El jardinero fiel (20 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

—¿Y cuáles son esas responsabilidades fundamentales? —replicó el ángel desamparado.

—Bueno… —repitió Justin, ya sin saber muy bien qué rumbo tomar y por tanto recurriendo a esas señales de distanciamiento con las que creía asegurar su propia protección, si no una especie de absoluta inmunidad—. Bueno… —un gesto de fastidio con la mano, un leve toque en la patilla canosa con el dedo índice en un inconfundible ademán de ex alumno de Eton, la mano de nuevo abajo—, diría muy
a grosso modo
que en la actualidad los requisitos que definen un Estado civilizado son… sufragio universal, esto…, protección de la vida y la propiedad…, mmm…, justicia, sanidad y enseñanza para todos, al menos hasta ciertos niveles…, también el mantenimiento de una infraestructura administrativa sólida…, y carreteras, transporte, alcantarillado, etcétera… y… ¿qué más? Ah, sí, la recaudación equitativa de impuestos. Si un Estado incumple alguna de estas condiciones, uno puede afirmar que el contrato entre el Estado y el ciudadano comienza a tambalearse… y si las incumple
todas nos
encontramos ante un «Estado fallido», como decimos hoy día. Un infraestado. —Chiste—. Un ex Estado. —Otro chiste, pero aún no se reía nadie—. ¿Contesta eso a su pregunta?

Había supuesto que el ángel necesitaría un momento de reflexión para meditar sobre esa profunda respuesta y lo asaltó cierto nerviosismo cuando ella, casi sin darle tiempo a terminar el párrafo, volvió a la carga.

—¿Imagina, pues, una situación en la que usted personalmente se sintiera obligado a minar el Estado?

—¿Yo personalmente? ¿En este país? No, Dios mío, claro que no —repuso Justin con el pertinente asombro—. O al menos no ahora que acabo de regresar.

Risas desdeñosas del auditorio, que se mantenía firme de parte de Tessa.

—¿Bajo ninguna circunstancia?

—Ninguna que yo conciba, no.

—¿Y en otros países?

—Verá, no soy súbdito de otros países, ¿no? —Las risas empezaron a inclinarse de su lado—. Le aseguro que es ya bastante complicado hablar en nombre de un solo país. —El comentario fue acogido con más risas, que le dieron renovado ánimo—. Más de uno sencillamente no sería…

Le faltaba un adjetivo pero ella lanzó su siguiente golpe antes de que lo encontrara, o mejor dicho toda una andanada de golpes, como enseguida se vio, asestados en rápida sucesión contra la cara y el cuerpo.

—¿Por qué ha de ser súbdito de un país para opinar sobre él? Usted negocia con otros países, ¿no? Establece acuerdos con ellos. Los legitima mediante relaciones comerciales. ¿Acaso está diciéndonos que existe una ética para su país y otra para los demás? ¿Qué está diciéndonos exactamente?

Justin sintió primero bochorno y después ira. Recordó, ya un poco tarde, que seguía aún agotado tras su reciente estancia en la condenada Bosnia y teóricamente en período de recuperación. Estaba preparándose para un destino en África, tan horripilante como de costumbre, suponía. No había vuelto a la madre patria para servir de chivo expiatorio a un subsecretario absentista, y menos para leer su impresentable charla. Y ni por asomo Justin, el eterno soltero de oro, iba a consentir que lo pusiera en ridículo una arpía bonita de cara que le había colgado el sambenito de arquetípico niño de buena familia o algo parecido. Otra vez flotaban risas en el aire, pero eran risas en el filo de la navaja, listas para caer a uno u otro lado. Muy bien: si ella actuaba para la galería, lo mismo haría él. Exagerando su papel como el que más, enarcó sus cinceladas cejas y así las mantuvo. Dio un paso al frente y alzó las manos con las palmas extendidas en ademán defensivo.

—Señorita —dijo a la vez que las risas se decantaban a favor de él—. Creo, señorita…, mucho me temo…, que pretende arrastrarme a una discusión sobre mi moralidad.

Ante lo cual los asistentes prorrumpieron en una auténtica salva de aplausos, todos menos Tessa. El sol que poco antes la iluminaba había desaparecido y Justin vio su bello rostro, y en él una expresión dolida y evasiva. Y de pronto la conoció muy bien, mejor en ese instante de lo que se conocía a sí mismo. Comprendió el peso de la belleza y la maldición de ser siempre un acontecimiento, y se dio cuenta de que había obtenido una victoria que no deseaba. Era consciente de sus propias inseguridades y las reconocía en ella. A causa de su belleza, Tessa se sentía en la obligación de hacerse escuchar. Había planteado un desafío y el resultado le había sido adverso, y ahora no sabía cómo volver a puerto, dondequiera que éste se hallara. Justin recordó las insufribles sandeces que acababa de leer y las vacuas respuestas que había ofrecido, y pensó: ella tiene toda la razón y yo soy un cerdo, peor aún, un solapado cuarentón del Foreign Office que ha puesto a toda la sala en contra de una joven preciosa que sólo hacía lo que era natural en ella. Siendo pues el culpable de su caída, Justin se apresuró a ayudarla a levantarse:

—No obstante, hablando en serio por un momento —anunció con una voz mucho más resuelta, dirigiéndose a ella, y las risas se apagaron obedientemente—, diré que ha sacado a relucir la cuestión para la que nadie en la comunidad internacional, nadie literalmente, tiene respuesta. ¿Quiénes son los buenos? ¿Qué es una política exterior ética? Sí, admitamos que aquello que une a las mejores naciones en la actualidad es cierta noción de liberalismo humanista. Pero lo que nos divide es precisamente la pregunta que usted ha formulado: ¿Cuándo un Estado de supuesto talante humanista pasa a ser un Estado inaceptablemente represivo? ¿Qué ocurre cuando se convierte en una amenaza para nuestros intereses nacionales? ¿Quién es entonces el humanista? En otras palabras, ¿cuándo consideramos que la gravedad del problema requiere la intervención de la ONU…, siempre y cuando la ONU decida actuar, lo cual es ya otro asunto muy distinto? Ahí tenemos por ejemplo el caso de Chechenia…, el caso de Birmania…, el caso de Indonesia…, el caso de las tres cuartas partes de lo que conocemos como países en vías de desarrollo…

Y etcétera, etcétera. Palabrería metafísica de la peor especie, como él mismo habría sido el primero en reconocer, pero sacó a Tessa del apuro. Siguió un debate, por llamarlo de algún modo, se formaron bandos y se llegó a conclusiones simplistas. El coloquio se prolongó más de lo previsto y se decidió por tanto que había sido un éxito.

—Me gustaría que me llevaras a dar un paseo —dijo Tessa a Justin cuando el coloquio se dio por concluido. A modo de pretexto, añadió—: Puedes ponerme al corriente sobre la situación en Bosnia.

Pasearon por los jardines del Clare College y Justin, en lugar de ponerla al corriente sobre la situación en la condenada Bosnia, le dijo el nombre de cada una de las plantas, el nombre de pila y el apellido, y cómo se ganaba la vida. Ella, cogida de su brazo, escuchó en silencio, excepto para introducir algún ocasional «¿Por qué hacen
eso
?». o «¿Cómo ocurre
eso
?». Y bastaron tales incisos para que Justin continuara hablando, por lo cual se sintió al principio agradecido, ya que hablar era su forma de correr un velo entre él y la gente; sin embargo, con Tessa del brazo, descubrió que le interesaban menos los velos que la aparente fragilidad de sus tobillos enfundados en las pesadas botas de moda mientras ella, paso tras paso, las hacía avanzar por el estrecho sendero que ambos compartían. Estaba convencido de que, con sólo caerse de bruces, se rompería las tibias. Y su ligero balanceo contra él, como si más que caminar navegaran. Después del paseo, ya tarde, almorzaron en un restaurante italiano, y los camareros coquetearon con ella, lo cual molestó a Justin, hasta que finalmente se enteró de que Tessa era en parte de origen italiano, lo cual en cierto modo lo aclaró todo y de paso permitió a Justin lucir su propio italiano, del que se gloriaba. Pero entonces advirtió en el semblante de Tessa una súbita seriedad, una expresión pensativa, y el desfallecimiento de sus manos, como si el tenedor y el cuchillo pesaran demasiado para ella, al igual que las botas en el jardín.

—Antes me has protegido —explicó Tessa, aún en italiano, con la cabeza gacha y el rostro oculto tras el pelo—. Siempre me protegerás, ¿verdad?

Y Justin, con su infinita cortesía de siempre, dijo que sí, bueno, si aducía él, la protegería, naturalmente. O como mínimo, desde luego, pondría todo su empeño en ello, por así decirlo. Que Justin recordara, ésas eran las únicas palabras que cruzaron durante el almuerzo, por más que después Tessa, para asombro de él, le asegurara que habló con gran elocuencia sobre la amenaza de un futuro conflicto en el Líbano, lugar en el que Justin no pensaba desde hacía años, y sobre la imagen satánica que presentaban del islam los medios de comunicación occidentales, y la ridícula postura de los liberales occidentales, cuya ignorancia no era óbice para su intolerancia; y que ella quedó muy favorablemente impresionada por la sensibilidad con que abordó ese tema tan importante, lo cual también sorprendió a Justin, ya que, si no se equivocaba, tenía opiniones encontradas al respecto.

Pero algo le sucedía a Justin que, para su entusiasmo y desasosiego, era incapaz de controlar. Por pura casualidad, se había visto arrastrado al centro de la acción de una deliciosa comedia y se sentía cautivado. Se hallaba en un medio distinto, interpretando un papel, y era el papel que con frecuencia había deseado representar en la vida, sin conseguirlo hasta ese momento. Era verdad que en una o dos ocasiones había notado el barrunto de una sensación análoga, pero nunca con tan vertiginosa certidumbre o abandono. Y todo ello mientras el consumado mujeriego que llevaba dentro transmitía desesperadas señales de alerta con la mayor insistencia: desiste, ésta traerá complicaciones, es demasiado joven, demasiado auténtica, se lo toma demasiado en serio, no conoce las reglas del juego.

De poco sirvió. Después del almuerzo, con el sol todavía radiante, fueron al río y Justin le demostró lo que todo buen amante debe demostrar a su pareja en las aguas del Cam, en particular lo hábil y refinado que era y lo a gusto que se sentía, allí con su chaleco, en equilibrio sobre la popa de una batea, empuñando una pértiga y sosteniendo una amena conversación bilingüe, que era una vez más lo que ella juraba que había hecho si bien él sólo recordaba su cuerpo de miembros largos y aspecto desamparado cubierto por la blusa blanca y la falda negra de amazona con una raja lateral, y sus ojos de mirada seria observándolo con alguna clase de reconocimiento al que él no podía corresponder, porque nunca en la vida se había adueñado de él tan intensa atracción ni se había sentido tan indefenso ante su hechizo. Tessa le preguntó dónde había aprendido jardinería y él contestó: «Con nuestros jardineros». Le preguntó por sus padres y él no tuvo más remedio que admitir —reacio, convencido de que atentaría contra los principios igualitarios de Tessa— que era de buena cuna y buena posición económica y que los jardineros cobraban de su padre, quien había pagado asimismo la larga sucesión de niñeras, internados, universidades, vacaciones en el extranjero y cuanto fuera necesario para allanarle el camino de acceso al «negocio familiar», como su padre llamaba al Foreign Office.

Sin embargo, para alivio de Justin, Tessa encontró más que razonable aquella descripción de sus orígenes y, para no ser menos, contribuyó con sus propias confidencias. También ella había nacido rodeada de privilegios, reconoció. Pero sus padres habían muerto los dos en los últimos nueve meses, ambos de cáncer.

—Así que soy huérfana —declaró con fingida frivolidad—, libre de las ataduras de la buena familia.

Después de eso se sentaron a distancia durante un rato, todavía en estrecha comunión.

—Me había olvidado del coche —comentó Justin en algún momento, como si eso en cierto modo representara un obstáculo para posteriores asuntos.

—¿Dónde lo has aparcado?

—No lo he aparcado. Tiene chófer. Es un coche oficial.

—¿No puedes llamarlo?

Y asombrosamente ella llevaba un teléfono en el bolso y él llevaba el número del móvil del chófer en el bolsillo. Así que Justin amarró la batea y, sentándose al lado de Tessa, dijo al chófer que regresara él solo a Londres, lo cual equivalía a tirar la brújula, un acto de autoaislamiento en mutua compañía que no pasó inadvertido a ninguno de los dos. Y cuando se marcharon del río ella lo invitó a su apartamento e hizo el amor con él. Y por qué obró así, y quién pensaba que era
él
cuando lo hizo, y quién pensaba él que era
ella
, y quiénes eran uno y otro al término de aquel fin de semana, tales misterios, le aseguró ella mientras lo cubría de besos en la estación de ferrocarril, se resolverían con el tiempo y la costumbre. El hecho era, dijo, que lo amaba, y todo lo demás se aclararía cuando se casasen. Y Justin, en la locura que se había apoderado de él, manifestó ideas igualmente irreflexivas, las repitió y las amplió, todo bajo el influjo de aquel delirio que lo guiaba y por el que se dejaba guiar con mucho gusto aunque, en el fondo de su conciencia, supiera que cada hipérbole tendría algún día su precio.

Tessa no ocultó que quería un amante mayor que ella. Como tantas otras mujeres jóvenes y atractivas que Justin había conocido, no resistía la presencia de los hombres de su misma edad. Usando un vocabulario que repugnó a Justin en su fuero interno, ella se describió como una golfa, una fulana con buen corazón y una pizca de malicia, pero estaba demasiado enamorado para corregirla. Esas expresiones, como más tarde descubrió, provenían de su padre, a quien detestó a partir de ese instante, aunque esforzándose en disimularlo, ya que ella lo veía como un santo. Su necesidad del amor de Justin, explicó Tessa, era una sed insaciable y Justin no pudo sino afirmar que lo mismo rezaba con él, sin duda. Y en aquel momento lo creía.

Su primer impulso, cuarenta y ocho horas después de su regreso a Londres, fue poner tierra por medio. Había sufrido el azote de un tornado, pero los tornados, como sabía por experiencia, causaban grandes daños, algunos colaterales, y luego seguían su curso. Su destino en alguna legación africana de mala muerte, aún pendiente de resolución, de pronto le pareció tentador. Sus declaraciones de amor le producían una creciente alarma cuanto más las recitaba en su mente: esto no es verdad, éste soy yo en la escena equivocada. Había tenido una aventura amorosa tras otra y esperaba tener aún unas cuantas más, pero siempre dentro de la mayor mesura y premeditación, con mujeres tan poco dispuestas como él a abandonar el sentido común en favor de la pasión. Pero, aún más cruelmente, temía la fe de Tessa porque, como pesimista impenitente, sabía que él no tenía el menor asomo de fe. Ni en la naturaleza humana, ni en Dios, ni en el futuro, ni por supuesto en la fuerza universal del amor. El hombre era un ser abyecto y siempre lo sería. El mundo contenía una pequeña cantidad de almas razonables y casualmente Justin era una de ellas. La misión de estas almas, desde su elemental punto de vista, era prevenir los peores excesos de la especie humana, con la salvedad de que cuando dos bandos tomaban la firme determinación de reducirse mutuamente a añicos era poco lo que una persona razonable podía hacer para impedirlo, por encarnizados que fueran sus esfuerzos para conjurar el encarnizamiento. A la postre, se dijo el maestro del sublime nihilismo, todos los hombres civilizados son hoy en día como el rey Canuto, que se creía capaz de frenar el flujo del mar, y ahora la marea sube cada vez más deprisa. Por tanto resultaba doblemente desafortunado que Justin —para quien cualquier forma de idealismo debía contemplarse con el más profundo escepticismo— entablara relaciones con una joven que, aun siendo admirablemente desinhibida en muchos aspectos, era incapaz de cruzar la calle sin antes plantearse la moralidad de esa acción. La huida era la única solución prudente.

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