El jardinero fiel (4 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

—Así pues, ¿desde cuándo no tienes noticias de ella? —preguntó.

—Desde el martes cuando los acompañé al aeropuerto. ¿A qué viene esto, Sandy? Si Arnold está con ella, no corre ningún peligro. Tessa hará lo que se le diga.

—¿Crees que podrían haber ido al lago Turkana, ella y Bluhm… Arnold?

—Si disponían de un medio de transporte y les apetecía, ¿por qué no? A Tessa le encantan las zonas vírgenes, y siente un gran respeto por Richard Leakey, como arqueólogo y como africano blanco decente. Supongo que Leakey tiene alguna clínica por allí, ¿no? Probablemente Arnold debía ir por razones de trabajo y se llevó a Tessa. Sandy, ¿a
qué
viene esto? —repitió indignado.

Al asestar el golpe mortal, Woodrow no tuvo más alternativa que observar el efecto de sus palabras en las facciones de Justin. Y vio consumirse los últimos vestigios de la juventud perdida de Justin a la vez que su agradable rostro, tal como una especie de criatura marina, se cerraba y endurecía, dejando sólo engañoso coral.

—Nos han informado del hallazgo de una mujer blanca y un conductor negro en la orilla este del lago Turkana. Muertos —explicó Woodrow, eludiendo intencionadamente la palabra «asesinados»—. El vehículo, junto con el conductor, había sido alquilado en el hotel Oasis. Según la identificación del dueño del hotel, la mujer es Tessa. Dice que ella y Bluhm pasaron la noche en el Oasis antes de partir hacia el yacimiento de Leakey. Bluhm sigue desaparecido. Han encontrado la cadena de oro de Tessa, la que llevaba siempre.

¿Cómo estoy enterado de eso? ¿Por qué demonios elijo este momento para airear mi íntimo conocimiento de su cadena de oro?

Woodrow seguía mirando a Justin. El cobarde que llevaba dentro quería desviar la vista, pero eso, para el hijo de militar, habría sido como condenar a alguien a la horca y no presentarse a la ejecución. Vio abrirse desmesuradamente los ojos de Justin en expresión de dolido desengaño, como si un amigo lo hubiera atacado por la espalda, y a continuación los vio cerrarse casi por completo, como si el mismo amigo lo hubiera dejado sin conocimiento de un golpe. Vio separarse sus labios bien modelados en un espasmo de dolor físico y volver luego a unirse en una musculosa línea de exclusión, desprovista de color por la presión ejercida.

—Gracias por decírmelo, Sandy. Tiene que haber sido un mal trago para ti. ¿Lo sabe Porter?

Porter era el inverosímil nombre del embajador.

—Mildren está intentando localizarlo. Encontraron una bota Mephisto. Número treinta y ocho. ¿Concuerda?

Justin a duras penas podía coordinar. Primero tuvo que esperar a que el sonido de las palabras de Woodrow lo alcanzara. Entonces se apresuró a contestar con frases bruscas y construidas con visible esfuerzo.

—Hay una tienda cerca de Piccadilly. Compró tres pares durante el último permiso. Nunca la había visto darse semejante lujo. Por norma, es poco gastadora. Nunca había tenido que pensar en el dinero. Así que no pensaba. Se viste en la tienda del Ejército de Salvación. A la que uno se descuida.

—Y una especie de casaca de safari. Azul.

—Ah, no resistía esas monstruosidades —replicó Justin, afluyéndole de nuevo con ímpetu el don de la palabra—. Decía que si la sorprendía alguna vez con uno de esos adefesios caquis con bolsillos en los muslos, debía quemarlo o regalárselo a Mustafa.

Mustafa, el criado de Tessa, recordó Woodrow.

—Azul, según la policía.


Detestaba
el azul —ahora aparentemente al borde de la cólera—, aborrecía cualquier cosa paramilitar.

Usaba ya el pretérito, advirtió Woodrow.

—Una vez tuvo una cazadora
verde
, lo reconozco. La compró en Farebelow’s, en Stanley Street. La llevé yo, no sé por qué. Probablemente me obligó a acompañarla. No le gustaba ir de compras. Se la puso y en el acto le dio un ataque. «Mírame», dijo. «Soy el general Patton disfrazado de mujer». «No, no eres el general Patton», le aseguré. «Eres una chica preciosa con una cazadora verde horrible».

Empezó a recoger sus cosas. Concienzudamente. A recoger para marcharse. Abriendo y cerrando cajones. Deslizando hacia adentro las gavetas del archivador de acero y cerrándolo con llave. Atusándose distraídamente el cabello desde la coronilla hasta la nuca entre sus sucesivos movimientos, un tic que a Woodrow siempre le había resultado especialmente irritante. Apagando con cautela el recalentado ordenador, mediante un ligero toque con la punta del dedo índice como si temiese que fuera a morderle. Corría el rumor de que se lo hacía encender a Ghita Pearson todas las mañanas. Woodrow lo observó mientras lanzaba un último vistazo al despacho con la mirada perdida. Fin de período. Fin de la vida. Por favor, dejen este espacio en orden para el siguiente ocupante. En la puerta, Justin se volvió y echó una ojeada a las plantas de la ventana, pensando quizá en llevárselas, o al menos dar instrucciones para sus cuidados, pero no se decidió por lo uno ni por lo otro.

Acompañando a Justin por el pasillo, Woodrow hizo ademán de cogerle el brazo pero, asaltado por una extraña aversión, retiró la mano antes de tocarlo. Aun así, tuvo la prudencia de mantenerse a corta distancia de él para sujetarlo si desfallecía o tropezaba, ya que por entonces Justin presentaba el aspecto de un sonámbulo bien vestido que hubiera renunciado al sentido del rumbo. Avanzaban despacio y sin mucho ruido, pero Ghita debió de oírlos acercarse, porque cuando pasaron ante su puerta, la abrió y caminó de puntillas junto a Woodrow por un momento mientras le susurraba al oído, echándose atrás la melena dorada para no rozarlo.

—Ha desaparecido. Están removiendo cielo y tierra para encontrarlo.

Pero Justin oía mejor de lo que ambos habían previsto. O quizá, en su estado de extrema emoción, tenía las facultades perceptivas anormalmente desarrolladas.

—Estás preocupada por Arnold, supongo —dijo a Ghita con el tono servicial de un desconocido indicando el camino.

El embajador era un hombre enjuto e hiperinteligente, un eterno estudiante de una u otra cosa. Tenía un hijo que desempeñaba un cargo directivo en un banco mercantil y una hija pequeña llamada Rosie que padecía graves lesiones cerebrales, y una esposa que, cuando estaba en Inglaterra, actuaba como jueza de paz. Los adoraba a todos por igual y pasaba los fines de semana con Rosie a cuestas, contra el pecho, cargada en una mochila de bebé. Sin embargo, Coleridge permanecía en cierto modo encallado a las puertas de la madurez. Lucía unos juveniles tirantes, que sujetaban un ancho pantalón de estilo años veinte. Una chaqueta a juego colgaba de una percha con su nombre y colegio universitario —P. Coleridge, Balliol— detrás de la puerta. Se hallaba inmóvil en el centro de su amplio despacho, la despeinada cabeza inclinada hacia Woodrow en actitud iracunda mientras escuchaba. Tenía lágrimas en los ojos y las mejillas.


Mierda
—declaró con rabia, como si llevara rato esperando el desahogo que esa palabra pudiera proporcionarle.

—Desde luego —dijo Woodrow.

—Esa pobre muchacha… ¿Cuántos años tenía? ¡Pocos!

—Veinticinco. —¿Cómo sabía yo eso?—. Más o menos —añadió para mayor vaguedad.

—Aparentaba dieciocho. Y el pobre gilipollas de Justin con sus flores…

—Desde luego —repitió Woodrow.

—¿Lo sabe Ghita?

—A medias.

—¿Qué va a hacer Justin ahora? Ni siquiera le queda la opción de volcarse en su carrera. Ya habían decidido apartarlo del servicio al final de este período. Si Tessa no hubiera perdido al bebé, lo habrían echado en la siguiente criba. —Cansado de estar quieto en el mismo sitio, Coleridge se dirigió briosamente a otra parte del despacho—. El sábado Rosie pescó una trucha de un kilo y medio —farfulló con tono acusador—. ¿Qué opinas de
eso
?

Coleridge acostumbraba ganar tiempo con inesperadas maniobras de distracción.

—Magnífico —masculló Woodrow en cumplimiento de su deber.

—Tessa se habría llevado una alegría. Siempre dijo que Rosie llegaría lejos. Y Rosie la adoraba.

—No lo dudo.

—No nos la comimos, que conste. Mantuvimos al jodido pez con respiración asistida todo el fin de semana y luego lo enterramos en el jardín. —Enderezando los hombros, Coleridge indicó que volvían a entrar en materia—. Este asunto nos plantea además otra cuestión, Sandy. Una cuestión francamente espinosa.

—Soy muy consciente de ello.

—Esa gilipollez de la limitación de daños con la que ya venía llorándonos Pellegrin. —Sir Bernard Pellegrin, jerarca del Foreign Office con especial responsabilidad sobre África y archienemigo de Coleridge—. ¿Cómo demonios vamos a limitar los daños si no tenemos ni repajolera idea de cuáles son esos daños? Le habrá estropeado algún partido de tenis, supongo.

—Pasó con Bluhm cuatro días y sus respectivas noches antes de morir —informó Woodrow, lanzando una ojeada a la puerta para cerciorarse de que seguía cerrada—. Si a eso puede llamarse daños… Estuvieron en Loki y después en Turkana. Compartieron un bungalow y sabe Dios qué más. Los vio juntos mucha gente.

—Gracias. Mil gracias. Precisamente lo que deseaba oír. —Hundiendo las manos en los bolsillos del holgado pantalón, Coleridge empezó a pasearse por el despacho—. ¿Dónde carajo está Bluhm, por cierto?

—Están removiendo cielo y tierra para encontrarlo, según dicen. Se lo vio por última vez al lado de Tessa en el todoterreno cuando salieron hacia el yacimiento de Leakey.

Coleridge se dirigió airado hacia su escritorio, se dejó caer en la silla y se recostó con los brazos extendidos.

—Así que el mayordomo es el asesino —declaró—. Bluhm se olvidó de su educación, enloqueció, se los cargó a los dos, se llevó la cabeza de Noah de recuerdo, volcó el todoterreno, cerró las puertas con llave y se dio a la fuga. Bueno, ¿no es lo que haríamos todos?
Mierda.

—Lo conoces tan bien como yo.

—No, no lo conozco. Siempre me he mantenido a distancia de él. No me gustan las estrellas de cine metidas en el mundo de la ayuda humanitaria. ¿Adónde demonios ha ido? ¿Dónde está?

Por la mente de Woodrow desfilaban imágenes. Bluhm, el africano de los occidentales, Apolo con barba de las recepciones de Nairobi, carismático, ingenioso, apuesto. Bluhm y Tessa uno junto al otro estrechando la mano a los invitados mientras Justin, en su día el deleite de las debutantes, ronronea y sonríe y reparte las bebidas. El doctor Arnold Bluhm, antiguo héroe de guerra en Argelia, disertando desde la tribuna de la sala de conferencias de las Naciones Unidas sobre las prioridades médicas en situaciones de catástrofe. Bluhm, ya casi concluida la fiesta, desplomado en una silla, con expresión extraviada y vacía, y todo aquello digno de saberse enterrado a diez mil metros de profundidad.

—No podía mandarlos a casa, Sandy —decía Coleridge con la voz más severa de un hombre que ha visitado a su conciencia y ha vuelto reafirmado en sus decisiones—. Nunca he considerado parte de mi trabajo arruinar la carrera a un hombre sólo porque a su mujer le guste echar un polvo. Estamos en el nuevo milenio. La gente tiene derecho a joderse la vida como mejor le parezca.

—Naturalmente.

—Tessa llevaba a cabo una excelente labor en los barrios pobres, dijeran lo que dijeran de ella en el club Muthaiga. Puede que hiciera la pascua a Moi y sus compinches, pero los africanos que realmente importan, todos sin excepción, la adoraban.

—Sin duda —convino Woodrow.

—Andaba en ese rollo de la condición femenina, sí, ¿y qué? Era lógico. Pon África en manos de las mujeres, y posiblemente las cosas marcharán mucho mejor.

Mildren entró sin llamar.

—Han telefoneado de Protocolo, señor embajador. El cadáver de Tessa acaba de llegar al depósito del hospital, y solicitan una identificación inmediata. Y las agencias de prensa reclaman a gritos un comunicado.

—¿Cómo demonios la han traído a Nairobi tan deprisa?

—En avión —dijo Woodrow, recordando la repugnante imagen de Wolfgang respecto a la necesidad de trocear el cuerpo para meterlo en la bodega.

—No habrá comunicado hasta después de la identificación —repuso Coleridge con aspereza.

Woodrow y Justin fueron juntos, agazapados en el banco de listones de una furgoneta Volkswagen de la embajada con las lunas ahumadas. Livingstone iba al volante y junto a él, embutido en el asiento, viajaba Jackson, su fornido paisano kikuyu, por si había que hacer uso de la fuerza. Aun con el aire acondicionado a plena potencia, la furgoneta parecía un homo. El tráfico de la ciudad estaba en su punto de máxima locura. Abarrotados
matutu
—como allí se llamaba a los microbuses del transporte público— los adelantaban a toda velocidad por ambos lados dando bocinazos, despidiendo humos y levantando nubes de polvo y arena. Livingstone rebasó una rotonda y se detuvo frente a una entrada de piedra en torno a la que se habían congregado grupos de hombres y mujeres que salmodiaban y se mecían. Confundiéndolos con manifestantes, Woodrow dejó escapar una exclamación de enojo y luego se dio cuenta de que eran cortejos fúnebres esperando para recoger a sus difuntos. Junto al bordillo de la acera, había expectantes camionetas y coches oxidados con crespones rojos de duelo.

—No es necesario que hagas esto, Sandy, de verdad —dijo Justin.

—Claro que es necesario —respondió noblemente el hijo de militar.

Una camarilla de policías y hombres con batas blancas salpicadas, al parecer médicos, aguardaban en el umbral para recibirlos. Su único objetivo era complacerlos. Un tal inspector Muramba se identificó y, sonriendo encantado, estrechó la mano a los dos distinguidos caballeros de la embajada británica. Un asiático con traje negro se presentó como el doctor Banda Singh, cirujano, para servirlos. Las tuberías vistas del techo los acompañaron por un rezumante pasillo de hormigón con cubos de basura desbordados dispuestos a lo largo. Las tuberías alimentan las cámaras frigoríficas, pensó Woodrow, pero las cámaras frigoríficas no funcionan porque ha habido un corte de suministro eléctrico y el depósito de cadáveres no dispone de generadores autónomos. El doctor Banda los guió, pero Woodrow podría haber encontrado el camino por sí mismo. A la izquierda, desaparece el olor. A la derecha, se hace más intenso. Su lado insensible había asumido de nuevo el control. El deber de un soldado es estar aquí, no sentir. El
deber
. ¿Por qué Tessa siempre me lleva a pensar en el deber? Se preguntó si existiría alguna antigua superstición sobre lo que depararía el porvenir a los aspirantes a adúltero si contemplaban los cuerpos sin vida de las mujeres que habían codiciado. Siguiendo al doctor Banda, subieron por una corta escalera. Accedieron a una sala de espera sin ventilación dominada por el hedor de la muerte.

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