Tienes razón. Eso hacen. Actúan de manera indiscriminada. Y nosotros no protestamos. También alquilan sus armas reglamentarias a bandas de asesinos afines, a condición de que las devuelvan a primera hora del día siguiente si quieren recuperar el dinero en depósito. La embajada comparte tu indignación, y aun así, no protestamos. ¿Por qué? Porque, gracias a Dios, estamos aquí en representación de
nuestro
país, no el de
ellos
. Tenemos en Kenia treinta y cinco mil nativos con nacionalidad británica cuya precaria subsistencia depende de los caprichos del presidente Moi. La embajada no va a dedicarse a complicarles aún más la vida.

—Y tenéis intereses comerciales británicos que representar —le recuerda Tessa con sorna.

—Eso no es ningún pecado, Tessa —replica él, intentando alzar la mirada para excluir de su campo de visión la sombra de los pechos de Tessa tras la vaporosa tela del vestido—. El comercio no es un pecado. Las relaciones comerciales con los países en vías de desarrollo no son un pecado. De hecho, contribuyen a ese desarrollo. Posibilitan las reformas, la clase de reformas que todos deseamos. Los acercan al mundo moderno. Nos permiten ayudarlos. ¿Cómo vamos a ayudar a un país pobre si nosotros mismos no somos ricos?

—Gilipolleces.

—¿Cómo dices?

—Profundas, capciosas y grandilocuentes gilipolleces del Foreign Office, si lo prefieres por su nombre completo, dignas del inestimable Pellegrin en persona. Echa un vistazo alrededor. El comercio no enriquece a los pobres. Los beneficios no revierten en reformas. Revierten a los bolsillos de los funcionarios de una administración corrupta y a cuentas de bancos suizos.

—Eso es más que discutible…

Tessa no le deja terminar.

—Así que se trata de dar carpetazo y olvidarse. ¿Es así? Por el momento no se tomarán medidas, firmado Sandy. Magnífico. Una vez más la madre de todas las democracias ha demostrado ser una hipócrita embustera, predicando la libertad y los derechos humanos para todos, excepto allí donde espera sacar unas libras.

—¡Eso es absolutamente injusto! De acuerdo, los chicos de Moi son unos sinvergüenzas y al viejo aún le queda un par de años de mandato. Pero las perspectivas son alentadoras. Una palabra susurrada al oído indicado…, la interrupción colectiva de la ayuda extranjera…, una diplomacia discreta…, todo surte su efecto. Y Richard Leakey se incorpora al gabinete ministerial para poner freno a la corrupción y garantizar a los países donantes que pueden reanudar las ayudas sin miedo a financiar los negocios turbios de Moi. —Su arenga empieza a parecer uno de los comunicados orientativos del Foreign Office, y él lo sabe. Peor aún, también ella lo sabe, como pone de manifiesto un interminable bostezo—. Puede que Kenia no sea en el presente ninguna maravilla, pero tiene futuro —añade como soberbio colofón. Y espera de ella una señal recíproca que indique algún avance para llegar a una tregua, aunque sea cogida con alfileres.

Pero Tessa, recuerda Woodrow demasiado tarde, no es una conciliadora, como tampoco lo es Ghita, su amiga del alma. Son tan jóvenes que creen aún que existe una única verdad.

—El documento que te entregué incluye nombres, fechas y números de cuentas bancarias —insiste ella, implacable—. Se identifica e incrimina a ciertos ministros en particular. ¿Será eso una palabra susurrada al oído indicado? ¿O no hay nadie dispuesto a escuchar?

—Tessa.

Woodrow ve que Tessa se aleja de él cuando el motivo de su visita era acercarse a ella.

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