El jardinero fiel (3 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

—¿Quiénes la componían? —preguntó Woodrow, cogiendo de nuevo el ritmo.

—Dos grupos. Mi propia gente, dos camiones, agua, combustible de reserva, botiquín, provisiones, whisky por si es necesario desinfectar algo. Corto. —Se produjo un cruce de frecuencias con otras radios. Wolfgang les ordenó con cajas destempladas que cortaran la transmisión. Asombrosamente, obedecieron—. Aquí hace ahora mucho calor, señor Canciller. Estamos a cuarenta y seis grados y tenemos chacales y hienas como ustedes tienen ahí ratones. Corto.

Una pausa, por lo visto para que Woodrow tomara la palabra.

—Le escucho —dijo Woodrow.

—El todoterreno estaba volcado. No me pregunte por qué. Las puertas estaban cerradas. No me pregunte por qué. Una ventanilla abierta, no más de cinco centímetros. Alguien las había cerrado, había echado el seguro y se había llevado la llave. El olor era indescriptible, pese a salir sólo por esa pequeña rendija. Arañazos de hiena por todas partes, abolladuras enormes donde habían embestido intentando entrar. Una maraña de huellas alrededor. Habían dado vueltas y más vueltas, como locas. Una buena hiena huele la sangre a diez kilómetros de distancia. Si hubieran podido llegar hasta los cadáveres, no habría quedado nada de ellos, les habrían sacado hasta los tuétanos. Pero no pudieron. Alguien les cerró las puertas y dejó la ventanilla un poco abierta. Así que enloquecieron. Como le habría pasado a usted. Corto.

Woodrow necesitó un notable esfuerzo para desgranar las palabras.

—Según la policía, Noah fue decapitado. ¿Es cierto? Corto.

—Sí, así es. Era un tipo extraordinario. La familia está muy preocupada. Pusieron a medio mundo a buscar la cabeza. Si no la encuentran, no pueden hacerle un funeral como es debido, y su espíritu vendrá a rondar entre ellos. Corto.

—¿Y la señorita Abbott? Corto. —Una siniestra visión de Tessa sin cabeza.

—¿No se lo han dicho?

—No. Corto.

—Degollada. Corto.

Una segunda visión, esta vez del puño de su asesino arrancándole la cadena para despejar el camino al cuchillo. Wolfgang explicaba cómo actuó a partir de ese momento.

—Ante todo, digo a mis chicos, dejad las puertas cerradas. Dentro no hay nadie vivo. Quienquiera que abra las puertas va a pasar un mal rato. Pido a un grupo que encienda una hoguera y se quede de vigilancia. Regreso con el otro grupo al Oasis. Corto.

—Una pregunta. Corto. —Woodrow luchaba por continuar.

—¿Cuál es su pregunta, señor Canciller? Adelante, por favor. Corto.

—¿Quién abrió el todoterreno? Corto.

—La policía. En cuanto apareció la policía, mis chicos se largaron. A nadie le gusta la policía. A nadie le gusta que lo detengan. No por esta zona. Vino primero la policía de Lodwar, y ahora tenemos aquí también a la brigada móvil, además de unos tipos de la Gestapo personal de Moi. Mis chicos están guardando la caja bajo llave y escondiendo la plata, sólo que no tengo plata. Corto.

Otro lapso mientras Woodrow se esforzaba por dar coherencia a sus palabras.

—¿Llevaba Bluhm una chaqueta de safari cuando partieron hacia el yacimiento de Leakey? Corto.

—Sí. Una vieja. Más bien un chaleco. Azul. Corto.

—¿Se encontró un cuchillo en el lugar del asesinato? Corto.

—No. Y créame, no era un cuchillo cualquiera. Un panga con una hoja Wilkinson. Traspasó a Noah como si fuera mantequilla. De un solo tajo. Y a ella lo mismo. ¡Zas! La mujer estaba desnuda. Llena de magulladuras. ¿Ya se lo había dicho? Corto.

No, no me lo había dicho, respondió Woodrow en silencio. Había omitido usted por completo el detalle de la desnudez. También las magulladuras.

—¿Había un panga en el cuatro por cuatro cuando salieron de su hotel? Corto.

—No he conocido a ningún africano que no lleve su panga en un safari, señor Canciller.

—¿Dónde están ahora los cadáveres?

—El de Noah, lo que quedaba de él, se lo entregaron a su tribu. En cuanto al de la señorita Abbott, la policía envió una yola a motor para recogerlo. Tuvieron que cortar el techo del todoterreno. Les prestamos las herramientas. Luego sujetaron el cuerpo a la cubierta con correas. Abajo no había espacio para ella. Corto.

—¿Por qué no? —dijo Woodrow, pero al instante se arrepintió de haberlo preguntado.

—Un poco de imaginación, señor Canciller. ¿No sabe qué pasa con los cadáveres a estas temperaturas? Si quiere trasladarla en avión a Nairobi, mejor será que la corten en pedazos, o no entrará en la bodega.

Woodrow cayó en un pasajero aturdimiento, y cuando se le aclaró la mente, oyó decir a Wolfgang que sí, que ya antes había visto a Bluhm en una ocasión. Así que Woodrow debía de haber formulado la pregunta, aunque él mismo no la oyera.

—Hace nueve meses. Vino aquí como guía de unos peces gordos del tinglado de la ayuda humanitaria. La alimentación mundial, la sanidad mundial, gastos de representación mundiales. Los hijos de puta se gastaron una fortuna, y querían recibos por el doble de esa cantidad. Los mandé a la mierda, y a Bluhm le gustó. Corto.

—¿Qué impresión le causó Bluhm esta última vez? Corto.

—¿A qué se refiere?

—¿Lo notó cambiado? ¿Más excitable o raro o algo así?

—¿De qué me habla, señor Canciller?

—Quiero decir… si considera usted posible que estuviera bajo los efectos de algo. Bajo los efectos de alguna
droga
, quiero decir. —Woodrow había elegido un camino poco acertado—. Bueno…, no sé…, cocaína o cualquier otra cosa. Corto.

—¡Qué simpático! —dijo Wolfgang, y se interrumpió la comunicación.

Woodrow percibió de nuevo la escrutadora mirada de Donohue. Sheila había desaparecido. Woodrow tenía la sensación de que había ido a ocuparse de algún asunto urgente. Pero ¿qué podía ser? ¿Por qué la muerte de Tessa habría de requerir la intervención urgente de los espías? Sintió frío y lamentó no llevar un cárdigan, pese a que rezumaba sudor.

—¿En qué más podemos ayudarte, amigo mío? —ofreció Donohue, con extraña solicitud, mirándolo aún fijamente con sus ojos enfermizos y cansados—. ¿Una copita?

—Gracias. Ahora no.

Lo sabían, se dijo Woodrow, colérico, mientras bajaba por la escalera. Sabían ya antes que yo que estaba muerta. Pero eso es precisamente lo que quieren hacerte creer: nosotros los espías sabemos más que tú de cualquier cosa, y lo sabemos antes.

—¿Ha vuelto ya el embajador? —preguntó, asomándose a la puerta de Mildren.

—Llegará de un momento a otro.

—Suspende la reunión.

Woodrow no fue directamente al despacho de Justin. Primero entró a ver a Ghita Pearson, la más reciente incorporación a la cancillería, amiga y confidente de Tessa. Ghita, de origen angloindio, tenía los ojos oscuros y la piel clara y llevaba una marca de casta en la frente. Contratada a título particular por la legación, repasó Woodrow mentalmente, pero aspira a seguir la carrera diplomática. Un fugaz gesto de recelo se dibujó en el entrecejo de Ghita cuando vio que Woodrow cerraba la puerta.

—Ghita, esto debe quedar entre nosotros, ¿de acuerdo? —dijo Woodrow. Ella sostuvo su mirada y esperó—. Bluhm. El doctor Arnold Bluhm. ¿Bien?

—Sí. ¿Qué?

—Es amigo tuyo.

No hubo respuesta.

—Es decir, mantenéis buenas relaciones —insistió Woodrow.

—Es un contacto.

Por exigencias de su trabajo, Ghita trataba a diario con las agencias de ayuda humanitaria.

—Y amigo de Tessa, obviamente.

Los ojos oscuros de Ghita no delataron reacción alguna.

—¿Conoces a alguien más de la organización de Bluhm?

—Telefoneo a Charlotte de vez en cuando. La oficina de Bluhm se reduce a ella. El resto es personal de campo. ¿Por qué?

Woodrow reparó en la cadenciosa entonación angloindia que tan seductora había encontrado al principio. Pero nunca más. Nadie más.

—Bluhm estuvo en Lokichoggio la semana pasada. Acompañado.

Ghita asintió por tercera vez, pero más despacio, y bajando la vista.

—Quiero saber qué hacía allí. Desde Loki, viajó a Turkana por carretera. Necesito saber si ha regresado ya a Nairobi. O si ha vuelto quizá a Loki. ¿Puedes averiguarlo sin armar mucho revuelo?

—Lo dudo.

—Bueno, inténtalo. —De pronto lo asaltó una duda, algo que no se había planteado nunca en todos aquellos meses desde que conocía a Tessa—. ¿Sabes si Bluhm está casado?

—Imagino que sí. Desde hace tiempo, probablemente. Por lo general, todos lo están, ¿no?

Con ese «todos», ¿se refería a los africanos? ¿O se refería a los amantes? ¿
Todos
los amantes?

—Pero ¿no tiene una esposa aquí, en Nairobi? Al menos, no que tú sepas. No la tiene, Bluhm.

—¿Por qué? —En un susurro, con apremio—. ¿Le ha pasado algo a Tessa?

—Es posible. Estamos haciendo indagaciones.

Al llegar al despacho de Justin, Woodrow llamó a la puerta y entró sin esperar a que contestara. Esta vez no echó el pestillo pero, metiéndose las manos en los bolsillos, apoyó sus anchos hombros contra la puerta, lo cual tenía el mismo efecto mientras permaneciera allí.

Justin estaba de pie, presentando a Woodrow su elegante espalda. Con la acicalada cabeza vuelta hacia la pared, estudiaba un gráfico, uno de los varios dispuestos por todo el despacho, cada uno con una leyenda escrita en mayúsculas negras, cada uno con tramos de distintos colores, ascendentes o descendentes. El gráfico en que en ese momento centraba su atención se titulaba
INFRAESTRUCTURAS RELATIVAS 2005-2010
y, por lo que Woodrow podía distinguir desde donde se hallaba, pretendía pronosticar la prosperidad futura de las naciones africanas. En el alféizar de la ventana, a la izquierda de Justin, había una hilera de macetas con plantas que él cultivaba. Woodrow reconoció el jazmín y la balsamina, pero únicamente porque Justin le había regalado unas matas a Gloria.

—Hola, Sandy —saludó Justin, alargando el «Hola».

—Hola.

—Según parece, esta mañana no nos reunimos. ¿Problemas internos?

La famosa voz de oro, pensó Woodrow, fijándose en todos los detalles como si fuera nueva para él. Empañada por la edad pero con la facultad de cautivar garantizada, siempre y cuando uno prefiriera el tono a la sustancia. ¿Por qué te desprecio si estoy a punto de cambiar tu vida? Desde ahora hasta el final de tus días habrá un antes y un después de este momento, y para ti serán eras distintas, tal como lo son para mí. ¿Por qué no te quitas la condenada chaqueta? Debes de ser el único miembro del cuerpo diplomático que aún va a hacerse los trajes tropicales al sastre. Recordó entonces que también él llevaba puesta la chaqueta.

—Y tú estás
bien
, espero —dijo Justin con la misma afectada prolongación de las vocales, tan propia de él—. ¿Gloria no languidece con este espantoso calor? ¿Los niños crecen sanos y fuertes, etcétera, etcétera?

—Estamos bien. —Un lapso, con el sello inconfundible de Woodrow—. Y Tessa de viaje por el norte del país —comentó, dándole a ella una última oportunidad para demostrar que todo era un lamentable error.

De inmediato Justin hizo un alarde de efusividad, como siempre que se mencionaba el nombre de Tessa.

—Sí, en efecto. Últimamente se dedica a sus tareas humanitarias sin descanso. —Mantenía abrazado un mamotreto de las Naciones Unidas, con sus buenos ocho centímetros de grosor como mínimo. Inclinándose, lo dejó en una mesa accesoria—. A este paso, cuando nos marchemos de aquí, habrá salvado a toda África.

—¿
Para
qué ha ido al norte exactamente? —preguntó Woodrow, aferrándose todavía a un resquicio de esperanza—. Creía que estaba trabajando aquí en Nairobi. En los barrios pobres. En Kibera, ¿no?

—Y así es —contestó Justin con orgullo—. Día y noche, la pobre. Hace de todo, por lo que sé, desde limpiar el trasero a los bebés hasta informar a los asistentes legales de sus derechos civiles. La mayor parte de sus clientes son mujeres, claro está, que es lo que le interesa. Aunque no interese tanto a sus maridos. —Su sonrisa nostálgica, la que dice «si al menos…»—. Derechos de propiedad, divorcio, malos tratos, violación conyugal, mutilación genital femenina, sexo seguro. La lista completa, a diario. Ya te figurarás por qué sus maridos se vuelven un poco susceptibles. A mí me ocurriría lo mismo si fuera un violador conyugal.

—¿Y qué la ha llevado al norte, pues? —insistió Woodrow.

—¡Ah, Dios sabe! Pregúntaselo a Arnold —dejó caer Justin con excesiva despreocupación—. Arnold es su guía y su filósofo por esos pagos.

Ésa es la comedia en que se escuda, recordó Woodrow. La tapadera que los encubre a los tres. Arnold Bluhm, médico, tutor moral de Tessa, su caballero negro, su protector en la jungla de la ayuda humanitaria. Cualquier cosa menos su amante tolerado.

—¿Dónde exactamente? —preguntó.

—En Loki.
Lokichoggio.
—Justin se había apoyado en el borde de su escritorio, quizá a imitación inconsciente de la natural postura de Woodrow contra la puerta—. La gente del Programa Mundial de Alimentos ha organizado allí un
taller para la concienciación sobre la identidad sexual, ¿te
imaginas? Reúnen a mujeres sin conciencia de su condición en las aldeas del sur de Sudán, las trasladan en avión hasta Loki, les dan un cursillo intensivo sobre John Stuart Mill y las devuelven concienciadas. Arnold y Tessa, afortunados ellos, fueron a ver el espectáculo.

—¿Dónde está Tessa ahora?

Dio la impresión de que a Justin no le gustaba la pregunta. Quizá fue entonces cuando cayó en la cuenta de que la intrascendente charla de Woodrow escondía una intención. O quizá —pensó Woodrow— le molestó que le exigieran una respuesta precisa sobre los movimientos de Tessa cuando él mismo no era capaz de exigírsela a ella.

—De regreso, cabe suponer. ¿Por qué?

—¿Con Arnold?

—Eso espero. Dudo que él la dejara allí.

—¿Se ha puesto en contacto?

—¿Conmigo? ¿Desde Loki? ¿Cómo? Allí no hay teléfonos.

—Pensaba que quizá hubiera utilizado los enlaces de radio de alguna agencia humanitaria. ¿No es lo que hace otra gente?

—Tessa no es otra gente —replicó Justin con el entrecejo cada vez más fruncido—. Es una mujer de firmes principios, entre ellos no gastar innecesariamente el dinero de los donantes. ¿Qué pasa, Sandy?

Justin, ya ceñudo, se apartó del escritorio y se plantó en el centro del despacho muy erguido y con las manos tras la espalda. Y Woodrow, contemplando a la luz del sol su rostro cuidadamente atractivo y su canoso pelo negro, recordó el cabello de Tessa, justo del mismo color pero sin la huella de la edad, ni la compostura. Recordó la primera vez que los vio juntos, Tessa y Justin, nuestros fascinantes recién casados, invitados de honor en la fiesta de bienvenida a Nairobi ofrecida por el embajador. Y que al acercarse a saludarlos imaginó que ellos eran padre e hija, y él, Woodrow, el pretendiente que acudía a pedir su mano.

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