El jardinero fiel (6 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

En segundo plano, Woodrow le comunicaba con voz pesarosa que le quedaba aún una hora de trabajo en la oficina, cariño, que ya telefonearía, pero ella no mostró mucho interés. ¿A quién había perdido
él
?, pensó con acritud. Oyó cerrarse las puertas de la Volkswagen negra y alejarse el ruido del motor, pero no le prestó atención. Sólo tenía ojos para Justin, su protegido y su héroe trágico. Justin, comprendió Gloria de pronto, era víctima de aquella tragedia en igual medida que Tessa, porque si bien Tessa había muerto, sobre Justin había recaído un dolor que arrastraría hasta la tumba. Ya le había agrisado las mejillas y cambiado la manera de andar y las cosas que miraba a su paso. Los preciados arriates de plantas perennes, plantados por Gloria conforme a las indicaciones de Justin, quedaron atrás sin que les dirigiese siquiera un vistazo. Lo mismo ocurrió con el zumaque y los dos manzanos que Justin, tan amablemente, se negó a cobrarle. Porque ése era uno de los
maravillosos rasgos
de Justin a los que Gloria nunca se había acostumbrado
del todo
—esto explicado a Elena en un amplio resumen esa misma noche—, sus
formidables
conocimientos acerca de plantas y flores y jardines. Y a ver, El, ¿de dónde demonios le viene eso? De su madre, probablemente. ¿No estaba emparentada con los Dudley? Pues ahí tienes,
todos
los Dudley se dedicaban a la jardinería como locos, y desde hacía siglos. Porque hablamos de
botánica
inglesa clásica. El, no de lo que una lee en los dominicales de los periódicos.

Seguida de su estimado huésped, Gloria subió por la escalinata hasta la puerta de entrada, cruzó el vestíbulo y descendió por la escalera del servicio hasta el piso de abajo, donde le enseñó la celda que sería su casa mientras durara su condena: el armario de contrachapado con su visible alabeo, para colgar tus trajes, Justin —¿por qué demonios no le había dado a Ebediah otros cincuenta chelines y le había dicho que lo pintara?—, la cómoda carcomida para tus camisas y calcetines —¿por qué no se le había ocurrido forrar los cajones?

Sin embargo fue Justin, como de costumbre, quien pidió disculpas.

—Sintiéndolo mucho, Gloria, no tengo gran cosa que guardar en ellos por lo que se refiere a ropa. Mi casa está sitiada por los buitres de la prensa, y Mustafa debe de haber descolgado el teléfono. Sandy ha tenido la gentileza de ofrecerse a prestarme todo lo que necesite hasta que sea posible acercarse por allí sin peligro y sacar algo a escondidas.

—Oh, Justin, ¿cómo puedo ser tan
tonta
? —exclamó Gloria, ruborizándose.

Pero entonces, bien porque no quería dejar a Justin, o bien porque no sabía cómo, insistió en mostrarle el viejo y horroroso frigorífico repleto de botellas de agua potable y refrescos —¿por qué no había hecho cambiar la goma podrida?—, y
aquí
tienes el hielo, Justin, para separar los cubitos sólo has de ponerlo bajo el grifo, y el hervidor eléctrico de plástico que siempre había aborrecido, y la tetera de Ilfracombe, en forma de abejorro, con bolsas de té Tetley y una grieta dentro, y la lata abollada de bizcochos azucarados Huntley Palmer por si le apetecía picar algo antes de acostarse, como Sandy siempre hace, aunque le hayan aconsejado que pierda peso. Y por último —gracias a Dios, había acertado en
algo
— el magnífico jarrón con bocas de dragón de distintos colores que ella misma había plantado en almáciga siguiendo instrucciones de Justin.

—Bueno, y ahora te dejo en paz —dijo, pero, llegando a la puerta, recordó avergonzada que aún no le había dado el pésame—. Justin…

—Gracias, Gloria, no es necesario, de verdad —atajó él con sorprendente firmeza.

Privada de su momento de ternura, Gloria intentó recuperar un tono práctico.

—Sí, bueno, ya subirás cuando quieras, ¿de acuerdo? La cena es a las ocho, en teoría. Las copas un rato antes, si te apetece. Haz lo que gustes. O no hagas nada.
Dios
sabe cuándo volverá Sandy.

A continuación subió agradecida a su dormitorio, se duchó, cambió y maquilló, y después pasó a ver qué tal andaban los niños con sus tareas. Acoquinados por la presencia de la muerte, trabajaban con aplicación, o al menos lo aparentaban.

—¿Está muy muy triste? —preguntó Harry, el menor.

—Mañana lo conoceréis. Ante él, tenéis que comportaros con mucha educación y formalidad. Mathilda os está preparando unas hamburguesas. Os las comeréis en el cuarto de juegos, no en la cocina, ¿entendido? —Un colofón escapó de sus labios aun antes de haberlo pensado—. Es un hombre muy valiente y digno de admiración, y debéis tratarlo con
gran
respeto.

Cuando bajó al salón, descubrió sorprendida que Justin se le había adelantado. Aceptó un más que cumplido whisky con soda, y Gloria se sirvió una copa de vino blanco y se sentó en un sillón, de hecho el de Sandy, aunque no estaba pensando en Sandy. Durante unos minutos —Gloria no habría sabido decir cuántos en tiempo real— ninguno de los dos habló, pero el silencio era un lazo que sentía más vivamente cuanto más se prolongaba. Justin tomó a sorbos el whisky, y ella advirtió con alivio que, a diferencia de Sandy, no había contraído el molesto hábito de cerrar los ojos y abultar las mejillas y los labios como si le hubieran dado el whisky a catar. Vaso en mano, Justin se acercó a la cristalera y contempló el jardín iluminado —veinte bombillas de 150 vatios conectadas al generador de la casa—, la mitad de su rostro incandescente por efecto del resplandor.

—Quizá sea eso lo que todo el mundo piensa —comentó de pronto, reanudando una conversación que no habían mantenido.

—¿A qué te refieres? —preguntó Gloria, no muy segura de que se hubiera dirigido a ella, pero preguntando de todos modos porque sin duda Justin necesitaba hablar con alguien.

—A que uno era amado por ser alguien que no era. A que uno es una especie de impostor. Un robacorazones.

Gloria ignoraba si era ésa la opinión generalizada de la gente, pero desde luego no era la suya.

—Claro que no eres un impostor, Justin —declaró categóricamente—. Eres una de las personas más auténticas que conozco. Siempre lo has sido. Tessa te adoraba, como no podía ser de otro modo. Era una chica muy afortunada, a decir verdad. —Respecto a lo de «robacorazones», pensó, en fin, no hacía falta ser muy listo para adivinar quién se dedicaba al robo de corazones en aquella pareja.

Justin no exteriorizó sentimiento alguno ante esa simplista aseveración, o al menos ella no lo notó, y por un rato sólo oyó la reacción en cadena de los ladridos de los perros: uno empezaba y los otros lo seguían, de punta a punta del rectángulo de oro de Muthaiga.

—Siempre te portaste
bien
con ella, Justin, y tú lo sabes. No debes castigarte por crímenes que no has cometido. Muchas personas actúan así cuando pierden a alguien, y son injustas consigo mismas. No podemos andar por ahí tratando a los demás como si fueran a caerse muertos de un momento a otro, o no llegaríamos a ninguna parte. ¿No crees? Le fuiste fiel. Siempre —afirmó, insinuando con ello de paso que no podía decirse lo mismo de Tessa. Y la indirecta no pasó inadvertida a Justin, Gloria tenía la total certeza de eso: él estaba a punto de hablar sobre el detestable Arnold Bluhm cuando Gloria, irritada, oyó la llave de su marido en la puerta y supo que se había roto el hechizo.

—¿Cómo estás, mi pobre Justin? —exclamó Woodrow, sirviéndose una copa de vino desacostumbradamente moderada antes de abalanzarse sobre el sofá—. No se sabe nada nuevo, lamento decir. Ni bueno ni malo. Por ahora, ni pistas ni sospechosos. Ni rastro de Arnold. Los belgas han proporcionado un helicóptero, y Londres aportará otro. Dinero, dinero, la cruz de todos nosotros. No obstante, es súbdito belga, así que, ¿por qué no? ¡Qué guapa estás, cariño! ¿Qué hay de cena?

Ha bebido, pensó Gloria, indignada. Me dice que se queda a trabajar hasta tarde y en realidad se sienta a beber en su despacho mientras yo obligo a hacer las tareas a los niños. Oyó un movimiento junto a la ventana y advirtió, desolada, que Justin se disponía a marcharse, asustado sin duda por la mastodóntica torpeza de su marido.

—¿No comes nada? —protestó Woodrow—. Ya sabes que debes reponer fuerzas, amigo mío.

—Agradezco tu interés, pero no tengo apetito. Gloria, gracias de nuevo. Buenas noches, Sandy.

—Y Pellegrin manda sinceros mensajes de apoyo desde Londres. Todo el Foreign Office está consternado de dolor, dice. Ha preferido no importunarte personalmente.

—Bernard siempre ha demostrado mucho tacto.

Gloria observó cerrarse la puerta, oyó descender sus pisadas por la escalera de cemento, vio el vaso vacío en la mesa de bambú adosada a la cristalera, y por un aterrador instante sintió la convicción de que nunca volvería a verlo.

Woodrow engulló la cena con zafia voracidad, sin saborearla, como de costumbre. Gloria, que, como Justin, tampoco tenía apetito, lo observó. Juma, el criado, yendo de puntillas de uno al otro sin cesar, lo observaba también.

—¿Cómo ha ido? —preguntó Woodrow con un susurro de complicidad, señalando al suelo para advertir a Gloria que hablara también en voz baja.

—Bien —contestó ella, siguiéndole el juego—. Dadas las circunstancias.

¿Qué haces ahí abajo?, deseó saber. ¿Estás tendido en la cama, flagelándote en la oscuridad? ¿O miras el jardín a través de los barrotes, hablando con el fantasma de ella?

—¿Ha salido a relucir algo destacable? —insistió Woodrow, titubeando un poco al pronunciar «destacable» pero consiguiendo mantener la conversación en el terreno de las alusiones por la presencia de Juma.

—¿Cómo qué?

—Sobre nuestro casanova —aclaró Woodrow, y, con una bochornosa mirada de soslayo, apuntó con el pulgar a las begonias y formó con los labios la palabra «Bluhm», ante lo cual Juma se apresuró a marcharse en busca de una jarra de agua.

Gloria yació en vela durante horas al lado de su roncador esposo, hasta que, imaginando oír un ruido abajo, salió sigilosamente al rellano y escudriñó por la ventana. El apagón había terminado. Un resplandor anaranjado se elevaba hacia las estrellas desde la ciudad. Pero ninguna Tessa merodeaba por el jardín iluminado, tampoco ningún Justin. Cuando regresó a la habitación, encontró a Harry atravesado en la cama, dormido con el pulgar en la boca y un brazo sobre el pecho de su padre.

La familia madrugó como de costumbre, pero Justin se les había adelantado, y los esperaba ya, con el traje arrugado, paseándose inquieto. Se lo notaba acalorado, pensó Gloria, un tanto hiperactivo, con excesivo color bajo los ojos castaños. Los niños le estrecharon la mano, con actitud solemne como les habían ordenado, y Justin les devolvió los saludos esmeradamente.

—Ah, Sandy, sí, buenos días —dijo en cuanto apareció Woodrow—. Quería saber si podríamos hablar un momento.

Los dos se retiraron a la solana.

—Es por algo relacionado con mi casa —anunció Justin en cuanto estuvieron solos.

—¿Tu casa de aquí o tu casa de Londres, mi buen amigo? —preguntó Woodrow en un estúpido esfuerzo de jovialidad, y Gloria, oyéndolo todo a través de la ventanilla que comunicaba la cocina con la solana, le habría roto la crisma.

—La de aquí de Nairobi. Los papeles personales de Tessa, las cartas de abogados. El material referente al fideicomiso de su familia. Documentos muy valiosos para ella y para mí. No puedo dejar allí su correspondencia privada esperando a que la policía keniata desvalije la casa a su antojo.

—¿Y cuál es la solución?

—Me gustaría ir. Ahora mismo.

¡Qué firmeza!, pensó Gloria con fervor. ¡Qué fortaleza, a pesar de todo!

—Amigo mío, eso es imposible. Los cazanoticias se te comerán vivo.

—En realidad, no creo que sea para tanto. Pueden hacerme fotografías, supongo. Pueden gritarme. Si no les contesto, la cosa no pasará de ahí. A estas horas los sorprenderíamos afeitándose.

Gloria se conocía las artimañas de su marido del derecho y del revés. No tardará ni un minuto en telefonear a Londres para hablar con Bernard Pellegrin. Lo hace siempre que le conviene pasar por encima de Porter y recibir la respuesta que quiere oír.

—Veamos, amigo mío, tengo una idea: ¿Por qué no preparas una lista con todo lo que necesitas, y yo buscaré la manera de hacérsela llegar a Mustafa para que él te lo traiga aquí?

Muy propio de él, pensó Gloria con rabia. Vacilaciones, rodeos, y todo para dar con la salida más fácil.

—Mustafa sería incapaz de distinguir unas cosas de otras —oyó responder a Justin con igual firmeza que antes—. Y una lista no le serviría de nada. Incluso las listas de la compra lo superan. Se lo
debo
a Tessa, Sandy. Es una deuda de honor y debo saldarla. Tanto si me acompañas como si no.

¡La clase se impone!, celebró Gloria en silencio desde su posición en la línea de banda. ¡Así se juega, hombre! Pero ni siquiera entonces se le ocurrió, pese a estar abriéndose su mente en las direcciones más insospechadas, que Sandy pudiera tener sus propios motivos para querer visitar la casa de Tessa.

Los periodistas no estaban afeitándose. A ese respecto, Justin se había equivocado. O si estaban afeitándose, lo hacían en las franjas de césped de la acera, frente a la casa de Justin, donde habían acampado toda la noche en automóviles de alquiler, echando la basura entre las hortensias. Un par de vendedores ambulantes africanos, con pantalones y chisteras a lo Tío Sam, habían abierto un puesto de té. Otros asaban maíz en brasas de carbón. Junto a un coche patrulla, unos desganados policías mataban el tiempo fumando y bostezando. Su jefe, un hombre de descomunal gordura con un lustroso cinturón marrón y un Rolex de oro, dormitaba arrellanado en el asiento del acompañante. Eran las siete y media de la mañana. Unas nubes bajas ocultaban la ciudad. Enormes pájaros negros cambiaban de sitio en los cables aéreos, aguardando la ocasión de abatirse en busca de comida.

—Pasa de largo y luego para —ordenó Woodrow el hijo de militar desde la parte posterior de la furgoneta.

Ocupaban las mismas posiciones que el día anterior: Livingstone y Jackson delante, Woodrow y Justin agachados en el banco trasero. La Volkswagen negra llevaba el distintivo del cuerpo diplomático, pero en Muthaiga lo llevaban uno de cada dos vehículos. Un observador bien informado habría identificado el prefijo británico en la matrícula, pero tal observador no se hallaba presente, y nadie mostró el menor interés cuando Livingstone pasó con toda tranquilidad ante la vena y siguió adelante por la suave cuesta. Redujo la velocidad hasta detenerse y echó el freno de mano.

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